Vestir al desnudo – Acto I

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In Italiano – Vestire gli ignudi

Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

Vestir al desnudo - Acto I
Gaia Aprea, Vestire gli ignudi, 2011. Immagine dal web.

Personajes
Ersilia Drei.
Franco Laspiga, ex teniente de navío.
El cónsul Grotti.
El viejo novelista Ludovico Nota.
El periodista Alfredo Cantavalle.
La señora Honoria, que alquila habitaciones.
Emma, doncella.

En Roma. En nuestros días.

Vestir al desnudo
Acto Primero

El despacho del novelista Ludovico Nota.

Esuna amplia sala de alquiler, con viejos muebles que no hacen juego, comprados de ocasión; algunos, vulgares, propiedad de la señora Honoria; otros, del novelista. En la pared del fondo, una gran estantería con libros, en la de la derecha, entre dos ventanas con viejas cortinas amarillentas, una escribanía alta, para escribir de pie, con la tablilla de abajo llena de gruesos diccionarios. En la pared de la izquierda, un sofá de antigua moda, cubierto de tela clara floreada, con encajes prendidos en el respaldo y en los brazos, quizá para tapar la suciedad. Sillones, sillas enfundadas, un velador con chucherías: todo en el recuadro de una vieja alfombra descolorida. En esta pared, junto al proscenio, está la puerta común. En la del fondo, después de la estantería, hay una puerta con cortina, que conduce al dormitorio de Nota. En medio de la salita, una mesa ovalada con libros, reseñas, periódicos, florero, pitillera, alguna estatuilla… Y, frente a la mesa, una chaiselongue con numerosos cojines. Colgados en ambas paredes laterales, varios cuadros de escaso valor artístico, regalos de pintores amigos. La sala, aunque tiene dos ventanas, es más bien sombría, casi en penumbra, por lo estrecha que es la calle, y la altura de los edificios de enfrente, que la oprimen. La calle, abajo, es muy ruidosa, y sus ruidos se oirán durante las pausas, cuando se indique: coches y carros que pasan, timbres de bicicleta, bocinas de automóviles, estrépito de motocicletas, chasquidos de látigos, silbidos, rumor confuso de voces, pregones de algún vendedor ambulante o algún vendedor de periódicos, estallido de alguna carcajada imprevista.

Al levantarse el telón, la escena está vacía. Las dos ventanas abiertas dejan entrar, durante un momento, los ruidos de la calle. Se abre la puerta común, a la izquierda, y entra, con su sombrerito puesto, Ersilia Drei, como una que no sabe dónde entra. Lleva un vestido azul celeste, decente, un poco ajado por el uso, de maestra o institutriz. Tiene poco más de veinte años, y es bonita, pero – acaban de arrancársela a la muerte de las manos – está muy pálida, y tiene los ojos como espantados en el centro de sus ojeras. Mira alrededor de la salita, sin sentarse, mientras llega alguien que tiene que entrar también; inicia una leve sonrisa ante lo que ve; pero, contrariada por el ruido de la calle, frunce penosamente el ceño. Entra, por fin, Ludovico Nota, que llega guardando nuevamente su cartera en el bolsillo interior de la americana: es un buen mozo, todavía con prestancia, aunque pasa ya de los cincuenta. Ojos penetrantes y sonrisa casi juvenil. Frío, reflexivo, carece absolutamente de los dones naturales que concilian fácilmente la simpatía y la confidencia, y no consigue simular el menor calor afectuoso, aunque intente al menos parecer afable; pero esta afabilidad quisiera ser desenvuelta y no lo es; en lugar de tranquilizar, consigue a veces incluso desconcertar.

Ludovico: ¡Ya estoy aquí! Siéntese, siéntese… ¡Santo Dios, estas ventanas (se precipita a cerrarlas) son una verdadera condenación! Y en cuanto están cerradas un momento hay aquí un olor a moho… Estas casuchas viejas… ¡Quítese, quítese el sombrerito! (Ersilia lo hace)
(Por el fondo, llevando bajo el brazo un montón de ropa de cama para enviar al lavadero, y en la otra mano una escoba, entra la señora Honoria, de unos cuarenta años, grosera, teñida y chismosa)

Honoria: Con permiso.

Ludovico: (Que no la esperaba) ¡Ah! ¿Estaba usted ahí?

Honoria: (Mascullando) Le he puesto sábanas limpias como me dejó usted escrito esta mañana en el recibidor.

Ludovico: (Azorado) ¡Ah, ya!

Honoria: (Rápida) Pero mire usted que si van a servir para…

(Mira a Ersilia y se interrumpe) Bueno, espere: es mejor que nos entendamos. Voy a dejar ahí esta ropa…

Ludovico: …Que está indecente…

Honoria: (Rápida, hecha una víbora) ¿Y es usted el que me lo dice, que no está decente…?

Ludovico: (Intentando sonreír) ¡Claro! Usted misma siente la necesidad de quitársela de encima…

Honoria: ¡Sí, señor! ¡Y no sólo esta ropa, sino «todo»!

Ludovico: (Alterándose) ¿Qué quiere usted decir? ¡Vamos a ver!

Honoria: (Enfrentándosele) Pues, por ejemplo, esta señorita que usted me trae a casa. Si a usted le parece decente…

Ludovico: ¡Oiga! ¡Haga el favor de hablar con respeto, o..!

Honoria: …¿O qué? ¡Quiero hablarle a usted claro de una vez! Dejo esta ropa y vuelvo.

Sale furiosa por la puerta común.

Ludovico: (En ademán de lanzarse tras ella) ¡Chismosa! ¡Rabiosa! ¡Birria!

Ersilia: (Afligida, asustada, deteniéndolo) ¡No, no, por caridad! ¡Déjeme marchar!

Ludovico: ¡Ni hablar! ¡Esta es mi casa, y usted se queda aquí!

Honoria: (Volviendo de repente) ¿Su casa? ¿Suya? ¡Como si una habitación alquilada fuera su casa!

¡Y no olvide usted que vive en casa de una señora decente!

Ludovico: ¿Quién? ¿Usted?

Honoria: ¡Yo, sí señor; yo!

Ludovico: ¡Pues sí que lo está usted demostrando!

Honoria: Sí, señor: lo estoy demostrando. ¡Porque no le consiento que me traiga usted «señoritas» a dormir en mi casa!

Ludovico: ¡Usted es una palurda insolente!

Honoria: ¡Cuidado con las palabras!

Ludovico: ¡Una palurda! ¡Una palurda, que no sabe distinguir a las personas!

Ersilia: Estoy enferma. Acabo de salir del hospital.

Ludovico: ¡No se moleste en darle explicaciones a ésa!

Honoria: Si está usted enferma…

Ruido de un carro pesado que hace vibrar los cristales de la ventana.

Ludovico: ¡Basta, le digo! ¡Usted no puede prohibirme que le ceda mi habitación por unos días!

Honoria: ¡Ah, no! ¡Eso sí que no puede usted hacerlo! ¡Yo le he alquilado la habitación a usted!

Ludovico: ¿Y si viene una hermana mía o una pariente?

Honoria: ¡Se van ustedes a un hotel!

Ludovico: ¡Ah! ¿No soy dueño de alojarla aquí por unos días?

Honoria: ¡Esta señorita no es pariente suya! ¡A mí con esas…!

Ludovico: ¿Y usted qué sabe? ¿Y si me voy yo a dormir a un hotel?

Honoria: Aun así, tendría que pedirme debidamente permiso…

Ludovico: ¿También permiso?

Honoria: ¡Sí, señor! ¡Como es debido! Y si es que siente usted aquí un olor a moho insoportable, ¿por qué no se va usted de una vez? ¡Ojalá me dejara usted libres las habitaciones!

Ludovico: ¡Se las dejaré! ¡Y muy pronto! Entretanto, haga el favor de desaparecer de mi vista.

Honoria: ¿Deja usted las habitaciones?

Ludovico: Dentro de unos días, sí. A fin de mes.

Honoria: ¡Ah, bueno! Entonces, no he dicho nada.

Ludovico: ¡Pues entonces, váyase!

Honoria: Me voy, me voy. ¡Figúrese! No he dicho nada.

Sale por la común.

