La vida que te di – Acto II

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In Italiano – La vita che ti diedi

La vida que te di - Acto II
Marina Malfatti, Aurora Trampus, La vita che ti diedi, 1994. Immagine dal Web.

Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

La vida que te di
Acto Segundo

La misma decoración. Pocos días después, a última hora de la tarde.

Junto a la ventana, en la pared de la izquierda, a cada lado, un macetón de jardín, con plantas de alto tallo, muy florecidas. Un tercer macetón, igual a los anteriores, lo tiene Juan entre las manos, en el umbral de la puerta del fondo, cerca del cual están también Doña Ana y su hermana Doña Flora.

Doña Ana: (A Juan, indicándole el sitio para el macetón, junto a la derecha de la puerta) Aquí, Juan. Ponlo aquí. (Juan lo coloca) Así. Y ahora ve a buscar el último, y lo colocas al otro lado. Si pesa mucho, di que te ayuden.

Juan: No, ama.

Doña Ana: Ya, ya sé que todavía tienes fuerzas, viejo mío. Anda, anda.

Sale Juan.

Ella se vuelve a su derecha y dice a Doña Flora, oliendo la planta…

Doña Ana: ¡Mira qué bien huele, Flora!

(Luego, indicando las plantas de junto a la ventana) Y ¡qué hermosas son, aquí, vivas!

Doña Flora: Pero así te haces más difícil la situación, Ana. ¿No te das cuenta?

Doña Ana: ¡Déjame hacer esa locura! ¡Por las que no cometimos jamás, por nosotras, ni tú ni yo, en nuestra juventud!

Doña Flora: ¡Pero ahora eres tú responsable de la suya!

Doña Ana: Él le dijo, de todas las maneras posibles, que no la cometiera. Pero ella ha querido venir. ¡Tenía ya esa intención! ¡Escribiéndole, no hubiera llegado a tiempo de impedírselo! ¡Ya había emprendido el viaje!

Doña Flora: ¡Si le hubieras escrito a la madre…!

Doña Ana: No he podido. Lo he intentado durante tres días, y no he podido. Por el miedo que todavía tengo.

Doña Flora: ¿De qué?

Doña Ana: De que esto no sea para ella como es para mí: de que, «al enterarse», acabe su amor.

Doña Flora: Pero si deberías desearlo, deseárselo a ella.

Doña Ana: ¡No me lo digas, Flora…! Le ha escrito otra carta, ¿sabes?

Doña Flora: ¿Otra carta?

Doña Ana: (Con los ojos encendidos de oculta alegría voraz) ¡La he leído yo por él!

(Y, de pronto, advierte) Pero ¡era más amarga que la primera!

Doña Flora: ¡Dios mío! ¡Me asustas, Ana!

Doña Ana: ¡Una madre que se asusta, como si no hubiera tenido vivos en su seno a sus dos hijos y no los hubiera alimentado de sí misma, con aquella voracidad de los dos…! ¿Acaso te asustabas entonces…? ¡Yo ahora devoro la vida para él! ¿Qué harías, si lo llamara? ¿Volverías a asustarte?

Doña Flora: (Se tapa los oídos, como si su hermana fuera a gritar el nombre del hijo) ¡No, Ana mía: no, no!

Doña Ana: ¿Temes que se te aparezca, saliendo de ahí (señala la cámara mortuoria), para castigar tu miedo? Yo no necesito creer en fantasmas. Sé que vive para mí. No estoy loca.

Doña Flora: ¡Ya lo sé! Pero ¡te conduces como si lo estuvieras!

Doña Ana: ¿Qué sabes tú de lo que yo hago, de las horas que paso? Cuando estoy arriba, y abandono la cabeza sobre la almohada, y siento yo también el silencio de estas habitaciones, y ya no me basta ningún recuerdo para animarlo y llenarlo, porque estoy cansada. ¡Entonces «sé» tu también! ¡«Sé» yo también! ¡Y me entra un miedo horrible! Por eso, el único, el último consuelo, está ahora en ella, en la que va a venir y todavía no «sabe»… Ella me reanimará y me llenará de pronto estas habitaciones; me meteré toda entera en los ojos y en el corazón de ella, para verlo y sentirlo vivo aquí todavía: porque ya no puedo por mí misma.

Doña Flora: Pero ahora que viene ella…

Doña Ana: ¡Quieres hacerme pensar antes de tiempo en lo que va a ocurrir! ¡Eres cruel! ¿No ves cómo desvarío? ¡Me parece respirar como si tuviera los minutos contados y tú quieres quitarme este último minuto de respiro!

Doña Flora: Porque considero que, con este viaje, ella puede comprometerse, ahora que todo ha terminado.

Doña Ana: No. Ya se lo dice en la carta: aprovecha la ausencia de su marido, que ha salido de Niza para París, a sus negocios.

