Enrique IV – Acto I

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In Italiano – Enrico IV
In English – Henry IV

Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

Enrique IV - Acto I
Teatro Español de Madrid, Enrique IV, 1958. Immagine dal Web.

Personajes
Enrique IV
La marquesa Matilde Spina
Su hija Frida
El joven marqués Carlos Di Nolli
El barón Tito Belcredi
El doctor Dionisio Genosi.
Cuatro hombres de servicio que se fingirán oportunamente consejeros secretos:
Landolfo (Lolo), Arialdo (Franco), Ordulfo (Momo), Bertoldo (Fino)
Paje 1º
Paje 2°

La acción, en una villa solitaria de la campaña de Umbría.
En nuestros días.

Enrique IV
Acto Primero

Salón en la villa, amueblado de modo que aparente lo que pudo ser la sala del trono de Enrique IV, en la casa imperial de Goslar; pero, entre el antiguo moblaje, se destacan dos grandes retratos modernos, pintados al óleo, que cuelgan del muro, en el foro, puestos a poca altura del suelo, sobre un zócalo de madera labrada  – ancho y saliente como un largo poyo – que se-extiende a, lo largo de la pared, a derecha e izquierda del trono, que, colocado en medio del muro, interrumpo el zócalo para insertarse en él, con su sillón imperial y su baldaquín bajo. Los retratos representan a un señor y a una señora jóvenes, disfrazados respectivamente de “Enrique IV” y de “Matilde de Toscana”. Puertas a derecha e izquierda.

Al levantarse el telón, los dos pajes, como si hubiesen sido sorprendidos, saltan del largo poyo en que estaban recostados y van a apostarse, como estatuas con sus alabardas, cada uno a un lado del trono. Poco después, entran por la segunda puerta de la derecha Arialdo, Landolfo, Ordulfo y Bertoldo, jóvenes pagados por el marqués Carlos Di Nolli, para que finjan ser “consejeros secretos”, vasallo reales de la baja aristocracia, en la corte de Enrique IV. Visten, por tal causa, trajes de caballeros germanos del siglo XI. El último, Bertoldo, llamado Fino, asume el servicio por primera vez. Sus tres compañeros, entre burlas, le enteran de la situación.

Toda la escena siguiente será recitada con caprichosa vivacidad.

Landolfo (a Bertoldo, como si continuara explicándole): ¡Y ésta es la sala del trono!

Arialdo: ¡En Goslar!

Ordulfo: O si lo prefieres, en el castillo de Hartz.

Arialdo: O en Worms.

Landolfo: Tienes que imitarnos en lo que representemos, y trasladarte con nosotros adonde el caso lo requiera.

Ordulfo: ¡A Sajonia!

Arialdo: ¡A Lombardía!

Landolfo: ¡Al Rin!

Paje 1º (sin perder su compostura, chista moviendo apenas los labios): ¡Ps…! ¡Ps…!

Arialdo (volviéndose): ¿Qué sucede?

Paje 1º (siempre rígido; en voz baja): ¿Entra o no entra? (alude a Enrique IV)

Ordulfo: No, no. Duerme. Tranquilícese.

Paje 2º (abandonando su compostura respira con alivio y va a tenderse en el banco del zócalo): ¡Por Dios, podíais habérnoslo dicho!

Paje 1º (acercándose a Arialdo): ¿Tendría usted una cerilla, por favor?

Landolfo: ¡Ah, no; nada de pipa aquí dentro!

Paje 1º (mientras Arialdo le ofrece una cerilla encendida): Es un cigarrillo…

Lo enciende, y fumando va a tenderse también él en el banco.

Bertoldo (que ha estado observando entre asombrado y perplejo, recorre la sala con la vista, y mira luego su traje y el de sus compañeros): Ustedes perdonen… esta sala… esta vestimenta… ¿Qué Enrique IV… ? No acierto… ¿Es quizá el de Francia?

Ante su pregunta, Landolfo, Arialdo y Ordulfo prorrumpen en carcajadas. 

Landolfo (sin dejar de reír señala a Bertoldo a sus compañeros, que también ríen, y dice como invitándole a mofarse de él): ¡El de Francia, dice…

Ordulfo (siguiendo la burla): ¡Ha creído que era el de Francia…!

Arialdo: ¡Enrique IV de Alemania, querido mío! ¡Dinastía de los Salios!

Ordulfo: ¡El grande y trágico emperador!

Landolfo: ¡El de Canossa… ! ¡Aquí, día tras día, sostenemos la muy espantosa guerra entre el Estado y la Iglesia! ¡Oh!

Ordulfo: ¡El Imperio contra el Papado! ¡Ah…!

Arialdo: ¡Los antipapas contra los Papas…! ¡Oh…!

Landolfo: i El rey contra los antirreyes!

Ordulfo: ¡Y la guerra contra los sajones!

Arialdo: ¡Y contra todos los príncipes rebeldes!

Landolfo: ¡Y contra los mismos hijos del emperador!

Bertoldo (sosteniéndose la cabeza con las manos, como si quisiera defenderse de ese torrente de noticias): ¡He comprendido! ¡He comprendido! ¡Por eso me desconcerté, viéndome así vestido, cuando entré en esta sala! ¡Bien me lo decía yo: esta vestimenta no es del mil quinientos!

Arialdo: ¡Pero no, qué mil quinientos!

Ordulfo: ¡Aquí estamos entre el mil y el mil ciento!

Landolfo: Tú mismo puedes sacar la cuenta; si el 25 de enero de 1071 nos hallamos frente a Canossa…

Bertoldo (confundiéndose aún más): ¡Oh, Dios mío, entonces esto es desastroso para mí!

Ordulfo: ¡Claro, si creía estar en la corte de Francia!

Bertoldo: Toda mi preparación histórica…

Landolfo: ¡Estamos a cuatrocientos años antes, querido mío! ¡Nos pareces un niño!

Bertoldo (enojándose): ¡Por Dios, podrían haberme dicho que se trataba de EnriqueIV de Alemania, y no de Francia! ¡En los quince días que me concedieron para prepararme, sólo yo sé los libros que he ojeado!

Arialdo: Pero, oye, ¿no sabías que el pobre Tito era aquí Adalberto de Bremen?

Bertoldo: ¡Qué Adalberto, ni qué… ! ¡Yo no sabía un cuerno!

Landolfo: ¿No? Mira, es así: al morir Tito, el marquesito Di Nolli… ¿Qué le costaba decirme… ?

Bertoldo: Pero sí fue justamente él, el marquesito.

