1923 – La vida que te di – Tragedia en tres actos

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La tragedia se lleva a cabo completamente en el hilo del amor maternal, del cual es la expresión más lograda en el teatro de Pirandello; un amor puesto a prueba por un hijo que vive lejos durante siete años sin aparecer nunca; quien regresa completamente cambiado, hasta que se le aparece a la madre como un extraño; quien muere poco después.
Los sentimientos de la madre, Donn’Anna Luna, son el tema central en torno al cual se lleva a cabo el diálogo con los otros personajes que los interpretan y comentan, a veces, como por ejemplo al principio, como un coro.

In Italiano – La vita che ti diedi

Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
La vida que te di

Personajes
Doña Ana Luna.
Lucia Maubel.
Francisca Noretti, su madre.
Doña Flora Segni, hermana de Doña Ana.
Don Jorge Mei, párroco.
Lida y Flavio, hijos de Doña Flora.
Isabel, vieja nodriza.
Juan, viejo jardinero.
Dos criadas.
Mujeres del pueblo.

En Roma. En nuestros días.

La vida que te di
Acto Primero

Habitación casi desmantelada y fría, de piedra gris, en la villa solitaria de Doña Ana Luna. Un escaño, un armario, una mesaescritorio y otros cuantos muebles antiguos que exhalan paz y apartamiento del mundo. Hasta la luz que entra por una amplia ventana parece venir de una vida lejanísima. Una puerta al fondo y otra en la pared de la derecha, mucho más cerca de la pared del fondo que del proscenio.

Al levantarse el telón, delante de la puerta de la derecha, que conduce a la habitación donde se supone está agonizando el hijo de Doña Ana Luna están unas aldeanas en pie; otras, arrodilladas, inclinadas en actitud de orar, con las manos juntas ante la boca, estas últimas, casi tocando el suelo con la frente, rezan en voz baja la letanía de los agonizantes. Las demás, ansiosas y amedrentadas, espían el momento del fallecimiento y, en un momento dado, hacen señas a las otras para que interrumpan la letanía. Después de un breve silencio de angustia, se arrodillan también ellas y, alternativamente, van haciendo las supremas invocaciones por el difunto.

Unas: (Arrodilladas, invocando; las otras, contestando al rezo)

– Sancta María,
– Ora pro eo.
– Sancta Virgo Virginum,
– Ora pro eo.
– Mater Christi,
– Ora pro eo.
– Mater Divinae Gratiae,
– Ora pro eo.
– Mater purissima,
– Ora pro eo.

Las otras en pie, hacen señas en este momento para que se interrumpa la letanía. Quedan un momento suspensas, con gesto de angustia y de miedo. Luego se arrodillan ellas también…..

Una: Santos de Dios, acudid en su auxilio.

Otra: Ángeles del Señor, venid a acoger su alma.

Una tercera: Jesús, que la ha llamado, la reciba.

Una cuarta: Y que los espíritus bienaventurados la conduzcan desde el seno de Abraham al Señor Omnipotente.

La primera: Señor, tened piedad de nosotros.

Una quinta: Dadle el eterno descanso y haced resplandecer sobre él vuestra eterna luz.

Todas: Que en paz descanse.

Permanecen arrodilladas un momento más, rezando en silencio cada una su oración particular; luego se levantan santiguándose. Salen de la cámara mortuoria, atribulados, llenos de estupor y compasión, Doña Flora Segni y el párroco Don Jorge Mei.

La primera, modesta señora del campo, de unos cincuenta años, lleva un poco desmañadamente sobre su cuerpo, ya deformado por la edad, un vestido de última moda, pero discreto, como quieren que vaya vestida sus hijos, que viven en la ciudad. Ya se sabe lo que son los hijos cuando empiezan a tener influencia sobre los padres.

Don Jorge es un grueso y tardo párroco rural. Habla trabajosamente, y siempre tiene algo que añadir a lo que han dicho los demás, o él mismo; aunque a veces él mismo no sabe qué. Pero si le dan tiempo para expresarse reposadamente, a su gusto, dice cosas sensatas y con garbo, porque, después de todo, le gustan las buenas lecturas y no es tonto.

Don Jorge: (A las mujeres, en voz baja) Vayan, hijas, vayan, y recen otra oración en sufragio de su alma bendita.

Las mujeres hacen una inclinación, primero a él, luego a Doña Flora, y se van por la puerta del fondo. Quedan ambos callados un buen rato; ella, como afligida por su hermana; él, en la incertidumbre de una desaprobación que quisiera hacer y de un consuelo que no sabe dar.

Doña Flora, en un momento dado, no puede resistir más la imagen que tiene todavía delante de los ojos, de la desesperación de su hermana; se cubre el rostro con las manos y va a reclinarse sobre el escaño.