Doña Flora: ¿Y si el marido regresa de pronto y no la encuentra?

Doña Ana: Ella dejará a su madre algún recado para su marido, con alguna excusa, justificando este viaje de unos días. Su madre tiene todavía tierras en Cortona.

Doña Flora: Pero yo digo que ¡cómo se le habrá ocurrido venir a encontrarse con él aquí, ante tus ojos!

Doña Ana: ¿Aquí? Pero ¡qué dices! Aquí la traeré yo. Ella le dice en la carta que esté en la estación a esperarla.

Doña Flora: ¡Y te encontrará a ti, en vez de encontrarlo a él! Y ¿qué vas a decirle?

Doña Ana: Le diré… le diré, ante todo, que venga conmigo. No puedo darle la noticia allí, en la estación, delante de todo el mundo.

Doña Flora: Pero ¿cómo se quedará ella cuando te vea? ¿Qué pensará, cuando vea que no está él?

Doña Ana: Pensará que no está porque ha salido de viaje. Y que me ha mandado a mí para decírselo. Eso es: primero le diré eso…, o cualquier otra cosa.

Doña Flora: Pero luego, aquí, ¡tendrás que decírselo todo! ¿Se lo dirás?

Doña Ana: Cuando la haya convencido para que venga, sí.

Doña Flora: Entonces ¿para qué has preparado estas plantas?

Doña Ana: Porque al llegar ella, todavía no sabrá nada. ¡Es él el que las ha preparado, no yo…! ¡Por caridad, no me hagas hablar…! ¡Ella va a llegar, y hacen falta estas plantas que adornen la casa!

(Viendo entrar a Juan con el otro macetón) Allí, Juan, donde te he dicho.

Juan: (Después de haber colocado el macetón) Esta es la más hermosa.

Doña Ana: Sí, hemos elegido las más bonitas. Y ahora di que tengan preparado el coche.

Juan: Está preparado, señora. En diez minutos está usted en la estación.

Doña Ana: Bien, bien. Puedes marcharte.

(Juan vuelve a marcharse por la puerta del fondo. Doña Ana, presa de su creciente impaciencia, se acerca a la puerta de la derecha y llama) ¡Isabel! ¿No acabas de preparar?

Doña Flora: Pero ¡cómo! ¿Allí, Ana?

Doña Ana: No, no es para ella. Para ella ya he mandado preparar la habitación, arriba.

(Y llama más fuerte, acercándose a la puerta) ¡Isabel! ¿Por qué has abierto la ventana?

Entra Isabel corriendo anunciando desde dentro.

Isabel: ¡Los señoritos! ¡Los señoritos!

(A Doña Flora) ¡Han llegado sus hijos, señora!

Doña Flora: (Con alegre sorpresa) ¿Lida? ¿Flavio?

Isabel: ¡Los he oído gritar en el jardín! ¡Sí, señora! ¡Vienen corriendo!

Doña Ana: ¡Tus hijos!

Doña Flora: Pero ¡cómo! ¡Se han anticipado un día! ¡Si iban a venir mañana!

Se oye gritar dentro: «¡Mamá! ¡Mamá!»

Isabel: ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!

Irrumpen en la habitación Lida, de unos dieciocho años, y Flavio, de unos veinte. Como se fueron el año pasado a la ciudad a estudiar, ahora parecen otros, en tan poco tiempo, de los que eran antes de partir: no sólo en la manera de pensar y de sentir, sino también en el físico, en la voz, en los gestos, en la manera de moverse, de mirar, de sonreír. Ellos, naturalmente, no lo saben. Pero su madre se da cuenta en seguida, después de las primeras efusiones afectuosas, y se queda pasmada ante el trágico sentido que de pronto adquiere ante sus ojos la evidencia de la prueba de cuanto su hermana le ha revelado.

Lida: (Corriendo hacia su madre y echándole los brazos al cuello) ¡Mamá! ¡Mamaíta mía preciosa! (La besa)

Doña Flora: ¡Lida mía! (La besa) Pero ¡cómo…! ¡Flavio! ¡Flavio! (Le tiende los brazos)

Flavio: (Abrazándola) ¡Mamaíta! (La besa)

Doña Flora: Pero ¡cómo! ¡Dios mío!, pero ¡cómo…! ¡Vosotros! ¡Tan de repente!

Lida: Pudimos arreglarlo todo para venir hoy.

Flavio: ¡Atropelladamente! ¡Despachándolo todo en dos horas!

Lida: ¡Ahora se jacta! ¡Y él no quería…!

Flavio: ¡Caramba! «¡Corre por aquí!» «¡Vamos volando allá!» De la modista, a la sombrerera – Chypre Coty -, ¡medias de seda! ¡No sé qué vas a hacer con todo eso, aquí, en el campo!