Ludovico: ¡Habrá chismosa…! Ya perdonará usted, señorita, esta escena para recibirla…

Ersilia: No se preocupe. Lo que siento es que por mi causa…

Ludovico: No; hace ya un año que estoy riñendo con esa bruja. Atado…, ¡qué sé yo!, como por una pesadilla a todas estas cosas sucias. Usted quizá se imaginaba… la casa de un escritor…

Ersilia: Por mí no se preocupe. Pero, ciertamente, es una pena que usted, con tanta fama…

Ludovico: A fin de mes estaremos en un barrio tranquilo, arriba, en el Macao, en la calle de Sommacampagna, entre jardines. Mañana iremos los dos a visitarlo. Y compraremos juntos los muebles nuevos. Y usted arreglará su nido con sus propias manos…

Ersilia: ¡Por Dios! Pero por mí…

Ludovico: ¡Si de todos modos tenía que irme de aquí! ¿Sabe usted? Yo soy como uno que tiene que estar empezando siempre. ¡Y estoy tan contento de haber tenido la inspiración de escribirle a usted, y poder ahora empezar con usted una nueva vida! Estamos en un pantano: moscas, bochorno. Y de repente, se respira: ¡Aaaah! ¿Qué pasa? Nada; que se ha levantado un poco de viento. ¡Así es mi vida!

Ersilia: Yo no sé cómo agradecerle…

Ludovico: Pues… si acaso, podrías empezar diciendo «agradecerte». Pero no hay de qué. Al contrario, soy yo el que tiene que agradecerte que hayas aceptado lo poco que..

Ersilia: ¡No, no! ¡Es tanto, tanto…! ¡Para mí es tanto…!

Ludovico: Eso es: para ti. Lo poco que puede ofrecerte… el que tú harás cambiar…

Ersilia: No diga usted…

Ludovico: (Con una sonrisa, corrigiendo) «No digas…»

Ersilia: Tengo que acostumbrarme. ¡Estoy tan mortificada…! ¡Si usted supiera!

Ludovico: Mortificada…, ¿por qué?

Ersilia: Por esta suerte…

Ludovico: ¿Porque soy un escritor?

Ersilia: Que el relato de mis desventuras, leído en un periódico, mi intento desesperado… hayan podido despertar la compasión, la piedad…

Ludovico: ¡El interés, el interés!

Ersilia: …De un hombre como usted… (rectifica rápida, con una sonrisa), como tú.

Ludovico: Sí. Al leer aquel relato en el periódico, sentí como una sacudida en mi interior; una impresión de simpatía imprevista; como cuando a veces, al oír contar un hecho extraño, siento de pronto, ¡qué sé yo!, como si hubiera encontrado, sin buscarlo…, el germen de una novela…

Ersilia: …¿Que quizá usted pensó… (rectifica), …bueno, que tú quizá pensaste escribir?

Ludovico: ¡No! Entiéndeme: no fue sólo la curiosidad del artista. He hecho una comparación, para explicarte cómo me interesaste de repente.

Ersilia: Si mi pobre vida, tanta miseria y tantos sufrimientos, sirvieran al menos para eso…

Ludovico: …¿Para hacerme escribir una novela?

Ersilia: ¿Por qué no? Yo me alegraría. Me sentiría orgullosa.

(Y sonriendo con una gracia que intenta avivarse, añade:) De verdad.

Ludovico: (La mira, y luego dice:) ¡Me haces caer los brazos!

Ersilia: ¿Por qué?

Ludovico: Porque, sin querer, me estás llamando viejo.

Ersilia: (Rápida, confusa) ¿Yo? ¡No, no! Quiero decir…

Ludovico: Una novela, amiga mía, o se escribe, o se vive. Te he dicho que me sentí impresionado, pero no para escribirlo: ¡para vivirlo! Te tiendo los brazos; y tú, en vez de ofrecerme…, ¡qué sé yo!, la boca, me ofreces la pluma para que escriba.

Ersilia: Pero es demasiado pronto…

Ludovico: …Para ofrecerme tu boca; lo comprendo. ¿O demasiado tarde?

Ersilia: No…

Ludovico: (Nota la violencia causada por su excesiva desenvoltura) ¡Fíjate qué distinto es lo que te ocurre a ti, de lo que me ocurre a mí! Yo me he sentido ofendido, porque tú has podido interpretar como curiosidad de artista mi interés por tus desventuras; a ti, en cambio, no te agrada oír que el escritor, si quería escribir – teniendo ya experiencia, por no decir vejez – no necesitaba haber ido a hacerte aquella proposición, ni recogerte después, a la salida del hospital; porque la novela, en cuanto leí tu caso en el periódico, me la imaginé desde el principio hasta el fin.

Ersilia: ¿Cómo? ¿Tan de repente?

Ludovico: En un momento. Con tanta riqueza de situaciones, de detalles… ¡Ah, una novela preciosa!: el Oriente…, aquel chalet junto al mar, con aquella azotea… Tú allí de institutriz… Aquella niña que se cae de la azotea…, tu despido…, el viaje…, la llegada aquí…, el amargo desengaño… Todo, todo… Así, sin haberte visto, sin conocerte.

Ersilia: Imaginándome… ¿Y cómo…, cómo…? ¿Así…, como soy?

Ludovico sonriendo dice que no con el dedo. 

Ersilia: Pues, entonces…, ¿cómo? Dígamelo… (rectifica) …dímelo.

Ludovico: ¿Para qué quieres saberlo?

Ersilia: Porque quisiera ser como tú me has imaginado.

Ludovico: ¡No, no! Me gustas mucho, ¡pero mucho más!, así. Quiero decir: para mí; no para aquella novela.

Ersilia: Pero entonces… esa novela no es la mía. Es de otra.

Ludovico: ¡Claro! ¡Forzosamente!: de la que yo me había imaginado.

Ersilia: ¿Era muy distinta de mí?

Ludovico: Era… otra.

Ersilia: ¡Dios mío…! Pero entonces…, no comprendo, ya no comprendo…

Ludovico: ¿Qué es lo que no comprendes?

Ersilia: Que tu interés pueda ser por mí.

Ludovico: ¿Por quién va a ser, si no?

Ersilia: Si yo no soy aquélla… Si mi caso, mis desventuras…, todo eso que te interesó cuando leíste el periódico…, si no te interesó por mí, si lo viste como de otra que no soy yo… (Queda como abatida)

Ludovico: ¿Qué?

Ersilia: …Pues que yo… puedo marcharme.

Ludovico: (Riendo y deteniéndola casi en broma) ¡Ah, eso sí que no! ¡Que se vaya la otra, la de la novela! ¡La que no eres tú!

Ersilia: (Asombrada, desconfiando) ¿Cómo que no soy yo? Entonces, ¿tú no crees…?

Ludovico: (Como antes) ¡Sí, sí, claro que creo! Pero ahora quiero imaginarte en una nueva vida: cuál va a ser desde ahora, conmigo. Y quiero que tú también te la imagines esta otra nueva vida tuya, olvidando todas esas cosas tristes que te han ocurrido.

Ersilia: (Con una sonrisa de pena) Entonces…, aquélla, no; ésta, tampoco… ¿Todavía otra?

Ludovico: Otra, sí: como tú puedes llegar a ser.

Ersilia: (Volviéndose, maravillada) ¿Yo?

(Moviendo la cabeza y con un gesto hecho apenas con la mano que tiene sobre la rodilla) Nunca he podido ser nada.

Ludovico: ¿Cómo, nada?

Ersilia: Nunca… nada…

Ludovico: Perdona, pero… algo eres.

Ersilia: ¿Qué soy?

Ludovico: Ante todo una muchacha muy bonita.

Ersilia: (Con tristeza, encogiéndose de hombros) ¡Bonita, no! Y, además, si no he sabido aprovecharlo…

Ludovico: ¡Ah, cuando no se sabe…! Es verdad. También puede pasar por la mente…, por desesperación…, como último recurso, antes de tomar una extrema resolución, lanzarse al torbellino…

Ersilia: (Sombría, volviéndose a mirarlo) ¡Dios mío…!, ¿qué dice usted…?

