La rázon de los demás – Acto III

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In Italiano – La ragione degli altri

Premisa
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

La rázon de los demás - Acto III

La rázon de los demás
Acto Tercero

En casa de Elena. Humilde habitación destinada a varios usos. Dos ventanas laterales a la derecha, adornadas con viejas cortinillas; salida lateral a la izquierda. Un canapé anticuado, algunos silloncitos, sillas de enea, una alacena, una mesita, una estantería con pocos objetos de loza, una consola, un telar, etc…

Elena está sentada al lado de la ventana del fondo y cose. Dina está sentada a su lado, en su sillita.

Dina: ¿Y cuándo vendrá?

Elena: Ahora. Ha venido ya, pero tú dormías. Ha ido a comprarte una cosa muy bonita.

Dina: ¿Qué?

Elena: ¿Qué querías tú el otro día? ¿Qué le dijiste a papá que te trajese?

Dina: Una muñeca. Una muñeca así de grande.

Elena: No es verdad. Le has pedido la caja con los arbolitos.

Dina: Y las ovejitas.

Elena: Las ovejitas, sí.

Dina: Y la casita.

Elena: Y la casita también…, para hacer un pedacito de campo.

Dina: Mamá, cuéntame cómo es el campo.

Elena: (Con paciencia, pero distraída, y en el tono de cantilena con el que se cuenta una cosa muchas veces repetida) En el campo hay muchas florecitas…

Dina: Encarnadas.

Elena: Encarnadas. Y hay también arbolitos…

Dina: Amarillos. Y florecitas amarillas…

Elena: Sí, amarillas también…

Dina: Y mariposas…

Elena: Eso es, maripositas que se posan sobre las flores… ¡Si lo sabes mejor que yo, mi vida!

Dina: ¿Y cómo hacen los pajaritos?

Elena: Cantan..

Dina: ¿Hacen pío, pío…?

Elena: Eso es.

Dina: ¿En el nido?

Elena: Sí, esperan a que su mamá les traiga el alimento.

Dina: ¿Tienen hambre?

Elena: Sí, mucha hambre.

Dina: No se dice hambre; se dice apetito.

Elena: (Riendo y abrazándola) ¡Cielo mío, los pajaritos, no; los pajaritos tienen hambre, no apetito!

Se oye llamar a la puerta interior.

Dina: ¡Es papá!

Elena: (Levantándose sin dejar la costura) ¿Sí, ves? ¡Ha ido de prisa!

Dina: ¡Voy yo a abrirle! (Corre)

Elena: ¡Despacio…! Sobre la punta de los pies…

Dina sale por la puerta del fondo.

Pausa prolongada.

Elena, que sigue cosiendo de pie, no viendo regresar a Dina, pregunta: «¿Quién es? ¿Leonardo?» Aparece Livia en el umbral, llevando a Dina de la mano, la cual la contempla admirada y confusa.

Livia: ¿Se puede?

Elena: Perdone, pero…

Livia: Soy Livia Arciani.

Elena: ¡Usted…! ¡Ven, Dina! ¡Ven aquí!

Livia: (Empujando lentamente, con suavidad, a la pequeña hacia su madre) Aquí la tiene. No tema…

Elena: Pero… ¡cómo…! ¿Usted aquí?

Livia: Necesito hablar con usted.

Elena: ¿Hablar conmigo? No sé… ¿Quizá por encargo suyo?

Livia: No, no es por encargo suyo. Tengo que hablar con usted.

Elena: ¿Y… con qué objeto? ¡Oh, es indigno por parte de él! ¡Se lo aseguro, señora, es indigno!

Podía habernos ahorrado a las dos este encuentro penoso… e inútil.

Livia: ¿Sospecha usted en serio que me ha mandado él?

Elena: ¡Claro que si! Y no veo el motivo, porque yo misma…

Livia, con un movimiento de los ojos y un imperceptible signo de la mano, señala a Dina, que está escuchando. Elena, al principio asombrada, comprende la señal, e, inclinándose sobre Dina, dice…

Elena: Sí…, es feo… Pero permítame que me retire con ella…

Se dirige hacia la puerta de la izquierda.

Livia: No, se lo ruego; con usted tengo que hablar… Su sospecha es injusta. Se lo demostraré si me deja hablar.

Elena: (A Dina) Ve, cariño, ve ahí al lado. Mamá viene en seguida…

Acompaña a la pequeña a la puerta de la izquierda y vuelve a cerrarla.

Livia: Comprendo su agitación y la pena que mi presencia tiene que causarle. Pero en vez de inspirarle una sospecha que no es del caso (ya se dará usted cuenta de ello), le hablarán de la violencia que he tenido que hacerme para venir aquí.

