In Italiano – La ragione degli altri
Premisa
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
La rázon de los demás
Acto Segundo
La casa de Leonardo Arciani. Gabinete de trabajo arreglado con sobria y rica elegancia. Cuatro estanterías llenas de libros, ancha mesa con libros y papeles, una silla, un diván, etc. Puerta de entrada en el fondo. Puertas laterales. Ventana a la derecha.
Al levantarse el telón, Guglielmo Groa estará echado sobre el diván con una manta sobre las piernas y un periódico sobre la cara. Sobre la mesa estará todavía encendida la lámpara, velada por una pantalla verde.
Entra Livia, ve a su padre tendido allí, menea ligeramente la cabeza, escapándosele un suspiro; después va a abrir los postigos de la ventana; entra la luz del día. Livia apaga la luz de la mesa y va a sacudir ligeramente a su padre.
Livia: Papá…, papá… (Le quita el periódico de la cara)
Guglielmo: (Despertándose) ¡Oh…!
(Desperezándose, tratando de sentarse) ¡Ay…! ¡Ay,..!
Livia: ¿Has dormido aquí?
Guglielmo: No. ¿Cómo, dormir? ¿Es de día? ¡Ah…, pues sí, he dormido! ¿Y tú?
Livia: No ha vuelto.
Guglielmo: ¿En toda la noche? ¿Y tú, aún en pie?
Livia: Son ya las nueve, papá.
Guglielmo: ¿Ah, sí?
(Se levanta y mira el reloj) ¡Caramba! ¡Las nueve!
(Permanece un momento pensativo) ¿Conque no ha vuelto…? ¡Muy bien! Ha encontrado el pretexto. Porque…, en fin…, ¿qué le he dicho yo?
Livia: ¡Oh, ha bastado una sola palabra para…!
Guglielmo: ¡Pero si no le he dicho nada! Lo que yo quería era que hablase él. ¿Qué le he dicho?
Livia: Nada, papá, lo que te digo: una palabra cualquiera. Era una apariencia de vida, la que llevábamos aquí…, tan silenciosamente. Ha bastado una sola palabra para que saltase hecha pedazos.
Guglielmo: ¿Qué dices? ¡Ah, no, querida! Mientras yo me sostenga en pie, aquí no salta nada hecho pedazos.
Livia: ¿Y qué más quisieras hacer?
Guglielmo: ¿Ah, nada? ¿No hay nada más que hacer, según tú? ¡Vaya! Pareces una barca sin vela. ¡Pero yo estoy aquí! ¡Y él tendrá que decirme lo que piensa hacer!
Livia: (Asustada en medio de su aflicción) ¿Quieres ir en su busca?
Guglielmo: ¡Puedes estar segura de que iré! ¡Y ahora mismo!
Livia: (Impetuosamente) ¡No, no, papá! ¡No quiero! ¡No quiero de ninguna manera!
Guglielmo: ¿Cómo que no quieres? Oye, ¿qué tienes que ver tú en eso? Es un asunto que tenemos que liquidar entre él y yo.
Livia: ¡No, te lo suplico, papá! ¡No quiero! ¡Es cosa mía! Y tú no puedes hacerlo si yo no quiero. ¡Basta, ahora, basta! ¡Ya no me importa nada, de veras!
Guglielmo: En este caso, te pregunto yo a ti: ¿qué piensas hacer?
Livia: Nada…, ya nada. No sé… Ni yo misma lo sé ya.
Guglielmo: ¿Y yo tendría que quedarme tan tranquilo, eh? ¿Ver a mi hija en este estado porque el marido, después de haberla engañado y abandonado, se va finalmente con la hija habida con otra mujer?
Livia: ¡No, papá, no es esto!
Guglielmo: ¿Y qué otra cosa es? Se ha marchado. Mientras tú permanecías muda estaba aquí; he hablado yo y ha encontrado el pretexto para marcharse. ¡Quería el silencio! ¡Ya lo creo! ¡Que nadie hablase! ¡Que nadie diese sus razones! ¡Porque él no podía decir las suyas! ¡Y por encima de toda razón, él! Se acusa, sí, pero es también sobre toda acusación. Sobre toda acusación y sobre toda excusa. ¿No se declara acaso sin excusa? Lo concede todo. Y además no se queja… ¡Ah…! ¿Creíais que iba a quejarse? ¡No se queja! Y ha tenido la osadía de decirme que tú sí tenías todo el derecho de rebelarte, pero que no lo haces porque sabes que la cosa no tiene remedio… Un montón de gentilezas de lo más conmovedoras… ¡Como para emocionarse! Pero… ¿dónde estamos? Yo me toco la cabeza y me digo: «¿La tengo en su sitio?» ¿En qué mundo he caído? Aunque no es esto lo maravilloso. Pero te veo a ti… así… ¡Hija mía! ¿Qué sortilegio te ha caído encima? Vamos, vamos… Tengo la boca amarga; un poco de café, por favor. Estoy tranquilo, ¿ves? Déjame razonar un poco contigo, por lo menos. Pero tráeme antes un poco de café, por favor…
Livia, conmovida, hace un signo afirmativo y sale por la puerta izquierda. Guglielmo permanece absorto en sus pensamientos, parece lleno de estupor, de desprecio. Poco después, regresa Livia.
Livia: Dentro de un momento lo tendrás.