Don Jorge se le acerca despacio: la mira un momento, sin decir nada, moviendo la cabeza; luego levanta las manos, como encomendándose a Dios. Que los actores, por favor, no tengan miedo al silencio, que en ciertos momentos es más elocuente que las palabras, si saben hacerle hablar. Sigue Don Jorge un momento más junto a la señora, que se ha sentado en el escaño, y dice, por fin, como completando su pensamiento…

Don Jorge: Y… ni siquiera se ha arrodillado…

Doña Flora: (Levantándose del banco sin descubrir la cara) ¡Acabará de perder el juicio!

(Mostrando la cara y volviéndose a mirar a Don Jorge:) ¿Ha visto con qué ojos, con qué voz nos ha obligado a dejarla sola?

Don Jorge: No, no. Demasiado fuerte me parece en ella la razón, al contrario y… mi temor entonces es muy otro, mi querida señora: que desgraciadamente le faltará el divino consuelo de la fe, y entonces ya no…

Doña Flora: (Frenética) Pero ¿qué estará haciendo ahí sola?

Don Jorge: (Intentando calmarla) No está sola. Consintió en que se quedara con ella Isabel. Déjela. Isabel es prudente, y…

Doña Flora: (Brusca) ¡Si la hubiera oído usted esta noche!

(Se interrumpe al ver salir de la cámara mortuoria a la vieja nodriza Isabel, que se dirige hacia la puerta del fondo) ¡Isabel!

(Y en cuanto Isabel se vuelve, le pregunta con ansiedad, más con el gesto que con la voz:) ¿Qué está haciendo?

Isabel: (Con ojos atontados y voz opaca, sin gestos) Nada. Allí, mirándolo.

Doña Flora: ¿Y todavía no llora?

Isabel: No. Está allí, mirándolo.

Doña Flora: (Con arrebato) ¡Si siquiera llorara, Dios mío! ¡Si llorara…!

Isabel: (Acercándose, siempre con aspecto de atontada, mirándolos alternativamente, añade:) ¡Y sigue diciendo que está allá! (Hace con la mano un movimiento que significa: «allá lejos»)

Don Jorge: ¿Quién? ¿Él? (Isabel dice que sí con la cabeza) ¿Allá…, dónde?

Isabel: Habla sola, en voz baja, yendo de un lado para otro…

Doña Flora: ¡Y no poder hacer nada por ella!

Isabel: ..tan segura de lo que dice, que da miedo estar oyéndola.

Doña Flora: Pero ¿qué más dice? ¿Qué más dice?

Isabel: Dice: «Se ha ido, pero volverá.»

Doña Flora: ¿Volverá?

Isabel: Y lo dice convencida.

Don Jorge: Irse, se ha ido. Pero lo que es volver…

Isabel: Me lo ha dicho mirándome a los ojos, y repitió más fuerte: «¡Volverá! ¡Volverá!» Porque aquello que tiene allí, ante sus ojos, dice que no es él.

Don Jorge: (Sorprendido) ¿No es él?

Doña Flora: ¡Anoche también decía eso!

Isabel: Y quiere que se lo lleven en seguida.

Doña Flora se cubre el rostro con las manos.

Don Jorge: ¿A la iglesia?

Isabel: Fuera, dice. Y no quiere que lo amortajen.

Doña Flora: (Descubriendo el rostro) ¿Pues, cómo?

Isabel: En cuanto le dije que había que vestirlo…

Don Jorge: Claro, antes que se ponga rígido…

Isabel: …hizo un gesto de horror. Me ha dicho que vaya a buscar agua de lavanda. Lavado, envuelto en una sábana, y fuera. Así. Voy un momento a dar órdenes y vuelvo.

Sale por el fondo.

Doña Flora: ¡Se volverá loca! ¡Se volverá loca!

Don Jorge: Verdaderamente… Vestir al que se ha despojado de todo… Quizá por eso no quiera.

Doña Flora: Será por eso; pero yo… estoy desconcertada… viendo cómo es…

Don Jorge: Negarse a hacer lo que hace todo el mundo…

Doña Flora: Y no es que lo haga de intento, créame…

Don Jorge: Lo creo; pero digo que, desviándose así de las costumbres de todos, se nos puede trastornar, y…, y ni siquiera encontraremos compañía en nuestro dolor. Comprenderá usted que otras madres es probable que no comprendan esa desnudez de la muerte que ella quiere para su hijo…

Doña Flora: ¡Claro! ¡Ni yo tampoco la comprendo!

Don Jorge: ¿Ve usted? Y pudieran juzgarla mal…

Doña Flora: Siempre ha sido así. A veces parece que escucha cuando le están hablando, y de repente sale con alguna frase que nadie podía esperar, como si viniera de lejos; dice cosas que…, que son verdad…, que cuando las dice ella parecen cosas palpables…   Pero cuando se piensan, un momento después, asombran, porque a nadie se le ocurrirían. Y dan hasta miedo. A mí me da miedo, se lo aseguro, oírla hablar. Ya no me atrevo ni a mirarla. ¡Qué ojos, Dios mío, qué ojos!