Elena: Lo creo; pero podía ahorrársela, señora. (Livia menea negativamente la cabeza) Sí, se lo juro; porque se lo digo, lealmente, yo misma…

Livia: No basta. Sé lo que quiere usted decir. No basta. Se lo haré reconocer. Pero permítame…, permítame que me siente..

Elena: (Solícita, ofreciéndole una silla) Sí, sí, siéntese, perdone…

(Livia se deja caer sobre una silla, inclina la cabeza, se lleva una mano a la frente) Sufre usted…

Livia: Sí. Al hablar, sobre todo. Es un esfuerzo como si…, como si a cada palabra tuviese que rompérseme el corazón…

Elena: ¡Ah, lo comprendo!

Livia: Quizá no. El esfuerzo es porque…, porque no encuentro…, no siento mi voz como mía…, no doy con un tono que me parezca justo. Usted no puede comprender. He… he callado demasiado y, en el silencio, he escuchado demasiado las razones de los demás…, la suya.

Elena: Pero yo…

Livia: No me crea capaz de prestarme a representar el papel que usted sospecha.

Elena: (Mirando hacia la puerta del fondo) Veo que él no vuelve…

Livia: (Impresionada) ¿Aquí?

Elena: Sí, y veo que ha venido usted en su lugar.

Livia: Le he visto salir de aquí hace sólo un momento.

Elena: Sí, con una excusa. Con la excusa de haber olvidado comprar un juguete para la pequeña.

Livia: Entonces, ¿volverá? (Se levanta, consternada)

Elena: (Impetuosamente) ¡No, no, esté segura, esté tranquila; ni ahora ni nunca ya, señora! ¡No volverá más! Y por mi parte no le llegará ninguna molestia, puede usted decírselo. Y basta. Basta ya, por usted y por mí, señora.

Livia: Pero…, ¡Dios mío…!, esta agitación mía, lo que acabo ahora mismo de decirle, ¿no le quitan todavía la sospecha de un ridículo acuerdo entre él y yo? Le digo a usted que le he visto entrar y después volver a salir. No podía sospechar que tuviese que volver.

Elena: Debería estar ya aquí.

Livia: Entonces, será mejor que me vaya. Estando él presente, no podría hablar con usted, como era mi propósito. Había venido para hablar a solas con usted. ¿No podría usted impedir, de alguna manera…?

Elena: No sé… si verdaderamente tiene que regresar… Pero si quiere usted marcharse, esté segura de que ésta será la última vez que viene aquí. Se lo juro por lo más sagrado.

Livia: No se trata de esto. Me lo ha dicho y repetido. No dudo de su palabra. Ya conocía su intención. Y he venido precisamente para decirle que no es posible.

Elena: ¡Cómo!

Livia: ¡No se trata de esto!

Elena: ¿De qué, entonces?

Livia: Se lo diré. Si me encuentra aquí, paciencia. Será más difícil para mí, e incluso para usted, estando él presente. Pero espero que incluso él se persuadirá de que…

Elena: No comprendo, sinceramente, qué puede usted querer de mí.

Livia: Verdaderamente, por medio de la sola razón, no lo conseguiría, quizá. Debería usted apelar a su corazón, que quizá sea capaz de comprenderlo… No en seguida, desde luego; pero quizá cuando su razón haya acabado de gritar contra mí. Eso es. Entonces sí, espero que su corazón mismo le impondrá un motivo más profundo, no ya contra mí, sino contra usted misma. Se la impondrá a usted y a él. Porque a mí hace ya mucho tiempo que me la ha impuesto. Escúcheme con paciencia, y, créame, no tengo ningún sentimiento de animosidad contra usted. El motivo que me trae aquí, sin rencor, sin odio, es más cruel, sin duda alguna, que el mismo odio, para usted. ¡Pero no soy yo quien ha buscado e impuesto ese motivo! ¿Está usted de veras decidida a cortar estas relaciones?

Elena: ¡Sí, ya hace tiempo! En realidad, hace ya tiempo que no existen…

Livia: Lo sé.

Elena: Y para mí, verdaderamente… Ya me ve usted, señora. Cuando una mujer desciende tanto… Usted no puede juzgar, quizá, porque no me ha conocido antes…, antes de que tantas desventuras, un matrimonio desgraciado, la miseria, la muerte de mi marido, me… me redujesen a esto… ¡He osado pedir ayuda, ayuda de dinero, al hombre que me conoció cuando yo era otra muy distinta! ¡Usted lo sabe!

Livia: Sí, sí, lo sé todo…

Elena: ¿Que había sido novia suya?

Livia: Sí.

