La vida que te di – Acto III

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In Italiano – La vita che ti diedi

La vida que te di - Acto III
Patrizia Milani, La vita che ti diedi, 2015. Immagine dal Web.

Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

La vida que te di
Acto Tercero

El mismo decorado. A la mañana siguiente, en las primeras horas.

Poco después de levantado el telón aparece en el umbral de la puerta del fondo Juan, que hace pasar a la señora Doña Francisca Noretti, que acaba de llegar de la estación con angustiosa ansiedad y asustada.

Juan: Pase, pase, señora.

Francisca: Pero ¿es posible que esté durmiendo?

Juan: Estará todavía cansada del viaje. Por lo demás, apenas si serán las siete.

Francisca: ¿Y en qué habitación duerme? ¿No sabe usted?

Juan: Ayer, Isabel estaba preparándole la habitación del piso de arriba.

Francisca: ¿No puede usted conducirme a donde está ella?

Juan: Yo arriba no subo, señora. Me lo ha advertido Isabel. Y el ama está ya levantada. La vi al amanecer, cuando abría la ventana.

Francisca: Pero ¿es posible que todavía no lo sepa…? ¿Llegó ayer por la tarde?

Juan: Sí, señora; ayer por la tarde. El ama fue a buscarla a la estación.

Francisca: ¿Y usted la vio llegar…? ¿Estaba llorando?

Juan: No, señora; no me pareció.

Francisca: ¿No se lo habrían dicho todavía…? Se puede dormir…

Juan: Probablemente, señora, porque… mire estas plantas: las traje yo ayer aquí… Para el ama es como si no hubiera muerto. Ni siquiera se ha vestido de negro.

Francisca: ¿Y por eso no se lo ha dicho a nadie? ¡Hace once días que murió!

Juan: A esta hora.

Francisca: Lo he sabido ahora, en la estación, al llegar. Pregunté por él…, que dónde estaba…

Juan: Aquí viene el ama. (Entra de prisa Doña Ana. Juan se marcha)

Doña Ana: ¡Por favor, no haga usted ruido…! ¿Es usted su mamá?

Francisca: ¡Puede usted suponerse en qué estado de ánimo, señora…! He hecho un viaje como una desesperada… ¿Dónde está? ¿Dónde está…? ¿Todavía no sabe nada?

Doña Ana: ¡Hable bajo, hable bajo…! No, no lo sabe.

Francisca: ¡Lléveme a donde esté ella! ¡La despertaré yo! ¡Se lo diré yo!

Doña Ana: ¡No, señora, por caridad!

Francisca: Pero ¿cómo usted…? ¡Mira que no avisar a nadie, ni siquiera a mí, de la desgracia, para evitar que ella cometiera esta locura!

Doña Ana: ¡No la ha cometido por él…, no!

Francisca: ¿Que no la ha cometido por él?

Doña Ana: No, no. Le diré…

Francisca: ¡Quiero verla ahora mismo!

Doña Ana: Ahora que ya lo sabe usted, señora, no tema nada ni se angustie más.

Francisca: ¿Cómo quiere que no tema yo…?

Doña Ana: Cálmese… Déjeme hablar…

Francisca: No podré estar tranquila mientras no me la lleve de aquí… Salí precipitada, en cuanto leí la esquela que me dejó allí, dejándome al cuidado de los niños. Tiene dos hijos…, ¿lo sabe usted? ¡Dios mío, yo no sé cómo no me he muerto!

Doña Ana: ¡Hable bajo…, por favor! Venga conmigo. Ella duerme ahí…

Francisca: ¡Ah, ahí! ¡Ahora mismo voy…! (Va a lanzarse hacia la puerta de la derecha)

Doña Ana: (Parándose delante de ella) ¡No, señora! ¡No sabe usted el daño que le haría!

(Ha hecho esta admonición en tal tono, que la otra madre se queda durante un instante confusa y llena de temor)

Francisca: ¿Por qué?

Doña Ana: (Rápida, resuelta) ¡Porque usted ignora lo que sé yo! ¡El caso es mucho más grave de lo que usted se imagina!

Francisca: ¿Más grave? (La mira, asustada)

Doña Ana: Sí. Me lo confesó ella misma.

Francisca: ¿Cómo…? ¿Con él…?

Doña Ana: Sí…, y que él no está tan muerto como a usted le parece…

Francisca: (Balbuciendo, espantada) ¿Qué quiere decir?