Lida: ¡Ya verás, ya verás, mamaíta, qué cosas más bonitas traigo para ti también!

Doña Flora: (Que ha intentado sonreír, escuchándolos; pero que, sin embargo, habiendo notado de pronto el cambio que han experimentado sus hijos, se queda un poco helada, y dice, con los ojos un poco vueltos hacia su hermana, que se ha apartado un poco en la sombra que empieza a invadir la estancia:) Sí…, sí… Pero, ¡Dios mío…!, yo no sé… cómo habláis…

De pronto, Lida y Flavio notan la mirada de su madre y se dan cuenta de que están en casa de la tía: recuerdan la reciente desgracia, que, con el ímpetu del primer momento de su llegada, habían olvidado, y, atribuyendo a este olvido el asombro de su madre, se azoran y se dirigen, confusos y mortificados, hacia su tía.

Flavio: ¡Hola, tía…!

Lida: ¡Perdónanos, tía! ¡Hemos entrado tan precipitados…!

Flavio: Hacía un año que no veíamos a mamá…

Lida: El pobre Fulvio…

Flavio: …tuvimos mucha pena…

Lida: ¡Por ti, tía!

Flavio: Pensábamos encontrarlo aquí… Pasar con él las vacaciones…

Lida: Y conocerlo, porque…

Flavio: …¡casi no lo recordábamos!

Lida: Tenía apenas nueve años, cuando partí…

Flavio: ¡Pobre tía!

Lida: ¡Perdónanos! ¡Y tú, mamá!

Doña Ana: No, Flavio, no; no, Lida. No es por mí; es por vosotros.

Lida: (Que no comprende) ¿El qué es por nosotros?

Doña Ana: ¡Nada, queridos!

(Los mira un momento; luego los besa en la frente, uno tras otro) ¡Bienvenidos!

(Se acerca a su hermana y le dice muy bajito, sonriendo, para consolarla:) Piensa que ahora, por lo menos, están más guapos… Es mejor que yo me vaya.

Se va por la puerta del fondo.

Los otros quedan un momento en silencio, suspensos. La penumbra sigue invadiendo poco a poco la estancia.

Flavio: No nos dimos cuenta, al entrar…

Lida: Pero ¿qué ha querido decir «que es por nosotros»?

Doña Flora: (Como alejando una pesadilla) ¡Nada, nada, hijos míos! ¡No es verdad! ¡No, no…! ¡Dejadme que os vea!

Isabel: ¡Ay, cómo están los dos!

Doña Flora: (Como antes) ¡Más guapos! ¡Más guapos…!

Isabel: (Admirando a Lida) Pero ¡vamos! ¡Si es ya una señorita! ¡No parece la misma!

Doña Flora: (Con ímpetu, como defendiendo a su hija, y volviendo a abrazarla) ¡No! ¡Son los mismos! ¡Lida mía! ¡Lida mía!

(Y de pronto, dirigiéndose al otro) ¡Mi Flavio!

Flavio: (Abrazándola) ¡Mamaíta! ¿Qué te pasa?

Doña Flora: (Cogiendo entre sus manos la cara de Lida) ¡Ven aquí! ¡Déjame que te vea bien! ¡No pienses más! ¡Mírame!

Lida: Pero ¿cómo murió, mamá? ¿Fue por aquella…

Flavio: …por aquella mujer?

Doña Flora: (Rápida, contrariada) ¡No! De una enfermedad que le entró de pronto. Ya os lo contaré. ¡Ahora habladme de vosotros!

Flavio: (A Lida) ¿Ves cómo no era verdad? ¡Tus novelerías de siempre, lo que yo te decía! Si había podido separarse de ella, es señal de que aquella gran pasión, hasta morir…

Doña Flora: ¡No, no! ¡Qué estás diciendo!

Flavio: Te advierto que no hace más que leer novelas.

Doña Flora: ¿Tú, Lidita?

Lida: ¡No lo creas, mamá; no es cierto!

Flavio: ¡Se ha traído lo menos veinte, figúrate!

Lida: ¿Quieres hacer el favor de no meterte en mis asuntos?

Doña Flora: Pero ¡cómo! ¿Tenéis esas discusiones los dos?

Lida: ¡Es insoportable! ¡No le hagas caso, mamaíta!

Flavio: ¿De qué heroína te ha venido el «Chypre», si se puede saber?

Doña Flora: (Para si, angustiada) El «Chypre»… ¿Qué será?

Lida: Me lo recomendó una amiga mía.

Flavio: ¿La Rosi?

Lida: (En tono despectivo) ¡Bueno! ¡La Rosi!

Flavio: ¿La Franchi?

Lida: (Lo mismo) ¡Bueno! ¡La Franchi!