Elena: ¿Y que rompí yo las relaciones? ¡Yo, sí! ¡Por nada, por un puntillo, por orgullo, porque no toleraba nada…! ¡Pues bien, a todos menos que a él hubiera debido pedir ayuda! Si la pedí a él, señora, puede estar segura de que nada vivo existía ya en mí; nada vivo existía, desde el momento que fui capaz de experimentar un placer en aquello que, en mi encuentro con él después de tantos años, se produjo. Cómo fue, ni yo misma sabría decírselo. Quizá porque lo que fuimos uno para otro subsistía aún sepultado en el fondo de nosotros mismos. En un momento, entre dos miradas que se encuentran, puede ser de nuevo evocado. Pero es ilusión de un momento. ¿Qué alegría puede proporcionar lo que ha muerto desde mucho tiempo atrás aplastado bajo el peso del envilecimiento, de la necesidad, del cansancio? ¡Todo está, pues, acabado casi antes de comenzar! Si no se hubiese dado el caso…, la desgracia más grande…, la niña…

Livia: Ahí está. La niña.

Elena: Pero le digo que hace ya tiempo que le propongo yo misma terminar… ¡Tantas veces se lo he propuesto!

Livia: ¿Y cómo? Me hablaba usted de su hija… ¿Cómo puede pensar en terminar?

Elena: No lo sé… Digo terminar… como se suele terminar…: no viéndonos más…

Livia: Entonces, ¿pretende usted…?

Elena: (Rápida) ¡Nada! Se lo aseguro. ¡Absolutamente nada! ¡No pretendo nada!

Livia: Eso cree usted. ¿Cómo que no pretende nada? Pretende de él, al contrario, lo imposible…

Elena: ¿Por qué? No sé… Si él quiere…

Livia: (Pronta) Quiere… ¿Qué pretende él querer? ¿Reconciliarse conmigo? Esto sí lo quiere. Pero usted se lo impide.

Elena: ¡No, yo no! ¡Yo, por el contrario…!

Livia: Espere. Déjeme decir. ¿No pretende usted de él un sacrificio que, con toda seguridad, por parte de usted, no se sentiría dispuesta a hacer? ¿Le sería a usted posible renunciar a…?

Elena: ¡Oh, sí, a todo!

Livia: ¿A su hija?

Elena: ¡No! ¿Qué tiene que ver mi hija? Yo estoy dispuesta a renunciar a todo, precisamente por esto. No quiero nada, porque tengo a mi hija. Me iré de aquí, me iré muy lejos…, ¡y se acabó todo! ¿Dice que no? Él se reconcilia con usted… ¿No basta? Pues, ¿qué más querría?

(Se levanta, turbada, mirándola) ¿Qué querría usted, pues, de mí? ¿Ha venido usted acaso para…?

Livia: No se altere, no grite así… No quiero nada.

Elena: Entonces, ¿por qué ha venido, apenas él ha salido, sabiendo que debe regresar?

Livia: Ya le he dicho a usted que yo no sabía esto último…

Elena: ¡Lo sabe ahora!

Livia: ¿Todavía la sospecha? Cálmese, se lo ruego. ¿No ve cómo estoy delante de usted?

Elena: ¿Y por qué? ¿Qué espera, entonces? ¿Le espera a él, para ser dos?

Livia: ¡Oh, no!

Elena: ¡Váyase, entonces! ¡Váyase! ¿Qué espera? ¿A mi hija? ¡Yo pediré auxilio, señora!

Livia: ¡Pero, veamos…! ¿Puede usted imaginar que yo sea capaz de hacer eso a la fuerza? Soy una pobre mujer como usted…

Elena: ¡Entonces, dígame en seguida qué quiere, qué ha venido a hacer aquí…!

Livia: Pues bien. He venido a decirle…, a decirle a usted, que si se declara dispuesta a renunciar a todo…

Elena: (Rápida, interrumpiendo) ¡A mi hija, no!

Livia: ¡Y, sin embargo, lo pretende usted de él!

Elena: ¡No, yo no pretendo nada! ¿Él quiere reconciliarse con usted? ¡Pues bien, que renuncie él!

Livia: (Con fuerza) Pero yo no soy su hija. Y yo sola, se lo hago observar, yo sola, hasta ahora, he renunciado verdaderamente a algo, a todos mis derechos sobre el hombre que usted me ha robado. ¿Quiere usted saber por qué? Pues bien, he venido precisamente para decírselo, sin más objeto. Porque sé muy bien que aquí hay algo más fuerte que todos mis derechos.

Elena: ¿Se refiere usted a la hija?

Livia: A la hija, precisamente.

Elena: Y yo, ¿no tengo derechos sobre mi hija?

Livia: ¡Claro que sí! ¿Quién puede negárselos? Sus derechos de madre. Pero no debe usted pensar en esto solamente, como yo no pienso ya en mis derechos de esposa. Dice usted mi hija, com si fuese sólo suya, ¿no es así? Pero él dice mi hija, con idéntico derecho.

Elena: ¿Y qué pretende con esto? ¿Qué quiere decir? ¡Hable claro! ¿Que él quisiera llevarse a su hija? ¿Y que la ha mandado a usted aquí para hacérsela dar?