Don Jorge: ¡Pobre madre!

Doña Flora: ¡Ver desaparecer así a su hijo, en dos días!

Don Jorge: ¡El único hijo, y que acaba de regresar!

El viejo jardinero, Juan, aparece en este momento, apesadumbrado, en el umbral de la puerta del fondo, y se adelanta un poco hacia la puerta de la derecha; desde allí contempla un poco el cadáver con angustioso estupor; se arrodilla hasta casi tocar el suelo con la frente, y permanece así un rato, mientras Doña Flora y Don Jorge siguen hablando.

Doña Flora: Después de haberlo esperado tantos años, tantos años; más de siete. Se había ido siendo un muchacho…

Don Jorge: Lo recuerdo; para sus estudios de ingeniero; a Lieja, creo…

Doña Flora: (Lo mira. Luego, moviendo la cabeza desaprobando) Allí, allí, donde luego…

Don Jorge: (Con un suspiro) Lo sé, lo sé. Estoy entreteniéndome, porque tengo que decirle… (Alude a la madre, que está en la habitación contigua.)

El viejo jardinero se levanta santiguándose y sale por la puerta del fondo.

Doña Flora: (Espera a que haya salido el jardinero, y de pronto, con ansia, pregunta, aludiendo al hijo muerto) ¿Le dejó, al confesarse, alguna disposición?

Don Jorge: (Con gravedad) Sí.

Doña Flora: ¿Para aquella mujer?

Don Jorge: (Como antes) Sí.

Doña Flora: ¡Si se hubiera casado con ella cuando la conoció de estudiante en Florencia!

Don Jorge: Es una señora francesa, ¿no?

Doña Flora: Sí; ahora, sí; pero de nacimiento es italiana. Estudiaba ella también en Florencia. Luego se casó con un francés, un tal señor Maubel, que se la llevó primero a Lieja, precisamente, y luego a Niza.

Don Jorge: ¡Eso es! ¿Y él la siguió?

Doña Flora: ¡Qué dolor para esta pobre madre! ¡No volver, en siete años, ni siquiera unos días, a verla Y al final, esto: volver a casa para morirse así, en un momento. Y no había terminado la correspondencia con aquella mujer. Usted debe saberlo: se lo habrá confesado.

(Lo mira, y luego pregunta vacilando:) ¿Habrá dejado disposiciones para los niños?

Don Jorge: (Mirándola a su vez) No. ¿Qué niños?

Doña Flora: ¿No sabe usted que ella tiene dos niños?

Don Jorge: ¡Ah, los niños de ella…, sí; me lo ha dicho! Y me ha dicho que han sido la salvación de la madre y la suya.

Doña Flora: ¿La salvación, ha dicho?

Don Jorge: Sí.

Doña Flora: Entonces…, ¿no son de él?

Don Jorge: (Rápido) ¡Ah, no, señora! Sin embargo, no se puede llamar puro un amor adúltero, aunque se haya mantenido sólo en el corazón y en el recuerdo; pero es cierto que…, por lo menos él me ha dicho…

Doña Flora: Si se lo ha dicho a la hora de la muerte… Dios me perdone: su madre me lo había asegurado varias veces.

Le aseguro que yo no podía creerlo. La pasión era tanta, que… llegué a sospechar que esas dos criaturas…

Don Jorge: No, no.

Doña Flora: (Escuchando y haciendo señas a Don Jorge para que se calle) ¡Dios mío! ¿Oye usted? ¡Está hablando…! ¡Está hablando con él… (Se acerca despacito a la puerta de la derecha y escucha un momento)

Don Jorge: Déjela. Es el dolor. Está desvariando.

Doña Flora: No. Es que las cosas, como son para nosotros como nosotros las pensamos – una desventura – ¡quién sabe qué sentido tendrá para ella!

Don Jorge: Usted debería obligarla a dejar, al menos por algún tiempo, esta soledad de aquí.

Doña Flora: ¡Imposible! ¡Ni lo intento siquiera!

Don Jorge: ¡Por lo menos, llevársela con usted, a su villa, aquí al lado!

Doña Flora: ¡Si ella quisiera…! Pero hace más de veinte años que no sale de aquí. Pensando, siempre pensando. Y poco a poco se ha ido poniendo así, como loca del todo.

Don Jorge: Mala cosa es acoger los pensamientos que nacen de la soledad; son como aguas estancadas que, dentro de nosotros, desprenden sus miasmas.

