Enrique IV – Acto II

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In Italiano – Enrico IV
In English – Henry IV

Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

Enrique IV - Acto II
V Festival Internacional de Buenos Aires, Enrique IV, 2005. Immagine dal Web.

Enrique IV
Acto Segundo

Otra sala de la villa, contigua a la del trono, provista de muebles antiguos y austeros. A la derecha, sobre un estrado de dos palmos de alto, al que se asciende por medio de dos pequeños escalones, una mesa circundada por cinco asientos, uno a la cabecera, y dos a cada lado. En el fondo, puerta común. A la izquierda, dos ventanas que dan a un jardín. A la derecha, una puerta que comunica con la sala del trono. Es ya la media tarde del mismo día.

Al levantarse el telón están en escena Matilde, el doctor, y Tito Belcredi. Continúan una conversación anterior, pero Matilde se aparta, hosca, evidentemente fastidiada por lo que dicen los otros dos, a quienes, a pesar suyo, escucha, porque en el estado de inquietud en que se halla todo le interesa, aunque le disguste, impidiéndole concentrarse para madurar un firme propósito que la azuza y la tienta. Lo que oye a Belcredi y al Doctor atrae su atención, porque instintivamente siente la necesidad de ser distraída.

Belcredi: Sí, será como usted dice, querido doctor, pero ésa es mi impresión.

Doctor: No digo que no, pero crea que es solamente eso: una impresión.

Belcredi: Perdone que insista, doctor, pero hasta lo ha dicho, y muy claramente.

(Volviéndose a la marquesa): ¿No es verdad, marquesa?

Matilde (desconcertada, volviéndose hacia ellos): ¿Qué ha dicho?

(Oponiéndose luego): ¡Ah, sí.. pero no por el motivo que usted cree!

Doctor: Se refería a nuestras ropas superpuestas, a su manto (señala a la marquesa), a nuestras túnicas de benedictinos. Todo esto es pueril.

Matilde (con ímpetu, volviéndose de nuevo, desdeñosa): ¿ Pueril… ? ¿Qué dice usted, doctor? En cierto modo, si. Permítame hablar, Doctor marquesa, se lo ruego… Pero, desde otro punto de vista, es mucho más complicado de lo que podéis imaginar.

Matilde: Yo, por el contrario, lo veo muy claro.

Doctor (con una sonrisa de compasión propia de quien se dirige a personas incompetentes): ¡Ah, sí! Es menester compenetrarse de esta psicología especial de los de mentes, por la cual  – mire usted – se puede estar seguro de que un loco advierte, puede advertir perfectamente que alguien está disfrazado ante él, y aceptarlo como tal. Si, señores, y aun creer, del mismo modo que lo hacen los niños, para quienes la ficción y la realidad se mezclan en el juego. Por eso he dicho “pueril”. Pero luego se vuelve muy complicado en este sentido: que él tiene, ha de tener conciencia perfecta de ser para sí, ante sí mismo, una imagen; esa imagen suya que está allí.

Se refiere al retrato de la sala del trono, por lo que indica la puerta correspondiente.

Belcredi: ¡Lo dijo!

Doctor: Sí, lo dijo! Una imagen a la que se le enfrentan otras imágenes… las nuestras, ¿me explico? Pues bien, en su delirio  – agudo y muy lúcido-, ha podido advertir rápidamente una diferencia entre su imagen y las nuestras. Es decir, comprendió que había en nosotros, en nuestras imágenes, una ficción. Y ha desconfiado. Todos ellos están siempre armados de una desconfianza continuamente alerta. Pero eso es todo. A él, naturalmente, no ha debidode parecerle muy piadoso nuestro juego, realizado en torno del suyo. Y a nosotros, el suyo nos ha parecido mucho más trágico, por cuanto él, casi desafiándonos, ¿me explico?, impulsado por la desconfianza, nos lo ha querido mostrar justamente como un juego; también el suyo, si, señores, presentándosenos con un poco de tintura en las sienes y en los pómulos, y diciéndonos que lo había hecho de propósito, como una burla.

Matilde (otra vez impetuosa): ¡No! ¡No es eso, doctor! ¡No es eso! ¡No es eso!

Doctor: ¿ Cómo que no es eso?

Matilde (resuelta, vibrante): ¡Yo estoy segura de que me reconoció!

Doctor: No es posible… No es posible…

Belcredi (al mismo tiempo): Pero ¡no…!

Matilde (aun más decidida, casi convulsa): ¡Os digo que me reconoció! Cuando se acercó a mi para hablarme, mirándome en los ojos, muy dentro de ellos, me reconoció.

Belcredi: Pero si hablaba de su hija.

Matilde: ¡No es verdad! ¡De mí! ¡Hablaba de mí!

Belcredi: Sí, tal vez, cuando dijo…

Matilde (rápidamente, sin miramientos): ¡De mis cabellos teñidos! ¿No habéis advertido que agregó en seguida: “o quizá el recuerdo de vuestro color moreno, si es que erais morena”? Ha recordado perfectamente que yo, “entonces” era morena.

Belcredi: Pero no. . son fantasías!

Matilde (sin escuchar, dirigiéndose al doctor): Mis cabellos, doctor, son en verdad oscuros, como los de mi hija. ¡Por eso comenzó a hablar de ella!

Belcredi: ¡Si no conoce a su hija!… ¡Si no la ha visto jamás!

Matilde: ¡Justamente! ¡Usted no comprende nada! ¡Al referirse a mi hija, se refería a mí, a mí como yo era entonces!

Belcredi: ¡Ah, esto es contagioso! ¡Esto es contagioso!

Matilde (lenta, con desprecio): ¿Qué es lo contagioso?… ¡Tonto!

Belcredi: Pero ¿acaso usted ha sido su esposa? ¿No ve que en su delirio, su hija de usted es su esposa: Berta de Susa?

Matilde: De acuerdo. Porque yo, no siendo ya morena  – como él me recordaba – sino así, rubia, me he presentado ante él como “Adelaida”, la madre. Mi hija para él no existe, nunca la ha visto, usted mismo lo dijo. ¿Cómo puede saber, entonces, si es rubia o morena?

Belcredi: ¡Por Dios!… Ha dicho morena, así, generalizando, como quien pretende fijar de algún modo, sea rubia o morena, el recuerdo de la juventud por el color de los cabellos. Es que el fantasear es muy frecuente en usted. ¡Doctor, dice que yo no debí haber venido; la que no debió venir es ella!