Guglielmo: Ven aquí, acércate…
(La abraza, le acaricia la cabeza) Has crecido sin madre, pobre hija mía. Lo sé, hay tantas cosas que se te han quedado encerradas dentro… Y este padre tuyo, tan importante… tan metido en sus asuntos…, este padre que no ha sabido nunca hablarte… ni hacerte hablar… hacerte decir lo que pesaba sobre tu corazón… Pero ahora, sí, ahora es necesario que hables, poco a poco, despacio… Yo me acerco a ti lo más que puedo… así… ¿te parece bien?, para oír lo que no has podido decir nunca a nadie. A él, ciertamente, no… si ha sido capaz de tratarte así. ¿Me lo dirás a mí? ¡Vamos! Pongamos en claro antes que nada esto: ¿le quieres… todavía?
(Livia cierra dolorosamente los ojos; después esboza con la cabeza un signo negativo) ¿No? Si es que no, dime: No.
Livia: Te digo que no…
Guglielmo: ¡Ah, sí, claro, me lo dices…! No empecemos negando, porque la verdadera desgracia es ésta, hija mía. Siéntate, siéntate… (Se sientan) Mira; tú puedes perfectamente ser una y al mismo tiempo ser dos. Dos… Quiero decir, estar dividida entre el orgullo y el amor. El orgullo, en los labios, dice que no; mientras el amor, en el pecho, dice que sí.
Livia: No, te equivocas.
Guglielmo: ¿Me equivoco? Está bien. Entonces, ¿por qué…?
Livia: (Se vuelve a mirar hacia la puerta de la izquierda) No quisiera que…
Guglielmo: Acuérdate del café. Yo ya no me acordaba.
Livia: No quisiera que nos oyesen…
Guglielmo: ¡Hablo tan bajo!
(Con un arranque) ¿Pero, qué es esto? Más bajo por aquí, más bajo por allá… ¿Es que no se puede hablar? Obrar, sí, aquí se puede hacer todo. Los actos no ofenden. En cuanto se habla, en cambio… ¡más bajo! ¡Más bajo! ¿Os ofenden las palabras? ¡Vaya!
(Agarrándose los lóbulos de las orejas) ¡Parece ser que las orejas se vuelven muy sensibles y delicadas, en la ciudad!
Livia: Tienes razón, pero ¿para qué hacer saber…?
Guglielmo: ¡Si lo ven, hija mía! ¿Te parece que porque no oyen nada no tienen que ver? ¡Lo ven, lo ven todos! O quizá él, otras noches…
Livia: ¡Ah, no, no, esto nunca!
Guglielmo: Menos mal… Con esa sumisión hubiera podido incluso darse el caso de que te hubieses rebajado hasta este punto…
Livia: ¿Qué dices, papá? ¡Verdaderamente, no me conoces! ¡Yo no me he rebajado nunca! Desde el primer día que supe lo que ocurría, entre él y yo terminó todo. No ha visto jamás una lágrima en mis ojos. Me he quedado aquí porque así lo he querido; no por mí, por los demás. Pero no le he vuelto a mirar más a la cara. Y por esto ahora quiero que… ¡Calla! (Se oye llamar a la puerta de la izquierda)
La Camarera: ¿Se puede?
Guglielmo: ¡Adelante!
La Camarera: (Entra trayendo una bandeja con una taza, cucharilla, etc.; lo deja todo sobre la mesita y dice:) ¿Desean algo más?
Guglielmo: No, gracias.
Sale la Camarera.
Guglielmo se sirve el café y empieza a saborearlo, en silencio; después dice, como para sí mismo…
Guglielmo: ¡Mi hija…, en esta situación…! ¡Y quién sabe cuánto tiempo hubieras seguido en ella si yo no hubiese venido a agitar las aguas…!
Livia: ¡Y quizá hubiera sido mejor, papá, que no hubieses venido!
Guglielmo: ¡Ah, lo ves…! ¿Puedes decir una cosa así? ¡Entonces, no niegues que…!
Livia: ¡No!, no lo digo por lo que tú crees. Te juro, papá, que te equivocas. Tú estás convencido de que era necesario este golpe violento, este fuerte empujón que has venido a dar a aquella apariencia de vida de que te hablaba… a aquella apariencia de vida que transcurría en silencio… Pues bien, yo no lo hubiera querido, te lo confieso. Y Dios sabe si no he hecho lo imposible para que no te dieses cuenta de nada. No por nada, sino porque sé… No puedo… no puedo hablar…
Guglielmo: ¿Cómo que no puedes? ¿Por qué? ¿Quién te lo prohíbe?
Livia: ¿Quién quieres que me lo prohíba? Yo misma. Mira papá; comprendo muy bien que tú, que acabas de saber solamente ahora, después de tanto tiempo, lo ocurrido, cuando la falta ha terminado, en realidad, y quedan solamente como castigo para él las consecuencias, hayas podido considerar necesaria y útil, tu intervención. ¡A ti no puede parecerte tarde, puesto que acabas de enterarte ahora! Y no le ves a él como verdaderamente es, sino como su falta conocida por ti solamente ahora, de improviso, inesperadamente, te lo hace ver. Has querido discutir con él, hacerle ver las razones que existen; es natural. Yo sabía, no obstante, que todo era ya inútil; inútil hablar, inútil querer hacerle entrar en razón. ¿Para qué quieres hablarle más?
Guglielmo: (Con un estupor infinito que le priva casi de la palabra) Pero entonces… entonces… ¡Caramba…! ¡Me dejas pasmado! ¿Sientes compasión hacia él?