Ludovico: No, no… Lo digo porque lo imaginé así en «aquélla» de la novela. Desesperada…, sin saber ya adónde recurrir…, al anochecer…, mirándose en el espejo oscuro de la pensión…, una decisión repentina; tentación de loca…, cuando ya no le quedaba ni un céntimo en el portamonedas… y el posadero exigía el pago del hospedaje…

Ersilia: (Sorprendida, con terror y ansiedad) ¡Pero el periódico no decía nada de eso…!

Ludovico: No. Me lo imagi…

(Se interrumpe sorprendido, y le pregunta rápido, inclinándose sobre ella:) ¿Porque quizá fue verdad?

Ersilia: (Escondiendo el rostro entre las manos y temblando de vergüenza y de espanto) Sí…

Ludovico: (Casi para sí, rápido, compasivo) ¡Vamos…, mira que mi intuición…!

(De nuevo, dolorido, con ansiedad) ¿Por la noche…, bajaste a la calle?

Ersilia: (Como antes) Sí…, sí…

Ludovico: (Como antes) ¿Y fue… así…, con uno de la calle? ¿Con uno…, con uno cualquiera que pasaba?

Ersilia: (Sin descubrir la cara) Y… después… no saber cómo…

Ludovico: (Rápido) …¿Cómo pedirle…?

(Y como Ersilia no responde, lo hace él mismo, como si ya lo supiera) Y… ¡nada!, ¿eh? ¡Ah, qué cierto es! ¡Qué cierto es! Y entonces fue el asco, el horror de aquella sucia e inútil tentativa… ¡Perfecto! ¡Perfecto! (Ersilia rompe a sollozar) No… ¿Lloras? ¿Por qué lloras ahora? No, no… (Va a abrazarla como para consolarla)

Ersilia: (Levantándose, humillada, mortificada) Déjeme… Ahora, déjeme marchar…

Ludovico: ¡Qué dices! ¿Por qué?

Ersilia: Ahora que sabe usted eso…

Ludovico: ¡Pero si ya lo sabía! ¡Lo sabía!

Ersilia: ¿Cómo lo sabía?

Ludovico: ¡Porque me lo había imaginado! ¿No has visto? Mi intuición… ¡Y con qué exactitud!

Ersilia: Pero a mí me da tanta vergüenza…

En este momento estalla abajo, en la calle, un violento e imprevisto griterío. Como cuando hay un atropello. Ruido de carros, tumulto, gritos amenazadores, imprecaciones, silbidos, blasfemias.

Ludovico: No, no, porque… (Se interrumpe para volverse hacia la ventana) Pero ¿qué diablos ocurre?

Ersilia: Gritan… Quizá alguna desgracia… (Cesa el tumulto. Se oye gritar: «¡Auxilio! ¡Auxilio!» Entra precipitada, asustada, la señora Honoria)

Honoria: ¡Han atropellado a un pobre anciano! ¡A un pobre anciano! ¡Aplastado contra la pared! ¡Aquí mismo, debajo de la ventana!

Corre a abrir una de las ventanas. Ludovico y Ersilia se asoman a la otra.

Como las ventanas están abiertas, el alboroto de la calle invade la escena durante unos minutos. Un automóvil y un carricoche han chocado. El auto, al ladearse, ha aplastado contra la pared a un pobre anciano que no tuvo tiempo de huir. El viejo está moribundo o ya muerto: son tantos los que lo levantan entre la confusión, los gritos… Echado en un coche, sale rápido para el hospital. La escena de afuera resulta evidente a través de los gritos confusos y descompuestos de la multitud.

Entre ellos, después de un gran alarido y las primeras exclamaciones agudísimas:

«¡Ay, ay, Dios mío! ¡Auxilio! ¡Auxilio!», pueden oírse: «¡Pobrecito! – ¡Aplastado! – ¡Por detrás! – ¡Que no se escape! – ¡Se ha escapado! – ¡No, no, agárralo! – ¡Agárralo! – ¡Está muerto! – ¡Es un anciano! – ¡Corred! ¡Corred! – ¡Sujetadlo! – ¡Aplastado! – ¡Está muerto! – ¡He virado! ¡He virado! – ¡No; él se me echó encima! – ¡No es verdad! – Ha sido él! ¡Él! – ¡A presidio! – ¡Que lo fusilen! – ¡Apartarse! ¡Apartarse! – ¡No, no: está muerto! – ¡Pobrecito! – ¡Corre! ¡Corre! – ¡A la Consolación! – ¡Mejor a San Jacobo! – ¡El sombrero! ¡Eh! ¡El sombrero! – ¡Pobre viejo! – ¡Asesinos! ¡Asesinos!»

La agitación de la multitud de la calle repercute en la actitud de los tres asomados a las ventanas.

Honoria: ¡Ha muerto, ha muerto! ¡Pobrecito! ¡Eh, sujétenlo, sujétenlo; Quería escaparse… ¡Qué cara! ¡Y se defiende! ¡Oh…! ¡Lo ha aplastado como a una rana!

Ersilia: (Alejándose de la ventana, horrorizada) ¡Dios mío, qué espectáculo, qué espectáculo!

Ludovico: (Volviendo a cerrar la ventana) Será algún pobre viejo empleado. ¡Señora Honoria, cierre, cierre, por Dios!

Honoria: ¡Se lo han llevado! ¡Debe de estar muerto!

Ludovico: Si no está muerto, no llegará vivo al hospital.

Honoria: ¡Voy abajo, a preguntar! ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! (Sale de prisa por la común)

Ludovico: Por esa calleja tan sucia, que en los días de lluvia no sabe uno dónde pisar, un tráfico endiablado de carros, coches, automóviles. ¡Y además sirve de mercado! ¡Tienen el valor de hacer ahí el mercado!

Ersilia: (Después de una pausa, con los ojos fijos, atemorizados) La calle… ¡Qué horror!

Ludovico: ¡Y qué escuela para el escritor! La imaginación se libera de los impedimentos vulgares, ¡como si huyera por encima de las nubes! Pero la calle, con la gente que pasa, es el rumor de la vida; la vida de los demás, extraña, pero presente, que distrae, interrumpe, obstaculiza, contradice, deforma… Nosotros queremos estar juntos, componer juntos una hermosa fábula. Pues suponte que, casualmente, hubiera sido yo ahora atropellado abajo, en la calle. ¿Qué harías tú aquí ya? Pero ya te ocurrió ver tu vida interrumpida por una desgracia imprevista: la caída de aquella niña desde la azotea.

Pausa.

Ersilia: (Absorta, moviendo levemente la cabeza) Servir…, obedecer…, no poder ser nada… Una bata de servicio, ajada, que todas las noches se cuelga en un clavo de la pared. ¡Dios mío, qué cosa tan horrible, no sentirse ya verdaderamente nadie…! En la calle… Vi mi vida…, no sé…, como si ya no existiera, como soñada…, con las cosas que me rodeaban, las pocas personas que pasaban por aquel parque de mediodía, los árboles…, aquellos bancos… Y no quise…, no quise ya ser nada…

Ludovico: ¡Ah, no…!, ¿ves? Eso no es verdad.

Ersilia: ¿Que no es verdad? ¡Quise matarme!

Ludovico: ¡Ya! Pero creando toda una novela.

Ersilia: (De nuevo asombrada) ¿Cómo, creando? ¿Crees que lo he inventado?

Ludovico: No, no. Quiero decir que, sin saberlo, la creaste en mí, al contar tus desventuras.

Ersilia: Cuando me recogieron en aquel parque…

Ludovico: …Sí, y luego en el hospital. Dime, ¿por qué no querías ser ya nada, si despertaste la compasión de cuantos leyeron tu caso en el periódico? No sabes la conmoción que se extendió por toda la ciudad, el interés que suscitaste. En mí tienes una prueba.

Ersilia: (Con ansiedad que nace de aquella desconfianza) ¿Lo tienes todavía?

Ludovico: ¿El qué?

Ersilia: Aquel periódico. Quisiera leerlo, quisiera leerlo. ¿Lo conservas?

Ludovico: Creo que sí.

Ersilia: ¡Búscalo, búscalo! ¡Déjamelo ver!

Ludovico: ¡No, no! ¿Para qué quieres volver a turbarte ahora?