Doña Flora: Ya tiene la soledad dentro de ella. Basta mirarla a los ojos para comprender que no puede venirle de fuera otra vida, ni ninguna distracción. Se ha encerrado aquí, en esta villa, donde el silencio – arriba, al atravesar las grandes habitaciones desiertas – da miedo. Parece…, no sé…, como si el tiempo nos hubiera hundido. ¡Ese rumor de las hojas cuando hace viento…! Me entra una angustia cuando pienso que ella estará aquí sola. Me parece que el viento se le va a llevar el alma. Y antes, cuando el hijo estaba ausente, yo sabía dónde se la llevaba; pero ¿y ahora? ¿Y ahora?

(Viendo aparecer a su hermana en el umbral de la puerta de la derecha) ¡Dios mío, aquí está!

Doña Ana Luna toda pálida y como alucinada, tiene en los ojos una luz y en los labios una voz tan «suyas», que la hacen casi religiosamente solitaria entre los demás y entre todo lo que la rodea. Sola y nueva. Y esta su «soledad» y esta su «novedad» emocionan tanto más cuanto que se expresan con una casi divina sencillez, incluso hablando como en un delirio lúcido, que es casi el hálito tembloroso del fuego interior que la devora y se consume así. Se va por la puerta del fondo sin decir una palabra. En el umbral espera un momento. Luego, viendo a Isabel que vuelve con dos criadas que traen una artesa de agua humeante con infusión balsámica, dice con dolorida impaciencia…

Doña Ana Luna:  Pronto, pronto, Isabel. Y haz lo que te he dicho. Pero pronto.

Las dos criadas, sin detenerse, atraviesan la escena de una puerta a otra.

Isabel: (Disculpándose) He tenido que dar también las otras órdenes…

Doña Ana: (Cortando las disculpas) Sí, sí…

Isabel: (Continuando con la misma voz) …y, además, tendrá que venir el médico a ver; habrá que dar tiempo a que…

Doña Ana: (Como antes) …sí, sí, anda… ¡Mira…! (Señala al suelo, junto a Isabel) Una corona… Se le habrá caído a una de esas mujeres. (Isabel se agacha para recogerla, se la entrega y se dirige a la puerta de la derecha. Antes que salga, Doña Ana vuelve a ordenarle:) Como yo te he dicho, Isabel.

Isabel: Sí, ama. Usted descuide. (Sale)

Doña Ana: (Mirando la humilde corona) Tenga, don Jorge. Doblegar, hacer arrodillar al propio dolor… (Le da la corona a Don Jorge) Para mí es más difícil. He de seguir en pie. Seguirlo a él aquí, instante tras instante. A veces, casi me falta el aliento, me desanimo e imploro: «¡Dios mío, no resisto más: haz que se doblen mis rodillas!» Pero no quiere. Nos quiere en pie, vivos en todo momento: aquí, aquí, sin volver a tener jamás descanso.

Don Jorge: ¡Pero la verdadera vida está allá, señora mía!

Doña Ana: Yo sé que Dios no puede morir en cada criatura suya que muere. Usted tampoco puede decirme que mi criatura ha muerto: usted me dice que Dios ha vuelto a tomarla para Él.

Don Jorge: ¡Eso es! ¡Precisamente!

Doña Ana: (Con amargura) ¡Pero yo estoy aquí todavía, don Jorge!

Don Jorge: (Rápido, consolándola) Sí, pobre señora mía.

Doña Flora: ¡Sí, pobre Ana mía!

Doña Ana: ¿Y no sienten ustedes que Dios, para nosotros, no está allá, mientras quiera durar aquí, en mí, en nosotros; no sólo por nosotros, sino también para que sigan viviendo todos los que se han ido definitivamente?

Don Jorge: Viviendo en nuestro recuerdo, sí.

Doña Ana: (Lo mira como herida por la palabra «recuerdo», y vuelve lentamente la cabeza como para no ver su herida; va a sentarse, y dice para sí misma, dolida, pero fría:) Ya no puedo hablar ni oír hablar.

Doña Flora: ¿Por qué, Ana?

Doña Ana: Las palabras… ¡Cómo las siento proferir por los demás!

Don Jorge: Yo he dicho «recuerdo».

Doña Ana: Sí, don Jorge; pero el recuerdo es como una muerte para mí. ¡Si yo nunca, nunca he vivido de otra cosa; si no tengo otra vida que ésta…, la única que puedo tomar: precisa, presente…! Usted me dice «recuerdo», y en el acto se aleja de mí esa vida, me la borra.

Don Jorge: Pues ¿cómo debo decir?

Doña Ana: ¡Que Dios quiere que mi hijo me viva todavía…! ¡Así…! ¡Pero no ya con esa vida que Él quiere darle aquí, sino con la que le he dado yo, sí, siempre! ¡Esa no puede acabársele mientras la vida me dure a mí! ¿Acaso no es verdad que así se puede vivir eternamente también aquí, cuando con las obras nos hacemos dignos de ello? Eterno mi hijo, no; pero aquí conmigo, desde este día que lo ha truncado, y desde mañana, mientras yo viva, mi hijo debe vivir, con todas las cosas de la vida, aquí con toda mi vida, que es suya, y nadie puede quitársela!

