In Italiano – Tutto per bene
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
Todo sea para bien
Acto Segundo
Rico salón en casa Gualdi. En el fondo, cerca del techo, hay una especie de galería interior, de madera, sostenida por ménsulas. En esa misma pared del fondo hay dos puertas de cristales esmerilados plomados; por la de la derecha se baja al jardín, la otra da al interior de la casa. Entre las dos puertas se encuentra la chimenea, que se distingue apenas, porque tiene delante un diván con el respaldo vuelto hacia el público, de manera que entre éste y la chimenea que tiene delante, se forma como un salón aparte, más íntimo, en torno al fuego. Apoyada contra el respaldo del diván, hay una mesita de seis patas, antigua, sobre la cual hay un magnífico jarrón lleno de flores. A ambos lados de la mesita, se ven dos lámparas de alto pie, iguales, con una gran pantalla de seda, y sillas y escabeles de cara al proscenio. En la pared de la izquierda hay dos puertas de cristales más; la más cercana a las candilejas da al comedor, la otra, a la sala de billar. En la parte anterior de la escena, hacia la puerta del vestíbulo, o sea a la derecha, hay una mesa octogonal, con algunas revistas ilustradas, jarrones y otros objetos de adorno; un gran sillón de cuero, otra lámpara de pie, como las anteriores, y sillas de estilo con muchos almohadones. El resto de los muebles del salón, dispuestos entre la puerta del vestíbulo y la ventana, y entre las dos puertas de la izquierda, serán de rica y sobria elegancia, como corresponde al señorío y buen gusto de los dueños de la casa. El salón está espléndidamente iluminado.
Al levantarse el telón, la escena está vacía. Poco después, por la puerta del fondo que da al jardín, entran Palma y Salvo Manfroni, seguidos por un criado, al que Manfroni da su sombrero y el gabán. El criado sale rápidamente por la puerta del vestíbulo, mientras los otros dos prosiguen la conversación ya comenzada, al bajar del automóvil en el jardín.
Salvo: (Mientras el criado le toma el abrigo) Sí, sí…, pero siempre hay manera, créeme… (el criado se va), de dar a los demás una apreciación de sus cualidades que les engrandezca a sus propios ojos…
Palma: (Rápidamente, mientras se quita los guantes) ¡Y los haga insufriblemente pretensiosos!
Salvo: No, querida; y que al mismo tiempo, al contrario, consiga aventajarnos incluso a nosotros.
Palma: ¡Pero yo observo ahora tantas cosas…!
Salvo: ¡Tú no observas nada! Presta atención. Él (alude al marido) te habla. Tú ves que son palabras dichas por decir…
Palma: ¡Oh, sí, tontas, sin ninguna sustancia…!
Salvo: Bien… Al recordarlas, tú haz ver que la tienen…
Palma: Pero ¿cómo? ¡Si no la tienen!
Salvo: ¡Oh, Dios santo! ¡Pues dándosela tú, metiéndosela dentro tú, dándoles la sustancia que te conviene, pero como si fuese él…, ¿comprendes?, el que se la ha dado; y él estará contentísimo, créeme a mí, al encontrarse con que sus palabras tienen «consistencia». Tú te las arreglarás así, a tu manera, poco a poco, pero dejándole siempre la ilusión de que es a la suya. ¿Comprendes?
Palma: ¡No es fácil!
Salvo: ¡Ah, ya lo sé! No te digo que sea fácil. Pero, créeme a mí, en la vida hay que hacerlo así…
Palma: ¡Se necesita una paciencia!
Salvo: ¡Ah, sí, querida, sobre todo paciencia!
(Después, en voz muy baja) Y en esta casa, no solamente con tu marido…
Palma: (Le mira un momento, después pregunta) ¿Te refieres a Gina?
Salvo: ¡Tiene un aire de zorra, esta señorita…!
Palma: Ha empezado a mostrarlo ahora, desde que ha dejado de trabajar en la otra casa.
Salvo: ¿Te has dado cuenta también tú del cambio?
Palma: Siempre se muestra impecable, fíjate.
Salvo: Pero ha seguido siendo muy amiga de…
Palma: ¡Y, sin embargo, Dios sabe…!
Salvo: ¡Calla! Aquí viene…
Entra la señorita Cei por la segunda puerta del fondo y se acerca a Palma para cogerle el sombrero y el abrigo.
Señorita Cei: ¿Me permite, señora marquesa?
Salvo: ¡Oh, buenas tardes, señorita!
Señorita Cei: Buenas tardes, señor senador.
Palma: No, gracias, Gina. Voy a ir allá un momento…
(A Salvo) Con permiso…
Salvo: Como quieras, pero me parece que más tarde te tocará salir de nuevo para ir a ver a tu suegra.
Palma: ¡Dios mío, qué fastidio! ¿Otra vez?
Salvo: Vuelve a tener fiebre.
Señorita Cei: ¡Sí, señora! Ha mandado a decirlo.
Salvo: (Con gran premura, a la señorita Cei) Pero ¿nada grave?
Señorita Cei: Como de costumbre…
Salvo: (A Palma) Es necesario que vayas…
Palma: Hay que tener paciencia.
Palma sale por la segunda puerta del fondo.
Salvo está de pie junto a la mesa octogonal; coge una revista, la hojea.
Salvo: Mi querida señorita, me gustaría ir un poco a su escuela.
Señorita Cei: ¿Usted, señor senador? ¿Qué me dice…?
Salvo: (Sin mirarla, siguiendo hojeando la revista) Admiro sus ojos.
Señorita Cei: ¿Ah, sí? ¡Pues no creo que sean muy bonitos…!
Salvo: Son bonitos. Pero, además de esto, los admiro porque son sabios.
Señorita Cei: ¿Sabios?
Salvo: Son ojos que saben estar atentos. Pero atentos sin parecerlo.
Señorita Cei: ¿Mis ojos le parece que están atentos…?
Salvo: No precisamente esto. No lo parecen, pero lo están. Y yo quisiera, le digo, aprender de ellos.
Señorita Cei: ¿Aprender, qué?