Flavio: ¡Cambia de amiga todos los días! ¡Veleta!

Isabel: Cuando se fueron parecían dos pastorcillos del campo, y ahora parecen más bien dos señoritingos.

Doña Flora: (Intentando reaccionar) ¡Claro! La ciudad… Han crecido, y…

(A Lida) Pero dime: ¿qué es eso del «Chypre»?

Flavio: ¡Un perfume, mamá: noventa liras el frasquito!

Doña Flora: ¿Perfumes, una muchacha?

Lida: ¡Tengo dieciocho años, mamá!

Flavio: ¡Tres frasquitos, doscientas setenta liras!

Lida: Tú te has gastado no sé cuánto en corbatas, cuellos, guantes, ¡y tienes el valor de echarme a mí en cara los tres frasquitos de «Chypre»!

Doña Flora: ¡Callaos, por caridad! ¡No puedo oíros esas discusiones!

(A Lida, acariciándola) Ya te peinas así…, como una chica mayor…

Isabel: ¡Se fue con la trencita a la espalda!

Doña Flora: (Sin hacer caso a Isabel) ¡Pero si ya estás más alta que yo!

(Luego, como asustada) Y a mí, ¿cómo me encuentras?

Lida: ¡Muy bien, mamá, muy bien!

Doña Flora: Entonces, ¿por qué me miras así?

Lida: ¿Cómo te miro?

Doña Flora: No sé… Y tú, Flavio…

Flavio: ¿Sabes que estás muy rara, mamá? (Se ríe al mirarla)

Doña Flora: ¡Oh, no te rías así, por favor!

Flavio: Ya sé que aquí no debo reírme; pero es que nos miras de una manera tan curiosa.

Doña Flora: ¿Yo? (Estremeciéndose) Ha oscurecido: os busco con la mirada, porque casi no puedo veros.

En efecto: la oscuridad se ha hecho más densa, y con ella se ha ido avivando cada vez más el resplandor de la luz encendida en la habitación del hijo muerto.

Isabel: Espere. Voy a dar la luz.

Doña Flora: No. Vámonos. Vamos, chicos, vámonos de aquí. Es tarde.

Lida: (Al volverse, notando aquel resplandor) ¡Hay luz en esa habitación! ¿Quién está ahí?

Doña Flora: ¡Si supieras…!

Flavio: (En voz baja, parada) ¿Ha muerto ahí?

Isabel: (Tétrica, después de una pausa) Ahí está, como si ya no tuviéramos vida nosotros y estuviera vivo él solo.

Flavio: ¿Le tiene la luz encendida?

Lida: (Que se ha acercado, temerosa, para mirar) ¿Y la habitación intacta?

Doña Flora: ¡No te asomes, Lida!

Flavio: ¿Como si estuviera todavía esperando su llegada?

Isabel: No: como si no se hubiera ido nunca y estuviera todavía aquí, como era antes de marcharse. Ella se encargará, dice, de no dejarlo irse.

(Breve pausa. Luego añade tétricamente:) Porque los hijos que se van han muerto para su madre. ¡Dejan de ser lo que eran!

En medio de la oscuridad y de la pesadilla, Doña Flora rompe a llorar silenciosamente.

Flavio: (Después que el llanto de su madre ha sobrecogido durante un momento aquel silencio de muerte, dice, atribuyendo aquel llanto al dolor por la hermana:) ¡Pobre tía! ¡Quién iba a decir…!

Lida: ¿Es como una locura?

Isabel: Habla de él de una manera que casi nos lo hace estar viendo siempre. Yo, cuando estoy aquí sola, miro para atrás; me parece que voy a verlo salir de esa habitación y dirigirse a la ventana o al jardín por esa puerta. Vivo en continuo sobresalto. Me hace arreglar la habitación, hacer todos los días la cama y abrir el embozo todas las noches, como si él tuviera que ir a acostarse.

Doña Flora: (A Lida, que se ha apretado instintivamente contra ella, atemorizada por lo que ha dicho Isabel, en tono suplicante:) ¡Lidita, Lidita mía! ¿Me quieres tanto como antes?

Lida: (Pendiente de lo que dice Isabel, sin hacer caso a su madre) Entonces sigue…

Isabel: ¡Haciéndolo vivir!

Doña Flora: (Que no puede más, como si le estallara el corazón) ¡Flavio, hijo mío! ¡Vámonos de aquí, vámonos, por caridad!

Isabel: Espere, señora, que dé la luz; está todo a oscuras.

Doña Flora: Sí, gracias, Isabel. ¡Vámonos, vámonos!

Isabel sale delante. Luego salen Doña Flora, Lida y Flavio.

La escena queda vacía y oscura. Solamente llega aquel resplandor espectral de la puerta de la derecha.