Matilde (abatida por la observación de Belcredi, ha quedado por un momento absorta; se repone luego, pero está inquieta porque duda): No…, no…, hablaba de mí… Me ha hablado siempre a mí, y conmigo… y de mí…

Belcredi: ¡Tiene gracia! ¡No me ha dejado un instante de resuello, y dice que habló siempre con usted! ¡A menos que le haya parecido que también aludía a usted cuando hablaba con Pedro Damiani!

Matilde (con aire de desafío, casi rompiendo los – frenos de la conveniencia): ¿Y quién puede asegurar lo contrario? ¿Sabría usted decirme por qué él, en seguida, desde el primer momento, ha sentido aversión por usted, sólo por usted?

Del tono de la pregunta ha de resultar casi explícita la respuesta: “Porque ha comprendido que usted es mi amante.” Belcredi lo advierte tan bien, que de pronto se queda suspenso, y como perdido en una vana sonrisa.  

Doctor: La razón  – perdonen ustedes – puede estar también en el hecho de que le fue anunciada solamente la visita de la duquesa Adelaida, y del abate de Cluny. Hallándose ante un tercero que no le había sido anunciado, sintió desconfianza…

Belcredi: Sí muy bien, la desconfianza le hizo ver en mí a un enemigo: Pedro Damiani. Pero ella se empeña en que la ha reconocido…

Matilde: Al respecto no hay dudas. Me lo dijeron sus ojos, doctor, ¿sabe usted? Cuando se mira de cierto modo, ya no es posible dudar. Quizá fue un instante, pero… ¿qué quiere usted que le diga…?

Doctor: Desde luego, su teoría es razonable: un momento de lucidez…

Matilde: ¡Sí, quizá! Y entonces, sus razones me han parecido plenas de un lamento por mi juventud y la suya… ¡Por esa cosa horrible que le ha ocurrido, dejándolo fijo allí, en aquella máscara de la que no ha podido desprenderse nunca, y de la que quiere, ansía separarse!

Belcredi: ¡Sí! Para poder entregarse por entero a amar a su hija de usted, o a usted misma  – como ya se lo figura – enternecido por su piedad.

Matilde: Que es mucha. Se lo aseguro.

Belcredi: Se advierte, marquesa. Tanta, que un taumaturgo vería másì que probable el milagro.

Doctor: ¿Me permiten ustedes que hable yo ahora? Yo no hago milagros, porque soy un médico y no un taumaturgo. He estado muy atento a todo lo que ha dicho, y repito que esa cierta elasticidad analógica, propia de todo delirio sistematizado, es evidente que en él está ya muy… ¿cómo podría decirlo?, relajada. En suma, que los elementos de su delirio ya no se sostienen con firmeza entre sí. Me parece que ahora le cuesta equilibrarse, en su personalidad sobrepuesta, por múltiples y bruscos llamados que lo arrancan  – y esto es muy reconfortante – no de un estado de incipiente apatía, sino más bien de una mórbida adaptación a un estado de melancolía reflexiva, que demuestra una… sí, una considerable actividad cerebral. Y repito que muy alentadora. Pues bien, si con este violento engaño que le hemos preparado…

Matilde (volviéndose hacia la ventana, con el tono de una enferma que se lamenta): Pero ¿cómo es posible que no regrese aún ese automóvil? En tres horas y media…

Doctor: ¿Cómo dice?

Matilde: ¡El automóvil, doctor!… Han pasado más de tres horas y media ya.

Doctor (mirando su reloj): Y hasta más de cuatro.

Matilde: Hace media hora, por lo menos, que podría haber estado de vuelta…

Belcredi: Quizá no encuentren el traje.

Matilde: ¡Pero si les indiqué con precisión dónde está guardado!

(Muy impaciente): Frida, más bien…¿Dónde está Frida?

Belcredi (asomándose a la ventana): Tal vez esté con Carlos, en el jardín.

Doctor: Carlos tratará de persuadirla para que abandone su temor…

Belcredi: Pero si no es temor, doctor, es que se aburre.

Matilde: Le ruego a usted que no le pida nada… Yo la conozco bien.

Doctor: Esperemos con paciencia. Todo se hará rápidamente, y debe ser por la noche. Si logramos sacudirlo  – como os decía-, quebrar de un golpe, con un violento tirón, los hilos ya flojos que aún lo atan a su ficción, devolviéndole lo que él mismo pide (lo dijo: “No se puede tener siempre veintiséis años, señora”), la liberación de esa condena, que a él mismo le parece condena…

En suma, si logramos que de súbito recupere el sentido de la distancia en el tiempo…

Belcredi (rápidamente): ¡Estará curado!

(Silabeando con intención irónica): ¡Lo sacudiremos!…

Doctor: Podremos tener fe en recuperarlo, como a un reloj que se hubiese detenido a una hora determinada. Eso, sí, como con nuestros relojes en la mano, esperar que suene otra vez aquella hora  – ¡tac!; una sacudida-, y esperemos que vuelva a señalar su tiempo, después de tan larga detención.

Por la puerta del fondo entra Carlos Di Nolli.  

Matilde: Ah, Carlos… ¿Y Frida? ¿Adónde se ha ido?

Di Nolli: Vendrá en seguida.

Doctor: ¿Ha llegado el automóvil?

Di Nolli: Sí.

Matilde: ¿Ah, sí? ¿Y trajeron el vestido?

Di Nolli: Hace ya rato que está aquí.

Doctor: Ah, entonces todo marcha bien.

Matilde (agitada): ¿Y dónde está? ¿Dónde está?

Di Nolli (alzando los hombros y con triste sonrisa, como quien se presta a disgusto a una broma fuera de lugar): ¡Vaya!… Ahora veréis..

(E indicando hacia la puerta): Hela aquí…

En el umbral de foro aparece Bertoldo anunciando con solemnidad.  

Bertoldo: ¡Su Alteza, la marquesa Matilde de Canossa!

Y en seguida entra Frida, magnífica y bellísima, vestida con el antiguo traje de su madre, de “Marquesa Matilde de Toscana”, de suerte que es la réplica viviente del retrato puesto en la sala del trono.  

Frida (pasando junto a Bertoldo, que se inclina, le dice con, tranquilo desdén): ¡De Toscana, de Toscana! Canossa es solamente un castillo mío.

Belcredi (adinirándola): Mira, mira… ¡parece otra!

Matilde: Parece yo. ¡Dios mío! ¿Lo veis? ¡Quieta, Frida! ¡Si es mi propio retrato vivo!

Doctor: Sí, sí, perfecto. ¡Perfecto! ¡El retrato!