Don Jorge, compasivo y como para hacerla volver de lo que a él le parece soberbia, levanta la mano señalando a Dios.

Doña Ana: (rápida, entendiendo el gesto) No. ¿Dios? ¡Dios no quita la vida!

Don Jorge: Me refiero a lo que fue su vida aquí.

Doña Ana: ¡Porque usted sabe que ahí hay un pobre cuerpo que ya no le ve ni le oye a usted! ¡Y basta!, ¿no es eso? Todo acabó. Sí, vestirlo con uno de sus trajes, traídos de Francia, aunque eso no sirva para resguardarlo del hielo que tiene dentro, y que ya no le viene de fuera.

Don Jorge: Pero no deja de ser un rito, señora mía…

Doña Ana: Sí, rezar por él, encender cirios… ¡Hágalo, sí; pero pronto…! Yo quiero esa habitación, la suya, como era; que esté ahí viva, con la vida que yo le doy, y esperar su retorno con todas las cosas dispuestas, como él me las confió antes de partir. Pero ¿no sabe usted que mi hijo, aquel que se me fue, no ha vuelto?

(Cogiendo una mirada de Don Jorge a su hermana) No mire usted a Flora. ¡Sus hijos también! Se le fueron el año pasado a la ciudad, Flavio y Lida. ¿Y cree usted que van a volver?

(Al oír esto, Doña Flora rompe a llorar en silencio) ¡No, no llores! ¡Yo también lloré tanto… entonces, sí…, cuando se me fue! ¡Y sin saber bien por qué! ¡Como tú, que lloras y todavía no sabes por qué!

Doña Flora: ¡No, no; yo lloro por ti, Ana!

Doña Ana: ¿Entonces, no te parece que se debería estar siempre llorando…? ¡Ay, Flora!

(Le coge la cabeza entre las manos y la mira cariñosamente) ¿Eres tú ésa? ¿Con esta frente? ¿Con estos ojos? ¿En esto has venido a parar? Cuando pienso en cómo eras…, ¡una flor! ¿Y quieres que no me parezca un sueño verte ahora así? Y a ti, di la verdad, si piensas en tu imagen de entonces…

Doña Flora: ¡Sí, un sueño, Ana!

Doña Ana: ¿Lo ves? Todo es así. Un sueño. Y si tu cuerpo va cambiando así, sin que te des cuenta…, tus imágenes…, ésta y aquélla…, ¿qué son? Recuerdos de sueños. Eso es: ésta… y aquélla. ¡Todas!

Doña Flora: Recuerdos de sueños, sí.

Doña Ana: Pues entonces yo digo que basta que esté vivo el recuerdo para que el sueño sea vida. Mi hijo, como yo lo veo, ¡está vivo! No ese que está ahí, ¡A ver si me comprenden!

Doña Flora: (Casi para sí) ¡Y, sin embargo, es ese que está ahí!

Don Jorge: ¡Ojalá fuera un sueño!

Doña Ana: (Ya sin impaciencia, después de haber estado absorta un momento) Hacen falta siete años…, ya lo sé…, siete años pensando en el hijo que no vuelve, y sufrir lo que he sufrido yo, para comprender esta verdad que sobrepasa a todo dolor y se convierte aquí, aquí (apretándose las sienes con ambas manos), en una luz que ya no puede apagarse nunca…, y da esa terrible fiebre helada que seca los ojos y hace cruel el sonido de la voz. (Cuando me oigo hablar, casi me vuelvo como si fuera otra la que habla)

Doña Flora: Deberías descansar un poco, Ana mía.

Doña Ana: No puedo. Me quiero viva. Don Jorge, dígame si no es todo verdad, como yo se lo digo. Usted cree que mi hijo se me ha muerto ahora, ¿verdad? No se me ha muerto ahora. En cambio, yo lloré todas mis lágrimas, a escondidas, cuando lo vi llegar. ¡Y por eso ya no tengo lágrimas! Cuando vi llegar a otro que ya no tenía nada, nada, de mi hijo.