Después de una larga pausa, sin hacer el menor ruido, el sillón que está junto a la mesa escritorio se retira lentamente, como si una mano invisible lo hiciera girar. Después de otra pausa más breve, la tenue cortina que hay delante de la ventana, como apartada por la misma mano, se levanta un poco de un lado y vuelve a caer. ¡Quién sabe qué cosas ocurrirán, sin que nadie las vea, en la penumbra de una habitación desierta, donde alguien está muerto! Poco después vuelve a entrar Isabel y, rápida, da la luz de la habitación. Instintivamente vuelve a acercar el sillón a la mesa, sin la menor sospecha de que «alguien» lo haya movido; luego, para sustraerse a la vista de los objetos de la habitación, se dirige a la ventana, levanta ella también con la mano la cortina; luego abre la ventana y se asoma al jardín.

Isabel: (Desde la ventana) ¿Quién está ahí…?

(Pausa) ¡Ah…!, ¿eres tú, Juan?

(Pausa) ¡Juan!

La voz de Juan: (Desde el jardín, alegre) ¿La ves?

Isabel: No. ¿El qué?

La voz de Juan: Allí está todavía, detrás de los olivos de la colina.

Isabel: ¡Ah, sí…, la veo! ¿Y tú estás ahí mirando la luna?

La voz de Juan: Quiero ver si es verdad lo que me dijo.

Isabel: ¿Quién?

La voz de Juan: ¡Quién! ¡El que ahora ya no la “ve!

Isabel: ¡Ah, él!

La voz de Juan: Desde ahí, desde donde tú estás.

Isabel: ¡No me asustes! ¡Tengo tanto miedo!

La voz de Juan: Al día siguiente de su llegada, por la noche.

Isabel: ¿Te habló de la luna? ¿Y qué te dijo?

La voz de Juan: Que cuanto más sube, más se pierde.

Isabel: ¿La luna?

La voz de Juan: Si miras a la tierra, me dijo, y ves su luz allá, sobre la colina, aquí, sobre las plantas; pero si levantas la cabeza y la miras, cuanto más alta está, más lejana la ves de nuestra noche.

Isabel: ¿Lejana? ¿Por qué?

La voz de Juan: Porque es de noche aquí, para nosotros; pero la luna no ve la noche, perdida como está allí arriba, en su luz, ¿comprendes…? ¡Qué cosas pensaba, ¿eh?, mirando la luna…! Oigo los cascabeles del coche.

Isabel: Corre, corre a abrir el portón.

Isabel cierra de prisa la ventana y se retira por la puerta del fondo.

Poco después, por la misma puerta, entran Lucía Maubel y Doña Ana. Durante el trayecto de la estación a la villa han tenido las primeras explicaciones, ya previstas en la primera escena con Doña Flora. La joven ha quedado muy ofendida, mortificada y turbadísima.

Doña Ana: (Con ansiedad, haciéndola pasar) Ven, ven. Son sus habitaciones. Y, si entras ahí, tendrás la prueba: lo verás en todas partes, con las últimas flores dejadas ayer, delante de todos tus retratos.

Lucía: (Amable, con ironía) ¿Tantas flores, y luego se escapa?

Doña Ana: No le hagas más reproches. ¡Si supieras a costa de qué no está aquí para recibirte…!

Lucía: Vengo, y ¡búscatelo! ¿Y dice usted que lo ha hecho por mi bien?

Doña Ana: Contra su corazón…

Lucía: ¿Por prudencia…? ¿Y no cree usted que es más que un reproche: una ofensa para mí, tanta prudencia…? ¡Un insulto!

Doña Ana: (Dolida) No…, no…

Lucía: ¡Dios mío…! Tan cruel, que hay para pensar que toda esa prudencia la ha tenido por él… no por mí.

Doña Ana: ¡No! ¡Por ti! ¡Por ti…!

Lucía: ¡Pero si yo no me he muerto! ¡Estoy aquí…!

Doña Ana: ¿Muerto? ¿Qué dices?

Lucía: ¡Claro! Y perdone. Si al saber mi llegada desaparece, dejando flores delante de mis retratos, ¿qué quiere decir eso? ¿Que su amor quiere ser como para una muerta? Y yo, que he dejado allí toda mi otra vida, para venir corriendo aquí, hacia él…! ¡Ah! ¡Es horrible lo que ha hecho!

Oculta su rostro entre las manos, temblando de vergüenza y de desdén.

Doña Ana: (Casi para sí, mirando al vacío) No habría hecho eso… Sin duda no lo hubiera hecho…

Lucía: (Se vuelve rápida a mirarla) ¡Entonces es que hay una razón…!

Doña Ana: (Casi sin voz) Sí. (Y sonríe con tristeza)

Lucía: ¿Qué razón? ¡Dígamela!