Ersilia: ¡Déjamelo ver, por favor! ¡Quiero leer, quiero leer lo que escribieron!

Ludovico: ¡Pues lo mismo que dijiste tú, supongo!

Ersilia: ¡No puedo recordar lo que dije en aquel momento, compréndelo! ¡Quiero verlo! ¡Búscalo!

Ludovico: ¡Dios sabe dónde lo habré puesto! Con mi desorden… Deja: luego lo buscaremos.

Ersilia: ¿Lo contaba todo, extensamente?

Ludovico: Una crónica de más de tres columnas. En verano, comprenderás, los periodistas… Ocurre un caso como el tuyo…, ¡una suerte!: llena el periódico.

Ersilia: ¿Y de él? ¿Qué decían de él?

Ludovico: Pues… que te había engañado.

Ersilia: No. Me refiero al otro.

Ludovico: ¿Al cónsul?

Ersilia: (Vivamente contrariada) ¿Decía «el cónsul»?

Ludovico: Nuestro cónsul en Esmirna.

Ersilia: (Como antes) ¡Dios mío! ¿También el nombre de la ciudad? ¡Me prometieron no decirlo!

Ludovico: ¡Ah…, los periodistas!

Ersilia: ¿Qué necesidad había? ¡El hecho quedaba el mismo, sin precisar el lugar, ni la calidad de la persona! Pero ¿qué decían?

Ludovico: Que después de la caída de la niña desde la azotea…

Ersilia: (Cubriéndose el rostro con las manos) ¡Pobre pequeñita mía! ¡Pobre pequeñita!

Ludovico: …se había mostrado de una crueldad feroz.

Ersilia: ¡Él, no! ¡Su esposa, su esposa!

Ludovico: Decían que él también.

Ersilia: ¡No, no! ¡Su esposa…! ¡Dios mío!

Ludovico: Porque estaba celosa de ti. Me lo imagino. Un sargento.

Ersilia: ¡No…! ¡Qué…! Baja, delgada, grosera, amarilla…, ¡un limón!

Ludovico: Pues yo la veo alta, negra, con las cejas juntas: podría dibujarla.

Ersilia: Pero tú lo ves todo al revés. Sabe Dios, entonces, cómo me verías a mí también. No, no: es como yo te digo.

Ludovico: Ya, pero es que a mí, en realidad, me servía una mujer gorda, porque veo a la niña delicada…

Ersilia: ¡Cómo, delicada! ¡Dios mío, mi Mimmetta!

Ludovico: Yo la llamaba Titti.

Ersilia: ¡Cómo, Titti! ¡Mimmetta! ¡Mimmetta! ¡Una flor, te digo! Se bamboleaba toda, sobre aquellas piernitas de color de rosa. A cada pasito se le movían hasta las mejillas, y todo aquellos bucles de oro. ¡Sólo me quería a mí!

Ludovico: Y, naturalmente, de eso también estaría ella celosa.

Ersilia: ¿Cómo no? ¡De eso sobre todo! Y fue ella, ¿sabes?, cuando vino aquel otro en un crucero…

Ludovico: …¿El teniente de navío?

Ersilia: Sí; ella, ella, la que creó a mi alrededor aquella noche, intencionadamente, el encanto que iba a perderme. Allí, sola, en aquel jardín, como embriagada, con aquellas palmeras…, aquel aroma…

Ludovico: Con ese sabor a mar, a sol, a noche oriental…, ¡es bonita! ¡Es bonita tu historia!

Ersilia: Si no la hubiera sufrido…

Ludovico: Con aquella bruja: me lo imagino. Es la perfidia de quien no ha gozado nunca, y sabe que el placer preparado insidiosamente a otra será pronto pagado con el más amargo desengaño. ¡Bellísimo!

Ersilia: ¡Si la hubiera visto…, tan maternal! Porque él había pedido formalmente mi mano al cónsul y a ella, a los que estaba confiada. ¡Cuánta amabilidad! Y luego, cuando él se marchó… ¡Dios mío!, ¿cómo se puede cambiar tan radicalmente, de repente? Todo género de vejaciones; aprovechaba todas las ocasiones para humillarme. Y al final, me echó la culpa de la desgracia…

Ludovico: … ¡Cuando había sido ella la que te había mandado salir a un recado!

Ersilia: (Rápida, volviéndose impresionada y contrariada) ¿Quién lo ha dicho?

Ludovico: Lo decía el periódico.

Ersilia: ¿Eso también?

Ludovico: Lo habrías dicho tú…

Ersilia: No, no… Yo no recuerdo…, no creo…

Ludovico: Entonces, es posible que me lo haya imaginado yo. O quizá lo inventara el periodista para colorear mejor aquella crueldad de plantarte en la calle, negándose a pagarte siquiera el viaje de regreso. ¡Eso es verdad!

Ersilia: ¡Eso, sí! ¡Eso, sí!

Ludovico: ¡Al contrario: casi debías haberles pagado tú a ellos la hija!

Ersilia: ¡Me amenazó! Sí: y me habría acusado como criminal, si no hubiera tenido miedo de que salieran a relucir ciertas cosas…

Ludovico: …de ella. ¡Ah! ¿Ves cómo es verdad?

Ersilia: (Turbada) No… no quiero decir… no quiero decir… Al contrario: siento que hayan publicado que fue ella la que me despidió. No quisiera acordarme de nada de lo que ocurrió allí. Recuerdo el viaje, lo que sufrí. Estoy segura de que, en el barco, venía conmigo la niña muerta, por no quedarse con sus malvados padres. Tengo la impresión de que a la niña la perdí… aquella noche que salí a la calle…

Ludovico: Pero, dime; al llegar aquí, ¿no fuiste en seguida en busca de él?

Ersilia: ¿Adónde iba a ir? No sabía su dirección. Siempre le escribía a la lista de Correos. Pregunté en el ministerio de Marina; me dijeron que ya no estaba en servicio.

Ludovico: ¡Pero debiste seguirle la pista, para exigirle cuentas del engaño, del delito que había cometido!

Ersilia: No supe hacerme valer.

Ludovico: ¡Te había prometido casarse contigo!

Ersilia: Me acobardé. Como me dijeron que estaba en vísperas de casarse… me impresionó tanto aquella traición, tan cruda, que… me acobardé. No tenía ni siquiera dos liras en el bolsillo; y… andar como una mendiga…

(Se lleva el pañuelo a los ojos. Luego, mirando fijamente al vacío:) En el parque…, al apretar en la mano aquellos comprimidos de veneno… pensaba en la niña… que había perdido la noche antes… Su recuerdo me animó para reunirme con ella.

Ludovico: ¡Vamos, vamos! ¡Ya no tienes que pensar en eso! ¡Ánimo!

Ersilia: (Después de una pausa, con una sonrisa tristísima:) Sí, pero al menos…, al menos hazme ser «aquélla».

Ludovico: ¿Aquélla? ¿Quién?

Ersilia: La que tú imaginaste. ¡Dios mío!, si por lo menos una vez fui algo, según tú me has dicho, quiero ser yo, en tu novela; ¡yo, yo «ésta», tal como soy! Me parece una traición, perdóname, que tú puedas ver en ella a otra.

Ludovico: (Riendo) ¡Qué gracia! Como si fuese una apropiación indebida, te parece.

Ersilia: ¡Claro!: de mis desventuras, de mi vida. Perdona, pero yo, que quise dejar de vivirla, que la sufrí hasta la desesperación, tengo derecho a vivir, al menos, en el relato que tú harás de ella… ¡precioso, ah!, tan bonito como aquella otra novela tuya que he leído… ¿cómo se titula? ¡Ah, ya!: «La esclusa»

Ludovico: No, monada. «La esclusa» no es una novela mía.

Ersilia: (Parada) ¿No es tuya?

Ludovico: No.

Ersilia: ¡Ah…!, pues me parecía…

Ludovico: Es de Pirandello. Un escritor que yo no puedo soportar.

Ersilia: (Mortificada, se cubre el rostro con una mano) ¡Dios mío!

Ludovico: No tiene importancia. Estabas confundida, y nada más.