Arialdo: Tal vez creyó que lo sabías.

Landolfo: El marquesito no quería substituirlo por ningún otro. Los tres que quedábamos le parecimos suficientes. Pero él comenzó a gritar: “¡Han expulsado a Adalberto!”, porque a él no le pareció posible que el pobre Tito hubiese muerto, ¿comprendes? Creyó en cambio que por su investidura de obispo, Adalberto había sido expulsado de la corte por los obispos rivales de Colonia y de Maguncia.

Bertoldo (tomándose la cabeza con las dos manos): ¡Pero, si yo no sé nada de toda esta historia!

Ordulfo: ¡Oh, entonces estás fresco, querido mío!

Arialdo: Y lo peor es que tampoco nosotros sabemos quién eres tú.

Bertoldo: ¿Tampoco vosotros? ¿No sabéis a quién debo encarnar?

Ordulfo: ¡Hum… ! “Bertoldo”.

Bertoldo: Pero ¿qué Bertoldo? ¿Por qué Bertoldo ?

Landolfo: “¿Han expulsado a Adalberto? ¡Pues entonces quiero a Bertoldo! ¡Quiero a Bertoldo!” Así comenzó a gritar.

Arialdo: Nosotros tres nos miramos a los ojos: ¿Quién será ese Bertoldo?

Ordulfo: Y hete aquí, haciendo de Bertoldo.

Landolfo: ¡Harás un brillantísimo papel Bertoldo (rebelándose e insinuando el mutis): ¡Ah, no, no lo hago! ¡Muchas gracias! ¡Yo me voy! ¡Me voy!

Arialdo (deteniéndolo, ayudado por Ordulfo, y entre risas): ¡No, cálmate, cálmate!

Ordulfo: ¡No serás de ningún modo el Bertoldo de la fábula!

Landolfo: Y puedes estar tranquilo, pues nosotros tampoco sabemos quiénes somos. Él, Arialdo; él, Ordulfo, y yo, Landolfo. Así nos llama. Ahora ya nos hemos habituado, pero, ¿quiénes somos… ? ¡Nombres de la época! Un nombre de esa época será, por lo tanto, el tuyo. Bertoldo. Sólo uno entre nosotros, el pobre Tito, tenía asignado un bello papel, tal como aparece en la historia: el de obispo de Bremen. ¡Ah, parecía un verdadero obispo! ¡Magnífico…! Pobre Tito.

Arialdo: ¡Ya lo creo, había podido estudiárselo bien en los libros!

Landolfo: Y hasta daba órdenes a Su Majestad, se le imponía, lo guiaba, casi como un tutor o un consejero. También nosotros somos “consejeros secretos” pero así, de número; porque en la historia se dice que Enrique IV era despreciado por la alta aristocracia, por haberse rodeado en la corte de jóvenes de la baja aristocracia…

Ordulfo: Que es justamente lo que nosotros representamos.

Landolfo: Sí, pequeños vasallos reales; devotos; algo disolutos; alegres…

Bertoldo: ¿También debo estar alegre?

Arialdo: ¡Desde luego! ¡Como nosotros!

Ordulfo: Y no es nada fácil, ¿sabes ?

Landolfo: Es una pena, porque como ves, no nos falta nada para estarlo. Nuestra vestimenta serviría para que fuésemos comparsas en una representación histórica, de esas que gustan tanto en el teatro de hoy… ¡Y habría en la historia de Enrique IV tela suficiente para hacer no una, sino varias tragedias, pero… ! Nosotros cuatro, y esos dos desdichados (señala a los pajes), cuando están rígidos, como empalados a los pies del trono, somos… somos nada, sin alguien que suba allí y nos haga representar alguna escena. Está, ¿como diría yo… ? Está la forma y falta el contenido. Estamos peor que los verdaderos consejeros secretos de Enrique IV; porque si tampoco a ellos nadie les había asignado un papel para representar, por lo menos ignoraban que debían representarlo; lo decían porque lo decían; no era un papel, era la propia vida, en suma; cuidaban sus intereses a costa de los demás; vendían las investiduras, ¡y qué sé yo!

Nosotros, en cambio, estamos aquí, vestidos así, en esta bellísima corte… ¿ para hacer qué…? ¡Nada! Como seis muñecos colgados de un muro, esperando a, alguien que los tome y los mueva, así o así, y les haga decir alguna palabra.

Arialdo: ¡Ah, no, querido mío! ¡Disculpa! ¡Es menester responder con precisión! ¡Saber responder con precisión! ¡Ay de ti si te habla y no estás listo para responderle como él lo desea!

Landolfo: ¡Eso, eso sí que es verdad!

Bertoldo: ¡Pues no has dicho nada… ¿Cómo hago yo para responderle lo que él quiere, si me he preparado para Enrique IV de Francia, y se me aparece ahora un Enrique IV de Alemania?

Landolfo, Ordulfo y Arialdo vuelven a reír. 

Arialdo: Es preciso que lo remedies rápidamente…

Ordulfo: Sí, no te preocupes, te ayudaremos nosotros.

Arialdo: ¡Tenemos allí tantos libros! Te bastará por ahora con hojearlos.

Ordulfo: Tendrás en seguida una idea…

Arialdo: ¡Mira… !

(Hace que se vuelva y le muestra el retrato de la marquesa Matilde): Por ejemplo, ¿quién es ésa?

Bertoldo (mirando): ¿Ésa… ? Pues, en principio me parece un desatino…! Dos cuadros modernos en medio de toda esta respetable antigüedad!

Arialdo: Tienes razón. Y por cierto que antes no estaban. Hay dos nichos detrás de esos cuadros. Era menester colocar dos estatuas esculpidas de acuerdo con el estilo de la época. Como quedaron vacíos, se los cubrió con esos lienzos.

Landolfo (interrumpiéndole y continuando): ¡Que desde luego serían un desatino, si fuesen verdaderamente cuadros!

Bertoldo: ¿Pues, qué son? ¿No son cuadros?

Landolfo: Si te acercas y los tocas, sí; son cuadros. Pero para él (señala misteriosamente hacia la derecha, aludiendo a Enrique IV), que no los toca…

Bertoldo: ¿No? ¿Y qué son para él, entonces?