Doña Ana: ¿Me permites que te llame Lucía?

Lucía: Llámeme Lucía, sí. ¡Se lo agradezco!

Doña Ana: ¿Y que te diga que él no pensaba ofenderte cuando tuvo que marcharse…?

Lucía: ¡Pero dígame por qué! ¡El motivo!

Doña Ana: Pues bien: te lo diré… Pero, ante todo, has de saber que no creyó ofenderte al confiarte a mí…

Lucía: ¡No! ¡Pero, compréndame! Yo… Yo sé que…

Doña Ana: Que él me confió siempre todo…, cómo os amabais…

Lucía: (Sombría) ¿Todo?

Doña Ana: Y podía confiármelo, porque…

Lucía, como con un escalofrío, oculta su rostro entre las manos y niega con la cabeza. Doña Ana la mira, consternada.

Doña Ana: ¿No?

Lucía: (Más con el gesto que con la voz, que está a punto de convertirse en llanto) No… No…

Doña Ana: (Como antes) ¡Cómo…! Entonces…

Lucía: (De pronto) ¡Perdóneme! ¡Perdóneme…! ¡Sea usted madre también para mí…! ¡He venido aquí para eso!

Doña Ana: ¡Pero, entonces, él…!

Lucía: ¡Se fue de allí por eso!

Doña Ana: Pero ¿lo obligaste tú a marcharse?

Lucía: ¡Yo, sí…! ¡Después! ¡Después…! ¡Al final, a traición, este amor, que había permanecido puro tantos años, nos venció!

Doña Ana: ¡Ah, por eso…!

Lucía: Descompuesta, aterrada, lo obligué a marcharse… No habría podido volver a mirar a mis niños… Pero todo fue inútil… Ya no podía mirarlos. reí que me moría. (La mira con ojos atroces) ¿Comprende por qué…? ¡Tengo otro! (Oculta su rostro)

Doña Ana: ¿Suyo?

Lucía: Por eso estoy aquí.

Doña Ana: ¿Suyo? ¿Suyo?

Lucía: ¡Él no lo sabe todavía! ¡Tengo que decírselo! ¡Dígame dónde está!

Doña Ana: ¡Ay, hija mía! ¡Hija mía…! ¡Ahora vive él en ti de verdad…! ¡Al marcharse dejó en ti una vida… suya!

Lucía: Sí, sí… ¡Tengo que decírselo en seguida! ¿Dónde está? ¡Dígamelo! ¿Dónde está?

Doña Ana: ¿Y cómo voy a decírtelo? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Cómo voy a decírtelo?

Lucía: ¿Por qué no? ¿No lo sabe usted?

Doña Ana: Se fue…

Lucía: ¿No le dijo adónde iba?

Doña Ana: No me lo dijo.

Lucía: Ha sospechado – ahora lo veo – que sólo por…

(Se interrumpe con una exclamación de desdén) ¡Pero no tenía razón para sospechar eso de mí! Yo también fui culpable, sí; como él; pero yo luego lo obligué a marcharse, y ahora no vendría a eso… ¡Es que ya no puedo separarme de él… como estoy ahora…, no puedo…! ¡Me horrorizo de pensarlo!

Doña Ana: ¡Claro, claro; es natural!

Lucía: ¿No puede decirme dónde está? ¿De veras no lo sabe usted? ¿Cómo se le podría avisar?

Doña Ana: Espera, espera; le avisaremos, sí…

Lucía: ¿Y cómo? ¿Adónde, si usted no sabe dónde se encuentra? ¿Y si se ha ido para un largo viaje, sin decírselo a usted, sin avisarme a mí?

Doña Ana: No, no… No estará muy lejos… No puede estar muy lejos…

Lucía: Debió de temer que, aun diciéndole sólo a usted adonde se iba… Pero quizá usted misma le aconsejara que se fuera…

Doña Ana: Yo no sabía…

Lucía: (Con los ojos cerrados y oprimidos con la mano) ¡Me estoy volviendo tan recelosa…! ¡Ah, qué triste es…! Ya sé que yo debía habérselo dicho en una carta. Pero no quise malgastar en palabras todas las fuerzas que necesitaba para tomar la resolución que he tomado… A él este viaje mío le habrá parecido una locura, un desvarío…

Doña Ana: (Para tranquilizarla) Sí, claro…

Lucía: Y se habrá marchado para hacerme encontrar aquí, en usted, la razón que había perdido… Comprendo, comprendo…

(De pronto) ¿Volverá? ¿Le escribirá usted? ¿Me dirá donde se encuentra…?

Doña Ana: Sí, sí, seguro… tranquilízate… Siéntate, siéntate aquí…, junto a mí…, y déjame llamarte hija…

Lucía: Sí, sí…

Doña Ana: Lucía…

Lucía: Sí…

Doña Ana: ¡Hija mía…!