Belcredi: Sí, no puede negarse es el mismo. Vean ustedes… ¡qué tipo!

Frida: ¡No me hagáis reír, que estallo! ¿Qué talle tenías, mamá? Tuve que comprimirme para entrar.

Matilde (convulsa, arreglándola): Espera…. Quieta. Estas arrugas… ¿Tan estrecho te queda, de veras?

Frida: ¡Me ahogo! Es menester apurarse, por favor.

Doctor: Sí, pero tenemos que esperar a que anochezca.

Frida: ¡No, no; yo no resisto hasta la noche!

Matilde: ¿Y por qué te lo has puesto tan pronto?

Frida: Apenas lo vi… ¡La tentación fue irresistible!

Matilde: Podrías haberme llamado, por lo menos. Dejar que te ayudara. Está tan arrugado, todavía…

Frida: Lo he visto, mamá. Pero son arrugas viejas, será muy difícil quitarlas.

Doctor: No importa, marquesa. La ilusión es perfecta.

(Apartándose luego, e invitándola a avanzar cerca de Frida, pero sin que la cubra): Permítame… Colóquese así, acá, a una cierta distancia, un poco más adelante…

Belcredi: Para obtener la sensación de la distancia en el tiempo.

Matilde (volviéndose apenas hacia él): ¡Veinte años después! ¡Un desastre!… ¿ No?

Belcredi: Bueno… ¡no exageremos!

Doctor (muy turbado, intentando rectificar): No, no! Lo decía por…, pues lo decía por el traje…, sólo con intención de ver…

Belcredi (riendo): ¡Por el traje, doctor! ¡No son veinte años los del traje, son ochocientos! Un abismo. ¿De veras quiere usted hacérselo saltar con un empellón?

(Señalando primero a Frida y luego a la marquesa): ¿Desde allí hasta aquí? Lo recogerá a pedazos, en un cesto. Amigos míos, reflexionad un poco; hablo seriamente. Para nosotros son veinte años, dos trajes y una mascarada, pero si para él, como usted dice, doctor, se ha detenido el tiempo, si él vive allí (indica a Frida) con ella, ochocientos años atrás…, digo que será tal el vértigo del salto, que cuando caiga entre nosotros…

(El doctor hace señas negativas con el dedo): ¿Dice usted que no?

Doctor: No. Porque la vida, estimado barón, renace aquí. Esta vida nuestra no tardará en ser real también para él, y se apoderará de él súbitamente, desgarrándole de pronto la ilusión y revelándole que son apenas veinte los ochocientos años de que usted habla. Será, mire usted…, como ciertas pruebas, por ejemplo, la del salto en el vacío del rito masónico, que parece una enormidad, y resulta finalmente que sólo se ha descendido un escalón.

Belcredi: ¡Oh, qué hallazgo! ¡Pero sí! ¡Mire usted a Frida y a la marquesa, doctor! ¿Quién está más adelante? Nosotros, los viejos, doctor. Los jóvenes creen estar más adelante, pero no es así. Somos nosotros los que estamos más adelante, puesto que el tiempo es más nuestro que de ellos.

Doctor: Eso sería si el pasado no nos alejara.

Belcredi: ¡No! ¿De qué? Si ellos (indica a Frida y a Di Nolli) han de hacer aún lo que nosotros ya hemos hecho, doctor: envejecer repitiendo, poco más o menos, las mismas tonterías… La ilusión es creer que salimos de la vida por una puerta que está adelante. ¡No es verdad! Si apenas se nace se comienza a morir, quien ha comenzado primero está más adelante que los otros. Y el más joven es nuestro padre Adán. Mire allí (señala a Frida) es ochocientos años más joven que todos nosotros: la marquesa Matilde de Toscana.

Se inclina profundamente.  

Di Nolli: Te lo ruego, Tito, por favor, no hagamos bromas.

Belcredi: ¡Ah!… Si crees que bromeo…

Di Nolli: Pero sí, lo haces desde que viniste…

Belcredi: ¿Cómo puedes creer eso? ¡Si hasta me he vestido de benedictino!

Di Nolli: Sí, para darle aspecto de seriedad.

Belcredi: Bueno… creo que si ha sido serio para los demás… para Frida, por ejemplo…

(Volviéndose luego al doctor): Le juro, doctor, que aún no he logrado comprender su propósito.

Doctor (molesto): ¡Ya lo verá usted! Déjeme hacer a mí… ¡Vaya!… Claro, viendo a la marquesa vestida así todavía…

Belcredi: Ah, ¿por qué?… ¿Ella también debe… ?

Doctor: ¡Desde luego! Ponerse ese otro vestido que está allá, de modo que, cuando él crea hallarse ante la marquesa Matilde de Canossa…

Frida (mientras conversa por lo bajo con Di Nolli, advirtiendo que el doctor se equivoca): ¡De Toscana! ¡De Toscana, doctor!

Doctor (incómodo): ¡Tanto da!

Belcredi: ¡Ah, comprendo! ¿Se hallará ante dos… ?

Doctor: ¡Exactamente!… Y entonces…

Frida (llamándole aparte): Venga, doctor, escuche.

Doctor: Voy…

Se aparta con los dos jóvenes, y finge explicarles.  

Belcredi (quedo, a Matilde): ¡Demonios!… Pero entonces…

Matilde (volviéndose firmemente): Entonces, ¿qué?

Belcredi: ¿En verdad, le interesa a usted tanto? ¿Hasta el punto de prestarse a esto? ¡Es demasiado para una mujer!

Matilde: Para una mujer cualquiera, podría ser.

Belcredi: Ah, no, querida. Esto, para todas, es un acto de abnegación.

Matilde: ¡Que por otra parte le debo!

Belcredi: ¡No mienta usted!… Sabe que no va a rebajarse.

Matilde: ¿Y entonces? ¿En qué consiste la abnegación?

Belcredi: Es poca. Sólo la que usted necesita para no avergonzarse ante los demás, pero sí para ofenderme a mí.

Matilde: ¿Y quién piensa en usted en estos momentos?

Di Nolli (avanzando): De acuerdo, de acuerdo. Lo haremos así…

(Volviéndose a Bertoldo): Usted, vaya a llamar a uno de esos tres.

Bertoldo: En seguida.

Sale por la puerta del foro.  

Matilde: Pero antes hemos de fingir que nos marchamos.

Di Nolli: Precisamente. Lo hago llamar para predisponerlo a vuestra partida.

(A Belcredi): Tú puedes eludirlo. Quédate aquí.