Livia: ¡No, compasión, no! ¡Desprecio, asco… no sé decirte! Le he visto poco a poco caer… envilecerse, porque no puede, no puede, ¿comprendes?, con su trabajo…
(Un nudo de angustia en la garganta le impide de momento proseguir; pero consigue dominarse en el acto) No sabe ya qué hacer…
Guglielmo: Entonces, ¿tú esperabas…?
Livia: (Rápida) ¡Nada, no! ¡No esperaba nada!
Guglielmo: Esperabas por lo menos que…
Livia: (Rápida) ¡No! ¡No!
(Con orgullo) Porque si hubiese venido aquí a decirme que por mí había abandonado a su hija en la calle…
(Con fuerza, con desprecio) ¡Le hubiera echado de casa!
Guglielmo: (Atónito) ¡Ahora sí que no te entiendo!
Livia: Quizá no sé explicártelo. Oye, papá; a pesar de la ofensa que me ha inferido, esto no hubiera sido para mí una satisfacción. Si hubiese abandonado a su hija, convencido de no poderla mantener, y hubiese vuelto a mí, a sus lares, me hubiera inspirado repulsión, horror. ¿Comprendes, ahora?
Guglielmo: ¡Como si fuera tu hija! Está bien; si la hubiese abandonado por las consideraciones que tú dices… sí, puedo incluso comprender… Pero… ¿y si se lo impongo yo ahora?
Livia: ¿Tú? ¿Y cómo puedes imponérselo?
Guglielmo: No hay ninguna necesidad de abandonarla en medio de la calle. Se pensará en ella, en su madre…
Livia: ¿Y tú crees que él puede renunciar tan fácilmente así a su hija, papá?
Guglielmo: ¡Ah, sí! ¡Bonito razonamiento! Y yo, ¿tengo que permitir, entonces, que se abandone, en cambio, a la mía? ¿Qué manera de razonar es ésta? ¡Yo también soy padre, y defiendo a mi hija!
Livia: ¿Lo ves, pues? ¡Es exactamente el mismo caso!
Guglielmo: ¡No, hija mía, no! ¡No es lo mismo! Sería lo mismo si yo no fuese tu padre, sino el padre de su amante, y pretendiese que por ella abandonase a la hija habida de su esposa legítima; lo cual es otra cosa… ¡Una cosa muy distinta! ¡Muy distinta!
Livia: ¡Palabras, palabras, papá! ¿Cómo quieres que él haga estas distinciones si no tiene más que una sola hija?
Guglielmo: (Estupefacto) ¿Pero me faltaba oír también esto? ¿Que tú le defiendas?
Livia: (En un grito) ¡No le defiendo ni le acuso! ¡Me veo a mí, papá, veo lo que me falta! ¿Dónde están los hijos de la casa? ¡Él, aquí, no tiene hijos!
Guglielmo: (Profundamente conmovido, yendo hacia ella y abrazándola) ¡Pobre hija mía! ¡Pobre hija mía! ¿Es por esto, entonces? ¿Y qué culpa tienes tú, si Dios no ha querido dártelos? ¡Conque es por esto! ¡Comprendes todo lo que significa tener hijos, tú que no los tienes! ¿Y por qué no quieres comprenderme, entonces? ¿Crees que su casa está allí, donde está su hija? ¡Pues tú tienes también la tuya: la mía! ¡Vente conmigo, pues! ¡Ven conmigo!
Livia: (Gimiendo sobre el pecho de su padre) No… no…
Guglielmo: (Prosiguiendo, impetuosamente) ¿Qué haces ya aquí, si tu paciencia de mártir y tu silencio no consiguen conmoverle el corazón? ¿Si tú misma te prohíbes incluso desear, esperar que vuelva a ti?
Livia: Sí, sí, es verdaderamente así… No lo deseo, porque ahora no podría ser ya el que era. Y no quiero que vuelva a mí en estas condiciones. No puedo quererlo.
Guglielmo: ¿Qué quieres entonces? ¿Morirte de pena?
Livia: Y ahora, quizá… ¿quién sabe?, tú, sin querer… ¿ves…? creyendo obrar bien, has destrozado quizá, en un momento, el fruto de mis sufrimientos de tantos años.
Guglielmo: ¿Yo? ¿Qué fruto?
Livia: Su actitud para conmigo… Su respeto. Mientras que ahora…
Guglielmo: ¿Era una satisfacción para ti, el suplicio de todos los días? Yo no comprendo estas satisfacciones, hija mía. Te has envenenado la existencia. Pero ahora, basta. Es necesario decidir.
Livia: ¿Y te parece que me hubiera sido difícil, en tantos años, hacer lo que tú has hecho en un momento? ¡Había que hacerlo antes!
Guglielmo: ¿Y por qué no lo has hecho? ¿Por qué no me has dicho nada? ¡Nada… ni tan sólo un signo que me lo diese a entender!
Livia: Quiero decir que había que hacerlo antes de que naciese su hija.
Guglielmo: ¿Y por qué no lo hiciste?
Livia: ¿Cuándo? ¡Si me di cuenta de su traición demasiado tarde!
Guglielmo: ¿Cuando había nacido ya su hija? Pero… ¿estabas ciega?
Livia: ¡Bah! ¡El arte! ¿Qué sabía yo? Él no pensaba ya más en eso desde que nos habíamos casado. Vivíamos tranquilos, unidos, en paz…
Guglielmo: …y bajo mano, entretanto…
Livia: No. Llegó un día una carta… (Se detiene)
Guglielmo: ¿Qué carta?