Salvo: Pues, por ejemplo, esto mismo: aprender a preguntar así, fingiendo no comprender una cosa que ha comprendido perfectamente.
Señorita Cei: (Retándole casi) ¡Ah! ¿El arte de hacer ver que no se comprende?
Salvo: (No responde, como si estuviese absorto en la lectura de su revista, pero después niega con el dedo, añadiendo tras breve pausa) Este es un arte fácil. Basta con simular la ignorancia. Hay otro mucho más difícil: el de no parecer haber comprendido cuando los demás se han dado cuenta de que hemos comprendido perfectamente.
(Para atenuar lo que acaba de decir, añade, fingiendo no darle importancia) ¡Oh, cosas, desde luego, que todo el mundo comprende!
Señorita Cei: Pues entonces…
Salvo: ¡Oh, se equivoca! Se necesita entonces una naturaleza que es bastante más difícil de simular que aquella fingida ignorancia que nadie nos pide y que nos daría un aspecto atontado.
Señorita Cei: Será así. Pero quizá puede no ser un arte, señor senador…
Salvo: ¿No? ¿Y qué es, entonces?
Señorita Cei: Pues… una penosa necesidad…
Salvo: ¡Ah, querida señorita, quizá sólo se aprende bien esto cuando es de todo punto necesario aprenderlo…!
Entran, en aquel momento, en traje de etiqueta, Flavio Gualdi y Veniero Bongiani por la puerta del vestíbulo.
Flavio: ¡Ah, aquí está!
Salvo: Hace ya rato que estoy aquí.
La señorita Cei sale por la segunda puerta del fondo.
Veniero: Ilustre senador, mis felicitaciones más sinceras.
Salvo: Gracias, querido Bongiani.
Flavio: (A Salvo) Perdona… ¿Corresponsal o efectivo?
Salvo: (Como no pudiendo más) ¡Sí, sí, efectivo, efectivo!
Veniero: ¡De una academia extranjera! ¡Y de qué academia! Los socios corresponsales son varios, los efectivos sólo dos o tres. Pero quíteme una duda, senador…
Salvo: (Como antes) ¡No, no, Bongiani, por favor, no me hable de esto!
Veniero: Perdone, a propósito de este nuevo nombramiento…
Flavio: Eso es; en el artículo se discutía si era verdaderamente necesario que atribuyeses el mérito…
Veniero: En parte…
Flavio: ¡En parte, se entiende…! El mérito de tu descubrimiento científico a Bernardo Agliani.
Veniero: ¡Si el descubrimiento, según decían, era totalmente suyo…!
Toda esta conversación tendrá lugar con ligereza, como si la cosa no tuviese la menor importancia.
Salvo: Se ve claramente que vuestros amigos del círculo no han visto nunca, ni de lejos, mi libro.
Veniero: ¡Ah, esto es positivo!
Flavio: ¿Porque en tu libro se dice…?
Salvo: Amigos míos, precisamente porque en la introducción del libro he considerado un caso de conciencia atribuir a Bernardo Agliani algún mérito, ahora todos dicen que hubiera podido prescindir de ello Si no lo hubiese hecho…
Veniero: Hubiesen dicho lo contrario.
Flavio: ¡Los incompetentes!
Salvo: ¡No, al contrario, los competentes! Incluso sabiendo muy bien que en los papeles de Bernardo Agliani no hay nada que deje, ni remotamente, vislumbrar la idea del descubrimiento, y que él exponía allí, para otros fines, ciertos problemas suyos de física… ¡Pero dejemos esto!
(Cambiando de tono, como si la conversación empezase sólo ahora a ser interesante) Decidme…, ¿la escisión, entonces, se ha producido?
Flavio: ¡Qué va! ¡Una payasada!
Veniero: Se resolverá para todos en un gasto doble a partir de ahora.
Flavio: Hemos ido a hacernos socios también del nuevo círculo.
Salvo: ¿Ah, sí? (Ríe)
Veniero: ¡En masa! ¡Una invasión!
Flavio: ¡Y esta noche se inaugura!
Veniero: ¿Vendrá usted con nosotros, senador?
Salvo: ¡Están ustedes locos!
Flavio: ¡Ah, no! ¡Vendrás con nosotros!
Veniero: ¡Lo hemos prometido!
Flavio: ¡Figúrate si llegas a faltar!
Salvo: Yo, amigos míos, no me muevo de aquí…
(Se sienta, o mejor dicho, se tumba plácidamente en el vasto sillón de cuero que hay cerca de la mesa octogonal) Me quedo aquí…, como todas las noches.
Flavio: ¡Nada de eso! ¡Te arrancaremos!
Salvo: ¿Me arrancaréis? ¿Ya sabéis a qué precio me he ganado este sillón?
Flavio: ¡Vamos, por una noche…!
Salvo: No veo la hora, cada noche, en que Giovanni viene a apagar la luz y me deja medio a oscuras, tumbado aquí…
Veniero: ¡Pero escuche…! ¡Usted no puede hacernos esta traición!
Flavio: Además, Palma no estará aquí siquiera esta noche…
Entra Palma por la segunda puerta del fondo.
Palma: ¿Hablabais de mí?
Veniero: Buenas noches, marquesa.
Palma: Buenas noches, Bongiani. ¿Qué ocurre?
Veniero: Persuádalo usted, por favor, de que venga con nosotros esta noche a la inauguración del nuevo círculo…
Palma: ¿Ah, se celebra esta noche?
Flavio: (A Salvo) ¡Verás cómo ella te convence!
Salvo: No me convencerá nadie.
Flavio: Porque, Palma, tú tendrás que ir de nuevo a ver a mamá.
Palma: ¿Es verdaderamente necesario?
Salvo: ¡Sí, sí, tienes que ir! ¡Tienes que ir!
Flavio: He pasado ahora por allí y le he prometido que irías. No tienes necesidad de estar mucho rato.
Salvo: ¡Eso es! ¡Una horita! Y yo te esperaré aquí sin renunciar a mi habitual deleite…
Flavio: Me da rabia oírte.