Landolfo: ¡Oh… yo no hago más que interpretar! Pero creo, en el fondo, que estoy en lo cierto. Son imágenes. Imágenes como… las que podría mostrarte un espejo, ¿me explico? Ése (indica el retrato de Enrique IV) lo representa a él, vivo como está, en esta sala del trono, que es también como, debe ser, según el estilo de la época. ¿De qué te asombras? Si te colocan ante un espejo, ¿acaso no te ves vivo, actual, aunque estés vestido así, con ropas antiguas? Y bien, aquí es como si hubiese dos espejos que reflejan imágenes vivas, en medio de un mundo que  –  descuida  – , viviendo entre nosotros, ya verás cómo se anima y vive también.

Bertoldo: ¡Ah, no, por favor, yo no quiero enloquecer aquí!

Arialdo: ¿ Enloquecer… ? ¡Te divertirás!

Bertoldo: ¿Y cómo habéis logrado vosotros aprender tanto?

Landolfo: ¡Querido mío, no retrocede uno ochocientos años en la historia, sin llevar consigo un poco de experiencia!

Arialdo: ¡Vamos, vamos… ! Ya verás cómo en poco tiempo te empapas de todo.

Ordulfo: Y sabrás tanto como nosotros.

Bertoldo: ¡Os pido por favor que me ayudéis pronto! ¡Aunque sólo sea enseñándome los datos principales!

Arialdo: Déjanos hacer a nosotros. Un poco cada uno…

Landolfo: Te ataremos los hilos y te pondremos en condiciones. Como el más adaptado y más cumplido de los fantoches. ¡Vamos, vamos!

Le toma del brazo para conducirle fuera de la sala. 

Bertoldo (deteniéndose y mirando hacia el retrato): ¡Esperad… ! No me habéis dicho quién es ésa. ¿La esposa del emperador?

Arialdo: No. La esposa del emperador es Berta de Susa, hermana de Amadeo II de Saboya.

Ordulfo: Y el emperador, que quiere ser joven, como nosotros, no puede soportarla y se propone repudiarla.

Lodolfo: Ésa es su más feroz enemiga: Matilde, marquesa de Toscana.

Bertoldo: ¡Ah!, ya comprendo… la que hospedó al Papa…

Landolfo: ¡Exactamente… ! En Canossa.

Ordulfo: El Papa Gregorio VII.

Arialdo: ¡Nuestro espantajo! ¡Vamos, vamos!

Se dirigen los cuatro hacia la puerta de la derecha, por la que entraron. En ese momento aparece por la izquierda Juan, el viejo camarero, vestido de frac. 

Juan (de prisa y ansioso): ¡Eh! ¡Ps! ¡Franco! ¡Lolo!

Arialdo (deteniéndose y volviéndose): ¿Qué quieres?

Bertoldo (asombrado de verlo entrar en la sala del trono vestido de frac): ¡Oh! ¿Él aquí dentro? ¿Cómo es eso?

Landolfo: ¡Un hombre del mil novecientos! Fuera!

Va a su encuentro, con los otros, burlonamente, amenazándolo con echarlo. 

Ordulfo: ¡Enviado de Gregorio VII ¡Fuera!

Arialdo: ¡Fuera! ¡Fuera!

Juan (defendiéndose, fastidiado): ¡Está bueno ya, acabad…

Ordulfo: ¡No, tú no puedes poner los pies aquí!

Arialdo: ¡Fuera! ¡Fuera!

Landolfo (a Bertoldo): Es un sortilegio ¿sabes? ¡El demonio evocado por el Mago de Roma! ¡Saca la espada, sácala! Hace ademán de extraer la suya. 

Juan (gritando): ¡Terminad ya! ¡No os hagáis los tontos conmigo…! Ha llegado el señor marqués con una comitiva…

Landolfo (restregándose las manos): Vaya, vaya… ¿Ha venido con señoras?

Ordulfo: ¿Viejas? ¿Jóvenes?

Juan: Hay dos señores.

Arialdo: Pero las señoras, las señoras, ¿quiénes son?

Juan: La señora marquesa con su hija.

Landolfo (sorprendido): ¡Oh! ¿Y cómo?

Ordulfo (con sorpresa): ¿La marquesa, has dicho?

Juan: ¡Pues sí, la marquesa, la marquesa!

Arialdo: ¿Y los señores?

Juan: No lo sé.

Arialdo (a Bertoldo): Vienen a darnos “contenido”, ¿comprendes?

Ordulfo: ¡Todos son enviados de Gregorio VII ¡Nos divertiremos!

Juan: ¿Me dejaréis hablar…?

Arialdo: ¡Habla, di!

Juan: Al parecer, uno de esos dos señores es un médico.

Landolfo: ¡Ah…! ya comprendo… uno de esos frecuentes médicos.

Arialdo: ¡Magnífico, Bertoldo, tú traes buena suerte!

Landolfo: ¡Verás cómo nos metemos en un puño al señor médico!

Bertoldo: Y yo así, tan de súbito… ¡Buena me la voy a ver!

Juan: ¡Escuchad… ! Quieren entrar aquí, en la sala.

Landolfo (asombrado y consternado): ¿Cómo? ¿Ella? ¿La marquesa, aquí?

Arialdo: ¡Pues sí que va a ser “contenido” esto!

Landolfo: ¡La tragedia se acerca de ve ras!

Bertoldo (curiosamente): ¿Por qué? ¿Por qué?

Ordulfo (indicando el retrato): Pero, es ésa, ¿no lo entiendes?

Landolfo: Su hija es la prometida del marqués.

Arialdo: ¿Y a qué vienen? ¿Puede saberse?

Ordulfo: ¡Si la ve él…, bonito embrollo!

Landolfo: Quizá ya no la reconozca.

Juan: Es menester que lo entretengáis allí dentro, si se despierta.

Ordulfo: ¿Ah, sí? ¿Hablas en serio? ¿Y cómo?

Arialdo: ¡Tú ya sabes cómo es!

Juan: Pues, ¡por la fuerza, si es menester! Me lo han ordenado así. Id ahora.

Arialdo: ¡Sí, sí, tal vez se ha despertado ya!

Ordulfo: ¡Vamos, vamos!

Landolfo (a Juan, mientras se encamina con los otros): ¡Pero luego nos explicarás!

Juan (a gritos, detrás de ellos): ¡Cerrad esta puerta, y esconded la llave! ¡La de esta otra habitación!

Indica la puerta de la derecha.

Entretanto, Landolfo, Arialdo y Ordulfo salen por la segunda de la derecha.

Juan (a los pajes): Id vosotros también… por allá. ¡Cerrad la puerta y guardad la llave!

Ambos salen por la primera puerta de la derecha. Juan se dirige entonces a la de la izquierda y la abre para dejar paso al marqués Di Nolli.

Di Nolli: ¿Has dado bien las órdenes?