Don Jorge: Claro, sí… Había cambiado…, ¡cierto…! Como ha cambiado su hermana. Usted misma lo decía hace un momento. Pero ya sabemos que la vida nos cambia, y…

Doña Ana: Y nos parece que podemos consolarnos con decir: «Ha cambiado.» Y cambiado, ¿no quiere decir «otro distinto del que era»? Yo no pude reconocerlo como el hijo que se me había marchado. Lo observaba, a ver si al menos una mirada, o una ligera sonrisa…, ¡qué sé yo…!, a ver si de pronto se aclaraba su frente, aquella frente suya de muchacho, con tantos cabellos finos…, ¡cabellos de oro al sol…!, algo que me recordara vivo, al menos por un momento, a mi hijo de entonces en este otro hijo que había vuelto. No, no. Eran otros ojos, fríos. Y una frente siempre opaca, hundida aquí, en las sienes. Y casi calvo, casi calvo. ¡Como está ahí! (Señala a la cámara mortuoria) Admitirá usted que yo sé muy bien cómo era mi hijo. Una madre mira a su hijo y sabe siempre cómo es. ¡Si lo ha hecho ella…! Pero la vida puede mostrarse tan cruel con una madre: le roba al hijo y se lo cambia. Se había hecho otro; y yo no lo sabía. Había muerto; y yo seguía haciéndolo vivir en mí…

Don Jorge: Pero, señora, eso era válido sólo para usted; lo que había muerto era la imagen que usted conservaba de él; no él mismo, puesto que, hasta hace muy poco, vivía…

Doña Ana: …su vida, sí; su vida, y la que nos daba a nosotros, a mí. ¡Muy poca ya a mí, casi ninguna! ¡Estaba siempre allí, entregado por entero! (Señala a lo lejos) ¿Comprende usted lo horrible de lo que me ha tocado padecer? Mi hijo…, el que yo conservo en el recuerdo, vivo…, se había quedado allí, junto a aquella mujer; y el que volvió aquí, no sé siquiera cómo podía verme, con aquellos ojos cambiados; ya no podía darme nada, ni podía sentirme como antes, si alguna vez me tocaba con la mano. ¿Y qué puedo saber yo de su vida, tal como la vida era ahora para él; de las cosas, tal como él las veía, y cómo las sentía cuando las tocaba? ¿Ve usted? Es así: lo que nos falta ahora es sólo lo que no sabemos, lo que no podemos saber: cómo era la vida para él. La que nos daba a nosotros, sí. Pero entonces, ¡Dios mío!, debería entenderse que la verdadera razón por la que se llora ante la muerte es otra distinta de la que se cree.

Don Jorge: Lloramos por lo que nos llega a faltar.

Doña Ana: ¡Eso es: nuestra vida en el que muere, lo que no conocemos!

Don Jorge: ¡Ah, no, señora…!

Doña Ana: Sí, sí; lloramos por nosotros, porque el que muere ya no puede darnos – él, él – ninguna vida a nosotros con aquellos sus ojos apagados que ya no nos ven, con aquellas manos frías y rígidas que ya no pueden acariciarnos. ¿Y por qué quiere usted que yo llore ahora, si sería por mí? Cuando él estaba lejos, decía yo: «Si en este momento se acuerda de mí; estoy viva para él.» Y eso me sostenía, me consolaba en mi soledad. ¿Qué tengo que decir ahora? ¡Diré que yo, yo, ya no vivo para él, porque él no puede ya acordarse de mí! Y usted, en cambio, quiere decir que él no está ya vivo para mí. ¡Claro que está vivo para mí! ¡Vivo, con toda la vida que le he dado siempre: la mía, la mía: no la suya, que yo no conozco! ¡Su vida la había vivido él, lejos de mí, sin que yo volviera a saber nada de ella! Y, si se la he dado durante siete años sin que él estuviera ya aquí, ¿por qué no voy a poder seguir dándosela ahora de la misma manera? ¿Qué ha muerto ahora de él, que no hubiera muerto ya para mí? Me he dado perfecta cuenta de que la vida no depende de que tengamos o dejemos de tener un cuerpo ante nuestros ojos. Puede haber un cuerpo, y estar delante de nosotros, y haber muerto para aquella vida que le dábamos. Aquellos sus ojos, que de cuando en cuando se dilataban como con un destello de luz repentina que les hacía sonreír, límpidos y felices, él los había perdido en su vida, pero no en mí. En mí los tiene todavía, aquellos ojos, y se le alegran de pronto, límpidos y felices, cuando yo lo llamo y él se vuelve a mirarme, vivo. Quiero decir que yo ahora ya no debo permitir que se aleje de mí adonde tiene su vida, ni que otra vida se interponga entre él y yo. ¡Eso sí! Tendrá la mía, en mis ojos que lo ven, en mis labios que le hablan; y puedo también hacérsela vivir allí, donde él la quiera; ¡no me importa!, sin que él tenga ya que darme nada a mí, si no quiere dármelo. Toda, toda mi vida para él, allí. La vivirá él, y yo seguiré aquí esperando su vuelta, si alguna vez consigue desprenderse de aquella su desesperada pasión. (A Don Jorge) Usted lo sabe.

Don Jorge: Sí, me habló de eso.

Doña Ana: Me lo he supuesto, don Jorge.

Don Jorge: Y me dijo cómo quería que le fuera anunciada a ella su muerte.