Livia: ¡Él no puede querer esto! No puede quererlo…, hasta que lo quiera usted.

Elena: ¡Ah! ¿Conque esperan que yo quiera? ¿Que yo misma les dé mi hija? ¿Y ha venido a convencerme de que se la dé? ¡Pero usted está loca, señora! ¡Él le pertenecerá; mi hija no le pertenece!

Livia: Me dice usted esto como si yo no estuviese precisamente aquí porque lo comprendo. Pero yo le digo más: que no me pertenece ni él, puesto que pertenece a la hija que usted, a mansalva, le ha dado y que yo no he podido darle. ¿Qué más quiere de mí? ¿Si precisamente porque no es mía su hija, precisamente porque su hija, no me pertenece, yo he renunciado a todos mis derechos de esposa, y reconocido que por encima de estos derechos, usted aquí, con la chiquilla, le ha creado a él un deber más fuerte? ¡Digo un deber, fíjese bien! Escúcheme, por caridad. No puede usted escucharme, lo comprendo. Y sigue firme en su voluntad de conservar a su hija, ¿no es esto? Encuentre la calma en esta voluntad para escuchar una voz que no ha oído todavía. ¡No la mía! ¡No vea en mí a la esposa, a la enemiga! Aquí hay una necesidad que se impone a todos, que nos, niega a todos todo derecho; el mío; el que puede tener él sobre su hija; el que tiene usted; para hacernos considerar en cambio el deber, el deber que tiene él para con su hija, y el suyo, y el sacrificio que este deber nos impone a todos; incluso a mí, precisamente porque lo he reconocido. Reconocerá que me he sacrificado durante muchos años, en silencio, porque ha venido usted a quitarme el sitio. Pero ahora les ha llegado la hora a ustedes dos. Espontáneamente, no, cierto; pero o usted o él tienen que hacer el sacrificio.

Elena: Él. Ya se lo he dicho. Se reconcilia con usted. Yo me quedo con mi hija.

Livia: Esto estaría muy bien, si se tratase de elegir entre usted y yo. Pero no se trata de nosotras, como no se trata de él, de su bien. Aquí se trata de un sacrificio que él no puede hacer…

Elena: (Interrumpiéndola) ¿Y quisiera que lo hiciese yo?

Livia: Espere; digo que él no puede hacerlo, precisamente, como no puede hacerlo usted, mientras me vean a mí, a él, a usted misma, con su afecto…

Elena: ¿Y cómo no? Mi afecto… ¿No debería ver mi afecto por mi hija?

Livia: Mientras lo vean, digo, como un bien para ustedes, y no para su hija. En una palabra: mientras no consideren este sacrificio, sea el del padre o sea el de usted, como útil para el bien y el porvenir de su hija.

Elena: Pero ¿qué dice? ¿Qué tiene que ver esto? Mi hija… ¿Podría acaso mi hija estar bien sin mí? ¡Vamos! ¡Deje usted a la niña! ¡No me hable de su bien! Usted quiere recuperar a su marido. Dígalo así. Sea usted sincera.

Livia: No pretendería nada, fuera de lo que me espera, si algo pudiera pretender. Pero no es verdad, no pretendo esto, porque sé que no es posible si él tiene aquí, con usted, a la hija, que no puede abandonar. No es siquiera ya mi marido, si además es padre aquí.

Elena: ¡Pero yo soy la madre!

Livia: ¡Es cierto! Y como usted quiere a su hijita, la quiere también él, y también él quisiera tenerla consigo, como quiere tenerla usted. Sus derechos son iguales, ¿lo ve?, puesto que de derechos hablamos. Y precisamente porque el suyo es igual al de usted, él debe seguir con usted, aquí, donde está su hija.

Elena: ¿Por qué tiene que seguir conmigo? Puede venir aquí solamente a verla. Vendrá por su hijita. Ya le he dicho que no viene más que por ella. Puede estar segura.

Livia: Sí, sí, podría estar segura. Pero vea que así no se resuelve nada.

Elena: ¿Y qué quiere de mí? ¡Nada, entonces! No se resuelve nada. La niña se queda aquí. Si quiere venirla a ver, que venga. Pero mi hija sigue conmigo.

Livia: ¿Pero no comprende que el mal es precisamente éste? El verdadero, el único daño que los dos han hecho, no me lo han hecho a mí, sino a su propia hija, nacida aquí, de su falta… ¡Este mal, precisamente, el mal de ser él padre y usted madre, es lo que requiere ahora un sacrificio que ninguno de los dos quiere hacer; no por mí, no hablo por mí; ¡yo quedo aparte en todo esto!; no por mí, sino por su hija. ¡Considere cuánto valdría el sacrificio de él, admitiendo que quisiera hacerlo, cuánto valdría para el bien de la chiquilla! ¡Y sería también un gran bien para él y para usted!