Livia: …una carta. La leímos juntos (él no tenía secretos para mí). Al principio no reconoció la letra. Yo misma se lo hice notar: «¿No ves? Es de tu prima…»
Guglielmo: ¿La Orgera?
Livia: Que había sido novia suya. Habían reñido por un puntillo…
Guglielmo: Lo sé. ¿Y aquella carta…?
Livia: Había muerto su marido. No teniendo otros parientes a quienes acudir pedía ayuda a Leonardo…
Guglielmo: ¡Qué desfachatez!
Livia: …y yo misma, insistentemente, le induje a él a mandarle dinero…
Guglielmo: ¿Ah, fuiste tú misma?
Livia: ¿Cómo hubiera podido sospechar? ¡Si ni siquiera él sospechó entonces lo que iba a suceder!
Guglielmo: ¿Y después?
Livia: Unos tres meses después se puso a escribir, a escribir como no había escrito nunca. Algunas noches, apenas acostado, volvía a levantarse. A mis preguntas contestaba que yo no podía comprender lo que ocurría. Decía que había vuelto a él el estro poético.
Guglielmo: ¡Valiente estro! ¡Valiente estro! ¡Magnífico!
Livia: Así me engañó.
Guglielmo: ¿Para no deberte nada, verdad? ¡Qué pudores tiene a veces la conciencia! Pero se lo he dicho, ¿sabes? ¡Se lo he dicho…!
Livia: Si se reflexiona un poco hay que reconocer que, al fin y al cabo, no podía obrar de otra manera.
Guglielmo: ¡Ah, ya! ¡Como un hombre honrado! ¡Como un hombre de bien! Se puso a trabajar… para mantener con el sudor de su frente…
Livia: (Bajo, ensimismada) ¡Y si pudiese, por lo menos! Pero no puede…, no basta…
Guglielmo: ¿Qué dices?
Livia: Digo que ya no puede…, que no basta…
Guglielmo: (Irritado) ¿Y es por esto que…? Según tú, ¿qué tendría que hacer yo? ¿Ir a pedirle excusas humildemente? ¿Rogarle que regrese?
Livia: ¡Papá! ¿Otra vez?
Guglielmo: ¿Te ofendes? Ya no te comprendo ni te reconozco. ¿Quieres seguir así? ¡Pero si ni tú misma sabes lo que quieres!
¿Así es cómo me das las gracias por haber intentado al menos poner las cosas en su sitio?
Livia: ¡Ah…! ¡Si al menos hubieses podido ponerlas en su sitio…!
Guglielmo: ¡Pero si me atas las manos! ¡Si me dices que no haga nada!
Livia: Pues bien, veamos. Quieres ir a verle, ¿verdad? ¿Qué le dirás? Por mucho que le digas, ni por la razón ni por la fuerza podrás obtener de él que abandone a su hija. Lo repito; aquí no tiene hijos… Por consiguiente…
Guglielmo: ¡Pero aquí tiene a su mujer, caramba! ¿Es que tú no representas nada, aquí?
Livia: Sí, representaba la esposa. Hasta que tú le has puesto ante el dilema: o la esposa o la hija. Y se ha ido con la hija, ya lo ves.
Guglielmo: Entonces, ¿quieres seguir sufriendo así, sin objeto? Bien, bien, querida, haz como gustes. Yo me voy. ¡Pero me indigna!, ¿comprendes? ¡Me indigna este espectáculo! ¡No puedo oírte hablar así! No estaría seguro de mí. Mi casa está abierta, ya lo sabes… Cuando te parezca, puedes venir. Voy a hacer en seguida las maletas.
Sale furioso por la puerta de la izquierda.
Livia queda en pie en medio de la habitación; se cubre el rostro con las manos; permanece algún tiempo así, hasta que, oyendo llamar a la puerta de cristales del fondo, se estremece y trata de ocultar las lágrimas.
Livia: ¿Quién es?
(Entra la Camarera con una tarjeta de visita en la mano, la entrega a Livia y ésta la lee) Di que el señor no está.
La Camarera: Ya se lo he dicho. Pero dice que quiere hablar con el padre de la señora.
Livia: (Queda un momento pensativa, después dice:) Hazle pasar.
Entra poco después Cesare D’Albis.
D’Albis: (Desde el umbral) ¿Se puede?
(Avanza, se inclina, tiende la mano) Señora, perdóneme… si he insistido. Me han dicho que Leonardo no está… No importa. Basta que esté su padre, porque verdaderamente le necesitaré.
Livia: Siéntese, por favor. Pero no sé si mi padre… en este momento…
D’Albis: Me corre mucha prisa, ¿sabe usted?, mucha prisa verle…
Livia: Perdone… ¿Viene usted de parte de Leonardo quizá?
D’Albis: ¿Yo? ¡No! ¿Por qué?
Livia: No, por nada… Voy a ver si mi padre…
D’Albis: Quisiera hablarle de una cosa que puede interesar también a Leonardo; incluso le interesa más a él que a su padre.
Se trata de Ruvo, en una palabra.
Livia: ¿Y… usted no le ha visto?
D’Albis: ¿Al señor Ruvo? No. ¿Ha estado aquí?
Livia: ¡No, no! Por favor, siéntese. Voy a llamar a mi padre.
Sale por la puerta de la izquierda.
D’Albis queda un poco desconcertado; hace un gesto como para decir que no entiende nada. Permanece un momento sentado, después se levanta y va a ver los libros de la estantería. Da un ligero resoplido y se vuelve a sentar.
Poco después entra Guglielmo Groa.