Ersilia: (Con la mano todavía en el rostro, se echa a llorar)

Ludovico: ¿Pero es en serio? ¿Por eso lloras? ¡Vamos! ¿Qué puede importarme que te hayas equivocado atribuyéndome una novela que no he escrito yo?

Ersilia: No… es que… todo es así en mi vida… Nada… nada me sale bien, nunca… (Llaman a la puerta común)

Ludovico: ¿Quién es? Adelante.

Entra la señora Honoria, toda hecha miel, toscamente enternecida.

Honoria: ¿Se puede? (Busca con la mirada a Ersilia) ¿Dónde está?

(Queda parada y da una palmada piadosamente al verla enjugarse los ojos) ¡Oh!, ¿está llorando?

Ludovico: (Estupefacto, sin comprender aquel cambio repentino) ¿Qué ocurre?

Honoria: ¡Dios santo! ¡Ya podía usted haberme dicho que esta señorita era aquella del periódico! ¡La señorita Drei, Ersilia Drei, ¿verdad? ¡Oh, pobrecita, pobrecita! ¡No sabe usted cuánto me alegro de que esté usted curada y de que esté aquí!

Ludovico: ¿Y cómo se ha enterado usted?

Honoria: ¡Esta es buena! ¿Pues no lo leí en el periódico?

Ludovico: No, quiero decir, cómo ha sabido usted que es esta señorita.

Honoria: ¡Ah!, porque ha venido – mire (le entrega una tarjeta de visita) – el periodista que contó la historia.

Ludovico: ¿Aquí?

Ersilia: (Turbada) ¿El periodista?

Ludovico: ¿Y qué quiere de mí?

Honoria: Dice que tiene que pedir explicaciones, urgentemente, a la señorita.

Ersilia: (Como antes) ¿Explicaciones?

Ludovico: ¡Pero basta ya, por Dios!

Ersilia: (Cada vez más asustada en su turbación) ¿Qué explicaciones?

Ludovico: ¿Y quién le ha dicho que la señorita estaba aquí?

Honoria: Yo no sé.

Ersilia: (Rápida, a Ludovico) ¡Ni yo tampoco! Cuando hablé con él, ni siquiera sabía yo que iba a venir aquí, a su casa…

Ludovico: (Casi para sí) Comprendido… Algún indiscreto…

(A Ersilia) ¿Qué hago? ¿Quieres que pase?

Ersilia: ¡No, no…! Yo no sé… ¿Qué explicaciones tengo que darle?

Ludovico: Voy a ver… (Sale por la común)

Honoria: ¡Pobre hija mía! ¡Si supiera usted lo que lloré leyendo en el periódico toda su historia…!

Ersilia: (Muy angustiada, sin escucharla, mirando hacia la puerta) ¿Pero qué querrán ahora?

Honoria: (Confusa) Pues… quizá… ¡quién sabe!

Ersilia: (Desesperándose) ¡Dios mío, yo ya no podré resistir ninguna sorpresa!

Honoria: ¿Se siente usted mal?

Ersilia: ¡Sí, muy mal! Aquí… (En la boca del estómago) ¡Me ahogo…! Me han salvado; pero Dios sabe el daño que me ha quedado aquí. No puedo ni tocarme. Y en los riñones… un espasmo, así, continuo…

(Desalentada, gime) ¡Ah…, Dios mío…!

De pronto se oye un organillo que empieza a tocar en la calle.

Honoria: Desabróchese, desabróchese…

Ersilia: No, no… (Molesta por el sonido del organillo) ¡Ah, por caridad, haga que se aleje!

Honoria: ¡Sí, sí en seguida!

(Mete la mano en el bolsillo para coger el portamonedas) ¡En seguida!

(Corre a la ventana, la abre, llama al organillero, le hace señas para que se vaya; pero él sigue tocando. Y entonces ella, echándole un puñado de calderilla; le grita:) ¡Que hay enfermos!

(Y repite con el gesto «¡Váyase!» El sonido cesa de repente, ella cierra la ventana y vuelve junto a Ersilia) ¡Ya está! ¡Ya está! Hágame caso, desabróchese…

Ersilia: No… Tengo que estar de pie. Tengo tanto miedo de que esto tampoco dure…

Honoria: ¿El qué?

Ersilia: Estoy desesperada… Si usted supiera… No puedo más… Esta faja… ¡ah…! (se la estira) no puedo soportarla. (Se oye la voz de Ludovico que, en la puerta común, invita a alguien a pasar)

Ludovico: No, no; pase, pase, usted.

Entra el periodista Alfredo Cantavalle, seguido de Ludovico Nota. Cantavalle es un mocetón napolitano que quisiera ser elegante; tanto, que hasta lleva monóculo, y bien sabe la incomodidad que soporta. Es un buen muchacho. Frente baja, y mucha cabellera, pero todavía como de chico de la escuela; cara alargada y llena; es rubio; gruesas piernas feminoides, que hacen que su pantalón coja en seguida la forma.

Cantavalle: ¿Se puede? ¡Oh, señorita… mi buena amiga! ¿Me recuerda usted?

Ludovico: (Presentándolo) El periodista Alfredo Cantavalle.

Ersilia: Sí, recuerdo.

Cantavalle: ¡Me ha reconocido! (Notando a la señora Honoria) ¿Y… esta señora? ¿Es pariente?

Ludovico: No. Es la dueña de la casa.

Cantavalle: ¡Ah! ¡Tanto gusto! (Inclinación) Porque sé que la señorita no tiene a nadie. Me he enterado de que han tenido ustedes, ahí, abajo, un grave accidente, ¿eh?

Ludovico: Sí, un pobre anciano…

Honoria: Ahí mismo, junto a la ventana. ¡Qué espanto!

Cantavalle: Ha muerto.

Honoria: ¡Ah! ¿Ha muerto? ¿Ha muerto?

Cantavalle: Sí, señora. Antes de llegar al hospital.

Honoria: ¿Y quién era? ¿Quién era?

Cantavalle: Todavía no se sabe.

(A Ersilia) Señorita… ¿me permite usted que me congratule – no sólo con usted, sino también un poco conmigo mismo – de su conjurado peligro? ¡Ah, sí, de la gran suerte que tuve, y que recuerdo muy en favor suyo; quiero decir: de haber conmovido con mi modesta prosa, contando su dolorosísima historia, a un ilustre escritor!

(A Ludovico:) Pero, ¿qué locura, maestro, va diciendo ese amigo suyo? ¡Usted ha realizado el más bello gesto de su vida!

(De nuevo, a Ersilia:) ¡Y no puede usted imaginarse, señorita, lo que me alegro!

Ersilia: Sí, ha sido una verdadera suerte para mí.

Ludovico: ¡Dejemos eso, dejemos eso!

Cantavalle: ¡No, maestro! ¡Por tantas razones…! Una suerte; porque ahora podremos tener su testimonio. ¿Le parece poco? Ahora le diré… Si puedo hablar delante de esta señora… (Por la señora Honoria)

Honoria: (Contrariada) Me retiro, pero… mire que la señorita, en este momento…

Ludovico: ¿Te sientes mal?

Honoria: …se siente muy mal.

Ludovico: ¿Qué notas?

Ersilia: No sé…, no sé: un sudor frío. Una angustia…

Honoria: Venga conmigo, hágame caso; venga conmigo ahí… (Indica la puerta del fondo)

Ersilia: No, no…

Honoria: Sí, sí; se acostará usted.

Ludovico: Ve, ve, si te encuentras mal…

Honoria: Podrá desabrocharse.

Ersilia: No, gracias, déjeme. Puedo resistir.

Cantavalle: Las consecuencias del veneno, ya se sabe. Pero ya verá usted cómo ahora, con el tratamiento…

Ludovico: …¡y la tranquilidad!

Honoria: Yo estoy a su disposición, hija mía; no tiene más que mandarme. Si me necesita, llámeme.

Ersilia: Sí, señora. Gracias.

Honoria: Pues, entonces, me retiro.

Cantavalle: (Inclinándose) Señora…

Honoria: (Al marcharse, bajo, a Ludovico) ¡No la hagan hablar! ¡Un poco de consideración! ¿No ven ustedes qué cara tiene la pobre criatura?

Sale por la común. Ludovico cierra la puerta.