Doña Ana: Si ahora vive en ella, como puede vivir el amor de un hombre, convertirse en vida dentro de una mujer… que va a ser madre…, ¿comprende?

Francisca: (Horrorizada) ¿Su hijo…? ¡Dios mío…! Pero ¡cómo…! ¿Entonces, por eso…?

Doña Ana: Llegó en tal estado de desesperación, que todavía no me ha sido posible «decírselo». Le he dicho que se había marchado de viaje…, por ella, por prudencia…, por no comprometerla… Y eso ha bastado para que ella se sintiera muerta…

Francisca: ¿Ella?

Doña Ana: ¡Ella, sí, claro…, en el corazón de él! ¿Cómo es posible, le pregunto yo ahora, hacérselo morir?

Francisca: Pero antes, antes que ella se comprometiera viniendo aquí, debía haberme avisado a mí de que había muerto.

Doña Ana: Señora, dé gracias al Cielo de que yo no tenga ese remordimiento. Creí que iba a tenerlo; pero he podido ver que, al contrario, fui inspirada por Dios cuando le envié a su hija la carta que él dejó, terminada por mí.

Francisca: Pero ¡cómo…! ¿Después…, después de muerto…?

Doña Ana: ¡Para ella no fue «después»! ¡Ha sido una suerte, le digo! ¡Inspiración divina…! ¡Con el estado de ánimo en que se encontraba allí…, si él le hubiera faltado, ella se habría matado…, sin que usted ni yo supiéramos nada! ¡Puede usted creerlo!

Francisca: Pero ¿usted…, ¡Dios mío…!, quiere usted tener todavía a mi hija ligada a un cadáver?

Doña Ana: ¡Qué «cadáver»! La muerte, para ella, está allí, junto al hombre con quien usted la ató: aquél es un cadáver… Yo, en cambio, he empezado desde ayer tarde, he intentado hacerle comprender…

Francisca: Que tiene allí a sus otros hijos…

Doña Ana: ¡Eso ya lo sabe! ¡Ella misma me ha hablado de ellos con tanta pena…! Me ha dicho cosas… que hacen estremecer…

Francisca: ¿De los hijos?

Doña Ana: Sí; que los ha hecho suyos, después…, después que le habían nacido…, como extraños… Ha podido hacerlos suyos gracias al amor de mi hijo, ¿comprende? ¡Ellos también han necesitado el amor de él para adquirir vida en ella! Y, a pesar de todo, ¿ha visto usted?, ella ha podido dejarlos para venirse aquí.

Francisca: Pero ahora, cuando se entere de que él… ya no está aquí…

Doña Ana: ¡Al contrario! ¡Si usted quiere volver a llevársela allí…, a su martirio…, ella debe estar convencida de que «él sigue aquí»! Y usted debe hacerle comprender, como he intentado hacerlo yo, de qué manera tiene que estar vivo él para ella, desde ahora en adelante: sólo en su corazón…, sin buscarlo fuera…, con la vida que ella le dará. Eso es. Pero antes hay que prometerle que volverá a verlo algún día… ¿Ha comprendido?

Francisca: (Aturdida) ¿Que volverá a verlo?

Doña Ana: Pero no aquí… «Aquí – le diremos – no volverá él hasta que sepa que tú te has marchado. Pronto lo verás, porque él irá a verte allí.» Dígale usted eso, y tal vez consiga usted llevársela. No olvide usted que ella está esperándolo ahí… Ha querido dormir en su cama… Tal vez esté soñando con él…, y en cuanto se despierte se lo imaginará vivo y a punto de llegar.

Francisca: (Que ha estado mirándola aterrada y con la más viva aversión, que poco a poco ha ido convirtiéndose en una infinita compasión) ¡Dios mío! Pero, ¡señora…, eso…, eso es una locura!

En este momento se abre la puerta de la derecha y aparece Lucía, que descubre a su madre en aquella actitud y, después del primer instante de sorpresa, se turba, mirando a la otra madre e intuyendo la desgracia ocurrida.

Lucía: ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Tú? (Va hacia ella, pero luego se detiene y mira primero a una y después a la otra madre) ¿Qué ha ocurrido?

Francisca: (Temblando, sin ninguna ansiedad, en un tono que ayudará a la hija a comprender) Hija mía… Hija mía…

Lucía: (Como antes) Pero… ¡cómo! ¿Qué estabais diciendo?

Doña Ana: (Intentando arreglarlo) Nada. Ya ves… Ha venido a intentar que tú…

Lucía: ¡No es verdad…! ¿Por qué tú no me dices nada, mamá…? ¿Qué ha ocurrido…?