Juan: Sí, señor marqués. Esté usted tranquilo.

Di Nolli sale un momento para invitar a los demás a entrar. Lo hacen primero el barón Tito Belcredi y el doctor Dionisio Genosi; después, doña Matilde Spina y la marquesita Frida. Juan se inclina y se marcha.
Doña Matilde Spina tiene alrededor de 45 años; es guapa y hermosa aún, aunque, con excesiva evidencia, cuida de los estragos propios de la edad con una recia pero inteligente caracterización que le compone una arrogante cabeza de valquiria. Esta caracterización asume un relieve que contrasta y conturba profundamente en la boca, bellísima y dolorosa. Viuda desde hace muchos años, tiene por amigo al barón Tito Belcredi, a quien ni ella, ni los otros, han tomado nunca en serio, por lo menos en apariencia.

Lo que Tito Releredi es para ella, en el fondo, sólo él lo sabe bien, cosa que le permite reírse si su amiga se ve obligada a fingir que lo ignora; reírse siempre para responder a las risas que, a su costa, suscitan en los demás las burlas de la marquesa. Enjuto, precozmente canoso, un poco más joven que ella, tiene una extraña cabeza de pájaro. Sería vivacísimo si su dúctil agilidad  –  que hace de él un temido espadachín  –  no estuviese como envainada en una somnolienta pereza de árabe, que se revela en su curiosa voz, un tanto nasal y arrastrada.

Frida, la hija de la marquesa, tiene 19 años. Un tanto marchita por la lobreguez en que su madre, imperiosa y demasiado vistosa, la obliga a sumirse, se ve afectada por esa sombra de la fácil maledicencia que aquélla provoca, no tanto para su propio daño como para el de la joven.

Afortunadamente, Frida es ya la prometida del marqués Carlos Di Nolli, joven rígido, muy indulgente para con los demás, pero cerrado y terco, en el poco valer que se asigna, aunque quizá, en el fondo, ni él lo sepa. De todos está consternado por las muchas responsabilidades que, según cree, gravitan sobre él; de modo que, los otros sí pueden  –  ¡benditos sean!  –  hablar y divertirse, pero él no. Yo lo quiera, sino porque, en verdad, no puede. Viste de riguroso luto, por la muerte reciente de su madre.

El doctor Dionisio Genosi exhibe un hermoso rostro de sátiro, desvergonzado y rubicundo; ojos saltones, breve y puntiaguda barbilla, brillante como la plata; elegantes maneras. Es casi calvo.

Entran consternados, temerosos, observando la sala con curiosidad  –  salvo Di Nolli  –  y al principio hablan en voz baja.

Belcredi: ¡Oh, magnífico, magnífico!

Doctor: ¡Interesantísimo! ¡Aun las cosas son una prueba del desvarío!  ¡Sí, magnífico!

Matilde (girando la vista, busca su retrato; descubriéndolo y acercándose): ¡Ah, allí está!

(Mirándolo a distancia precisa, mientras nacen en ella sentimientos dispares): ¡Sí, sí…! ¡Oh, mira…! Dios mío… !

(Llama a su hija): ¡Frida, Frida… mira… !

Frida: Ah, ¿tu retrato?

Matilde: ¡No, no! ¡Mira! ¡No soy yo: eres tú!

Di Nolli: Sí, es verdad. ¿No lo decía yo?

Matilde: ¡Sí, pero nunca lo habría creído tanto!

(Estremeciéndose, como sacudida por un escalofrío): ¡Dios mío, qué impresión!

(Luego, mirando a su hija): Pero, ¿cómo, Frida?

(La aprieta contra sí ciñéndola con un brazo por la cintura):¡Ven! ¿No te ves en mi, allí?

Frida: Pero… yo, en verdad…

Matilde: ¿No te parece? ¿Cómo no lo encuentras parecido?

(Volviéndose hacia Belcredi): ¡Mire usted, Tito! ¡Dígaselo usted!

Belcredi (sin mirar): ¡Ah, no; yo no miro! ¡Para mí, a priori, no!

Matilde: ¡Qué tonto! Cree hacerme un cumplido.

(Volviéndose al doctor Genosi): Diga usted, doctor.

El doctor se acerca.

Belcredi (dando la espalda, finge llamarlo a escondidas): ¡Ps! ¡No, doctor! ¡Se lo ruego, no consienta!

Doctor (entre dubitativo y sonriente): ¿Y por qué no habría de consentir?

Matilde: ¡No le haga usted caso! ¡Es insoportable!

Frida: Es tonto profesional, ¿no lo sabe?

Belcredi (al doctor, viéndolo avanzar): ¡Mírese los pies, doctor, mírese los pies! ¡Los pies!

Doctor (vacilante): ¿Los pies? ¿Por qué?

Belcredi: Tiene zapatos de hierro.

Doctor: ¿Yo?

Belcredi: Sí, señor. Y va a chocar contra cuatro piececitos de vidrio.

Doctor (riendo): ¡Pero, no! Después de todo, creo que no es motivo de asombro el hecho de que una hija se parezca a su madre…

Belcredi: ¡Paf ! ¡Ya está hecho!

Matilde (excesivamente irritada, yendo hacia Belcredi): ¿Por qué “paf”? ¿Qué sucede? ¿Qué ha dicho?

Doctor (cándidamente): ¿No es así, acaso?

Belcredi (contestando a la marquesa): Ha dicho que no es motivo de asombro, y usted se ha asombrado. ¿Por qué, perdone que le pregunte, si la cosa es para usted tan natural ahora?

Matilde (aún más irritada): ¡Tonto! ¡Tonto! ¡Precisamente porque es tan natural! Porque mi hija no está allí.

Señala el lienzo.

¡Ése es mi retrato! ¡Y hallar en él a mi hija, me ha asombrado, y mi asombro, puede usted creerme, ha sido sincero, y le prohibo, que lo dude!

Después de ese estallido de furor, se hace en todos un silencio embarazoso. 

Frida (por lo bajo, fastidiada): Dios mío, siempre lo mismo. Por cada nimiedad, una discusión.

Belcredi (también por lo bajo, casi con la cola entre las piernas, con tono de disculpa): Yo no he dudado de nada. Advertí desde el principio que tú no compartías el estupor de tu madre, o que, si de algo te sorprendiste, fue de que ella encontrase tan exacto el parecido de ese retrato con igo.

Matilde: ¡Naturalmente! Porque ella no puede reconocerse en mi, como yo era a su edad; mientras que allí, yo puedo perfectamente reconocerme en ella tal como es ahora.