Veniero: ¡Ya veréis cómo vendrá!
Salvo: ¡No iré!
Palma: ¡Sí, sí! ¡Dejadlo correr!
Veniero: ¡No podemos! ¡No podemos!
Flavio: ¿No comprendes que no nos dejarán entrar si nos presentamos sin él?
Salvo: ¡Pues no vayáis!
Palma: ¡Qué egoísmo! A mí me tocará ir antes allá…
Flavio: ¡Oh, Dios mío… una visita corta…!
Palma: No, perdona. Si al volver a casa no he de encontrar aquí ni siquiera a él, lo mismo da que me quede allí toda la velada. ¡Mientras vosotros vais a divertiros!
Salvo: Puedes estar segura, querida, de que me dejarás aquí y aquí me encontrarás a tu regreso.
En este momento aparece Martino Lori en la puerta del vestíbulo y pregunta.
Lori: ¿Se puede?
Gesto de contrariedad en todos.
Flavio: (En voz baja, resoplando) ¡Dios mío!
La conversación decae súbitamente, mientras Lori avanza, con vacilación, entre la frialdad general.
Lori: Buenas noches. ¿Estorbo?
Palma: No, en absoluto…
Salvo: Entra, entra… No me levanto…
Lori: (Acercándose a Flavio, que se ha llevado aparte a Veniero para hablar con él) Buenas noches, Flavio…
Flavio: (Sin volverse casi) ¡Ah, perdone, buenas noches!
Veniero: Mi querido Comendador… (le estrecha la mano).
Palma: (A Lori) Ven a sentarte…
Salvo: Aquí, Martino, a mi lado.
Flavio: (En voz baja a Veniero) ¡Si es una suerte! Verás cómo ahora vendrá con nosotros.
Salen los dos por la segunda puerta de la izquierda.
Salvo: ¿Dónde vais ahora, vosotros?
Flavio: Aquí, al billar, un momento.
Palma: Vamos a cenar en seguida.
Flavio: Ven, ven también tú, Palma.
Palma: ¿Qué hay?
Flavio: Tenemos que decirte una cosa. Ven…
Palma: Con permiso…
Flavio, Veniero y Palma salen por la segunda puerta de la izquierda.
Salvo: (Con un suspiro de cansancio, siempre tumbado en el sillón) ¿Qué hay, mi viejo y querido amigo…?
Lori: (Turbado, mortificado, lleno de angustia, dice para disimular, con una tenue sonrisa) ¡Aquí estamos…!
(Después) ¿Estabais acaso diciendo algo que no debo saber?
Salvo: No, no, nada. Es esta noche la inauguración de un nuevo club y habían complotado contra mí, que estoy tranquilamente reposando. Como tú. Tú, del Consejo de Estado; yo, de todas las molestias mundanas, amigo mío.
Lori: ¿Incluso de éstas?
Salvo: ¡De todas, de todas…!
Lori: (Con sincero y afectuoso disgusto) Está mal por tu parte. Tú que podrías tener todo lo que quisieras…
Salvo: ¡Ah, muchas gracias, querido amigo! Estoy ya hasta la coronilla. Para tener algo tienes que dar, dar, dar… Si después sacas las cuentas de lo que has dado y de lo que has conseguido…
Lori: Es cierto, sí. Pero precisamente por esto creo que no hay que calcular por uno mismo el valor de lo poco que se obtiene…
Salvo: ¿Y cómo quieres calcularlo?
Lori: En relación a lo que se ha dado.
Salvo: ¿Y no es esto lo que estoy diciendo? Haz los cálculos, y verás que el resultado es un fracaso.
Lori: No, perdona. Yo digo que por lo poco que se obtiene, el valor para nosotros viene de todo lo que hemos dado. ¡Ay de mí si no fuese así, en mi caso!
Salvo: (Molesto por la autopropaganda que se hace Lori) ¡Ah, ya comprendo! Ahora hablas de otra cosa.
Lori: También es un debe y un haber.
Salvo: ¡Un padre lo da siempre todo!
Lori: Y menos que esto… (Hubiera querido añadir «no hubiera podido obtener», pero Salvo no le da tiempo)
Salvo: (Interrumpiéndole para cambiar de tema) Dime, dime… Espero que has liquidado el máximo de la pensión…
Lori: (Ofendido) ¿Qué…? ¿Qué quieres decir?
Salvo: (Con indiferencia) Nada. Pregunto.
Lori: (Como antes, reprimiendo con dificultad el ansia y la angustia que le invaden con ímpetu creciente, cuanto más Salvo Manfroni trata de calmarlas con sus preguntas y sus respuestas, hechas en diverso tono) Tú no habías hecho pesar nunca sobre mí, hasta ahora, tu grado, tu dignidad…
Salvo: ¿Qué estás diciendo?
Lori: Me has tratado siempre con confianza…
Salvo: Es cierto.
Lori: Con cordialidad.
Salvo: ¡Sí..!
Lori: Hasta tutearme y hacer que te tutee, cuando esto podía apurarme un poco, porque tratando contigo he visto siempre en el amigo un superior.
Salvo: ¡Pero, Dios santo, qué discurso me estás haciendo…!
Lori: ¡No, no, déjame decir! Me muero de angustia…
Salvo: Pero… ¿por qué?
Lori: Me preguntas por qué? ¿Es ésta manera de tratarme?
Salvo: Pero yo estoy contigo…
Lori: No hablo de ti sino de los demás… Comprendo que él ha recibido a su mujer más de tus manos que de las mías..
Salvo: Pero esto… comprende que…
Lori: Lo sé; de las mías no la hubiera aceptado. Hay demasiada disparidad de condición; incluso de carácter, de educación…
Salvo: ¡Tenías que preverlo!
Lori: ¡Sí, sí, lo sé, no puede sentir ningún placer al verme! ¡Me rechaza!
Salvo: ¡Oh, no…!
Lori: Si no me rechaza exactamente, me tiene a distancia con su manera de tratarme.
Salvo: Perdona, pero deberías comprender…
Lori: ¿Que mi manera de ser era quizá demasiado sencilla antes, y ahora es demasiado circunspecta?