Cantavalle: Cuánto siento la molestia…

Ludovico: (Aburrido) ¡Le ruego, amigo Cantavalle, que sea breve!

Cantavalle: ¡Dos minutos, dos minutos, querido maestro!

Ludovico: Bueno, pero ¿se puede saber qué quiere todavía ese señor cónsul?

Ersilia: (Sorprendida, aterrada) ¿El cónsul?

Ludovico: ¡Sí, sí, él! (A Cantavalle) ¡Hay que pararle los pies!

Ersilia: (Como antes) Pero, ¿es que está aquí?

Cantavalle: Sí, aquí. Ayer se presentó en la administración del periódico, a armar un escándalo, señorita.

Ersilia: (Para sí, desesperándose) ¡Dios mío, Dios mío!

Ludovico: ¿Y qué es lo que quiere que se desmienta?

Cantavalle: Todo, según dice.

Ersilia: (A Cantavalle) ¿Ve usted, ve usted el daño que yo no quería hacer, y que usted me prometió no haría?

Cantavalle: ¿Yo? ¿Daño? ¿Qué daño?

Ersilia: ¡Claro! ¡Publicar el nombre de la ciudad, la calidad de las personas!

Ludovico: ¡Ah!, entonces, ¿desmentirlo todo? ¿Y cómo?

Cantavalle: Perdone, maestro:, contesto a la señorita. El nombre, señorita, lo que se dice el nombre, yo no lo he publicado.

Ludovico: ¡Y ha hecho usted muy bien en camuflar…!

Cantavalle: Yo escribí: «Nuestro cónsul en Esmirna.» ¿Qué saben los lectores del periódico quién es nuestro cónsul en Esmirna? Ni siquiera lo sabía yo. Ni lo sé todavía. ¡Lo que menos podía yo figurarme es que iba a presentarse ayer en la redacción!

Ersilia: (De nuevo para sí, desesperándose) ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Ludovico: Pero, entonces… ¿ha venido a Roma sólo a eso?

Cantavalle: ¡No, no ha venido a eso! Ha venido por la desgracia de su niña, que nosotros hemos contado. Y porque su mujer está como loca, según dice. Que no puede estar allí, donde ocurrió la desgracia. ¡Y se comprende!

Ersilia: Sí, lo decía, lo decía…

Cantavalle: En una palabra: ha venido a pedir el traslado. ¿Me explico? Ha leído el periódico… (Se besa la punta de los dedos) ¡Una lástima, maestro!

Ludovico: Pero ¿por qué?

Cantavalle: ¿Cómo, por qué? Tiene un cargo oficial delicadísimo de defender. ¡Figúrese: cónsul! Amenaza al periódico con una querella por difamación.

Ludovico: ¿Una querella? Pero, en resumen: ¿qué decía de él el periódico?

Cantavalle: Él sostiene que un saco de mentiras que le perjudican.

Ludovico: ¿Mentiras?

Ersilia: Yo no sé todavía qué es lo que escribió usted sobre él, sobre su mujer, sobre la desgracia…

Cantavalle: Puedo jurarle, señorita, que escribí fielmente lo que usted me contó: ni más ni menos. Eso sí, con el calor de la emoción que me produjo, pero sin adulterar lo más mínimo los hechos ni las circunstancias. Usted misma puede comprobarlo, leyendo el periódico.

Ludovico: (Que se ha acercado a registrar entre los papeles del escritorio) Creo que lo tengo…, creo que lo tengo…

Cantavalle: No se preocupe, maestro: yo le mandaré un número.

(A Ersilia) Yo, señorita, he querido tener una atención con usted. He venido aquí, para saber cómo debo arreglármelas, ante la reclamación y la amenaza de ese señor.

Ersilia: (Saltando, en un arranque de ira e indignación, casi entre dientes:) ¡Pero si él no tiene nada que reclamar, ni por qué amenazar!

Cantavalle: ¡Mejor! ¡Entonces, tanto mejor!

Ersilia: (De pronto, cayendo abatida sobre la chaiselongue:) ¡Dios mío…! ¡Me encuentro mal…, muy mal!

Presa de un llanto repentino, estalla en sollozos entrecortados que parecen también risa, y, por fin, se abandona, sin sentido.

Ludovico: (Corriendo hacia ella con Cantavalle, presuroso parar sostenerla y consolarla) ¡Ersilia! ¡Ersilia! ¡No!

Cantavalle: (Como antes) ¡Señorita! ¡No, no, por caridad! ¡Tranquilícese!

Ludovico: ¿Qué te pasa? ¡No! ¡No llores así!

Cantavalle: ¡No hay motivo para eso, señorita!

Ludovico: ¡Dios mío, se ha desmayado! ¡Llame, llame a la señora!

Cantavalle: (Corriendo a la puerta común) ¡Señora! ¡Señora!

Ludovico: (Gritando) ¡Señora Honoria!

Cantavalle: ¡Señora Honoria! ¡Señora Honoria! (Sale)

Ludovico: ¡No, no! ¡Ersilia! ¡Dios mío! Sé buena… sé buena… ¡No, es nada!

Vuelve Cantavalle con la señora Honoria, que trae en la mano un frasco de agua antiespasmódica.

Honoria: ¡Ya vengo, ya vengo! ¡Oh, pobre muchacha! ¡Sujétenle la cabeza! ¡Así! ¡Pobre muchacha!

(Le aplica el agua) ¡Ya les decía yo que no la hicieran hablar, que no la molestaran!

Cantavalle: ¡Ya, ya vuelve en sí!

Ludovico: ¡Hay que llevarla a la cama!

Honoria: ¡Espere, espere!

Ludovico: ¡Ersilia!

Honoria: ¡Ánimo, ánimo, hija mía! ¡Ya pasó todo! ¡Ánimo!

Ludovico: ¡Ánimo, Ersilia!

Cantavalle: ¡No es nada, no es nada, señorita!

Ersilia: (Con voz casi alegre, de estupor infantil) ¡Dios mío! ¿Me he caído?

Ludovico: No. ¿Por qué? ¡Pero nos has dado un susto!

Ersilia: ¿No me he caído?

Ludovico: ¡Te digo que no!

Honoria: ¡Pruebe, pruebe, a ver si puede ponerse de pie!

Ludovico: Eso es: despacito, despacito.

Ersilia: ¿Por qué? Me pareció que me caía… como si de repente, no sé…, me hubiera convertido en plomo…

(Mira también a Cantavalle, pero, apenas lo ve, le entra como un terror nervioso y se levanta de un salto) ¡Dios mío, no, no!

(Vacila, está a punto de caerse; rápidamente la sostienen Ludovico y la señora Honoria)

Ludovico: ¡Vamos, Ersilia! ¿Qué es eso?

Ersilia: (Se aparta convulsa por la vista de Cantavalle e intenta huir) ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

Honoria: (Como antes) Sí, vamos, vamos ahí…

La conduce, con Ludovico, hacia la puerta del fondo.

Honoria: (A la puerta, a Ludovico) ¡Usted, quédese aquí, quédese! ¡Yo me cuidaré…

Sale con Ersilia por el fondo.

Ludovico: Me parece que ya es hora de dejar de atormentar a esta desgraciada.

Cantavalle: No me lo diga usted a mí, que tan apenado estoy por ella, maestro. Pero… esto no es nada. Hay otra desdicha que la señorita ignora todavía.

Ludovico: ¿Otra desdicha?

Cantavalle: Pues… sí. Y es mejor que se lo advierta. El propio cónsul lo dijo en la redacción del periódico.

Ludovico: ¡Pero mándenlo ustedes al diablo!

Cantavalle: ¡Espere! No está bien que yo lo diga, maestro, pero… ¡colosal!, ha sido verdaderamente colosal el efecto de mi artículo: parece ser que la novia del teniente de navío, al enterarse del engaño cometido contra esta señorita, se indignó de tal manera que se ha negado a casarse. ¿Comprende?

Ludovico: ¿Ah, sí?

Cantavalle: ¡Colosal! Tanto más que, al descubrirse el pastel… no es sólo la indignación de la novia…: parece ser que el teniente de navío ha sentido remordimiento… ¿comprende? ¡Por la conmoción general que provocó mi artículo describiendo el intento de suicidio de esta señorita! ¡Ha perdido la cabeza!