Guglielmo: Muy señor mío. ¿Desea usted hablar conmigo?
D’Albis: Si no tiene usted inconveniente, señor Groa… Dos palabras. ¿Tiene usted prisa? Tengo mucha prisa yo también. Voy a hacerle una petición.
Guglielmo: Usted me manda… Siéntese.
D’Albis: Demasiado amable… por favor…
Guglielmo: Usted es un hombre de mundo. ¡Me maravilla! «Voy a hacerle una petición…» «¡Usted me manda!»… ¡Cosas que se dicen, señor mío! No hagamos caso de ellas porque, lo que es yo, tengo prisa de veras. Siéntese.
D’Albis: Gracias.
Guglielmo: No hay de qué. Veamos, soy todo oídos.
D’Albis: A Leonardo no le he visto.
Guglielmo: Ni yo tampoco.
D’Albis: Se lo digo, ¿sabe usted?, porque la señora me ha preguntado si venía de su parte…
Guglielmo: ¡Ah, cómo! ¿Viene usted a hablarme de mi yerno?
D’Albis: No, al contrario… le digo que no le he visto…
Guglielmo: ¡Ah, muy bien! Porque si a usted no le importa…, deseo no hablar más de él.
D’Albis: ¿Hay quizá alguna novedad?
Guglielmo: No. Son asuntos míos. Bien, ¿en qué puedo servirle?
D’Albis: Sí, dejemos esto. Quería preguntarle, señor Groa…, ¿ha ido usted a ver a Ruvo?
Guglielmo: ¿Yo? ¿A Ruvo? ¡No! ¿Por qué quería que fuese?
D’Albis: Pues… no sé… creí que quizá, como amigo…
Guglielmo: ¿Aquí? ¡No, señor! Esto en el pueblo…
D’Albis: ¿Cómo en el pueblo?
Guglielmo: Sí, él, aquí, no me conoce. Allá, en el pueblo, somos muy amigos y es él quien viene a verme. Aquí, no sé siquiera dónde vive.
D’Albis: ¡Oh, vamos! ¿Quiere darme a entender que si usted, después de la victoria de ayer, fuese a felicitarle…?
Guglielmo: ¿Yo? ¡Me guardaré muy bien, señor mío! ¡Usted no me conoce!
D’Albis: ¿Por qué? ¡No veo qué mal…!
Guglielmo: ¡No, señor, no! ¡No tengo estos vicios, créame!
D’Albis: (Riendo forzadamente) ¡Ah, es usted graciosísimo!
Guglielmo: ¡Tenga paciencia! Él no necesita mis felicitaciones, en este momento; yo, por gracia de Dios, todavía menos… Por lo tanto, ¿para qué? ¿Por la patria? Dejémoslo correr, señor mío. Hagamos más bien una cosa: le felicito a usted sinceramente, puesto que ha sido su abnegado paladín.
D’Albis: ¡Ah, ya…! Veo que se está usted burlando de mí…
Guglielmo: ¿Yo? Nada de eso.
D’Albis: ¿Qué más da una chanza más o menos…? Con tal de que después me haga el favor que le pido… Esto es lo importante.
Guglielmo: Ya he comprendido. ¿Se trata de Ruvo? ¡No hay nada que hacer…!
D’Albis: ¿Me permite? Déjeme que me explique. Corren voces, todavía, voces en las que no quiero creer…
Guglielmo: ¿Quiere que le dé un consejo? ¡Crea en ellas!
D’Albis: Pero, ¿sabe usted de qué se trata?
Guglielmo: No, señor. Pero crea en ellas, hágame caso.
D’Albis: ¡Ah, no, perdone! ¡Después de todo lo que he hecho por él, me repugna demasiado! ¡Es desleal, sí, tiene fama de desleal; pero conmigo, no! Conmigo tiene que andarse con cuidado. ¡Porque yo podría hacer que se arrepintiese! Él me conoce, y por esto no creo todavía… De todos modos es mejor prevenirse. En interés del periódico, y por lo tanto en interés también de Leonardo…
Guglielmo: Perdóneme, pero le recuerdo nuestro pacto.
D’Albis: ¿Qué pacto?
Guglielmo: Le he dicho que deseo no hablar de mi yerno.
D’Albis: ¿Ni cuando su posición podría llegar a ser tan difícil que…?
Guglielmo: Ni siquiera entonces.
D’Albis: Las consecuencias…
Guglielmo: ¡No quiero saberlas!
D’Albis: Se lo advierto, lo siento mucho, pero me veré obligado, sin ambages, a privarme de su colaboración, que no me es de ninguna utilidad.
Guglielmo: ¿Y me lo dice a mí? ¡Si me alegraré muchísimo de ello, mi querido señor!
D’Albis: Quizá porque usted ignora…
Guglielmo: No ignoro nada. Precisamente por esto. No me haga hablar, se lo ruego.
(Se levanta. Por la puerta del fondo entra Leonardo, palidísimo, descompuesto) Además, aquí tiene usted al señor Arciani en persona. Entiéndase con él.
Leonardo: Querido D’Albis. Un momento. El tiempo de coger de la mesa algunos papeles y nos vamos.
Guglielmo: ¡Ya no hay necesidad!
Leonardo: ¿Cómo dice?
Guglielmo: Digo que puedes quedarte, porque me voy yo. Me voy dentro de media hora, solo.
(A D’Albis) Muy señor mío. Le deseo muy buena suerte, y celebro haberle conocido…
D’Albis: ¿Pero de veras se va usted?