Salvo: (No pudiendo más) ¡Pero si es toda una manera de obrar, la tuya, incluso delante de mí…!
Lori: (Sorprendido) ¿La mía?
Salvo: ¡Hablemos claro, amigo mío! Ciertas situaciones se aceptan o no se aceptan desde un buen principio. Cuando se han aceptado, hay que saberse resignar; ahorrarse inútiles contrariedades y ahorrárselas a los demás.
Lori: ¡Pero si me he abstenido y me abstengo cuanto puedo de venir…!
Salvo: ¿Y te parece necesario?
Lori: (Como antes) ¿Qué? ¿Venir?
Salvo: Algunas veces, con esta cara que pones, me parece que encuentras gusto en desconcertarme. ¡Venir!
¡Nadie te ha dicho hasta ahora que no vengas! Ven, pero con un aire y una actitud más convenientes, que hagan incluso más asequible el trato contigo…
Lori: Me parece que yo…
Salvo: Lo has tomado mal desde el principio, te lo he dicho ya, y ahora no veo remedio. Sería, créelo, un gran alivio para todos, incluso para ti, que encontrases algún otro modo de… Lo digo, ¿comprendes?, por respeto a ti mismo, pues me importa salvarte ¡y no es de ahora, sino de antiguo, bien lo sabes!
Lori: Me he quedado solo… Antes tenía por lo menos el consuelo de la amistad con que tú, durante tantos años, viniendo a mi casa cada día, habías querido honorarme.
Salvo: Perdona, pero me parece natural que después de todo lo que he hecho, ahora venga aquí…
Lori: Sí, pero… al menos por respetar las apariencias… Es demasiado, vamos, que incluso delante de un extraño tenga yo que ser acogido así…
Salvo: Bongiani es un amigo íntimo. Querido, hay que valorar justamente las causas para poder darse cuenta de los efectos. Y tú no puedes, porque no te ves. Te veo yo, y te aseguro que provocas estas reacciones. Comprendo que para el que no sepa nada, deba y pueda parecer demasiado. Pero Bongiani sabe lo que saben todos; lo que, ¡Dios santo!, sabes incluso tú… Y por esto te digo que abandones esta actitud, que cambies como han cambiado las condiciones…
Lori: ¿Y cómo podría cambiar?
Entra por la primera puerta de la izquierda la señorita Cei.
Señorita Cei: Van a sentarse a la mesa, señor senador.
Por la segunda puerta de la derecha entran Palma, Flavio y Veniero.
Flavio: ¡Pronto, pronto, pronto, Salvo! ¡Hay que darse prisa!
Salvo: Aquí estoy, sí, ya voy. (Y se dirige hacia la puerta con Flavio y Bongiani)
Palma: (A Lori) Si quieres pasar tú también… (Indica la puerta del comedor)
Lori: No, me quedo aquí…
Palma: ¿Cenas siempre tarde, de costumbre?
Lori: Sí, tarde…
Flavio: (Entrando con Salvo y Veniero en el comedor) ¡Vamos, Palma!
Palma: ¡Voy…! ¿Se queda aquí, Gina?
Señorita Cei: Me quedo, sí…
Palma sale con los demás por la primera puerta de la izquierda.
Durante la escena siguiente, se oirán de vez en cuando los rumores de las conversaciones, risas, ruido de platos, etc., de los cuatro que están cenando.
Lori: No se moleste por mí, si tiene trabajo…
Señorita Cei: No tengo nada que hacer…
Lori: Me quedo todavía un rato porque quisiera hablar con Palma.
Señorita Cei: (Como para proponer un tema de conversación diferente) ¿Se ha enterado, señor Lori del nuevo honor concedido al señor senador?
Lori: (Recordando y reprochándose su olvido) ¡Ah, sí! He leído la noticia en los periódicos… Y me he olvidado de…
Señorita Cei: (En voz baja, como para sofocar en el acto aquel remordimiento) Usted tendría que guardar más celosamente cierto fajo de apuntes que están sobre su mesa de trabajo…
Lori: (Volviéndose con sobresalto, lleno de estupor, entre iracundo y aterrado) ¿Cómo lo sabe?
Señorita Cei: (Fría, plácida) ¿Recuerda el día en que fui a verle al Consejo de Estado para preguntarle cuándo podría ir a retirar las joyas de su esposa, puestas aparte por usted, para traerlas aquí?
Lori: Sí… ¿y qué?
Señorita Cei: Me dio usted la llave del cajón de su escritorio.
Lori: ¡Ah, ya…! Y usted, entonces…
Señorita Cei: Perdóneme, no supe resistir la curiosidad…
Lori: Pero todo aquello son apuntes, no es más que el primer esbozo de la obra de Agliani. Poca cosa habrá comprendido…
Señorita Cei: Lo he comprendido todo, señor comendador.
Lori: ¡Si no son más que fórmulas, cálculos…!
Señorita Cei: Leí la nota escrita por su mano: «A Silvia, para que desde allí me perdone.»
Lori: (Asustado al ver el secreto descubierto y pensar en todas las consecuencias que esto podría acarrear a Manfroni) ¡Ah, aquella nota…! Sentí la necesidad de excusarme ante mi mujer…
Señorita Cei: (Rápida) ¿De haber dejado cometer un delito?
Lori: (Ansiando defenderse de la acusación y queriendo al mismo tiempo excusarse) ¡No! Yo he callado…
(Corta en seco sus excusas para añadir, en tono imperioso) Y del mismo modo quiero que calle usted también.
(Dulcificando inmediatamente el tono, añade, en son de súplica) ¡Prométamelo, prométamelo, señorita!
Señorita Cei: Es usted demasiado generoso, señor Lori.
Lori: (Insistiendo en su ruego, aguadísimo) ¡No, no! ¡Prométame que se callará; se lo pido en nombre de lo más sagrado!