Belcredi (moviendo la cabeza irónicamente): Como tú lo dispones…, lo eludiré…

Di Nolli: Aunque sólo sea para que no desconfíe otra vez, ¿comprendes?

Belcredi: Sí, hombre, sí. Quantité négligeable.

Doctor: Es menester que tenga la absoluta, la completa certeza de que nos hemos marchado.

Por la puerta de la derecha entra Landolf o, seguido por Arialdo.  

Landolfo: Con el permiso vuestro…

Di Nolli: Sí, adelante. Bueno… ¿ Se llama usted Lolo, verdad?

Landolfo: Lolo, o Landolfo, como usted prefiera.

Di Nolli: Bien… Mire usted. El doctor y la marquesa van a despedirse…

Landolfo: Muy bien. Les bastará con decir que han obtenido del Pontífice la merced de ser recibidos. Está allí, en sus estancias, gimiendo arrepentido de todo lo que dijo y desesperado pensando en que no obtendrá la gracia. Si ustedes quieren hacer el favor; tendrán que ponerse nuevamente los trajes.

Doctor: Sí, sí, vamos ya, vamos.

Landolfo: Esperad. Permitidme que os sugiera una cosa: la de agregar que también la marquesa Matilde de Toscana ha implorado con vosotros la gracia del Pontífice.

Matilde: ¿Lo veis? ¿Os dais cuenta de que me ha reconocido?

Landolfo: No. Usted perdone. Es que teme mucho la aversión de aquella marquesa que hospedó al Papa en su castillo. Es curioso, en lo que yo sé de historia  – aunque de seguro los señores saben más que yo-, no se menciona que Enrique IV amara secretamente a la marquesa de Toscana…, ¿no es verdad?

Matilde (rápido): No. Desde luego. No se dice. ¡Muy por el contrario!

Landolfo: ¡Ya me parecía! Sin embargo él dice haberla amado… Lo dice siempre. Y teme ahora que el desdén que ella tuvo por ese secreto amor pueda influir en el ánimo del Pontífice, predisponiéndolo en su contra.

Belcredi: Es preciso entonces hacerle comprender que esa aversión ha desaparecido.

Landolfo: ¡Eso! ¡Es una buena idea!

Matilde (a Landolfo): Es una buena idea, sí. (A Belcredi): Porque la historia especifica, por si usted no lo sabe, que el Papa accedió sólo ante las súplicas de la marquesa Matilde y del abate de Cluny. Y lo que puedo asegurarle a usted, querido Beleredi, es que cuando se hizo la cabalgata, yo tenía precisamente la intención de valerme de eso, para demostrarle que ya no sentía por él tanto desagrado como él imaginaba.

Belcredi: ¡Entonces, esto viene de perlas, señora marquesa!… Con que siga usted el hilo de la historia…

Landolfo: Sin duda… Y en ese caso, la señora podría ahorrarse un doble disfraz y presentarse con monseñor (indica al doctor) en el carácter de marquesa de Toscana.

Doctor (rápido, con fuerza): ¡No, no! ¡Eso no, por favor! Lo echaría todo a rodar. El efecto de la confrontación debe ser repentino, brusco. De otro modo, no resultaría. Marquesa, usted se presentará nuevamente como la duquesa Adelaida, madre de la emperatriz, y luego nos despediremos. Es primordial que él sepa que nos hemos marchado. No Perdamos más tiempo ahora; aún nos queda mucho por preparar.

El doctor, Matilde y Landolfo salen por la puerta de la derecha.  

Frida: Comienzo a sentir temor otra vez…

Di Nolli: ¿Cómo es posible, Frida?

Frida: Hubiera sido mejor verlo antes.

Di Nolli: Pero ¡si no hay razón para temer nada, créeme!

Frida: ¿Verdad que no está furioso?

Di Nolli: ¡Qué ideas!… ¿Por qué habría de estarlo ?

Belcredi (con irónica afectación sentimental): Está melancólico. ¿No has oído decir que te ama?

Frida: ¡Qué gracia! Precisamente por eso…

Belcredi: Tranquilízate. No te hará daño alguno.

Di Nolli: Además será cosa de un momento…

Frida: Sí, pero estar allá…, a oscuras, y con él…

Di Nolli: Sólo por un momento. Además yo estaré cerca de ti, y los otros aguardando detrás de las puertas para acudir si fuera preciso. Apenas se vea ante tu madre, tu misión habrá concluido. ¿No lo comprendes?

Belcredi: En cambio, yo me temo que todo esto sea como tratar de hacer agujeros en el agua.

Di Nolli: ¿Vuelves a lo mismo? Yo creo que el remedio es eficacísimo.

Frida: También yo…, lo advierto en mí misma. Estoy estremecida.

Belcredi: Es que los locos, queridos míos, aunque ellos mismos no lo sepan, poseen una felicidad que nosotros no advertimos…

Di Nolli (interrumpiendo, fastidiado): Pero ¿de qué felicidad hablas ahora? ¡Hazme el favor!

Belcredi (con fuerza): ¡No razonan!

Di Nolli: Bueno, pero ¿qué tiene que ver con esto la razón?

Belcredi: Cómo, ¿no te parece que es todo un razonamiento el que  – según nosotros él debería hacerse, viéndola a ella (señala a Frida), y viendo a su madre? ¡Si todo lo hemos estructurado nosotros!

Di Nolli: No, de ninguna manera. ¿Qué razonamiento? Le presentamos una doble imagen de su misma ficción, como dijo el doctor.

Belcredi (impetuosamente): Mira: nunca he podido comprender por qué se diploman en medicina.

Di Nolli (aturdido): ¿Quiénes?

Belcredi: Los alienistas.

Di Nolli: ¡Ésa sí que es buena! ¿Y en qué pretendes que se diplomen?

Frida: ¡Se hacen los alienistas!

Belcredi: ¡Eso!… ¡En jurisprudencia, querida mía! Pura charla. Y quien más sabe charlar más importante es. “Plasticidad analógica”, “la sensación de la distancia del tiempo”. Y entretanto, lo primero que dicen es que no hacen milagros, cuando lo primero que se necesitaría sería un milagro. Pero ellos saben que cuanto más repitan que no son taumaturgos, más creerán los otros en su seriedad. No hacen milagros, pero caen siempre de pie. ¡Es estupendo!

Bertoldo (que ha estado espiando por la cerradura de la puerta de la derecha): ¡Ya están allí!… ¡Vienen hacia aquí!

Di Nolli: ¿Ah, sí?