Guglielmo: Estaba haciendo mis maletas cuando usted ha llegado. No tengo un momento que perder.
(A Leonardo, mirándole fijamente a los ojos) Conque entendidos; me voy… solo.
(Acercándose a D’Albis, en voz baja) Me escapo a toda marcha para llevarme sana y salva esta maletita (se golpea la frente), mi pequeña provisión de raciocinio. Le saludo, querido señor.
Sale por la puerta de la izquierda.
D’Albis: (A Leonardo) ¡Por favor, que no se marche! ¡Que se quede al menos hoy! ¡Es absolutamente necesario que vea a Ruvo!
Leonardo: (Meneando la cabeza y riendo amargamente) Has caído en el momento oportuno…
D’Albis: ¡Pero si no hay un momento que perder! ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? ¿Os habéis peleado?
Leonardo: Se trata de tu… liquidación, ¿verdad? Una vez ha triunfado, Ruvo te vuelve la espalda y tú me pones en la puerta. ¡Vamos cada vez mejor!
D’Albis: ¡Yo no te pongo a la puerta, de ningún modo! ¡El momento es grave, desde luego! Estamos en plena tempestad, embarcados en una chalupa. Ahora es necesario que la chalupa se acerque a la nave llegada milagrosamente a salvarla. Es necesario que sea tu suegro quien nos haga lanzar el cable.
Leonardo: ¡Qué imagen más bonita, querido! Si este cable fuese para ahorcarme, no digo que… Se va, ya lo ves. Se va él, dice. Y soy yo quien tendría que marcharme. Esta no es ya mi casa.
D’Albis: ¡Vamos, vamos! ¡Qué tragedias! ¡Como siempre! ¡No me hagas reír! ¡Todo esto son estupideces! ¿Con un suegro como el tuyo? Con una mujer tan prudente…
Leonardo: ¡Basta! ¡Te lo ruego!
D’Albis: ¡No, no, perdona! ¿Sabes a cuántos parecería facilísima la vida, en tu lugar? ¡Tú no sabes vivir, querido!
Leonardo: ¡Quizás tengas razón!
D’Albis: ¡No, no sabes vivir! ¡Qué diablo! Con un poco de… de… digo, sí, de savoir faire… ¿Hay necesidad de estropear las cosas así? ¡Todo esto son chiquilladas! ¡Y lo que es peor es que me estropeas también a mí los asuntos! Cree sin embargo que, en este momento, la única cosa seria es…
Leonardo: ¡Oh, sí, lo sé! ¡Tu periódico!
D’Albis: ¡Es lo más serio, lo mires por donde lo mires!
Leonardo: ¡Ah, sí, por una parte, al menos, para mí…!
D’Albis: ¡Venga, pues! ¡Ve en seguida a hacer las paces con tu suegro! Es capaz de darte incluso la bendición. Quítale de las manos la maleta y mándamelo a casa de Ruvo.
Leonardo: Estás bromeando, querido.
D’Albis: ¡Y tú me das rabia! ¡Había contado contigo!
Leonardo: Pues si no tienes otro santo a qué recurrir, amigo mío…
D’Albis: ¡Pero, por Dios, piensa que también yo he hecho sacrificios por ti!
Leonardo: Créeme, D’Albis, no puedo. Las cosas han llegado a un punto que, sinceramente, no puedo.
D’Albis: ¿Quieres que te ayude yo? ¿Que me meta yo de por medio para hacer las paces?
Leonardo: ¡No, qué va! ¡Imposible!
D’Albis: ¡Vamos, vamos! ¡No tengo tiempo que perder con locos! Te advierto de paso que… lo siento…
Leonardo: Está bien, está bien. He comprendido.
D’Albis: Si te da gusto irte a pique… Te tiendo la mano para sacarte del atolladero y la rechazas.
Leonardo: ¿Cómo decirte que no puedo?
D’Albis: Bien, entonces, basta. Adiós. No hablemos más. Quédate donde estás… no es necesario que me acompañes. Conozco el camino. Adiós.
Leonardo, exhausto, deshecho, acompaña automáticamente a D’Albis hasta la puerta del fondo; después regresa; se acerca a la mesa, abre el cajón y saca algunos papeles.
Entra Livia por la puerta de la izquierda.
Leonardo: (Casi para sí mismo, atónito) ¡Livia!
Livia: ¿Te ha dicho mi padre que te quedases?
Leonardo: Me ha dicho que se iba él.
Livia: Yo en cambio vengo a decirte que si no te conviene, puedes irte. Nadie te retiene.
Leonardo: He venido únicamente para recoger mis papeles.
Livia: No entiendes lo que te quiero decir. La resolución de mi padre no debe parecerte una invitación a permanecer aquí.
Leonardo: Tú no me retienes, ya he comprendido. Sé que has tratado incluso de impedir que él se metiese en esto. Y también yo he hecho todo lo que he podido, créeme, para evitar discutir con él, para huir de sus preguntas, que me torturaban; sin querer comprender, por más que yo le dijere, que aquella discusión no podía conducirnos más que a esto. Pero no entiendo ya por qué se va, si tú has venido a decirme que no me retienes…
Livia: Se va precisamente por esto: sencillamente, porque le he hecho comprender que sería inútil intentar retenerte junto a mí en una forma diferente de la de antes.
Leonardo: Pero si a ti te disgusta, por lo que pueda decir la gente, que yo salga de esta casa…
Livia: ¡No, no…! ¡Si en realidad ya has salido…!
Leonardo: Pero no he estado donde tú crees.