Elena: ¿Tanto le interesa, pues, a usted el bien de mi hija? ¡Más que a mí! ¡Más que a él! ¡Es curioso! Usted quiere a la fuerza un sacrificio que, sin embargo, ve imposible para él y para mí. Dice que él no quiere ni puede hacerlo y quiere que lo haga yo… ¿Y cómo? Y, además, ¿para qué este sacrificio, si todo termina ya? Usted puede recuperar a su marido, yo tengo a mi hija; no quiero nada; no pido nada. Si él quiere, puede venir a verla de cuando en cuando, y aquí termina todo. ¿El bien de la niña? ¡Deje eso, se lo repito! ¡Ya pienso yo en él! ¿Por qué se preocupa por esto?

Livia: ¡Porque por ella he sufrido el suplicio más cruel que una mujer pueda sufrir!

Elena: ¿Porque usted no tiene hijos?

Livia: ¡Por esto, sí, por esto mismo!

Elena: ¿No tiene hijos y quisiera la mía? ¿Cree que le toca a usted ser su madre?

Livia: ¿Yo? ¿La madre? ¿Qué dice? ¡Sería la esclava, yo, de su hija! ¡La esclava, no la madre! ¿No comprende aún, no nota que, delante de usted, estoy vencida? ¿Que vence usted, si hace el sacrificio; usted, no en usted misma, sino en lo que debería llenar más su corazón: en su hija? Su hija, que tendría en mí una esclava, en continua adoración; porque es sólo ella, ella sola, la que me falta; y yo me daría a ella por entero y lo tendría todo, todo, conmigo; tendría un nombre: ¡el nombre de su padre!, y saldría de estas sombras, y tendría ante sí el porvenir más bello, un porvenir que usted, perdóneme, con todo su amor no podrá nunca darle.

Elena: ¡Oh, Dios, Dios mío…! ¡Pero si esto es una locura! Entonces, ¿es usted quien quiere a mi hija? ¿La quiere para usted, no para él?

Livia: No es a él, no es al marido al que quiero. Yo he sufrido por él, porque era padre aquí. Y sólo por esto he tenido consideraciones, tantas consideraciones, que se lo he dejado a usted, y estoy dispuesta a seguir dejándoselo. ¡Aquí, con usted, sí! ¡Es el padre, sí, el padre, el que debe usted darme, porque ahora él no puede volver conmigo si no es siendo padre! ¿Le parece esto una locura? No estoy loca, no; y si lo estuviera, ¿quién me habría hecho enloquecer? ¿Querría hacer ahora como si todo lo que ha ocurrido no hubiese ocurrido? ¿Como si no hubiese cometido el delito de quitarle a una mujer el marido y dar a este marido una hija? ¡Para mí, el verdadero delito, es este último! Ahora quiere usted devolverme al marido. Pero no puede; porque ahora él ya no es solamente el marido: es el padre, ¿comprende?; y es esto, esto solo, lo que quiero; para poder yo dar a mi vez a su hija todo lo que tengo y lo que soy; darme por entero a esa niña, por la cual he llorado y me he desesperado, y yo sola, yo, podré dar a la niña todo lo que usted no podrá darle nunca: la verdadera luz, la riqueza, el nombre de su padre!

Elena: ¡Usted desvaría, señora! ¡Yo le he dado la vida, le he dado mi sangre, mi leche! ¿Se olvida de esto? ¡Ha salido de mis entrañas! ¡Es mía! ¡Es mía! ¿Qué crueldad es la suya? ¿Venir a pedirme un sacrificio de esa especie en nombre del bien de mi hija?

Se oye en el interior la voz de Leonardo.

Leonardo: (Desde dentro) ¿La puerta abierta?

Elena: (Con un grito) ¡Aquí está!

(Llamándole, corriendo hacia él) ¡Leonardo! ¡Leonardo!

(Leonardo aparece en el umbral con un paquete en la mano. Elena le agarra por un brazo y le muestra a Livia) ¡Mira! ¡Mira!

Leonardo: (Mirando, presa de estupor, a Livia, sombría, taciturna) ¿Tú, Livia? ¿Aquí?

Elena: ¡Ha venido para quitarme a Dina! ¡Se la quiere llevar!

Leonardo: ¿Cómo, Livia? ¿Tú?

Elena: ¡Dice que no te quiere a ti, sino a ella! ¡A ella!

Leonardo: ¡Venir aquí! ¡Sin decirme nada…!

Elena: Pero tú no, ¿verdad? ¿Tú no puedes querer esto?

Leonardo: ¡Calla! Apártate…

(A Livia) ¿Cómo has podido hacer esto?

Elena: ¡Sí, díselo, díselo tú que no es posible! ¡Díselo a ella, que no sabe lo que esto significa! Me ha hablado del bien de la hija a costa de mi sacrificio, como si yo no fuese su madre. ¡Dile tú que eso es una crueldad!