Bertoldo: Parece que él quiere acompañarlos… ¡Sí, sí, viene, viene!

Di Nolli: Retirémonos entonces… ¡Pronto!

(Volviéndose a Bertoldo, antes de salir): ¡Usted, quédese acá!

Bertoldo: ¿Debo quedarme?

Sin responderle, Di Nolli, Frida, y Belcredi escapan por el foro, dejando a Bertoldo suspenso y desorientado.

Se abre la puerta de la derecha, y Landolfo entra el primero, inclinándose rápidamente; luego Matilde con el manto y la corona ducal, como en el acto I, y el doctor con el hábito de abate de Cluny. Entre ellos, aparece Enrique IV con la vestimenta real. Finalmente, entran Ordulfo y Arialdo.  

Enrique IV (continuando la conversación que se supone iniciada, en la sala del trono): Y yo os pregunto: ¿cómo podría ser astuto si luego me creen obstinado?

Doctor: No, ¡por favor!… Obstinado no.

Enrique IV (sonriendo complacido): Entonces, ¿ sería para vos verdaderamente astuto ?

Doctor: No, no, ni obstinado ni astuto.

Enrique IV (se detiene y exclama con el tono de quien quiere hacer notar benévolamente y con ironía que eso no puede quedar así): ¡Monseñor!… Si la obstinación no es vicio que pueda ser acompañado por la astucia, yo esperaba que, negándome aquélla, me concedierais por lo menos un poco de astucia. Os aseguro que la necesito, y mucho. Pero sí queréis reservárosla toda para vos…

Doctor: ¡Oh!, ¿cómo? ¿Yo? ¿Os parezco astuto?

Enrique IV: No, monseñor, ¿cómo se os ocurre? No lo parecéis en absoluto.

(Interrumpiéndose para dirigirse a Matilde): Si me permitís…, aquí, en el umbral…, quiero decir unas palabras confidenciales a la señora duquesa.

(La aparta un poco, y le pregunta secreta y ansiosamente): ¿Amáis a vuestra hija realmente?

Matilde (confundida): Sí…, ciertamente.

Enrique IV: ¿Y queréis que con todo mi amor, con toda mi devoción, la recompense de los gravísimos errores que he cometido para con ella? Aunque no habréis de creer, por cierto, en las acusaciones idisoluto que me hacen mis enemigos…

Matilde: No, no; yo no creo, nunca he creído…

Enrique IV: Y bien, entonces, ¿queréis… ?

Matilde (siempre confundida): ¿Qué cosa?

Enrique IV: ¿Que yo regrese al amor de vuestra hija?

(La mira yagre ga en seguida en tono misterioso, con admiración y temor al mismo tiempo): ¡No seáis amiga de la marquesa de Toscana!

Matilde: Sin embargo, os aseguro que ella ha rogado tanto como nosotros para obtener vuestra gracia.

Enrique IV (rápido, quedo, estremecido): ¡No me lo digáis! ¡No me lo digáis! ¡Por Dios, señora! ¿No veis el efecto que me hace?

Matilde (lo mira; luego muy bajo, como en confidencia): ¿La amáis aún?

Enrique IV (consternado): ¿Aún? ¿Cómo decís aún? ¿Sabéis, acaso? ¡Nadie lo sabe! ¡Nadie debe saberlo!

Matilde: Quizá ella sí lo sabe, puesto que ha rogado tanto por vos.

Enrique IV (la mira un instante, y luego dice): ¿Y amáis a vuestra hija?

(Breve pausa. Se vuelve al doctor con una sonrisa): ¡Ah, monseñor!…¡Es tan cierto que yo no supe que tenía esposa hasta después, tarde, muy tarde!… Aún ahora debo tenerla, sí, no hay duda de que la tengo, pero os podría jurar que no la recuerdo casi nunca. Será pecado, pero no la siento en mi corazón, no la siento. Pero lo más asombroso es que ni aun su propia madre la sienta en su corazón. Confesad, señora, que ella os importa bien poco. (Volviéndose hacia el doctor, con exasperación): ¡Me habla de la otra!

(Y excitándose más): Con una insistencia… Con una insistencia que no logro explicarme.

Landolfo (humilde): Tal vez, majestad, para desvirtuaros la opinión contraria que hubierais podido concebir acerca de la marquesa de Toscana.

(Y temeroso de haberse permitido esa observación, agrega en seguida): Se entiende que me refiero a este momento…

Enrique IV: Porque… ¿también tú sostienes que fue amiga mía?

Landolfo: Sí, en este momento sí, majestad.

Matilde: Así es…, precisamente por eso.

Enrique IV: He comprendido. Quiere decir Enrique entonces, que vosotros no creéis que yo la amo. He comprendido… ¡Nunca lo creyó nadie! ¡Nadie lo sospechó jamás! ¡Tanto mejor así! ¡Basta, basta! (Interrumpe, y encara al doctor con ánimo y gesto totalmente cambiados): ¿Habéis visto, monseñor? Las condiciones de las que el Papa hizo depender la revocatoria de la excomunión, nada tienen que ver con las razones por las que me había excomulgado. Decid al Papa Gregorio que volveremos a vernos en Bressanone. Y vos, se flora, si tenéis la suerte de hallar a vuestra hija, allá abajo, en el patio del castillo de vuestra amiga la marquesa… ¿qué puedo deciros?… hacedla subir. Veremos si logro conservarla a mi lado como, esposa y emperatriz. Muchas hasta hoy se han presentado aquí asegurándome… ser ella, aquella misma que yo, sabiendo que la tenía… sí, también he buscado alguna vez. No me avergüenzo; era mi esposa. Pero todas, al decirme que eran Berta, y que venían de Susa  – no sé por qué-, se reían.

(Confidencialmente): ¿Comprendéis?… en el lecho…, yo sin esta ropa… ella también… sí, ¡Dios mío!, sin ropas… un hombre y una mujer… es natural… Ya no se piensa en lo que somos. ¡El traje, colgado, se transforma en un fantasma!

(Cambiando luego de tono, y confidencialmente al doctor): Y yo pienso, monseñor, que los fantasmas. en general, no son, al fin y al cabo, más que pequeños desconciertos del espíritu: imágenes que no logramos retener en los reinos del sueño. Se manifiestan también en la vigilia, de día. Y dan miedo. Yo tengo siempre mucho miedo, cuando por las noches veo ante mí tantas imágenes desconcertadas… ¡tantas!, que ríen apeadas de sus caballos.