Livia: No me importa saber dónde has estado. Sé que tu casa es ya otra.
Leonardo: ¿Mi casa? ¡Di solamente que no puede ser ésta ya, si crees que hago un sacrificio o una concesión al quedarme! Yo, en cambio, lo decía incluso por mí.
Livia: ¡Ah, si es por ti…!
Leonardo: Porque… Te estoy muy agradecido, Livia, por la manera como has sabido mirar y sigues mirando mi error; agradecido al silencio que has sabido imponer a tu irritación.
Livia: Espero que no te quedes con la idea de que yo acepte tu gratitud…
Leonardo: ¡Oh, no! ¡Debe parecerte tan poca cosa, lo sé, mi gratitud! Y sin embargo es grande, puedes creerlo, es mi sentimiento más vivo y más fuerte en estos momentos.
Livia: ¿Y no temes siquiera que pueda ofenderme?
Leonardo: No, porque sé que lo comprendes. Quizás me desprecias. Pero comprendes por qué soy así. ¿No es verdad? No puedes no comprenderlo, porque tú misma me quieres así. ¿No es cierto?
Livia: Sí.
Leonardo: ¿Y te parece poco? Quisiera que todos me despreciasen, con tal de que me comprendiesen como tú, y me dejasen estar… así, como puedo, como debo, incluso… De esto, verdaderamente, te estoy agradecido. He oído tu grito, ¿sabes…?
Livia: ¿Qué grito?
Leonardo: A tu padre… hace poco. Me ha mostrado la compasión que te inspira mi castigo, que dura cuando la falta ha terminado ya. ¡Yo no tengo casa, Livia! ¡Allí tengo únicamente… ya sabes qué!
Livia: ¿Y qué? ¿No te basta?
Leonardo: ¿Qué dices? ¿Cómo quieres que me baste? ¿Cómo podría bastarme? ¡Si tú supieses…!
Livia: Creí que no debía importarte ya nada…
Leonardo: ¡Ah, no es verdad! Tú sabes que es mi suplicio y que no puede ser de otra manera.
Livia: ¿Tu hija es tu suplicio? ¡Ah, no, esto no lo comprendo, de veras! Y no entiendo ya nada, si me dices esto.
Leonardo: ¡Oh, Livia! ¡Si no tengo nada más que eso! Toda mi existencia está concentrada allá, en aquella chiquilla. Tendría que compensármelo todo, ¿verdad? Pero, ¿cómo? ¡Si yo mismo no puedo ser alegre para ella…! ¿Lo comprendes? ¿Cómo voy a alegrarme de haberla traído al mundo? Y al mismo tiempo, no puedo abandonarla…
Livia: Pero, ¿quién te dice que la abandones?
Leonardo: ¡Tú no! ¡Lo sé, tú no me lo dices! ¡Pero mi hija no está aquí, contigo…!
Livia: Y allí donde está tu hija, ¿quién puede querer que la abandones?
Leonardo: ¿Allí? No digo que se quiera eso abiertamente; pero sí que se crea que yo finjo para agotar la paciencia, agravando exprofeso las dificultades que me oprimen, con objeto de escabullirme de todo aquello. Y yo he tenido que oírme decir: «¿Por qué no? ¡Acabemos ya de una vez! ¡Allí está la puerta!» ¿Comprendes? Sin comprender, como tú, que no puedo hacer eso. ¡Ojalá pudiese!
Livia: ¿Te han propuesto, pues, abandonar a la chiquilla?
Leonardo: ¡Oh, sí! Todo… Porque yo ahora ya… ¿qué soy?
Livia: Pero, ¿cómo podría ella dar abasto a…?
Leonardo: ¡Oh! ¡Dice que su trabajo sería más fructífero que el mío! Y es posible, ¿sabes?, es posible que sea verdad. Porque el mío no merece otra compensación… que buenas palabras…
Livia: ¿Será quizá porque ve que la chiquilla carece de…?
Leonardo: No, sabe que yo no envidio ya ni al que puede consagrarse a su trabajo, al trabajo para el cual ha nacido, del cual sólo es capaz, y del que obtiene una compensación que basta para hacerle vivir, aunque sea mal. Yo realizo grandes esfuerzos, hago de todo, incluso aquello que no puedo y no sé hacer… aquello que me repugna… Pero, ¿has visto? Hoy mismo, hace un momento, ha venido D’Albis… «¡Adiós, querido! ¡No hay sitio ya para ti!» También él: «¡A la puerta!» Porque pretendía que recurriese a tu padre, ahora!
Livia: A mi padre.
Leonardo: (Excitado, casi con extravío) ¡Oh! ¡Estoy hablando contigo, de estas cosas…! ¡Perdóname! ¡Pierdo la cabeza!
Livia: ¿Y quieres seguir así?
Leonardo: ¡Perdóname! ¡Perdóname! ¿Y cómo, si no? ¡Precisamente por esto te he dicho que es mi suplicio!
Livia: Pero si ella ha podido proponerte que abandones a tu hija…
Leonardo: Sí. Pero ¿cómo la abandono?
Livia: Espera. No te digo que la abandones. Lo sabes. Quiero saber si…
Leonardo: ¡Livia! ¿Me perdonas?
Livia: Espera, espera… Dime una cosa… ¿Te quiere… te quiere mucho la niña?
Leonardo: ¿Por qué?
Livia: Contesta. ¿A quién quiere más, a ti o a su madre?
Leonardo: No lo sé.
Livia: ¿Más a su madre?