(Gritando) ¡Dímelo!

Francisca: (Abrazándola) ¡Hija mía!

Lucía: ¿Ha muerto? ¿Ha muerto?

(Rechazando el abrazo de su madre para dirigirse a Doña Ana) ¡No…! ¿Muerto…? Y ¿cómo usted…? ¡No…! ¡No es posible…! ¡Dios mío!

(Con las manos en las sienes) ¡Lo que he soñado esta noche! (Extraviada, mirando a su alrededor) ¿Ha muerto? ¡Decídmelo! ¡Decídmelo!

Francisca: Ya hace días, hija…

Lucía: ¿Hace días…

(a Doña Ana) que murió…? Y usted…, ¡cómo…!, ¿por qué no me lo ha dicho? ¿Cómo murió? ¿Cómo…? ¡Ah Dios mío, ahí, donde yo he dormido!

¿Y me ha dejado usted dormir ahí?

(Doña Ana está rígida, como una escultura sepulcral) Cierto que yo se lo pedí; pero, usted, ¿cómo…? «Las flores…» «Ha salido de viaje…» «Éstas son sus habitaciones…» «No sé dónde está…» Y yo me lo he soñado: que ya no podía volver, de tan lejos que se había ido…; lo veía tan lejos, con cara de muerto… ¡Su cara! ¡Su cara…! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

(Rompe en llanto desesperado) Para no dejarme pensar que, si no lo había encontrado esperándome en la estación, como debía… ¡Claro, sólo eso podía haber ocurrido: que hubiera muerto! ¡Y yo no lo comprendí porque usted…!

(Domina el llanto, porque el estupor vence ahora al dolor) Pero ¿cómo ha hecho usted…, cómo ha podido hacer eso? ¿Por mí…? ¡Y él se le ha muerto también a usted…, es increíble…! ¡Me ha hablado de él como si estuviera vivo!

Doña Ana: (Mirando a la lejanía) Lo estoy viendo…

Lucía: (Aturdida) ¿Muerto…? ¿Y no murió aquí, ante sus ojos?

Doña Ana: No; ahora…

Lucía: ¿Cómo, ahora…?

Doña Ana: …ahora estoy viéndole morir.

Lucía: ¿Cómo? ¿Qué dice?

(Doña Ana se cubre el rostro con las manos, y entonces ella grita:) ¡Yo lo sabía, lo sabía que habría muerto cuando yo llegara! ¡No quise creerlo cuando me lo dijo él mismo, al partir, que se venía a morir aquí!

Doña Ana: (Descubriendo el rostro) Y yo no lo vi.

Lucía: ¡Lo vi yo! ¡Estaba muriéndose, nutriéndose, desde hace años; se le habían apagado los ojos; estaba ya como muerto cuando partió! ¡Tan pálido lo vi, tan pálido, tan abatido, que comprendí en seguida que iba a morir!

Doña Ana: Abatido, sí…; con los ojos apagados, sí…, ¡y tan cambiado…! Ahora lo veo…, ¡por ti, sí, hija!

(La atrae hacia ella, estremecida de dolor y compasión) ¡Hija…! Ahora, sí, lo veo morir, aquí, sobre tu carne… Siento el frío de su muerte aquí junto al calor de tus lágrimas. ¡Tú me lo haces ver como estaba últimamente! ¡Yo no lo veía! ¡No había podido llorarlo, porque no lo veía…! ¡Ahora lo veo! ¡Ahora lo veo!

Lucía: (Que poco a poco se ha desasido de Doña Ana, y horrorizada ha ido a refugiarse en su madre) ¡Dios mío! ¿Qué dice? ¿Qué dice?

Doña Ana: (Hablando consigo misma) ¡Hijo mío…! ¡Tu pobre carne…! ¡Te fuiste así… tan abatido! Y yo… te embalsamaba… ¡vivo…!, vivo te embalsamaba; como ya no eras, como ya no podías ser… Con aquellos cabellos tuyos, y aquellos ojos que habías perdido, que ya no podían mirar con alegría. ¡Y por eso no te los reconocí…! ¡Y quería yo hacerte vivir fuera de tu vida! ¡Fuera de la vida que te había consumido…! ¡Pobre, pobre carne de mi carne, que ya no he vuelto a ver…! ¡Que no podré volver a ver…! ¿Dónde estás? (Buscando a su alrededor) ¿Dónde estás?