Otras veces, tengo miedo hasta de mi sangre que late en las arterias, como cuando en el silencio de la noche se escuchan los golpes sombríos de pasos en habitaciones lejanas… Basta. Ya os he retenido demasiado de pie. Os saludo, señora; os reverencio, monseñor.

Delante de la puerta del foro, hasta donde los ha acompañado, los despide correspondiendo a las reverencias que se le hacen. Salen Matilde y el doctor. Él cierra la puerta, y se vuelve súbitamente transformado.

Enrique IV: ¡Bufones! ¡Bufones! ¡Bufones!… ¡Un piano de colores! Apenas la tocaba… blanca, rosa, amarilla, verde… ¿Y el otro, Pedro Damiani? ¡Ah! ¡Ah! ¡Perfecto! ¡Acertadísimo! ¡Se ha aterrorizado al comparecer nuevamente ante mí!

(Dirá esto prorrumpiendo en alegría frenética, moviendo los ojos con nerviosidad, y trasladándose agitadamente de uno a otro lado, hasta que, de pronto, ve a Bertoldo, más que asombrado, atemorizado por el repentino cambio. Se de. tiene ante él, lo señala ante los tres compañeros que también están como perdidos por el aturdimiento): ¡Pero reparad en este imbécil! ¡Fijaos cómo me mira ahora, boquiabierto!

(Lo sacude tomándolo por los hombros): ¿No comprendes? i No ves cómo los adorno, cómo los aderezo, cómo los hago comparecer ante mí? ¡Bufones amedrentados! i Y se espantan precisamente de eso,oh!… De que pueda yo arrancarles sus máscaras bufonescas y descubra que están disfrazados. ¡Cómo si no les hubiese impulsado yo mismo a disfrazarse, para darme este gusto de simular que estoy loco!

Landolfo (demudado por la sorpresa, mira a sus compañeros, quienes a su vez, en el mismo estado, lo miran a él): ¿Cómo?

Arialdo: ¿Qué dices?

Ordulfo: ¿Pero entonces… ?

Enrique IV (ante estas exclamaciones se vuelve súbitamente, y grita, imperioso): ¡Basta! ¡Terminemos! ¡Me he cansado ya!

(Luego, rápidamente, como si después de haber reflexionado no pudiese detenerse, ni creerse): ¡Dios, qué impudicia!…

Presentarse ante mí con su amante al lado… Y tenían el aspecto de hacerlo por compasión, para no enfurecer a un pobrecito que está ya fuera del mundo, fuera del tiempo, fuera de la vida. Es natural… De otro modo, ya podéis figuraros que ése no se hubiera prestado a una superchería semejante. Pero ellos si, todos los días, en todo momento, pretenden que los otros sean como ellos pretenden. Pero ¿no es esto una superchería? ¡No hay remedio! Es su modo de pensar, su modo de ver, de sentir… ¡Cada uno tiene el suyo propio! Vosotros también tenéis el vuestro, ¿eh? ¡Claro que sí! ¿Pero cuál puede ser el vuestro? ¡El del rebaño! Mísero, caduco, incierto… Y ésos se aprovechan, os hacen aceptar y soportar el de ellos, de modo qué sintáis y veáis como ellos. O, por lo menos, se hacen esa ilusión. Porque, ¿qué es lo que al fin consiguen imponer? Palabras, palabras que cada cual comprende y repite a su manera. Y así es como se forman las llamadas opiniones corrientes! ¡Pobre del que un buen día se vea marcado por una de esas palabras que todos repiten! Por ejemplo: “¡loco!”; o por ejemplo…. ¿qué podría decir?… imbécil”. Decidme, ¿es posible estarse quieto pensando que hay guien, tan sólo uno, que se afana por convencer a los demás de que sois como él os ve, e intenta fijaros en la estimación ajena, según el juicio que se ha hecho de vosotros?… “¡Loco, loco!” Y no lo digo ahora, cuando ya lo hago por broma, sino antes, antes de golpearme la cabeza al caer del caballo.

(Se contiene, de pronto, al advertir que los cuatro se agitan, más que nunca, asustados, trastornados): ¿Os miráis?

(Remeda a los otros con gestos simiescos): ¡Ah! ¡Oh! ¡Qué revelación!… ¿Estoy o no estoy? ¡Oh, sí, estoy loco!

(Se torna terrible): Por eso, porque lo estoy, ¡arrodillaos! ¡Arrodillaos!

(Los fuerza a arrodillarse uno por uno): ¡Ordeno que os arrodilléis todos ante mí! ¡Así! ¡Y tocad tres veces el suelo con la frente! ¡Abajo! ¡Todos tenéis que arrodillaros ante los locos!

(Al ver a los cuatro arrodillados, se desvanece su alegría ¡y se desdeña): ¡Arriba, ovejas, levantaos! ¿Me habéis obedecido?… Podíais haberme puesto la camisa de fuerza… ¡Aplastar a alguien con el peso de la palabra!… ¿Qué es eso? Nada… ¡Una mosca! ¡Toda la vida está aplastada así, por el peso de las palabras! El peso de los muertos… Miradme ¿Podéis creer seriamente que Enrique IV está aún vivo? Sin embargo, ya veis, os hablo y os doy órdenes a vosotros que lo estáis. ¡Así os quiero! ¿Os parece que también es esto una burla? ¿El que sean los muertos quienes sigan haciendo la vida? Sí. Aquí es una burla; pero, salid de aquí, id al mundo viviente. Despunta el día. El tiempo está ante vosotros. ¡El alba! Este día que está ante nosotros  – decís vosotros-, lo haremos nosotros. ¿Sí? ¿Vosotros?… ¡Saludad en mi nombre a todas las tradiciones, a todas las vestimentas, a todas las costumbres! ¡Comenzad a hablar! Repetiréis todas las palabras que fueron dichas siempre. ¿Creéis vivir? ¡Rumiáis la vida de los muertos!

(Se para ante Bertoldo, que está completamente idiotizado): Tú no comprendes absolutamente nada, ¿eh? ¿Cómo te llamas?

Bertoldo: Yo… yo… yo soy Bertoldo.

Enrique IV: Pero ¿qué Bertoldo? ¡Tonto!… Entre nosotros, ¿cómo te llamas?

Bertoldo: En verdad… yo… me llamo Fino…

Enrique IV (volviéndose, de pronto, al sorprender las señas con que los otros tres reprochan a Bertoldo, e imponiéndoles silencio): ¿Fino?

Bertoldo: Fino Pagliuca; sí señor…

Enrique IV (volviéndose nuevamente a los otros): Pero si os he oído muchas veces llamaros unos a otros.