Leonardo: Sí, quizá…
Livia: Porque tú no estás tanto con ella…
Leonardo: Claro, sí, por esto…
Livia: Pero, en cambio, si pudieses tenerla siempre contigo…
Leonardo: ¿Dónde?
Livia: ¡Contigo, te he dicho!
Leonardo: ¿Si fuese nuestra, quieres decir? ¡Ah, no, no me lo digas! ¡Aquí, a la luz del día…! ¡Sería demasiada felicidad! ¡Y ella, ella también, la pequeña…! ¡Sería también tan feliz!
Livia: ¿Ah, sí? ¿Sin la madre?
Leonardo: ¡Quiero decir, si fuese tuya! ¡Si fuese tuya, Livia!
Livia: (Ensombreciéndose su expresión, rígida, como si sintiese un escalofrío) Podría… sí, podría quererla mucho yo también…
Leonardo: ¡Porque eres buena! ¡Lo sé! ¡Eres tan buena…! ¡Oh, Livia!, me has perdonado, ¿verdad? ¿Me perdonas?
Livia: Sí, deja ya eso…
Leonardo: ¡Cuánto te he hecho sufrir! Dime… ¡Cuánto te hago sufrir todavía! Pero no he podido agotar tu bondad…
Livia: ¡Basta, basta, te lo ruego…! Dime sólo…
Leonardo: (Prosiguiendo, con ardor) Me sacas del abismo en el que he caído para traerme de nuevo a tu lado, junto a ti, que eres tan buena… omo a un refugio de paz… ¡Oh, Livia, también yo, como tú, la he imaginado aquí, la he deseado… la he visto en sueños aquí, en nuestra casa…! ¡Qué irrisión!
Livia: (Con un algo felino, involuntario, como si quisiera acrecentar la angustia de él e iluminar la suya propia:) ¿Es bonita?
Leonardo: Sí, mucho…
Livia: ¿Cómo se llama?
Leonardo: Dina.
Livia: ¿Habla?
Leonardo: Habla, sí…
Livia: ¿Es rubia, verdad? Me la imagino rubia…
Leonardo: Rubia, sí… rubia. Una cabecita de oro…
Livia: (Se retuerce de improviso como si se estrujase el corazón) ¡Ah, si fuese nuestra! (Se cubre el rostro con las manos)
Leonardo: (Impetuosamente.:) ¡No, no…! ¡Pobre Livia! ¡Es demasiado… es demasiado cruel! Perdóname… perdóname… (La abraza, le acaricia el cabello, apasionadamente)
Livia: (Sintiendo que va a ceder a la caricia, pero dominándose de repente y casi irguiéndose imperiosa) No puedes ya seguir aquí…
Sigue la excitación de ambos durante toda la escena, rapidísima hasta el final.
Leonardo: (Vencido, ebrio de pasión) ¿No? ¿Por qué?
Livia: ¡No quiero! ¡No quiero!
Leonardo: Pero, ¿no me has perdonado?
Livia: ¡Sí, pero ahora tienes que irte! ¡Vete! ¡Vete!
Leonardo: ¿No me quieres? ¿No me quieres? ¿Por qué?
Livia: ¡No, no, Leonardo, vete! ¡Ahora ya no puedes seguir aquí como antes!
Leonardo: Si me has perdonado de verdad…
Livia: ¡Precisamente por esto! ¡Vete!
Leonardo: Pero yo te juro, Livia…
Livia: (Fuerte, recalcando) ¡No! ¡Dos casas, no! ¡Yo aquí y tu hija allí, no!
Leonardo: ¿Entonces…?
Livia: Entonces… ¿quién sabe? ¡Déjame!
Leonardo: Pero, ¿en qué estás pensando? ¿Qué quieres decir?
Livia: ¡Déjame, ahora…! ¡Vete…!
Leonardo: ¡No puedo… si no me dices…!
Livia: No puedo decirte nada. Ahora te digo solamente, que te vayas. ¡Déjame pensar! Sé lo que deseas…
Leonardo: ¡A ti! ¡A ti! ¡Sólo te deseo a ti, Livia! ¡No deseo otra cosa!
Livia: ¿Cómo? ¿Y tu hija?
Leonardo: ¡No, a ti, Livia, sólo a ti!
Livia: ¡Déjame…, basta…, no…! ¡Te lo suplico, Leonardo! ¡Basta! (Soltándose)
Leonardo: ¿Ni siquiera una señal de perdón?
Livia: ¡No! ¡Adiós! (Le tiende la mano)
Leonardo: ¿Así?
Livia: Sí. Basta. Te lo ruego… te lo ruego…
Livia: Debes comprenderlo. Ni tú ni yo podemos seguir así, ¿no es verdad?
Leonardo: ¡Y cómo, entonces? ¡Dímelo!
Livia: ¡Quién sabe…! Déjame reflexionar… ¡Adiós!
Leonardo le besa con fuerza, largamente, la mano; después le pide con los ojos otro beso, Livia dice resueltamente…
Livia: ¡No! ¡Vete! [Vete…!
Sale Leonardo. Livia, apenas sola, levanta la cara, radiante; pero inmediatamente después, vencida por intensa emoción, esconde el rostro entre las manos, se deja caer sentada y rompe a llorar.
TELÓN
1915 – La rázon de los demás
Comedia en tres actos
Premisa
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
In Italiano – La ragione degli altri
Se vuoi contribuire, invia il tuo materiale, specificando se e come vuoi essere citato a
collabora@pirandelloweb.com