Doctor: ¡Perfecto! Puesto que un retrato está allí, siempre fijo en un determinado instante; lejano y sin recuerdos para la marquesita; en tanto que todo lo que puede recordarle a la señora marquesa: movimientos, gestos, miradas, sonrisas, y muchas cosas que allí no están…

Matilde: ¡Eso, justamente eso!

Doctor (continuando, ahora vuelto hacia ella): Usted, como es natural, puede revivirlas ahora en su hija.

Matilde: Es que él ha de malograr siempre hasta el mínimo abandono a cualquier sentimiento espontáneo, sólo por el gusto de irritarme…

Doctor (deslumbrado por su propio ingenio, recupera el tono profesional, dirigiéndose a Belcredi): El parecido, estimado barón, nace con frecuencia de cosas imponderables. Lo cual explica que…

Belcredi (interrumpiendo la lección) .. que alguien podría encontrar semejanza entre nosotros dos, caro profesor…

Di Nolli: Por favor, dejemos este asunto.

Señala las dos puertas de la derecha, advirtiendo que alguien puede escucharles.

Ya nos hemos distraído bastante.

Frida: ¡Claro!… Estando él… (Señala a Belcredi.)

Matilde (rápidamente): Por eso me oponía a que viniese.

Belcredi: Después que os habéis divertido tanto conmigo… ¡Qué ingratitud!

Di Nolli: ¡Basta, Tito, te lo ruego! Aquí está el doctor, y hemos venido para resolver algo muy serio, que tú sabes cuánto me urge.

Doctor: Sí, sí. Tratemos antes de aclarar bien algunos puntos.  Perdone, señora marquesa, ¿cómo se halla aquí este retrato suyo? ¿Se lo regaló usted?

Matilde: No, no. ¿A título de qué habría de regalárselo? Entonces yo era como Frida, y ni siquiera tenía novio. Lo cedí tres o cuatro años después de la desgracia, a instancias de la madre de Carlos (Señala a Di Nolli.)

Doctor:…que era hermana de él.

Hace un gesto hacia la derecha, aludiendo a Enrique IV.

Di Nolli: Sí, doctor; y esta visita nuestra es una deuda contraída con mí madre, que me dejó hace un mes. Ni ella (por Frida) ni yo, deberíamos estar aquí, sino viajando…

Doctor: Y absorbidos por otros asuntos, ya comprendo.

Di Nolli: Mi madre ha muerto con la certeza de que este hermano suyo mejoraría pronto. Lo adoraba.

Doctor: ¿No podría decirme qué síntomas se lo confirmaban?

Di Nolli: Al parecer, cierta conversación extraña que él sostuvo con ella, antes de que muriera.

Doctor: ¿Una conversación? Pues sería muy útil conocer algo de ella, por cierto.

Di Nolli: La desconozco totalmente. Sólo sé que mi madre regresó muy angustiada de su última visita. Parece que a él lo agitaba una súbita ternura, presagio, quizá, del fin próximo de ella. En su lecho de muerte me arrancó la promesa de que no lo descuidaría nunca, de que lo haría ver, visitar…

Doctor: Sí, está bien. Veamos, veamos primero… Muchas veces las mínimas causas… Ese retrato, entonces…

Matilde: ¡Oh, doctor! No creo que deba dársele excesiva importancia. Me impresionó porque no lo veía desde hace muchos años.

Doctor: Por favor, tenga usted paciencia.. .

Di Nolli: Está allí desde hace alrededor de quince años…

Matilde: ¡Más aún!… ¡Lleva más de dieciocho

Doctor: Perdonad; os ruego ¡si no sabéis todavía qué quiero preguntar! Yo doy mucha, muchísima importancia a esos dos retratos que, según creo, están allí desde antes de la famosa, de la desventurada cabalgata, ¿no es verdad?

Matilde: Sí, desde luego.

Doctor: Cuando él estaba aún en su sano juicio…  –  esto es lo que quería deciros  – , ¿le propuso él, señora, hacer pintar este cuadro?

Matilde: ¡No, doctor, no! Nos lo hicimos hacer muchos de los que tomamos parte en aquella cabalgata. Sólo para conservar un recuerdo de ella.

Belcredi: Hasta yo me hice pintar, vestido de “Carlos de Anjou”.

Matilde: Apenas estuvieron listos los trajes.

Belcredi: ¿Sabe usted por qué?… Alguien propuso reunirlos todos, para recuerdo, como en una galería, en el salón de la villa en la que se hizo la cabalgata. Luego, cada cual quiso guardar el suyo.

Matilde: Y éste mío, como le dije antes, lo cedí sin ningún pesar, porque su madre… (Señala a Di Nolli.)

Doctor: ¿Sabe usted si fue él quien lo pidió?

Matilde: ¡Ah, no lo sé! Tal vez… o puede que haya sido su hermana, para secundarlo en sus pretensiones amorosas.

Doctor: ¡Otra cosa, otra cosa!… La idea de la cabalgata, ¿se le ocurrió a él?

Belcredi (con rapidez): ¡No, no! Fue ocurrencia mía.

Doctor: Le suplico…

Matilde: No le haga usted caso. Se le ocurrió al pobre Belassi.

Belcredi: ¿A Belassi?… ¡Está usted en un error!

Matilde (al doctor): Sí, al pobrecito conde Belassi, que murió dos o tres meses después.

Belcredi: Pero si Belassi no estaba cuando..

Di Nolli (inquieto por el temor de una nueva discusión): Perdone, doctor, ¿es realmente necesario establecer a quién se le ocurrió?

Doctor: Pues sí. Me sería muy útil… 

Belcredi: ¡La idea fue mía! ¡Tiene gracia! No ha de ser para vanagloriarme después del desenlace que tuvo, ¿verdad? Mire, doctor, fue  –  lo recuerdo muy bien  –  una noche, a principios de noviembre, en el Círculo. Hojeaba una revista alemana, ilustrada  –  desde luego miraba sólo las figuras porque yo no sé alemán  – . En una de ellas estaba el emperador, no sé en qué ciudad universitaria en la que había sido estudiante.

Doctor: Bonn, Bonn.

Belcredi: Bonn, está bien. A caballo, adornado con uno de esos extraños atavíos tradicionales de las antiquísimas ciudades estudiantiles de Alemania; seguido por un séquito formado por otros estudiantes nobles, también a caballo, y vestidos, como él. Ese grabado me sugirió la idea. Porque es menester que usted sepa que en el Círculo se pensaba en organizar alguna mascarada para el próximo carnaval… Propuse esa cabalgata histórica…, histórica por decirlo así, ¡babélica sería! Cada uno de nosotros debía escoger para representar, de este siglo o de otro, un rey, o emperador, o príncipe, con su dama al lado, reina, o emperatriz, o princesa, a caballo. Caballos enjaezados, claro está, al estilo de la época a la que perteneciera el traje. Y la propuesta fue aceptada.