Doña Ana: (Como si el hijo hablara por su boca) Que su amor no le faltó nunca hasta el último momento.

Don Jorge: Sí, pero comunicándoselo con las debidas precauciones, escribiéndole a la madre de ella, allí.

Doña Ana: (Como antes) Que nunca, nunca le faltará este amor.

Don Jorge: (Asombrado) ¿Cómo?

Doña Ana: (Con la mayor naturalidad) Si ella sabe mantenerlo vivo en su corazón, esperando que él vuelva de aquí, como yo espero que vuelva de allí… Si ella lo ama, me comprenderá. Y su amor, por fortuna, era tal, que no necesitaba la presencia del cuerpo. Así se amaron. Por eso pueden seguir amándose todavía.

Doña Flora: (Consternada) Pero ¿qué dices, Ana?

Doña Ana: Que pueden. En el corazón de ella. Si ella sabe todavía darle vida en su corazón, como seguramente se la da en este momento, si se lo imagina vivo aquí, como yo me lo imagino vivo allí.

Don Jorge: Pero ¿usted cree, señora mía, que se puede saltar así por encima de la muerte?

Doña Ana: No, ¿verdad? «Así» no se debe. La vida, sí, ha puesto siempre una piedra sobre los muertos, para saltar por encima de ellos. Pero debe ser nuestra vida, no la del que se muere. A los muertos los queremos precisamente muertos, para poder vivir en paz nuestra vida. ¡Y así está bien saltar por encima de la muerte!

Don Jorge: ¡No, no! Una cosa es olvidar a los muertos, señora (que no debe hacerse), y otra cosa es imaginárselos vivos, como usted dice…

Doña Flora: Esperar su regreso…

Don Jorge: Que ya no puede ocurrir.

Doña Ana: Entonces hay que imaginárselo muerto, ¿verdad?, como está ahí…

Don Jorge: ¡Desgraciadamente..!

Doña Ana: …y estar seguros de que ya no puede volver. Llorar mucho, mucho, y luego tranquilizarse poco a poco…

Doña Flora: Consolarse de alguna manera.

Doña Ana: Y luego, como desde lejos, acordarse de él a cada momento: «Era así…» «Él decía…» ¿No es eso?

Doña Flora: ¡Como ha hecho siempre todo el mundo, Ana mía!

Doña Ana: En una palabra: hacerlo morir, hacerlo morir también dentro de nosotros; no así, de una vez, como murió él ahí, sino poco a poco; olvidándolo, negándole aquella vida que le dábamos antes, porque él ya no puede darnos ninguna a nosotros. ¿Eso es lo que hay que hacer…? Tanto me das, tanto te doy. Como ya no me das nada, nada te doy. O, a lo sumo, considerando que si ya no me das nada es porque ya no puedes dármelo, porque ya no tienes absolutamente nada, ni siquiera para ti, te daré de cuando en cuando un poquito de mi vida, recordándote – así, de lejos. ¡Ah, pero cuidado! De lejos, de manera que no pueda ocurrirte que vuelvas a venir. ¡Porque, si no, Dios sabe el susto que me darías! – Esa es la muerte perfecta. Y la vida, tal como incluso una madre, si quiere ser prudente, debe seguir viviéndola, aunque el hijo haya muerto.

En este momento vuelve a presentarse en el umbral de la puerta del fondo Juan, el viejo jardinero, asustado, con una carta en la mano. Al ver a Doña Ana se detiene sin entrar y, a escondidas, hace señas a Doña Flora con la carta. Pero Doña Ana, viendo que se vuelven su hermana y Don Jorge, se vuelve ella también a mirar, y, notando el susto del viejo, le pregunta:

Doña Ana: Juan…, ¿qué ocurre?

Juan: (Escondiendo la carta) Nada. Quería… quería decirle a la señora…

Don Jorge: (Que ha visto la carta en la mano del viejo, pregunta con ansiedad, consternado:) ¿Es la carta que él esperaba?

Doña Ana: (A Juan) ¿Hay una carta?

Juan: (Vacilando) Sí, pero…

Doña Ana: Dámela. ¡Sé que era para él!

El viejo jardinero entrega la carta a Doña Ana y se marcha.

Don Jorge: La esperaba con tanta ansiedad…

Doña Ana: Sí, desde hace dos días… ¿Le habló a usted también de eso…?

Don Jorge: Sí, para decirme que debía usted abrirla en cuanto llegara.

Doña Ana: ¿Abrirla? ¿Yo?

Don Jorge: Sí, para conjurar a tiempo, si es posible, un peligro que lo tuvo angustiado hasta el último momento…

Doña Ana: ¡Ah, sí! ¡Lo sé, lo sé!