Señorita Cei: (Para calmarle, mirando hacia la puerta del comedor, inquieta) Se lo prometo. Pero que no lo descubran…
Lori: He callado, porque, de hablar, me hubiera parecido cometer a mi vez un delito contra quien reparaba el mal hecho a un muerto, con el bien que hacía a mi hija.
(Con pasión) ¡Hubiera debido destruir aquellos apuntes!
Señorita Cei: ¡No lo haga! ¡No lo haga! Salvo Manfroni, seguramente no saben que los posee usted.
Lori: Los encontré después, después de que él, muerta mi mujer y contra su voluntad, cogió y se llevó todos los papeles de su padre.
Señorita Cei: ¡Ah, él sí que habrá destruido aquellos papeles!
Lori: ¡Por caridad! ¡Por caridad, tenga en cuenta mis sentimientos…!
Señorita Cei: Sí, señor Lori. Pero él abusa odiosamente de su gratitud, porque no sabe el mal que podría venirle de usted…
Lori: ¡No, ningún mal!
Señorita Cei: ¡Ah, bastante sé que usted no se lo haría! Pero digo que ni él ni los demás le tratarían así, si supiesen que posee estos apuntes.
Lori: ¡Los destruiré!
Señorita Cei: ¡No lo haga!
Lori: Crea que yo mismo se los hubiera entregado, si no hubiese temido…
Señorita Cei: ¿Mortificarle?
Lori: ¡Más aún! Usted no sabe lo que ha sido para mí el descubrimiento de estos apuntes…, no solamente porque ha borrado, de repente, toda la estimación, la admiración infinita que sentía hacia él…, no, no sólo por esto. Él, en el fondo…, no le defiendo, no… Pero, vamos…, creo que tuvo la debilidad de no saber resistir la triste tentación de aprovecharse de todo aquel bien que encontró bajo su mano…
Señorita Cei: ¡Nada de eso! ¿Qué está diciendo? Ha cometido una acción…
Lori: ¡Horrible, sí! Pero ¿lo ve? ¡No disfruta de ella…! Está tan aburrido de todo…
Señorita Cei: ¡Oh, no lo veo así…! Por lo menos aquí…
Lori: ¡Oh, sí, está tan amargado, desde hace tantos años…! Yo le he conocido muy diferente. Se ha vuelto cada vez más ácido… Además, perdone, no se puede decir siquiera que se jacte… No, no; no es esto lo más grave. Digo, en lo que se refiere a mí, a la razón por la cual he callado, aun comprendiendo que con mi silencio me hacía cómplice del fraude, delante de mi mujer, tan celosa de la obra y del nombre de su padre…
Señorita Cei: ¡Eso es! ¡No hubiera debido hacerlo por ella!
Lori: Este es precisamente el sentimiento que le he rogado comprendiese, para explicárselo todo: mi conducta, mi actitud… Yo acepto, vea usted, acepto como un castigo, como un castigo merecido, el no poder disfrutar de esta vida, de esta fortuna de mi hija. Me he retirado tanto como he podido. Me alegro, casi, de no ser invitado a participar en ella…
Señorita Cei: ¡Ah…! ¿Entonces, es por esto?
Lori: Sí. Me parecería, ¿comprende usted?, ser más cómplice todavía si participase…
Señorita Cei: Sí, comprendo…
Lori: Tengo la excusa en este castigo y en el trato que me dan…, la única excusa… o, mejor dicho, el único medio que me es dado, de pagar la gravísima deuda hacia la memoria de mi compañera. ¡Y esto es todo!
Señorita Cei: Ya… Esto puede explicar la tolerancia de usted. Pero no les excusa a ellos.
Lori: Sí, es verdad. Y, en realidad, yo desearía que supiesen salvar un poco mejor las apariencias, para no suscitar… en usted, por ejemplo, este desprecio…
Señorita Cei: ¡Más que desprecio, es indignación! Tanto más cuanto que les sería tan fácil…
Lori: Desde luego… Es esto, esto mismo, lo que le he dicho hace poco… ¡Se lo he dicho! Y se lo repetiré ahora a mi hija, no lo dude.
(De nuevo en tono de súplica) Pero usted, señorita…
Señorita Cei: (Cortándole en el acto) ¡Calle! Se levantan de la mesa.
Entra en escena Palma, que, manteniendo abiertas las dos hojas de la puerta de cristales, habla hacia el interior.
Palma: Sí, en seguida. ¿Tú te quedas, pues?
La voz de Salvo: ¡Sí, me quedo, me quedo!
La voz de Flavio y Veniero: (Juntas y confusas) ¡No, no, viene con nosotros! ¡Viene con nosotros!
La voz de Salvo: (Dominando las otras) ¡Nada de esto! ¡Te digo que me quedo!
Palma: ¡Está bien!
(Suelta las dos hojas y, dirigiéndose apresuradamente hacia la segunda puerta del fondo, dice a la señorita Cei) ¿Quiere venir un momento, Gina?
Salen Palma y la señorita Cei por la segunda puerta del fondo.
Regresan del comedor, hablando entre sí, Salvo, Flavio y Veniero.
Salvo: Sí, sí, es cierto, de vez en cuando se necesita alguien que ponga un poco de confusión en el orden de la gente sabia…
Veniero: ¿Confusión…? ¿Por qué confusión?
Salvo: Para mostrar que en todo aquel orden hay polvo de antigualla. Pero hay que tener cuidado con que el polvo que se levanta no os impida luego ver qué nuevo orden hay que restablecer…
Flavio: ¡Eso, eso! ¡Muy bien!
Salvo: Querido Bongiani, en cuanto al polvo, no se haga ilusiones; volverá a caer siempre, y pronto, sobre este orden nuevo suyo, porque ese polvo procede en realidad del mundo, que es ya muy viejo…
(Prosigue como en una cantilena) y se agotaría los pulmones en vano si quisiera soplar sobre él. Lo levantaría por algún tiempo; pero volvería a caer sobre todas las cosas, inexorablemente.
(Acercándose a Lori y poniéndole una mano sobre el hombro) ¿Todavía estás aquí?