Matilde: Pues a mí me invitó Belassi.

Belcredi: Apropiación indebida, si le dijo quela idea era suya. Ni siquiera estaba esa noche en el Círculo, como, por otra parte, tampoco estaba él (Aludiendo a Enrique IV.)

Doctor: ¿Y entonces él eligió el personaje de Enrique IV?

Matilde: Porque yo, inducida a la elección por mi nombre, así, sin pensarlo apenas, dije que quería ser la marquesa Matilde de Toscana.

Doctor: No… no comprendo bien qué relación hay…

Matilde: ¡Vaya!… Ni yo, al principio, cuando oí que me contestaba que, entonces, él estaría a mis pies como lo había hecho Enrique IV en Canossa. Sí, yo sabía lo de Canossa, pero confieso que no recuerdo bien la historia, y recibí una curiosa daba impresión cuando la repasé para desempeñar mi papel con propiedad, al hallarme fiel y celosa amiga del Papa Gregorio VII, en lucha feroz contra el imperio germánico. Sólo entonces comprendí bien por qué, habiendo yo escogido el personaje de su implacable enemiga, quiso él estar a mi lado en la cabalgata, como Enrique IV.

Doctor: ¡Ah! ¿Por qué? ¿Quizá… ?

Belcredi: Por Dios, doctor… Porque él le hacía la corte implacablemente, y ella (indica a la marquesa) naturalmente…

Matilde (mordaz): ¡Naturalmente, sí, naturalmente! ¡Y entonces más naturalmente que nunca!

Belcredi (señalándola): ¡Justo; no podía soportarlo!

Matilde: ¡No es verdad! ¡No me era antipático, al contrario! Sino que cuando veo a alguien que pretende ser tomado en serio…

Belcredi (continuando): ¡… le da la prueba más deslumbrante de que es un estúpido!

Matilde: ¡No, querido mío! En este caso no. Porque él no era tan estúpido como usted…

Belcredi: Pues yo nunca he intentado hacerme tomar en serio.

Matilde: ¡Ah, ya lo sé!… Pero a él no se le podía tomar en broma.

(Con otro tono, volviéndose al doctor): En primer término, querido doctor, entre las muchas desgracias que nos ocurren a las mujeres, está la de vernos delante, de tanto en tanto, de unos ojos que nos miran con una intensa y contenida promesa de sentimientos perdurables.

(Estalla en una risa estridente): ¡Nada más cómico! Si los hombres se viesen con ese “perdurable” en la mirada… Siempre me han dado risa, ¡y entonces más que nunca! Pero debo hacer una confesión: puedo hacerla ahora, después de más de veinte años… Cuando me reí así de él, fue también por temor. Porque tal vez podía creerse en la promesa de aquellos ojos. Aunque hubiese sido peligrosísimo.

Doctor (con vivo interés, concentrándose): Justamente eso. Eso es lo que me interesaría mucho saber. ¿Pelígrosísimo? ¿Por qué?

Matilde (con premura): ¡Precisamente porque él no era como los otros! Y puesto que yo también… soy, ¿cómo diría?… soy un poco así… más que un poco, para decir la verdad… (busca una palabra modesta) intolerante, eso, intolerante para todo aquello que sea acompasado y denso… ¡Claro!… entonces era muy joven, ¿comprende? Era además mujer y, por supuesto, debía tascar el freno. Hubiera necesitado un valor que no tenía. Y también me reí de él. Con remordimiento, y más tarde con un verdadero desprecio hacia mí misma, porque vi que mi risa se confundía con la de todos los otros  –  necios  – , que se burlaban de él.

Belcredi: Tanto como de mí.

Matilde: Usted provoca risa con la manía de disminuirse, estimado amigo, mientras que a él le sucedía todo lo contrario. ¡Hay una considerable diferencia! Y además, a usted se le ríen en la cara.

Belcredi: ¡Vaya! ¡Es mejor que no sea a mis espaldas!

Doctor: Vamos al asunto, vamos al asunto. Entonces, por lo que voy comprendiendo, era ya un poco exaltado.

Belcredi: Sí, pero de una manera muy particular, doctor.

Doctor: ¿Es decir… ?

Belcredi: Bueno, yo diría fríamente.

Matilde: ¿Por qué, fríamente? Era así, un tanto extraño, es verdad. Como desbordaba vida, era extravagante.

Belcredi: No digo que simulara su exaltación. Al contrario: con frecuencia se exaltaba realmente. Pero podría jurar, doctor, que en el instante de su exaltación se veía a sí mismo exaltado. Ésa es la verdad. Y creo que esto debía sucederle cada vez que actuaba espontáneamente. Aún más, estoy seguro de que eso le hacía sufrir. Tenía, a ratos, divertidísimos estallidos de ira contra sí mismo.

Matilde: Sí, es verdad.

Belcredi (a Matilde): ¿Y por qué?

(Al doctor): Desde luego, porque esa repentina lucidez de verse representando lo colocaba, de repente, fuera de toda intimidad con su propio sentimiento, que surgía en él  – no fingido, porque era sincero – como algo a lo que sin más debía darle su exacto valor… ¿cómo diría?… el valor de un acto de inteligencia, para suplir ese calor de sinceridad cordial que no tenía. E improvisaba, exageraba, se abandonaba, para aturdirse y no contemplarse más.

Parecía inconstante, fatuo, y… sí, es preciso decirlo, también, con frecuencia, ridículo.

Doctor: E insociable, ¿no era?

Belcredi: ¡Todo lo contrario! le encantaba la sociabilidad. Era famoso como organizador de cuadros plásticos, de danzas, de recitales de beneficencia; desde luego, para divertirse. Pero recitaba muy bien, ¿sabe usted?

Di Nolli: Y con la locura se ha transformado en un actor magnífico y terrible…

Belcredi: Y eso desde el principio. Hágase usted cargo de que cuando ocurrió la desgracia, después que cayó del caballo…

Doctor: Se golpeó en la nuca, ¿verdad?