(A Landolfo): ¿Tú, te llamas Lolo?

Landolfo: Sí, señor…

(Luego, con un estallido de alegría): ¡Oh, Dios! ¿Pero entonces?

Enrique IV (rápido, brusco): ¿Qué sucede?

Landolfo (languideciendo de pronto): No… digo…

Enrique IV: ¿Que ya no estoy loco? ¡Claro que no! ¿No me veis? Bromeamos a espaldas de quienes lo creen.

(A Arialdo): Sé que tú te llamas Franco.

(A Ordulfo): Y tú, espera…

Ordulfo: Momo.

Enrique IV: Sí, Momo. Qué notable, ¿no?

Landolfo: Pero… entonces… ¡Bendito sea Dios!

Enrique IV: ¿Por qué? Si no tiene importancia. Nos reiremos entre nosotros. Nos reíremos con ganas…

(Y ríe estruendosamente): ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!

Landolfo, Arialdo y Ordulfo se miran entre sí, inciertos, extraviados, entre la alegría y el susto.  

Landolfo: ¡Se ha curado!

Arialdo: ¿Será posible… ?

Ordulfo: ¡Es inexplicable…!

Enrique IV: Callad. Callad.

(A Bertoldo): ¿Tú, no ríes? ¿Estás aún ofendido? ¡Vaya! No te lo decía a ti, ¿sabes? Conviene a todos, ¿comprendes?, conviene hacer creer que algunos están locos para tener la excusa de encerrarlos. ¿Y sabes por qué? Porque no pueden resistir el oírles hablar. ¿Qué digo yo de esos que se fueron? Que la una es una zorra, el otro, un sucio libertino, el otro un impostor… ¡No es cierto! ¡Nadie puede creerlo! Pero todos me escuchan, sin embargo, asustados. ¿Por qué?  – quisiera yo saber -, si no es verdad? No se puede creer así porque sí en lo que dicen los locos. Sin embargo, ahí se están, escuchando, con los ojos dilatados por el espanto. ¿Porqué?, dime, dime tú, ¿por qué? Estoy tranquilo, ¿lo ves?

Bertoldo: Bueno, porque… quizá creen que…

Enrique IV: No, querido mío, no. Mírame bien a los ojos. No digo que sea verdad, tranquilízate. Nada es verdad. Pero mírame a los ojos.

Bertoldo: Si, miro, ¿y luego?

Enrique IV: ¿Lo ves? ¿Lo ves? También tú tienes el miedo en los ojos… ¡Y eso porque te estoy pareciendo loco! ¡He aquí la prueba! ¡He aquí la prueba! (Y ríe)

Landolfo (en nombre de los demás, envalentonándose, exasperado): ¿Qué prueba?

Enrique IV: ¡Pues ésta: vuestro temor! Porque ahora os parezco loco otra vez. Sin embargo, ¡oh, Señor, lo sabéis. Me creéis. Habéis creído hasta este momento que estoy loco. ¿Es verdad, o no?

(Los observa un momento y los ve aterrorizados): ¿Lo veis? ¿No advertís que vuestra inquietud puede convertirse en terror, como el que sentiríais si algo os quitara la tierra que pisáis, o el aire que respiráis?… Y es forzoso, amigos míos, porque, ¿os dais perfecta cuenta de lo que significa hallarse ante un loco? Pues es hallarse ante alguien que sacude desde sus fundamentos todo cuanto habéis construido en vosotros, en torno vuestro: la misma lógica de vuestras construcciones. Y, ¿qué queréis que sea?… ¡Benditos sean ellos! Los locos construyen sin lógica, o con una lógica propia que vuela como una pluma. ¡Volubles! ¡Volubles! Hoy es así y mañana no se sabe cómo… Pues mientras vosotros os mantenéis aferrados, ellos no… ¡Volubles! ¡Volubles! ¿Puede ser esto?  – os preguntáis vosotros-, y para ellos, todo es posible. Pero vosotros afirmáis que no es verdad…, ¿por qué? Porque no os parece, cierto, ni a ti, ni a ti, ni a ti (señala a tres de ellos), ni a otros cien mil. ¡Oh, señores! Sería menester ver luego, sin embargo, qué les parece verdad a esos otros cien mil a quienes no se tienen por locos, y cuál es el espectáculo final de sus acuerdos…, la flor y nata de su lógica. Yo sé que a mí, siendo niño, me parecía real y verdadera la luna que se reflejaba en el pozo. Y cuántas cosas me parecían verdaderas! ¡Y creía en todo lo que me decían los otros, y por ello era feliz. Porque, ¡ay de vosotros si no os aferráis más fuertemente a lo que os parece verdadero hoy, que a lo que os parecerá verdadero mañana, aunque todo sea opuesto a lo que os pareció verdadero ayer! ¡Ay de vosotros, si, como yo, os sumergierais para considerar esta horrible cosa que de veras enloquece: la de saber que si estáis junto a alguien, y le miráis a los ojos  – como yo miré un día a ciertos ojos -, podéis consideraros mendigos ante una puerta por la que nunca podréis entrar, pues el que entra nunca será uno mismo, con su propio mundo interior, tal como lo ve y lo toca, sino otro, desconocido para uno mismo, que es el que ve y toca el otro, en su mundo impenetrable…

Hay una larga pausa, durante la cual las sombras comienzan a hacerse densas en la sala, acrecentando la sensación de extravío y de profunda consternación que oprime a los cuatro enmascarados, cada vez m4s alejados de Enrique  – el gran enmascarado, que se ha quedado absorto, contemplando una espantosa miseria que no es solamente suya, sivo de todos. Él se recobra luego, y como buscando a los cuatro hombres que ya no siente a su alrededor, dice:) Se ha puesto oscuro aquí…

Ordulfo (rápidamente, avanzando): ¿Queréis que vaya a buscar la lámpara?

Enrique IV (con ironía): La lámpara, sí… ¿Pero acaso creéis que no sé que apenas vuelvo la espalda para irme a dormir con mi lámpara de aceite, vosotros encendéis la luz eléctrica, aquí, y en la sala del trono también? Finjo no verla…

Ordulfo: ¡Ah!… ¿Entonces, quiere?…

Enrique IV: No, me cegaría. Quiero mi lámpara.

Ordulfo: Bien. Estará ya pronta, aquí, detrás de la puerta.

Va hacia el foro, abre la puerta y desaparece un instante regresando con una lámpara antigua, de esas que se sostienen desde arriba, con un aro.