Lucía: (Acudiendo) ¡Aquí, mamá!

Doña Ana: (Deteniéndose un momento) ¿Tú?

(Luego, en un grito) ¡Ah, sí!

(La abraza frenéticamente) ¡No te lo lleves! ¡No te vayas! ¡No te vayas!

Lucía: ¡No, no me iré! ¡No me iré, mamá! ¡No me iré!

Francisca: ¿Cómo, que no te irás? ¿Qué dices? ¡Tú te vendrás ahora mismo conmigo!

Doña Ana: ¡No! ¡Déjemela, señora! ¡Es mía! ¡Es mía! ¡Déjemela! ¡Déjemela!

Francisca: ¿Pero está usted loca, señora?

Doña Ana: ¡Piense usted que es demasiado, demasiado lo que me ha hecho!

(Rápida, a Lucía, cariñosa) ¡No…, no…!, ¿sabes…? ¡No te culpo de nada…! ¡Soy tu madre!

Francisca: ¿Pero quiere usted que me deje a mí por usted? ¿Y sus hijos?

(A Lucía) ¡Tienes a tus niños! ¿Quieres abandonarlos para estarte aquí, sin ninguno?

Doña Ana: ¡Pero tendrá otro aquí, señora; otro que no podrá dárselo allí a quien no le pertenece!

Francisca: (Violenta) ¡Pero, señora…!, ¿se da usted cuenta de lo que está diciendo?

Lucía: ¿Y tú te das cuenta de lo que yo podría hacer?

Doña Ana: (Con repentino desaliento) No, no: tu madre tiene razón, hija. Ha entendido que lo digo por mí…, por mí…, no por el que va a nacer… ¡También yo voy abatiéndome…! Pero es porque yo también me muero ahora, ¿ves? Sí, en cuanto nazca éste que llevas ahora, lejos de aquí; ¡en cuanto le des tú la vida, allí, fuera de ti! ¿Ves? ¿Ves? ¡Entonces serás tú la madre y dejaré de serlo yo! ¡Ya no volverá nadie aquí junto a mí! ¡Se acabó! ¡Volverás a tener tú a mi hijo allí…, pequeñito, como era él…, mío…, con aquellos cabellos de oro y ojos sonrientes…, como era…, será tuyo, pero ya no mío! ¡Serás tú, tú, la madre; y yo no volveré a serlo! ¡Y yo ahora me muero, me muero de verdad aquí! ¡Dios mío!

Y llora como no ha llorado jamás, ante la consternación de Lucía y la otra madre. Poco a poco se recobra del llanto, pero queda sombría y al final casi apagada…

Doña Ana: Claro que sí, claro que sí… Basta, basta. ¡Si es por mí, no! ¡No! ¡No quiero llorar! ¡Basta!

(Pausa larga. Luego, levantándose, va hacia Lucía, y acariciándola:) Vete, vete, hija mía… Ve a vivir tu vida…, a consumirte tú también…, ¡pobre carne macerada tú también…! ¡Esa sí que es la muerte! Y ahora basta ya. No pensemos más en eso… Debemos pensar, ante todo, en tu madre, que debe de estar fatigada.

Francisca: ¡No, no; yo quiero marcharme en seguida!

Doña Ana: ¡En seguida no podrá usted, señora! Tendrá usted que esperar. El tren de Pisa pasa tarde por aquí. Tendrá usted tiempo suficiente para descansar. Y tú, hijita mía…

Lucía: No, no… Yo no me iré… No me iré… ¡Me quedaré aquí con usted!

Francisca: ¡Tú te irás conmigo! ¡Ella misma te lo dice!

Doña Ana: Aquí ya no hay nada para ti.

Francisca: ¡Y te esperan tus hijitos! ¡Tenemos que irnos en seguida!

Lucía: ¡Yo no vuelvo allí! ¡No vuelvo!, ¿sabes…? ¡Ya no me es posible! ¡No puedo! ¡No puedo ni quiero! ¿Qué quieres que haga allí ahora ya…?

Doña Ana: ¿Y yo aquí…? ¡Esa es la muerte, hija…! Cosas que hacer, se quiera o no se quiera…, cosas que decir… Ahora, consultar un horario…; luego, el coche para ir a la estación…, viajar… Somos nosotros los pobres muertos atareados… Atormentarse…, consolarse…, tranquilizarse… ¡Ésa, ésa es la muerte!

Telón

1923 – La vida que te di
Tragedia en tres actos
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