Livia: Por vuestra parte. No por la mía.

Leonardo: No, Livia, te lo ruego. Vete… Vámonos juntos…

Livia: No, juntos, no, si no comprendes por qué he venido.

Leonardo: ¡Sí, si lo comprendo muy bien! ¡Pero no quiero verte aquí!

Elena: ¡No esperéis poneros de acuerdo, ahora!

Leonardo: ¿Lo oyes? ¡No es posible! ¿Cómo quieres que nos la dé?

Elena: ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Gritaré, ¿lo oís?, si no os marcháis!

Leonardo: ¡Cállate..! Livia, te ruego que…

Livia: La necesidad no admite arrepentimiento. No me arrepiento de haber venido.

Elena: ¡Es locura, la suya, no necesidad! ¡Crueldad y locura!

Livia: ¡Acúseme a mí de su falta, que ha sido para mí bastante más cruel de lo que pueda ser ahora la suerte que la espera! Me voy. Pero piense usted que la única solución, por cruel que sea, es la que he venido a proponerle.

Elena: La única solución para usted y para él. ¡Oh, sí, lo creo!

Livia: No para mí: para su hija.

Elena: ¿Y yo? ¿Y yo? Usted dispone los destinos de todos: todos tranquilos, felices, con mi hija. ¿Y qué haré yo sola aquí? ¿Lo oye? ¿Qué será de mí, aquí, sola, sin Dina…, sin mi Dinuccia?

Leonardo: (Sin poder contenerse por más tiempo) ¡No, no! ¡Basta! ¡Basta! ¡Es monstruoso! ¡Tienes razón! ¡No es posible! ¡No podemos separarnos! Vete, vete, Livia, te lo ruego; vete…

Elena: ¡No, ella sola, no! ¡Tú con ella!

Livia: (Con fiereza, alejándose de Leonardo) Él se queda aquí, donde está su hija… Yo me quedaré sola, puesto que no quiere quedarse usted. Así no podrá negar el mal que me ha hecho, y que yo quería pagar con el bien de su hija. Adiós.

Sale.

Leonardo se cubre el rostro con las manos.

Pausa.

Elena: ¡Ve, ve a reunirte con ella!

Leonardo: (Con ira) ¡Calla! ¡Todo ha terminado!

Otra pausa.

Elena: Pero ¿cómo podía yo…?

Leonardo: ¡Basta, Elena! ¿No comprendes que en este momento no me es posible escucharte? Te he dado la razón. Déjame ahora.

Elena: ¡Pero ve con ella…, te lo suplico!

Leonardo: ¿No la has oído? Basta, basta para siempre. Todo ha terminado.

Elena: ¿Pero por qué ella…? ¿Por qué…?

Leonardo: Te prohibo volver a hablar de ella. No quiero saber nada. Todo ha terminado. Basta.

Otra larga pausa

Dina: (Desde el interior, detrás de la puerta de la izquierda) ¡Papá, abre! ¿Has llegado?

Leonardo: ¡La pequeña!

Elena: (Se precipita, abre la puerta, coge en brazos a la chiquilla) ¡Hija mía! ¡Hija mía! ¡Hija mía! ¿Cómo…, cómo queréis que os la dé?

Dina: (Volviéndose a su padre y tendiéndole los brazos) Papá…, papá…

Elena: ¿Quieres ir con papá?

Dina: Sí…, papá…

Elena: ¿Para siempre, con papá?

Leonardo: ¡Elena!

Elena: (Dejando en el suelo a la niña e inclinándose hacia ella, sin soltarla) ¿Sin mamá? No…, ¿verdad? Mi Dinuccia no puede estar sin su mamá.

Leonardo: ¡Vamos! ¡Levántate! ¿Lo ves? La haces llorar…

Elena: ¿Es verdad?

Dina: Papá…, ¿y el campo?

Leonardo: ¡Ah, el campo…, es verdad! (Coge la caja de encima de la mesa) ¡Aquí está…! ¿Lo ves? Te lo he traído… Un campo muy bonito…, mira.

Dina: (Con frenesí infantil) ¿A mí…, de veras?

Leonardo: Espera… Ven…, ven aquí… (Abre el paquete) Con muchas ovejitas…, muchos arbolitos… (Se sienta, coloca a Dina entre sus piernas y abre la caja) Ahora te lo enseño… Mira…

Dina: (Palmoteando, entusiasmada) ¡Sí, sí! ¡Oh, cuántas ovejitas!

Leonardo: ¡Diez! ¡Veinte! ¡Y la hierba!, ¿ves? ¿Ves cuánta hierba?

Dina: ¡Sí…, sí…!

Leonardo: Y ahora lo colocamos todo aquí…, ¿ves…?, así, sobre la tapa, ¿eh…?, y pondremos de pie a todas estas ovejitas que se comen la hierba… ¿Eh? ¿Qué te parece?