Veniero: Pero comprenderá que con estas filosofías…
Salvo: No, basta, amigo mío. No se nos vaya a cortar la digestión…
Flavio: ¡Entonces, marchémonos! Si realmente no quieres que se te corte…
(Guiña el ojo en dirección a Lori para significar «si te quedas aquí, es seguro que se te cortará»)
Veniero: ¡Ya…! Lo que más conviene hacer, ahora…
Salvo: (Como si no hubiese oído, dirigiéndose a Lori) Palma tiene que marcharse en seguida, ¿comprendes?
Lori: ¿Tú vas con ella?
Salvo: No.
Veniero: ¡Él se viene con nosotros! ¡Está ya decidido!
Flavio: ¡Vamos! ¡Vamos…!
Salvo: ¡Esperad, por Dios!
(A Lori) ¿Quieres hablar con ella?
Lori: Quisiera decirle una cosa…
Salvo: Me parece que no tendrá tiempo…
Lori: ¡Oh, no será ningún discurso!
Salvo: (Volviéndose hacia los otros) En este caso, quizá…
Flavio: ¡Sí, sí, vámonos! ¡Vámonos!
Veniero: Le garantizo que se divertirá…
Salvo: ¡Oh, en cuanto a esto…! (A Lori) Hazme el favor de decir a Palma que me voy con ellos.
Saludos recíprocos, con mucha frialdad; y Salvo, Flavio y Veniero salen por la puerta que da al vestíbulo. Lori permanece un momento indeciso y después se sienta en el sillón de cuero en el cual tiene costumbre de sentarse Salvo Manfroni todas las noches después de cenar. Momento de espera.
Poco después, entra el criado por la puerta del comedor, apaga la lámpara y deja sólo encendidas las tres lámparas de pie. La luz debe quedar muy atenuada en la escena. El criado se retira inmediatamente. Finalmente, entra Palma, con sombrero y abrigo, por la segunda puerta del fondo.
Palma: (Dirigiéndose al sillón y pasando por encima del respaldo las manos para acariciar la barbilla del que está sentado, dice, tiernamente) ¡Papá…!
Lori: (Con súbita ternura, conmovido y lleno de agradecimiento) ¡Hija mía!
Palma: (Estupefacta al no encontrar a Salvo Manfroni, como creía, no consigue ahogar un grito de repulsión y de miedo, y retrocede rápidamente) ¡Ah…! ¿Eres tú? ¡Cómo…!
Lori: (Palideciendo ante la certeza de que aquel nombre no le había sido dado a él) ¿Entonces…, has llegado incluso a llamarle así, a solas?
Palma: (Exasperada y movida a una extrema resolución a causa del enojo que le causa su involuntario error) ¡Acabemos de una vez! ¡Le llamo así porque debo llamarle así!
Lori: ¿Porque te ha hecho de padre?
Palma: ¡No! ¡Acabemos de una vez para siempre esta comedia! ¡Estoy harta ya de ella!
Lori: ¿Qué comedia? ¿Qué estás diciendo?
Palma: ¡Comedia, sí, comedia! ¡Estoy harta de ella, te digo! ¡Sabes muy bien que mi padre es él, y que no debo dar este nombre a nadie más que a él!
Lori: (Como si hubiese recibido un golpe en la cabeza, sin acabar de comprender) ¿Él… tu padre? Pero ¿qué… qué dices?
Palma: ¿Quieres fingir todavía no saberlo?
Lori: (Agarrándola por el brazo, todavía aturdido, pero ya con la violencia de lo que empieza a presentir) ¿Qué dices? ¿Qué dices? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Él?
Palma: (Soltándose) ¡Sí, él; suéltame! ¡Basta ya!
Lori: ¿Te ha dicho que eres su hija?
Palma: (Firme, decidida) Y que tú lo sabes todo.
Lori: (Con extravío, pasmado) ¿Yo?
Palma: (Deteniéndose al oírle y viéndole en aquel estado) ¿Pero… cómo?
Lori: ¿Te ha dicho que yo lo sé?
(Ante la perplejidad de Palma, casi tambaleándose y agarrándose a sus propias exclamaciones para sostenerse) ¡Dios mío…! ¡Dios mío…! ¡Qué cosas…!
(Volviendo a cogerle los brazos) ¿Qué te ha dicho? ¡Dime qué te ha dicho!
Palma: (Comprendiendo el sentido oculto de la pregunta, que se refiere a su madre) ¿Qué quieres que me haya dicho?
Lori: ¡Quiero saberlo! ¡Quiero saberlo!
Palma: (Con remordimiento casi temeroso, pero sin ceder aún a la evidencia) ¿Entonces, no lo sabes, de veras?
Lori: ¡No sé nada! ¿Dices que tu madre…? ¡Habla! ¡Habla!
Palma: Yo no sé… Me indicó…
Lori: ¿Que ella…? ¡Di! ¡Di!
Palma: ¡Pero si no sé nada!
Lori: ¿Te dijo que fue su amante?
Palma: ¡No…!
Lori: ¿No? ¿Cómo que no? ¡Si te dijo que eres hija suya…! Sea esto verdad o no lo sea, si pudo decírtelo, es indudable que él… ¡Dios, Dios…! ¿Es posible? ¿Es posible…? ¡Ella…! ¡No es posible! ¡No! ¡Ha mentido…, ha mentido…, ha mentido…! Porque… porque no, no es posible…, no es posible que ella…
(Como bajo un destello de luz) ¡Dios mío…! ¿Pero, entonces…? ¡No, no…! ¡Dios mío! ¡A menos que no fuese…! ¡Ah…! ¿Y cómo pudo después…? ¡No, no, no es posible! ¡Ella! ¡Ella! ¡Ella…!
(Dirá estos tres «ella» en diversos tonos con el horror de tres diversas visiones; y al final se desplomará, como abrumado, sobre el sillón, prorrumpiendo en un llanto convulsivo)
Palma: (Conmovida, acercándose a él) Perdóname…, perdóname… Yo no sabía… Creía… Me aseguró que lo sabías todo… Pero tú mismo, por lo que has sido para mí…, por lo que has dejado hacer…
Lori: (Reaccionando ante estas últimas palabras, como bajo un destello de esperanza) ¡Ah, quizá te lo ha dicho por esto! ¿Te lo habrá dicho quizá porque le he dejado hacerte de padre?