Matilde: ¡Ah, qué horror! Estaba junto a mí. Lo vi entre los cascos del caballo, que se había encabritado…

Belcredi: Nosotros no creímos, en el primer momento, que se hubiese hecho mucho daño. Hubo, sí, un poco de confusión en la cabalgata; queríamos saber qué había sucedido y nos detuvimos, pero ya lo habían recogido y llevado hacia la villa.

Matilde: No tenía nada, doctor, ¿querrá usted creer? Ni la más mínima herida. Ni una gota de sangre.

Belcredi: Sólo se le creyó desmayado…

Matilde: Y cuando dos horas más tarde…

Belcredi: ..reapareció en el salón de la villa, y esto es lo que quería decir…

Matilde: ¡Ah, qué rostro el suyo! Yo lo advertí en seguida.

Beleredi: ¡Eso no, no es cierto! Ninguno de nosotros advirtió nada, ¿comprende, doctor ?

Matilde: ¡Desde luego! Porque estabais todos como locos.

Belcredi: Cada uno recitaba en broma su parte. Era una verdadera Babel.

Matilde: ¿Se imagina usted, doctor, nuestro asombro, cuando comprendimos que él, en cambio, lo hacía en serio?

Doctor: Ah, pero entonces él, ¿también… ?

Belcredi: ¡Sí, sí! Se mezcló con nosotros. Creímos que se había recobrado y que también él recitaba, como nosotros… mejor que nosotros, porque, según le he dicho ya, era un magnífico actor. En fin, creímos que bromeaba.

Matilde: Y comenzaron a fustigarlo…

Belcredi: Entonces…  – tenía las armas del rey -, desenvainó la espada arremetiendo. Todos nos aterrorizamos.

Matilde: Nunca olvidaré aquella escena de nuestros rostros pintarrajeados, desencajados, descompuestos, frente a esa terrible máscara suya, que no era ya una máscara, sino el rostro mismo de la locura.

Belcredi: ¡Enrique IV! ¡Enrique IV en persona, en un rapto de furor!

Matilde: Yo creo, doctor, que debió influir en él la obsesión de aquella mascarada que había estado preparándose desde hacía un mes. Una obsesión que se manifestaba ya en todo lo que hacía.

Belcredi: ¡Hay que ver lo que estudió para prepararse! Hasta los más ínfimos detalles… las minucias…

Doctor: Comprendo, es muy sencillo. Lo que fue una obsesión momentánea, se fijó en él, al caer y golpearse la nuca. Por el debilitamiento del cerebro se fijó perpetuándose. Eso puede producir idiotez o locura.

Belcredi (a Frida, y a Di Nolli): ¿Os dais cuenta, qué bromas?

(A Di Nolli): Tú tenías alrededor de cuatro o cinco años;

(a Frida): a tu madre le parece que tú la has reemplazado en ese retrato suyo de cuando aún ni remotamente pensaba que te traería al mundo: yo tengo ya los cabellos grises, y él… (Indica el retrato) helo ahí. ¡Zas!, un golpe en la nuca, y allí ha quedado fijo: Enrique IV.

Doctor (que ha quedado absorto, meditando, abre las manos frente a su rostro, como para atraer la atención de los demás, y se dispone a hacer su explicaci6n científica): Pues bien, señores. El asunto es…

Pero de improviso se abre la primera puerta de la derecha, y Bertoldo aparece con el rostro alterado. 

Bertoldo (irrumpiendo como quien no puede resistirse): ¿Me lo permitís? Perdonad…
Pero se detiene de pronto, viendo el trastorno que suscita en los otros su aparición. 

Frida (con un grito de espanto, buscando amparo): ¡Oh, Dios mío! ¡Allí está!

Matilde (retrocediendo espantada, con un brazo en alto para no verlo): ¿Es él? ¿Es él?

Di Nolli: ¡No, no! ¡Tranquilizaos!

Doctor (asombrado): ¿Y quién es?

Belcredi: Un desertor de nuestra mascarada.

Di Nolli: Es uno de los cuatro jóvenes que tenemos aquí para secundar su locura.

Bertoldo: Yo pido excusas, señor marqués…

Di Nolli: ¡No hay excusas! Ordené que se cerraran las puertas con llave, y que ninguno entrase aquí.

Bertoldo: ¡Sí, señor, pero yo no puedo soportar esto y le pido licencia para marcharme!

Di Nolli: ¡Ah!… ¿Es usted quien debía tomar servicio esta mañana?

Bertoldo: Sí, señor, pero no lo resisto…

Matilde (a Di Nolli, consternada): ¡Pero entonces no está tan tranquilo como decíais!

Bertoldo (con rapidez): ¡No, señora, no! ¡No es por él! ¡Son mis compañeros! ¿Dice usted “secundar”, señor marqués? ¡Ésos no secundan: los verdaderos locos son ellos! Vengo aquí por primera vez, y en lugar de ayudarle, señor marqués…

Por la misma puerta de la derecha aparecen, de prisa y afanosos, Landolfo y Arialdo, pero se detienen sin avanzar.

Landolfo: ¿ Puedo pasar?

Arialdo: ¿ Me permite usted, señor marqués?

Di Nolli: Adelante. ¿Se puede saber qué ocurre? ¿Qué hacéis?

Frida: ¡Ah, no! ¡Yo me voy, me escapo! ¡Tengo miedo!

Va hacia la puerta de la izquierda. 

Di Nolli (deteniéndola rápidamente): ¡Pero, Frida, no!… ¿ Qué haces!

Landolfo: Señor marqués, este tonto… (Indica a Bertoldo.)

Bertoldo (protestando): ¡Ah, no, gracias, muchas gracias, mis queridos amigos, pero yo no puedo continuar así!

Landolfo: ¿Por qué no puedes continuar?

Arialdo: Huyendo hacia aquí lo ha echado todo a rodar, señor marqués.

Landolfo: Lo ha hecho enfurecer. Ya no nos es posible contenerlo. Ha dado orden de que se le arreste, y quiere “juzgarlo” desde el trono.

(Volviéndose a Di Nolli): Usted dirá, señor marqués…

Di Nolli: ¡Cerrad! ¡Cerrad esa puerta!

Landolfo va a cerrarla. 

Arialdo: Ordulfo solo no podrá contenerlo…

Landolfo: Sí, señor marqués; si pudiésemos anunciarle vuestra visita en seguida, lo distraeríamos. Y si los señores han resuelto ya con qué trajes van a presentarse…

Di Nolli: Sí, sí; se ha resuelto todo ya.

(Al doctor): Si usted, doctor, cree que puede hacerle la visita en seguida…

Frida: ¡Yo, no! ¡Yo, no, Carlos! Me retiro. Y tú también, mamá, por favor, ven, ven conmigo.