Dina: ¡Sí, sí! ¿Y el pastor?

Leonardo: Aquí está el pastor… ¿Lo ves…? Con su turbante…

Dina: (Decepcionada) ¡Oh…, no tiene piernas!

Leonardo: Porque lleva túnica…, ¿no lo ves…? Las piernas no se ven. Es un pastor viejo, que tiene frío… Y va cubierto de pies a cabeza con la túnica…

Dina: Es feo. Yo lo quería con piernas, papá.

Leonardo: Con piernas, ya… Pero mira, lleva un bastón…

Dina: ¿Para hacer andar a las ovejas?

Elena: (Que está sentada lejos de ellos, encogida sobre sí misma, con un codo apoyado sobre la rodilla, y la barbilla descansando en la mano, los ojos fijos en el vacío) Hablaba del nombre…, ¿comprendes?

Dina: ¿Con el bastón las hace andar?

Leonardo: (Taciturno, a Elena) ¿Qué nombre?

Dina: Papá, ¿cómo las hace andar?

Elena: Decía que tú podrías darle tu nombre…

Dina: Papá, ¿cómo hace andar a las ovejas, si lleva el bastón en el hombro?

Leonardo: Así, querida, ¿ves…?, con el bastón…

Elena: Ella consentiría…

Dina: ¿Y dónde lo pones, papá?

Leonardo: ¿Dónde quieres que lo ponga?

Dina: Aquí, aquí, detrás de las ovejitas… ¡Se caen, papá…! ¿Este es el perro…? ¡Oh, mira, el perro, papá…!

Leonardo: El perro, si, el perro… Espera, tiene que haber otro… ¡Aquí lo tienes!

Dina: ¡Oh, sí, dos perros…, dos perros…!

Elena: ¿Pero, cómo…? Por adopción, ¿verdad?

Leonardo: ¡No me atormentes más, Elena! ¡Basta, he dicho!

Dina: (Disgustada) ¿No me quieres hacer el campo, papá?

Leonardo: ¡Pues claro que quiero hacértelo! ¿Qué estamos haciendo, si no? Te haré un paisaje muy bonito…, tan bonito como para meterse dentro…, para ir a paseo por él y no pensar en nada…, en nada… Eso es, con estos arbolitos…, ¿ves?

Dina: Los arbolitos, y la casita… ¡Dos, dos, dos casitas!

Leonardo: Somos ricos, ¿ves? Dos casitas… Y todos estos arbolitos…, y tantas ovejitas…, dos perros…, el pastor…

Dina: (Palmoteando entusiasmada) ¡Somos ricos! ¡Somos ricos!

Elena: (Herida en lo vivo por la alusión, rompiendo a llorar) Rica, sí…, sería rica… Pero yo… ¿Y yo?

Leonardo: ¿Qué tienes? ¿Lloras? ¡Estoy sólo jugando y bromeando con la pequeña!

Elena: Para envenenarme…

Leonardo: ¿Yo? ¡Lo he dicho en broma, para contestar a Dina!

Elena: Lo ha dicho ella, que sería rica…, es verdad…, y que tendría tantos juguetes… ¡Rica! ¡Rica! ¡Figúrate…! La harías jugar tú, entonces…

(Se acerca a la chiquilla) No con estas feas ovejas, ni con este pastor viejo y sin piernas… Los tendrías de oro, Didí…, pero no tendrías a tu mamá…, a tu mamá…

Leonardo: ¿Quieres acabar de una vez? ¿Crees que éstas son cosas para decir a la pequeña? Yo estoy jugando… Ven aquí, Dina.

(Coge a la niña) Ven aquí. Mamá es mala. Nosotros queremos hacer un campo aquí… Siéntate… Lo pondremos aquí, sobre la mesita. ¿Quieres ponerte de pie sobre la silla…? ¡Así…, así! La hierba, las dos casitas… Pondremos aquí a un perro de guardián…, así…, ¿quieres?

Dina: ¡Sí, sí, que ladre!

Elena: Son éstas vuestras intenciones, de ahora en adelante… Hacerme sentir este peso…, cansarme…, aniquilarme…

Leonardo: (A Dina) ASÍ, así… Aquí las ovejitas, en fila… Cuatro detrás, tres delante, después otras tres, y una delante de todas… que abre la marcha… No, espera… El perro… El otro perro delante de todas… Así…, ¿eh…? El perro abre la marcha…

Dina: ¡Con el pastor!

Leonardo: No, el pastor detrás… Así…

Dina: ¡Y los arbolitos, ahora!

Leonardo: Ahora pondremos aquí los arbolitos…

Elena: O bien aquel otro proyecto… ¡Era perfecto! El papel de sacrificarse…, de renunciar a todo… Estaba yo todavía preguntándome qué quería… No quería nada y lo quería todo…

Leonardo: (A Dina) ¡Ya está hecho…! ¿Ves? Todo está ya en su sitio.