Lucía: ¡Sí, mamá! ¡Mamá…! Ahora siento que es mejor así; que yo la haya encontrado a usted aquí antes que a él…

Doña Ana: Hija mía, preciosa…, ¡preciosa…!, con esos ojos…, esa frente…, este olor de tu pelo… ¡Lo comprendo, lo comprendo…! ¡Ah, pero si él tenía que hacerte suya… desde el primer momento! ¡Tenía que darme esta alegría de tener en ti otra hija… así! ¡Así…!

Lucía: Pero sin todo el daño que hemos hecho… ¡Dios mío, cuánto daño hemos hecho!

Doña Ana: ¡No te acuerdes de eso ahora…! Los que no han hecho ningún daño, ¡quién sabe si no han sido causa del daño que sufren los otros, los que lo hicieron, y que quizá sean los únicos que luego disfrutarán del bien! Tú más que yo.

Lucía: He partido mi vida en dos mitades… Yo…

Doña Ana: Una la llevas dentro de ti…

Lucía: Pero los otros, que han quedado allí… Y, sin embargo, me he sentido impulsada a huir hacia aquí, con esta vida que todavía no es nada y de repente se ha convertido en todo para mí… ¡Todo nuestro amor, convertido de repente en lo que nunca debió ser!

Doña Ana: ¡La vida!

Lucía: ¡Lo que he sufrido…! ¡Usted no lo sabe ni podrá imaginárselo nunca…! ¡El lecho donde se descansa, convertido en un tormento! ¡Y las promesas que me hice a mí misma…! ¿Sabe usted lo que escuecen algunas heridas? ¡Pues algo así sentía yo! Y me mantenía apretando los dientes, resistiendo, para que el cuerpo no dejara de pertenecerme… y cediese! Y cada vez que conseguía librarme de aquella pesadilla – durante la cual un momento, ciega, había caído – podía ser suya otra vez, purificada por el martirio sufrido, ya sin remordimiento. ¡No debíamos ceder! Sólo así podía valer el pacto. Porque… aquellos otros también…, ¿qué cree usted…? Usted es madre, y con usted puedo hablar…

Doña Ana: Sí, habla, habla…

Lucía: Aquellos otros – de verdad – no eran un amor que se hubiera hecho carne; eran de aquel hombre: sólo carne; pero el amor que yo había puesto en ellos – yo, yo, con el corazón así, lleno de él – los había hecho ser también casi de él. ¡El amor es uno! Y ahora…, ¡ahora aquello ya no es posible! ¡Yo no puedo pertenecer a dos al mismo tiempo!

Doña Ana: Claro que no puedes. No sólo por ti, sino también por no darle al otro «esto», que es sólo tuyo y de él…

Lucía: ¿Verdad que no?

Doña Ana: ¡No debes!

(Con un poco de desaliento) Yo te lo pregunto…

Lucía: ¡Lo ha dicho usted!

Doña Ana: Sí…, para saber si tú también habías pensado en eso.

Lucía: (Después de una breve pausa, recobrándose, sombría) La violencia que me hice a mí misma durante tantos años…, y aquellos dos hijos que tuve, a pesar de esa violencia…

Doña Ana: ¿Qué quieres decir?

Lucía: ¡Nada, nada contra ellos! ¡Ah! Pero contra aquel hombre… es un sentimiento de odio tan íntimo y tan oscuro, que no sé expresarlo. Siento que he sido madre dos veces, así, sin haber participado en ello, por obra de un extraño a mí…, en mi carne viva, y destrozándome el alma…, mientras él… ¡Oh, él ni siquiera lo sospechaba!

Doña Ana: ¡Pero lo sabes tú!

Lucía: ¡Sí, y no se lo dije nunca por respeto a mí, no por respeto a él! ¡Y aun así, el daño que ha recibido de mí no es tan cruel como el que yo he recibido de él!

Doña Ana: Yo no los conozco; no puedo juzgar.

Lucía: Me hizo madre porque era su mujer; para poder irse despreocupadamente con otras mujeres. ¡Con tantas…! Cínico y despectivo, atento sólo a sus negocios; y fuera de ellos, fatuo y frío. Contempla la vida para reírse de ella; a las mujeres, para hacerlas suyas, y a los hombres, para engañarlos. Si pude resistir a su lado, fue porque tenía quien me alimentara el espíritu, quien me daba aire para respirar fuera de aquella inmundicia. ¡No debimos mancharnos también nosotros! Le juro a usted que no fue ningún placer… Y la prueba – es horrible decirlo, pero así es para mí—, la prueba está en esta mi nueva maternidad.

Doña Ana: ¡No, Dios mío! ¿Qué dices?