Ludovico: ¿El teniente de navío?

Cantavalle: El mismo. Se llama… espere…: Laspiga, creo. ¡Totalmente perdida la cabeza! Vino el cónsul a decírmelo.

Ludovico: ¿Y cómo lo sabe él?

Cantavalle: El padre de la novia fue en busca suya al ministerio de Asuntos Exteriores, y se lo dijo.

Ludovico: ¡Ah, es un bonito embrollo!

Cantavalle: ¡Ya lo creo! ¡Incluso para usted, maestro, que se encuentra metido en él!

Ludovico: ¿Yo?

Cantavalle: ¿Cómo no? ¡Y yo! ¡Yo también estoy metido! ¡Amenazado de querella judicial!

Ludovico: ¿Pero ese padre de la novia…?

Cantavalle: ¡Está hecho una fiera! Porque su hija, al principio, se indignó; pero luego… comprenderá usted… la víspera de la boda… llantos… convulsiones, desesperación… ¡Menudo trastorno! Y como el cónsul conoció a ese Laspiga, allá, en Esmirna, y tenía allí a esta señorita de institutriz…

Ludovico: ¿…ha ido a pedirle informes a él?

Cantavalle: ¡Eso parece!

Ludovico: ¡Y qué informes le habrá dado! ¡La culpan también de la muerte de la niña!

En este momento, por la puerta común, que había quedado abierta, entra precipitado, agitado, descompuesto, con la palidez y el temblor del que no ha dormido durante varias noches, y casi ha perdido la cabeza, Franco Laspiga. Tiene veintisiete años, es rubio, alto, delgado, viste con elegancia.

Franco: ¿Se puede? ¡Perdonen…! ¿Ersilia? ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Está aquí? ¿Dónde está?

Ludovico: (Sorprendido lo mismo que Cantavalle, ante la irrupción imprevista) ¡Cómo! ¿Quién es usted?

Franco: Soy Franco Laspiga. Aquel… que…

Cantavalle: ¡Ah, el señor Laspiga! ¡Aquí lo tenemos!

Ludovico: ¡Usted aquí también!

Franco: He ido al hospital: ¡ya había salido! Fui corriendo a la redacción del periódico, y allí supe…

(Se interrumpe para dirigirse a Cantavalle) Perdone ¿es usted el escritor Ludovico Nota?

Cantavalle: ¡No! ¿Yo? ¡Aquí lo tiene usted!

Franco: ¡Ah! ¿Es usted?

Ludovico: (Molestísimo) ¡Yo! Pero… ¡caramba! ¿Cómo…? ¿Entonces, todo el mundo está enterado?

Cantavalle: ¡Ah, maestro, se olvida usted de quién es!

Ludovico: (Colérico, levantando los brazos) ¡Pero háganme el favor…!

Cantavalle: ¡Su gesto ha hecho ruido!

Franco: (Aturdido, confuso) ¿Qué gesto? ¡Díganme, por Dios! Entonces… ¿no está aquí?

Ludovico: (Casi clamando contra Cantavalle) ¡No me he propuesto ponerla a ella en primer plano de actualidad, ni ponerme yo con ella!

Cantavalle: ¡No, no! ¡Qué dice usted!

Ludovico: (Furioso) ¡Digo que me molesta toda esa publicidad!

(A Franco) Puede usted creer que la señorita está aquí, desde hace apenas una hora.

Franco: ¡Ah! ¿Está aquí? ¿Y dónde? ¿Dónde?

Ludovico: Fui yo a recogerla a la salida del hospital. No sabía adónde dirigirse, y yo le ofrecí hospitalidad en mi casa, dispuesto a irme esta noche a dormir a un hotel.

Franco: Yo le agradezco…

Ludovico: (Estallando, en el colmo de la cólera) ¿Qué tiene usted que agradecerme? ¿Que ya no tenga treinta años? ¡Eso es lo que usted me agradece! ¡Acabemos! ¿Qué busca usted aquí?

Franco: (Rápido, con ardor) ¡Vengo a reparar mi falta, caballeros! ¡Quiero que ella me perdone! ¡Me arrodillaré ante ella!

Cantavalle: ¡Magnífico! ¡Eso es de caballeros!

Ludovico: ¡Podía habérsele ocurrido antes!

Franco: Tiene usted razón, sí; no pensé… quise… que me olvidara… He pasado unos días… Pero ¿dónde está? ¿Ahí? ¡Déjenme que la vea!

Ludovico: No quisiera que este momento…

Franco: No… ¡Déjeme hablar con ella, por caridad!

Cantavalle: Quizá fuera mejor prevenirla.

Ludovico: Está acostada.

Cantavalle: Porque quizá, la alegría…

Franco: Pero ¿todavía se encuentra mal?

Ludovico: Se desmayó hace un momento.

Cantavalle: Y la emoción, comprenderá usted, podría…

Franco: (Como delirando) No pensé, no creí que aquel sueño… ¡Dios mío!, este final… ha destrozado mi vida. Aquellos gritos de los vendedores de periódicos… Sentí como si me agarraran y me arrojaran al suelo… Gritos… gritos… Mi prometida, su padre, su madre… ¡hasta los vecinos, en la escalera…! ¡Fui corriendo al hospital: no me la dejaron ver! ¡Cuánto daño, cuánto daño he hecho a todos! ¡Veo el mundo lleno del daño que he hecho, y me siento aplastado por él! ¡Tengo que reparar ese daño! ¡Tengo que repararlo!

Cantavalle: ¡Claro, claro! ¡Bravo! ¡Es lo que hay que hacer! ¡Es la mejor solución, y yo me alegro mucho, maestro! ¡Me alegro mucho!

En este momento, sale por la puerta del fondo la señora Honoria, manoteando, haciendo señas para que se callen. Rápidamente vuelve a cerrar la puerta, y avanza.

Honoria: ¡Cállense, cállense, por caridad, que lo ha oído todo!

Franco: ¿Sabe que estoy aquí?

Honoria: ¡Precisamente! ¡Y está temblando toda, se contorsiona…! ¡Amenaza con tirarse por la ventana, si entra usted!

Franco: ¡Cómo! ¿Por qué? ¿No quiere perdonarme?

Cantavalle: (Al mismo tiempo) Pero ¡cómo! ¡Al contrario! ¡Si debería…!

Honoria: ¡No! ¡Es un ángel! ¡Dice que no quiere!

Ludovico: ¿Qué es lo que no quiere?

Honoria: (A Franco) ¡Dice que debe usted volver junto a su prometida!

Franco: (Rápido, fuerte, conciso) ¡No! ¡Se acabó! ¡Con aquélla, acabó todo!

Honoria: No quiere que ahora, por ella, se le haga daño a otra muchacha.

Franco: ¡No, no! ¿A quién? ¡Si es ella, ella, ahora, mi prometida!

Honoria: ¡Ya no quiere oír hablar de eso!

Franco: ¡Pero si he venido a que me perdone, a compensarla del daño que le he hecho!

Honoria: ¡Por caridad, hable bajo, que no le oiga!

Franco: (A Ludovico) ¡Vaya, vaya usted a decírselo! ¡Convénzala!

Ludovico: ¡Claro! ¡Es la justa reparación!

Franco: ¡Dígale que lo olvide todo; que estoy aquí por ella; que mi deber me llama hacia ella! ¡Vaya, vaya usted!

Ludovico entra en la habitación del fondo.

Honoria: (Obstinada) ¡Lo hace por la otra!

Franco: (Rápido, irritado) ¡Pero si con la otra todo ha terminado!

Honoria: ¡No quiere! ¡No quiere!

Franco: ¿Por qué no quiere? ¡Yo ahora ya no puedo volverme atrás! ¡Por mí, por mí mismo, no puedo! Porque ahora todo ha vuelto a presentárseme…

Cantavalle: ¡El pasado! ¡Claro! ¡La evocación!