Enrique IV (tomando la lámpara e indicando la mesa que está sobre la tarima): Eso… un poco de luz. Sentaos allí, alrededor de la mesa. Pero no así… sino en posiciones bellas y desembarazadas.

(A Arialdo): Así, tú así…

(Lo acomoda; luego hace lo mismo con Bertoldo): Y tú así…

(Lo coloca en la posición deseada): Así, eso es…

(Él mimo va a sentarse): Y yo, aquí…

(Volviendo la cabeza hacia una de las ventanas): Sería menester poder ordenar a la luna que nos enviara un hermoso rayo decorativo… La luna nos asiste, nos ayuda… Por mi parte, siento que la necesito, y con frecuencia me olvido de mí mismo mirándola desde mi ventana. ¿Quién podría creer, al mirarla, que ella sabe que han pasado ochocientos años, y que yo, sentado a la ventana, no pueda ser Enrique IV que contempla la luna como un hombre cualquiera? ¡Pero mirad, mirad qué magnífico cuadro nocturno: el Emperador entre sus leales consejeros! ¿No os produce placer?

Landolfo (bajo, a Arialdo, sin querer romper el encanto): ¿Qué te parece? ¡Si hubiésemos sabido que no era verdad…

Enrique IV: Verdad, ¿qué cosa?

Landolfo (titubeante, como excusándose): No… es que… Porque a é (indica a Bertoldo), que es nuevo en el servicio… yo, justamente esta mañana, le decía: “Lástima estar vestidos así…, con tantos bellos trajes como hay allá, en la guardarropa, y con una sala como aquélla… (señala a la del trono.)

Enrique IV: Y bien, ¿lástima, dices?

Landolfo: Sí…, el que no supiéramos…

Enrique IV: ¿Que representábamos esta comedia sólo por burla?

Landolfo: Porque creíamos…

Arialdo (acudiendo en su ayuda): Claro, sí…. que era en serio.

Enrique IV: ¿Y cómo es, entonces? ¿Os parece que no es en serio?

Landolfo: Oh, si dice usted que…

Enrique IV: ¡Digo que sois tontos! Deberíais haber sabido construir el engaño para vosotros mismos, no para representarlo ante mí, ante los que vienen aquí de visita de tanto en tanto, sino así.. simplemente ser con él como sois a diario vosotros mismos…

(A Bertoldo, tomándolo de los brazos): Ser así, para ti mismo, ¿comprendes?, de modo que, en ésta, tu ficción, pudieses comer, dormir, y hasta rascarte un hombro si sintieras algún escozor.

(Dirigiéndose también a los otros): ¡Sintiéndoos vivos, verdaderamente vivos en la historia de milciento, aquí, en la corte de vuestro emperador Enrique IV! Y pensar desde aquí, desde este reremoto tiempo nuestro, tan colorido y sepulcral, pensar que, entretanto, a una distancia de ocho siglos hacia abajo, los hombres del mil novecientos riñen entre sí, se arrebatan en un ansia sin reposo para saber cómo se determinarán sus casos, para ver cómo se establecerán los hechos que los mantienen en tanta angustia y en tanta agitación. ¡Mientras vosotros, en cambio, ya estáis en la historia, conmigo! ¡Por muy triste que sea mi caso, horrendos los hechos, ásperas las luchas, dolorosas las circunstancias…, ya son historia, no cambian más, no pueden ya cambiar, ¿entendéis? ¡Fijados para siempre, al punto de poder abandonaros, repantigaros, admirando cómo cada, efecto sigue obediente a su causa, con perfecta lógica, y cada acontecimiento se desenvuelve preciso y coherente en cada uno de sus detalles. En suma: ¡el placer, el placer de la historia, que es tan grande!

Landolfo: ¡Oh, bello, muy bello!

Enrique IV: ¡Bello, sí, pero, basta ya! Ahora que vosotros lo sabéis, yo no podría hacerlo más.

(Toma su lámpara para irse a dormir): Por otra parte, si vosotros no habéis comprendido hasta ahora las razones… ¡Ahora siento náuseas!

(Casi para sí, con violenta rabia contenida): ¡Por Dios… he de hacer que ella se arrepienta de haber venido! Se disfrazó de suegra ¡oh!… Y él de padre abate… Y me traen a un médico para que me estudie… Y quién sabe si no confían verdaderamente en poder curarme… ¡Bufones! i Quiero tener el placer de abofetear por lo menos a uno, a ése! Es un espadachín famoso… ¡Me ensartará!… Pero veremos, veremos.

(Se oye llamar a la puerta del foro): ¿Quién es?

Voz de Juan: ¡Deo gratias!

Arialdo (contentísimo por la broma que aún podría hacerse): ¡Oh,  esJuan, es Juan que viene como todas las noches a hacer de monjecito!

Ordulfo (restregándose las manos): Sí, sí, dejemos que lo haga, dejemos que lo haga.

Enrique IV (rápido, severo): ¡Tonto! ¿Lo í ves? ¿Por qué? ¿Para burlarte a espaldas de un pobre viejo que representa su papel por cariño hacia mí?

Landolfo (a Ordulfo): i Debe ser como de veras! ¿No comprendes?

Enrique IV: ¡Justamente! Como de veras. Porque sólo así deja de ser burla la verdad.

(Va a abrir la puerta y hace pasar a Juan vestido de humilde frailecito, con un rollo de pergamino bajo el brazo): Adelante, padre, adelante.

(Después, asumiendo un tono de trágica gravedad y desombrío resentimiento): Todos los documentos que me favorecían, de mi vida y de mi reino, han sido destruidos deliberadamente por mis enemigos; sólo ha podido huir de la destrucción esta vida mía escrita por un frailecillo que me es devoto, y, vosotros, ¿en verdad querríais reiros de él?

(Se dirige amorosamente a Juan, y lo invita a sentarse ante la mesa):Sentaos, padre, sentaos aquí. Y la lámpara cerca.

(Posa junto a él la lámpara que tiene aún en la mano): Escribid, padre, escribid.

Juan (desenvuelve el rollo de pergamino y se dispone a escribir al dictado): Estoy listo, Majestad…

Enrique IV (dictando): El decreto de paz emitido en Maguncia favoreció tanto a los míseros y a los buenos cuanto molestó a los malos y a los poderosos.

Comienza a bajar el telón

Enrique IV: Aportó abundancia a los primeros; hambre y miseria a los segundos…

Telón

1922 – Enrique IV
Tragedia en tres actos
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

In Italiano – Enrico IV
In English – Henry IV

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