(Mira fijamente a Palma, que con su actitud le decepciona) ¿No? ¿Te dijo claramente que eres hija suya?
(Rápido, como sintiendo la necesidad de ofenderla) ¿Y tú te has vanagloriado del deshonor de tu madre? ¡Porque esto significa que ella fue su amante! Y entonces… ¡Ah, por esto me habéis tratado así!
Palma: ¡Pero si siempre creímos que lo sabías!
Lori: ¿Yo? ¿Que yo sabía…? ¿Podía saber esto y soportar ser tratado así? ¿Saber que él…! ¡Ah, Dios mío, fue seguramente entonces…! Sí, sí, debió ser entonces… ¡Sí, las lecciones…! ¡Quería volver a la enseñanza…! Decía que yo no podía tener opiniones, porque no tenía nervios… ¡He aquí el por qué del infierno de aquel primer año! Se enamoró en seguida… al venir de Perugia a la muerte de su padre, se enamoró en seguida del joven diputado… ¡Y por esto estaba tan entusiasmada cuando vino a verme con él al Ministerio para hacerse presentar y recomendar por él! Había sido discípulo de su padre; ahora era diputado… Se enamoró inmediatamente de él… y se casó conmigo. ¡Ya…! Pero he aquí por qué él… cuando fue ministro, me nombró jefe de gabinete… Y yo, deslumbrado… deslumbrado por dos glorias, por la del padre y por la del prestigio de mi jefe supremo, de mi dueño, no vi nada… ¡No vi nada…! Y entonces aparecieron aquellos papeles de su padre… ¡por esto fue, por esto! ¡Pero ella se había arrepentido ya! Cuando tú naciste se había arrepentido ya… Era mía, ¡mía! ¡Fue mía a partir de entonces, mía, mía, sólo mía, desde tu nacimiento hasta su muerte, durante tres años, mía como jamás mujer alguna fue de un hombre! ¡Por esto yo he seguido en mi ceguera! ¡Al principio no me di cuenta de nada; después, era imposible que me diese cuenta! ¡Ella, ella misma, con su amor, borró todo vestigio de traición! ¡Y fue tan grande, tan grande su amor, que me ha impedido descubrirlo incluso después de su muerte!
(Volviendo a su pensamiento anterior) ¿Pero cómo… cómo has podido creer que yo lo supiese? ¡Tú que me has visto, desde que eras pequeña, ir todos los días a su tumba!
Palma: Sí… pero… precisamente por esto, yo…
Lori: ¿Qué?
Palma: No te he ocultado…
Lori: ¡Ah, ya… tu desprecio! ¡Y todos han hecho lo mismo! ¿Conque era por esto, eh…? Vuestro desprecio… Creíais que sabía y que callaba… Pero dime, ¿por qué hubiera callado, si hubiese sabido que no eras hija mía? ¿Por qué hubiera fingido no darme cuenta de vuestro desprecio? ¡Pues ahora veo claramente cuanto me habéis despreciado! ¡Pero si yo sabía que no eras hija mía, no podía fingir por consideración a ti, a tu porvenir! ¿Entonces? ¿Por qué?
(En voz muy baja, señalándose varias veces a sí mismo con las manos, casi no atreviéndose, no ya a decir, sino ni tan sólo a pensar la horrible sospecha) ¿Por… mí? ¿Para avanzar en mi carrera? ¿Me habéis creído capaz de esto? ¿Hasta el punto de ir todos los días a representar aquella comedia?
(Cae sentado con el rostro entre las manos. Después, levantándose de nuevo) Pero, ¿qué ser vil he sido pues, yo, para vosotros?
Palma: ¡No… esto no… vil, no…!
Lori: ¡Vil! ¿Puede haber algo más vil que esto?
Palma: ¡Oh, no…! Creímos que querías obstinarte…
Lori: …¡Ah, claro…! Me habéis dicho tantas veces que me obstinaba, que exageraba… ¡Sí, sí, me habéis hablado siempre muy claro! Y yo no os comprendía. Debo reconocer el mérito de vuestra franqueza… ¡Me habéis mostrado vuestro desprecio en todas las formas imaginables…! (Con cierto extravío, como si todo aquello fuese demasiado para él) ¿Y en qué mundo me he movido? ¿Cómo he vivido? ¡Ah, Dios mío…! ¡Si he vivido fuera de la realidad! ¡No me ha traicionado nadie! ¡No me ha engañado nadie! Yo no he visto… no me he dado cuenta de tantas cosas… ¡Oh, Dios mío! Sí… sí, ahora acude todo a mi mente… (Saliendo de su aturdimiento para ser de nuevo presa del dolor, enterneciéndose sobre sí mismo, tan cruelmente ofendido) ¡Y yo la he llorado! ¡He llorado a aquella mujer durante dieciséis años! (Se echa de nuevo a llorar)
Palma: (Tratando de reconfortarlo) Vamos, vamos, piensa que…
Lori: ¡Se me muere ahora, se me muere ahora, víctima de su traición…! ¿No comprendes que ahora no tengo ya nada que me sostenga? ¿Dónde estoy? ¿Qué hago en esta casa? Tú no eres mi hija, ahora lo sé… Tu sabías hace ya tiempo, como todos los demás, que era inútil que yo siguiese viviendo aquí…
Palma: No, yo quería…
Lori: ¡Dios Santo! Ahora tienes a tu marido y a tu padre; y a éste puedes ya tenerle a tu lado, en esta casa, a las claras. Por esto él me ha dicho… Sí…, sí… me lo ha dicho hace poco, que no viniese más por aquí… Y tú le llamas quizá papá, ahora incluso delante de todo el mundo, ¿verdad?
Palma: ¡No… no…!