Don Jorge: …que ella cometiera la locura…

Doña Ana: …de venir a reunirse aquí con él… ¡Lo sé…! ¡La esperaba! Esperaba que ella abandonara allí a sus hijos, a su marido, a su madre.

Don Jorge: Y para conjurar ese peligro, me dijo, había empezado a escribir una carta…

Doña Ana: ¿Para ella?

Don Jorge: Sí.

Doña Ana: ¡Entonces está ahí! (Señala la mesa escritorio)

Don Jorge: Quizá. Pero ahora ya debe destruirse y seguir su otra sugerencia: escribirle a la madre de ella. Pero mire usted antes, a ver lo que ella le dice.

Doña Ana: (Abrirá con manos convulsas la carta) ¡Sí, sí!

Don Jorge: Me había quedado para decirle esto; y ha llegado la carta.

Doña Ana: (Sacándola del sobre) Aquí está, aquí está.

Doña Flora: ¡Para él, que ya nos ha dejado!

Doña Ana: ¡No! ¡Está aquí! ¡Está aquí!

(Y se pone a leer la carta con la vista, expresando durante la lectura, con el rostro, el temblor de sus manos y las exclamaciones que poco a poco se le van escapando del corazón, la alegría de sentir al hijo viviendo en la pasión de la amante lejana) Sí…, sí… Le dice que quiere venir.. , ¡que viene, que viene!

Don Jorge: ¡Habrá que impedírselo…!

Doña Flora:¡Sin perder tiempo!

Doña Ana: (Sigue leyendo, sin escucharlos) ¡Que ya no resiste…! ¡Que mientras lo tenía allí, a su lado…!

(Con un imprevisto arranque de ternura) ¡Cómo le escribe…! ¡Cómo le escribe…!

(Sigue leyendo, y luego, con otro arranque, que es a la vez un grito y una risa, casi le brillan los ojos de lágrimas) ¿Sí? ¿Sí? Entonces, ¿también tú podrías?

(Luego, dolida) ¡Ah, pero se desespera!

(Sigue leyendo) Este tormento, sí…

(Breve pausa. Luego sigue leyendo otro poco, y exclama:) ¡Sí, tanto, tanto amor…!

(Con otra expresión, después de un momento) ¡Ah…, no, no! (Luego, como contestando a la carta) ¡Y él también, él también, sí, aquí siempre tuyo!

(Con arraque de alegría) ¡Lo ve, lo ve!

(Luego, turbándose de improvisto) ¡Ay, Dios mío…, pero si está desesperada, desesperada! ¡No! ¡Ah, no!

(Interrumpiendo bruscamente la lectura y dirigiéndose a Don Jorge y a su hermana) ¡No es posible, no se le puede decir en este momento que él no puede ya darle el consuelo de su amor, de su vida!

Don Jorge: Por eso él mismo sugirió…

Doña Flora: …que no le dijéramos directamente…

Don Jorge: …que su madre se encargara de…

Doña Ana: ¡Imposible! La noticia la haría enloquecer, se moriría. ¡No, no!

Doña Flora: Sin embargo, Ana, no habrá más remedio que…

Doña Ana: ¡Qué dices! ¡Si sintieran ustedes lo vivo que está él aquí, en esta desesperación de ella…! ¡Cómo le habla, cómo le grita su amor…! ¡Amenaza con suicidarse! ¡Pobre, si él no estuviera tan vivo para ella en este momento!

Doña Flora: Pero ¡cómo, Ana mía, cómo!

Doña Ana: ¡Ahí está su carta empezada! (Va a la mesa escritorio, abre la carpeta que está encima y saca la carta del hijo) ¡Hela aquí!

Don Jorge: Y ¿qué quiere usted hacer con ella, señora?

Doña Ana: ¡Él habrá encontrado las palabras aquí vivas, para reconfortarla, para retenerla, para quitarle ese propósito desesperado de venir!

Don Jorge: ¿Y quiere mandarle esta carta?

Doña Ana:¡Se la mandaré!

Don Jorge: ¡No, señora!

Doña Flora: ¡Piénsalo bien, Ana!

Doña Ana: ¡Digo que ella necesita la vida de mi hijo! ¿Quieren ustedes que se lo mate yo ahora, matándola a ella también?

Doña Flora: Pero le escribirás a la madre al mismo tiempo.

Doña Ana: Le escribiré también a la madre, para suplicarle que se lo deje vivo ¡Déjenme! ¡Déjenme!

Don Jorge: ¡La carta no está ni siquiera terminada!

Doña Ana: ¡Yo la terminaré! Él tenía una letra igual a la mía. ¡Yo la terminaré!

Doña Flora: ¡No, Ana!

Don Jorge: ¡No haga usted eso, señora!

Doña Ana: ¡Déjenme sola! ¡Le queda todavía esta mano para escribirle, y le escribirá! ¡Le escribirá!

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1923 – La vida que te di
Tragedia en tres actos
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