Franco: Una cosa que, ¡Dios mío!, me parecía ya tan lejana, tan lejana… Como un sueño; como si no hubiera sido verdad, aquella noche, allí, aquella promesa… Esas promesas que se hacen… porque sí… porque entonces hay que hacerlas…

Cantavalle: Y luego, todo pasa…

Franco: (Continuando, con ímpetu) …creí que no tenía por qué preocuparme; y pude desentenderme, a pesar de las cartas que ella me escribía y yo rompía como cosa sin importancia. ¡Es increíble, increíble, cómo he podido mentirme a mí mismo, y hacer lo que he hecho: mientras, para ella, mi promesa era válida, todo verdad, y no un sueño como para mí! ¡Tan verdad – ¡ahora lo veo!—, que cuando llegó aquí, mi traición fue para ella, como para mí aquellos gritos, la dura realidad que se nos presenta de pronto y nos hiere, nos anonada!

Vuelve Ludovico serio, turbado, resuelto.

Ludovico: Nada. Por el momento, no es posible.

Franco: ¿Cómo no es posible? Pero ¿qué dice? ¿Qué dice?

Ludovico: Me ha prometido que lo verá mañana.

Franco: ¡Dios mío! ¡Pero yo me volveré loco esta noche! ¡No!

Ludovico: ¡Le digo que no es posible! ¡En este momento, no es posible!

Franco: ¡Llevo tres noches sin dormir! ¡Déjeme decirle, al menos, una palabra, por caridad!

Ludovico: (Firme, con dureza) ¡Es inútil que insista! (Atenuado) ¡Sería peor para ella, créame!

Franco: Pero ¿por qué?

Ludovico: Déjela reflexionar esta noche. Yo le he hablado. Le he dicho…

Franco: Pero ¿por qué no quiere? Si es por la otra., ¡todo ha terminado! Pero, dígame: si ella ha intentado suicidarse por mí, ¿por qué no quiere?

Ludovico: (Perdiendo la paciencia) ¡Querrá! ¡Querrá! ¡Pero espere usted a que se serene!

Cantavalle: ¡Y que se serene usted también!

Franco: No puedo… no puedo…

Ludovico: (De nuevo, con bondad) Hágame caso: yo confío en que mañana se convencerá…

(A la señora Honoria) ¡No la deje usted sola, por favor!

Honoria: (Acudiendo) Sí, sí, voy, voy… Pero den la luz; aquí ya no se ve.

Sale por la puerta del fondo.

Ludovico hace girar el conmutador.

Ludovico: Nosotros, ahora, podemos retirarnos.

Franco: Pero, ¿no puedo verla siquiera?

Ludovico: Mañana por la mañana la verá usted, y hablará con ella. Estaré yo también. ¡Ahora, vámonos! (Le indica la puerta)

Cantavalle: Y tendrá usted que reconocer que es la mejor solución…

Ludovico: (Iniciando el mutis él también) Por ahora, hay que dejarla tranquila; está sufriendo, debatiéndose… Vamos, vamos.

Franco: (Frente a la puerta común) Pero yo creo que, al contrario, con mi llegada…

Ludovico: (A Cantavalle, empujándolo hacia la salida) Pase, pase.

Cantavalle: Gracias, maestro. (Sale)

Ludovico: (A Franco, como antes) Pase. Su llegada, al contrario…

Sale con Franco y cierra la puerta tras de sí.

La escena queda desierta un momento, se oyen los ruidos de la calle. Luego, se abre la puerta del fondo, y entra aguadísima, sujetándose todavía el busto, Ersilia seguida de la señora Honoria.

El siguiente diálogo será muy movido.

Ersilia: ¡No, no! ¡Quiero marcharme!

Honoria: Pero ¿adónde? ¿Adónde quiere irse?

Ersilia: ¡No lo sé! ¡Marcharme!

Honoria: ¡Es una locura!

Ersilia: ¡Desaparecer! ¡Desaparecer! ¡Abajo, por la calle! ¡No lo sé!

Coge el sombrero para ponérselo.

Honoria: (Deteniéndola) ¡No, no la dejaré!

Ersilia: ¡Déjeme, déjeme! ¡Ya no quiero quedarme aquí!

Honoria: Pero ¿por qué?

Ersilia: ¡Porque ya no quiero ver ni oír a nadie!

Honoria: ¿Quiere usted decir que no lo verá mañana?

Ersilia: ¡No, no, a nadie! ¡Déjeme marchar, por caridad!

Honoria: «¡A nadie, a nadie!» ¡Yo se lo diré al señor Nota, no lo dude!

Ersilia: ¿Qué culpa tengo yo de que me hayan salvado?

Honoria: ¿Culpa, usted? ¿Qué dice? ¡Culpa!

Ersilia: ¡Me acusan! ¡Me acusan!

Honoria: ¡No! ¿Quién la acusa?

Ersilia: ¡Todos, todos! ¿No ha oído usted?

Honoria: ¡No! Pero sí ha venido a pedirle perdón!

Ersilia: ¡Qué, perdón! ¡Yo hablé de él, porque creí que iba a morir! ¡Ahora, basta! ¡Basta ya!

Honoria: ¡Bueno, pues, basta! ¡Mañana se lo dirá usted al señor Nota…!

Ersilia: Yo quería haberme quedado aquí en paz…

Honoria: ¿Y por qué no puede quedarse, si quiere?

Ersilia: ¡Porque lo molestarán! ¡Lo molestarán!

Honoria: ¿Al señor Nota?

Ersilia: ¡Lo ha dicho!

Honoria: ¡No, no creo! Es un poco ligero de cascos; pero es bueno; ya verá lo bueno que es en el fondo, el señor Nota.

Ersilia: Pero si es aquel otro, aquel otro.

Honoria: ¿Quién?

Ersilia: Aquel otro, que yo no quería nombrar siquiera. ¡Ha amenazado con una querella al periódico!

Honoria: ¿El cónsul?

Ersilia: ¡Sí, él! ¡Ya no me dejará en paz!

(Sublevándose de nuevo, desesperada) ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Déjeme marchar! ¡Déjeme marchar!

Honoria: ¡No! ¡Cálmese, por Dios! ¡A ese otro, ya se encargará el señor Nota de tenerlo a raya! ¿Qué puede hacerle ya, después de la manera cómo la trató a usted? Vamos, vamos, tranquilícese…

(Ersilia cae abatida en una silla) ¿Ve usted cómo ni siquiera se tiene de pie?

Ersilia: (Desesperada) Es verdad… es verdad… ¡Dios mío! ¿Qué haré?

Honoria: ¡Volverse a la cama, y portarse bien! Le prepararé algo para cenar. Luego, descansará usted tranquila…

Ersilia: (Lentamente, tímida, volviéndose hacia ella para hacerle una de esas confidencias sobreentendidas que se hacen entre sí las mujeres) Pero… usted comprenderá… Estoy con lo puesto, y…

Honoria: ¿Y…?

Ersilia: No tengo nada… No he traído nada… Tenía una maletita en la pensión donde me hospedé… No sé qué habrá sido de ella; la habrán requisado.

Honoria: Mañana iremos a recogerla. No se preocupe. Mandaré a alguien, o iré yo misma.

Ersilia: Ya, pero… ahora… Ahora estoy desnuda.

Honoria: (Rápida, afectuosa, dispuesta) ¡Yo lo remediaré! ¡Usted, ahora, a acostarse, que estoy yo aquí! Acuéstese, acuéstese… Yo vuelvo en seguida. En seguida…

Sale por la común.

Ersilia queda un momento sentada, mira a su alrededor como asustada; luego, inclina la cabeza a un lado, desesperadamente cansada. Respira mal. Se pasa una mano por la frente helada; teme sentirse desfallecer otra vez. Se levanta; va a abrir una ventana. Al anochecer, los ruidos de la calle se han acentuado, y luego casi han cesado por completo. Una pandilla de jovenzuelos pasa vociferando; uno de ellos canta desgarbadamente una cancioncilla sentimental: «Mimosa»; pero, de repente, el canto se corta entre carcajadas y alaridos. Ersilia, que ha vuelto a sentarse junto a la mesa, espera a que la pandilla de jovenzuelos se aleje y cesen los ruidos desgarrados de abajo; Luego, dice con los ojos muy abiertos, casi sin voz:)

Ersilia: La calle…

Telón

1922 – Vestir al desnudo
Comedia en tres actos
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

In Italiano – Vestire gli ignudi

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