Lori: No por mí, ciertamente… no por consideración hacia mí. ¡Ah, Dios mío… qué ciego…! ¡Que ciego he estado! No he sido nunca nada, no soy nada ya, no tengo nada, ni tan sólo el recuerdo de aquella muerte… nada…
(De nuevo aturdido, deshecho) ¡He vivido de una ilusión sin nada real que me sostuviese! Porque todos me habéis quitado siempre cualquier clase de apoyo; me lo habéis quitado porque os parecía inútil, y me dejabais con desprecio, con escarnio, apoyarme en aquella muerta para la representación exagerada de mi comedia. ¡Ah, qué horror!
(Con un estallido de rabia) ¡Por lo menos, podríais habérmelo dicho!
Palma: Pero…
Lori: ¿Me lo habéis dicho acaso?
Palma: No, abiertamente, nunca…
Lori: Es posible también que me lo hayáis dicho abiertamente y yo no os haya entendido. Habéis creído que no había nada que ocultarme porque lo sabía todo…
Palma: Comprenderás que si hubiésemos tenido la menor sospecha de que no sabías nada…
Lori: De que no era aquel miserable que imaginabais…
Palma: ¡No, no, no lo digas más!
Lori: Pero, ¿cómo pudo decirte que eras su hija? ¿Cómo tuvo la osadía de ofender a tu madre?
Palma: Me lo dijo cuando no podía ya ofenderme, porque tú le habías proporcionado el medio de demostrarme que era mi padre.
Lori: Sí… yo… en efecto… le hice fácil el camino… Y ahora, ¿qué? ¿Se me dan los despidos, no?
Palma: ¡Nada de eso! ¿Por qué quieres que…? Ahora todo ha cambiado…
Lori: ¿Qué es lo que ha cambiado?
Palma: Si tú no sabías…
Lori: ¿Vuelves acaso a ser mi hija, porque yo no sabía lo que pasaba?
Palma: No, pero cambian… han cambiado ya mis sentimientos hacia ti.
Lori: Pero no sabes que ahora yo… ahora, yo… ¡sí! Puedo hacer cosas…
Palma: ¿Qué cosas?
Lori: Cosas… cosas que yo mismo no sé… Estoy como… como vacío. No llevo ya nada dentro… Ha desaparecido aquello que… que puede nacer en mí, no lo sé… Yo… yo…
Palma: Pero siéntate… siéntate aquí… Estás temblando… Siéntate.
(Le hace sentar en el sillón; se arrodilla ante él, piadosa, solícita) Yo puedo ser para ti la que no he sido hasta ahora…
Lori: (Volviéndose con ímpetu de fiera) ¿Y él?
Palma: ¿Qué querrías hacer ahora contra él?
Lori: ¿Por qué me ha pagado?
Palma: ¡No!
Lori: ¡Sí! Me ha pagado la mujer, me ha pagado la hija…
Palma: ¡No! ¡No!
Lori: ¿Cómo no? Mi afecto por él… ¡Era como el sol, para mí!
Palma: Después de tantos años…
Lori: (Asaltado súbitamente por una visión lejana que le hace estremecerse de pies a cabeza) ¡Qué estoy viendo…! Oye. Muerta. Yo estaba como loco. Murió a los tres días, por haber querido llevarte a ti, que tenías entonces tres años, a un circo ecuestre. Era en invierno, cogió frío a la salida, y en tres días… cuando era ya mía, enteramente mía, y no quería ya que él viniese a casa y se enojaba conmigo, que no tenía el valor de impedírselo… – pero, compréndelo, había sido mi superior – , se murió… entonces. Yo me quedé…, no sé… como ahora, vacío. Pues bien, él me echó de la cámara mortuoria, me obligó a ir a reunirme contigo, que llamabas a tu mamá… Me dijo que se quedaría él a velar. Me dejé echar de allí, pero después, por la noche, volví a reaparecer como una sombra en la cámara de la muerta. Él estaba allí, con el rostro hundido en el borde de la cama en que ella yacía, entre cuatro cirios. Al principio me pareció que, vencido por el sueño, había apoyado allí la cabeza inadvertidamente; después, observándole mejor, me di cuenta de que su cuerpo se estremecía de cuando en cuando, como sacudido por sollozos sofocados.
(Se vuelve a mirar a su hija, indignado ahora ante aquella imprudencia de Manfroni) La lloraba, la lloraba, allí delante de mis ojos… Y yo no comprendí, tan seguro estaba del amor de la muerta y del suyo propio. El llanto, que hasta entonces no había conseguido abrirse paso desde mi corazón, se desató furiosamente en aquel momento al verle llorar a él. Pero entonces él se levantó sobresaltado y como yo, convulso, deshecho, le tendía las manos para abrazarle, me rechazó, me rechazó con rabia, empujándome en el pecho, y yo volví a caer en mi aturdimiento y no pensé que aquello debía ser la exaltación de remordimiento y que no podía verme llorar, porque mi llanto le acusaba de la desgracia que me había ocasionado.
¡Ah, pero aquel llanto me lo paga! ¡Me lo paga ahora!
Se levanta, furioso, para marcharse.
Palma lo retiene.
Las frases siguientes serán dichas con enorme excitación.
Palma: ¿Ahora?
Lori: ¡Lo he sabido ahora!
Palma: ¡Pero es absurdo, al cabo de tanto tiempo! ¿Adónde vas?
Lori: (Como un loco) ¡No lo sé!
Palma: ¿Qué piensas hacer?
Lori: ¡No lo sé!
Palma: ¡Quédate todavía un rato!
Lori: ¡No, no!
Palma: Sí, para seguir hablando conmigo…
Lori: ¿Contigo? ¿Y para qué?
Palma: ¡Sí, sí, puedo ser para ti la que tú creías que era!
Lori: ¿Por miedo?
Palma: ¡No!
Lori: ¿Por piedad?
Palma: ¡No!
Lori: No eres ya nada para mí, no soy ya nada para ti. Nada…
(Se yergue y la rechaza) ¡Y si supieses cómo siento ahora, de repente, que haya habido tantos, tantos años, de esta nada…!
Telón
1920 – Todo sea para bien
Comedia en tres actos
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
In Italiano – Tutto per bene
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