Lucía: He venido aquí para que usted, si puede, me haga sentir que no es verdad. Había hecho todo lo imaginable allí, durante tres años, para no volver a ser madre. Lo creo; creo yo también que debe ser una alegría; y no deseo otra cosa; le juro que no deseo más que eso: conocer esa alegría que no he conocido jamás.

Doña Ana: ¡Pero tienes que tenerla tú en el corazón, hija mía! Si tú no la tienes, ¿quién puede dártela?

Lucía: ¡Él! ¡Él!

Doña Ana: ¡Sí, él, pero sólo porque lo tienes a él también en el corazón! Sólo por eso. Siempre ocurre así. No busques nada que no venga de ti misma.

Lucía: ¿Qué quiere usted que venga de mí en este momento? ¡Estoy tan desorientada…, tan sorprendida…! Esta traición de no dejarse ver aquí… ¡Necesito verlo, hablarle, oír su voz…! ¿Dónde está? ¿Dónde estará? ¿Cómo podríamos saberlo? ¡No podré tener reposo mientras no lo sepa…! ¿Es posible que usted no sepa siquiera adónde habrá podido irse?

Doña Ana: No lo sé, hija. Pero ahora es preciso que te tranquilices un poco.

Lucía: ¡No puedo…!

Doña Ana: Estás toda temblorosa… ¡Debes de estar tan fatigada…! ¡Un viaje tan largo…!

Lucía: Me zumban los oídos… Se me va la cabeza…

Doña Ana: ¿Ves…? Debes tranquilizarte.

Lucía: Tanta ansiedad…, tanta ansiedad…

Doña Ana: Tienes que irte a descansar…

Lucía: ¡Y luego, llegar, y no encontrarlo…! Debo de tener fiebre…

Doña Ana: Ahora necesitas reposo… Mañana veremos lo que…

Lucía: ¡Me volveré loca esta noche!

Doña Ana: No…Mira… Yo te enseñaré a no enloquecer… Te enseñaré lo que hay que hacer cuando alguien está lejos… Lo que hice yo durante tanto tiempo, mientras él estuvo allí, contigo: lo sentía a mi lado, porque yo, con el corazón, le hacía estar a mi lado. ¡Mejor que a mi lado: lo llevaba yo en el corazón…! Haz tú eso, y esta noche se pasará… Piensa en que éstas son sus habitaciones, y que él está ahí…

Lucía: ¿Duerme ahí?

Doña Ana: Sí, ahí… Y que te está escribiendo, en esta mesa…

Lucía: ¡Palabras crueles me ha escrito…!

Doña Ana: Y aquí, ¿ves?, sobre este escaño, hasta ayer, ¡me ha hablado tanto, tanto de ti…!

Lucía: Y luego se marchó…

Doña Ana: ¡Es que él no sabía…! ¡Cuántas cosas me dijo, para que yo te hiciera comprender, sin ofenderte y sin hacerte sufrir el daño de su alejamiento por tu bien!

Lucía: Pero ahora…

Doña Ana: ¡Ah, ahora…, cierto…, todo cambia! Estando tú así…

Lucía: ¡Y volverá!

Doña Ana: Y volverá, estáte tranquila…, volverá. Pero ahora, ven, sube conmigo. He preparado arriba tu habitación.

Lucía: Quiero ver la suya.

Doña Ana: Sí, sí, ven, entra.

Lucía: ¿Y por qué no me deja usted dormir aquí?

Doña Ana: ¿Quieres quedarte aquí… en la suya?

Lucía: Ahora ya puedo. Él está conmigo.

Doña Ana: ¿Ves, ves cómo ya empiezas a sentirlo…? Sí, si tú quieres, puedes dormir aquí, hija mía

Lucía: (Entrando) Quizá sea mejor: «más cerca de él.»

Doña Ana: ¡En tu corazón, sí! ¡En tu corazón!

La sigue.

La escena queda un momento desierta. Se oyen confusamente las dos voces que hablan en la habitación de al lado; pero no tristes, sino más bien alegres; incluso se oye reír a Lucía, como ante una sorpresa. Luego, Doña Ana vuelve a salir, pero vuelta hacia el interior de la habitación, hablando con la joven que la ha acompañado hasta el umbral)

Lucía: (Desde el umbral) Sí, con esta luna tan hermosa…

Doña Ana: Buenas noches, hija. Hasta mañana. Voy a cerrar

Lucía: (Retirándose) Buenas noches.

Doña Ana: (Sola, después de cerrar la puerta, queda allí, como agotada, durante un instante; pero luego se ilumina su rostro con un rayo de alegría divina y con los ojos más que con los labios, dice:) ¡Está vivo!

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1923 – La vida que te di
Tragedia en tres actos
Personajes, Acto Primero
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