(Después, a Elena, con calma, en voz baja, casi sin volverse) Y la que lo quería todo, ¿qué ha tenido, al final? ¿Cómo se ha ido, la que todo lo quería?

Elena: ¿Y por qué no te vas tú con ella? ¡Quiero que te vayas! ¡Te lo he dicho! ¡Te lo he suplicado! ¡No puedo verte aquí! ¿No lo comprendes? ¡No quiero! ¡Vete! ¡Vete!

Leonardo: (Hosco, poniéndose en pie) ¡Ah, por Dios! ¿Otra vez?

(Con arranque fulminante, abrazando a la chiquilla) ¿Me das a Dina?

Elena: (Corriendo para agarrar a Dina) ¡No…! ¿Qué dices? ¡No! ¡No!

Leonardo: Pues entonces, calla, no vuelvas a hablar de esto y no digas una sola vez más: «¡Vete!» Porque irme quiere decir darme la niña.

Elena: ¡Nunca! ¡Eso nunca!

Leonardo: Entonces, cállate. Me quedo aquí.

(Pausa).

Elena: (Sordamente) Así queréis llegar a…

Leonardo: ¡He llegado hace ya tiempo yo, querida! Y no tengo dónde llegar ya… Tú empiezas a desesperarte solamente ahora…

Elena: (Con rabia impetuosa) Pero… ¿cómo puedo dársela? ¿Cómo puedo dárosla? ¡No puedo! ¡No puedo!

Leonardo: Lo has dicho cien mil veces. Lo hemos entendido. Está bien, no hablemos más. Sigamos así.

Elena: ¡Ah, no, así no, así no! ¡Esto es una desesperación! ¡No es posible!

Leonardo: ¡Si eres tú quien me desespera! La he echado de esta casa. ¿Qué más puedes querer? ¡Ahora está Dina aquí, para ti y para mí! ¡Basta ya!

Elena: Para mí no hay más que Dina en el mundo, pero para ti está ella, que te espera…

Leonardo: (Irritado) ¿Me espera?

Elena: Sí, espera que yo me canse de verte aquí…, de sufrir tu presencia…, y que un día… ¡No, dártela, no…! Pero con la excusa de mandarla a paseo contigo, quizá alguna mañana dejaré que te la lleves… Pues no, ¿sabes? No la dejaré salir más contigo… No lo esperes…

Leonardo: ¡Está bien! Quieres decir que seguiremos en esta cárcel. Didí, ¿oyes? Tú y yo, siempre… Te gusta, ¿eh?

(La abraza y se balancea con ella, casi cantando) En la cárcel…, en la cárcel…, en la cárcel con papá…

Elena: (Resuelta, en el colmo de la desesperación) Oye: ahora no puedo, pero si te vas, te prometo, te juro que yo misma…

Leonardo: (Interrumpiéndola) No, querida, no. Nada de promesas.

Elena: (Prosiguiendo) ¡Te lo juro! Apenas tenga fuerzas para ello, apenas me haya convencido de que verdaderamente es por su bien…, te la traeré yo misma…, yo, con mis propias manos…

Leonardo: ¡Pero si ya estás convencida!

Elena: ¡No! ¡No! ¡Ahora, no! ¡No puedo…! ¡Ahora vete, vete, por caridad! ¡En cuanto pueda…, te lo juro…!

Leonardo: ¡Ahora o nunca, Elena! ¡Dámela!

(Coge a la niña) ¡Es mejor para ti!

Elena: ¡Ahora, no! ¡Ahora no puedo! ¡No…, déjala!

Leonardo: ¡No podrás nunca! ¡No podrás nunca más!

Elena: ¡Es verdad! ¡Es verdad!

(Mostrando a la chiquilla) ¿Pero cómo, entonces…, así?

Leonardo: Así… ¿Qué importa…? Así…

Elena: (Deteniéndole) No…, así no… Espera…, espera… Un sombrerito… El sombrerito, por lo menos… Quiero que esté guapa… Espera, espera…

Corre a la habitación de la izquierda.

Leonardo permanece un momento inmóvil, perplejo. Después, cogiendo a la niña en brazos, desaparece por la puerta del fondo. Elena regresa con el sombrerito de Dina en la mano. Ve la estancia vacía; no grita, comprende; después corre a la ventana y está largo rato mirando, mirando; al final retrocede, muda, como alucinada; mira con los ojos vagos, turbios, el paisaje de la chiquilla colocado sobre la mesita, se sienta junto a ésta, se da cuenta de que tiene en la mano el sombrerito de su hija, lo contempla y rompe en sollozos desesperados.

TELÓN

1915 – La rázon de los demás
Comedia en tres actos
Premisa
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

In Italiano – La ragione degli altri

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