Doctor: Habría que saber si aún continúa armado. . .

Di Nolli: No, doctor. No está armado.

(A Frida): Perdóname, Frida, pero tu temor es pueril. Tú misma quisiste venir…

Frida: Pues no; no he sido yo, sino mamá.

Matilde (con resolución): ¡Yo estoy lista!… Decidme vosotros qué tengo que hacer.

Belcredi: ¿Es en verdad necesario disfrazarse de algo?

Landolfo: Indispensable, señor.

(Mostrando su traje): ¡Ya lo ve usted!… La que se armaría si viese a los señores con trajes actuales.

Arialdo: Creería que ha sido obra de una transformación diabólica.

Di Nolli: Del mismo modo que a usted le parecen disfrazados ellos, as! al vernos él con nuestras ropas, le pareceríamos disfrazados nosotros.

Landolfo: Y quizá no sería nada eso, señor marqués, si él no hubiese de creer que había sido obra de su mortal enemigo.

Belcredi: ¿El Papa Gregorio VII?

Landolfo: El mismo. Suele decir que era un pagano”.

Belcredi: ¿El Papa? No está mal.

Landolfo: Sí señor. Y que invocaba a los muertos. Lo acusa de poseer todas las artes diabólicas. Le tiene un miedo terrible.

Doctor: Manía persecutoria.

Arialdo: Se enfurecería.

Di Nolli (a Belcredi): No es necesario que tú asistas. Iremos nosotros. Es suficiente con que lo vea el doctor.

Doctor: Dice usted… ¿yo solo?

Di Nolli: No tema usted. Estarán ellos (Señala a los tres jóvenes.)

Doctor: No, no. . ., digo si la señora marquesa…

Matilde: ¡Sí, sí! Quiero estar yo también. Quiero verlo otra vez.

Frida: Pero, ¿para qué, mamá? Ven con nosotros, te lo ruego.

Matilde (imperiosa): ¡Dejadme!… He venido para eso. (A Landolfo): Yo seré “Adelaida”, la madre.

Landolfo: De acuerdo… La madre de la emperatriz Berta; de acuerdo. Bastará entonces con que la señora se ciña la corona ducal y se eche un manto que la cubra totalmente.

(A Arialdo): Ve, Arialdo, ve.

Arialdo: Espera. ¿Y el señor? (Indica al doctor):

Doctor: Ah, sí… Creo que habíamos dicho el obispo. El obispo Hugo de Cluny.

Arialdo: ¿El señor se refiere al abate?… Bien: el abate Hugo de Cluny.

Landolfo: Ya ha venido aquí muchas veces.

Doctor (asombrado): ¿Cómo “ha venido”?

Landolfo: No tema usted. Digo que siendo un disfraz corriente…

Arialdo: Lo hemos utilizado otras veces.

Doctor: Pero…

Landolfo: No hay peligro de que él lo recuerde. Mira más al hábito que a la persona.

Matilde: Eso me conviene también a mí.

Di Nolli: Nosotros nos vamos, Frida. Ven, Tito, acompáñanos.

Belcredi: Ah, si ella se queda (indica a la marquesa) me quedo yo también.

Matilde: ¡Pues no tengo ninguna necesidad de que lo haga!

Belcredi: No digo que me necesite. También tendré el gusto de volver a verlo… digo, si me está permitido.

Landolfo: Sí, quizá sea mejor que vayáis los tres.

Arialdo: Entonces, ¿el señor… ?

Belcredi: Procure encontrar un disfraz adecuado para mí.

Landolfo (a Arialdo): Sí, uno de clunicense.

Belcredi: ¿De clunicense? ¿Qué es eso?

Landolfo: Un sayo de benedictino de la abadía de Cluny. Hará como que pertenece al séquito de monseñor.

(A Arialdo): ¡Ve, apresúrate!

(A Bertoldo): Y tú también, vete, y no aparezcas en todo el día.

(Pero apenas los ve marchar): Esperad.

(A Bertoldo): Tú tráete para aquí los indumentos que te dará él.

(Indica a Arialdo, a quien le dice): Y tú, ve rápido a anunciar la visita de la “Duquesa Adelaida”, y de “Monseñor Hugo de Cluny”. ¿Habéis entendido?

Arialdo y Bertoldo se van por la primera puerta de la derecha. 

Di Nolli: Entonces, nosotros nos retiramos.

Sale, con Frida, por la puerta de la izquierda. 

Doctor (a Landolfo): Desde luego mi traje de Hugo de Cluny le inspirará simpatía, es conveniente.

Landolfo: No tenga usted cuidado. Monseñor fue siempre acogido con gran respeto aquí. Usted también puede estar tranquila, señora marquesa. Con frecuencia recuerda que a vosotros dos os debe haber sido admitido en el castillo de Canossa, ante Gregorio VII, después de haber esperado dos días en medio de la nieve, que le tenía aterido.

Belcredi: ¿Y yo?

Landolfo: Usted manténgase respetuosamente apartado…

Matilde (irritada, muy nerviosa): ¡Usted haría muy bien marchándose!

Belcredi (bajo, mordaz): Está usted demasiado turbada…

Matilde (enojada): ¡Estoy como estoy! ¡Déjeme usted en paz! (Reaparece Bertoldo con los vestidos):

Landolfo (viéndolo entrar): Ah, aquí están las ropas. Este manto, para la marquesa.

Matilde: Esperad que me quite el sombrero.

Lo hace, y se lo da a Bertoldo.

Landolfo: Lo llevarás allá.

(Luego a la marquesa, indicándole que va a ceñirle la corona ducal): ¿Me permite usted?

Matilde: ¡Ay… ! ¿No hay aquí un espejo.

Landolfo: Están allá.

(Indica la puerta de la izquierda): Si la señora marquesa lo desea…

Matilde: Sí, sí, deme, será mejor. Volveré en seguida.

Toma su sombrero Bertoldo, que lleva el manto y la corona.

Entretanto, el doctor y Belcredi se visten, como mejor pueden, con los trajes de benedictinos.

Belcredi: Esto de hacer de benedictino, la verdad, no se me hubiera ocurrido nunca. ¡Vaya!… es un tipo de locura que cuesta bastante.

Doctor: ¡Bah!… Muchas otras locuras hay que también…

Belcredi: Cuando se dispone de un patrimonio para sostenerlas…

Landolfo: Sí, señor. Tenemos un guardarropas completo de trajes de la época, confeccionados con toda perfección, según los modelos antiguos. Están a mi cargo. Los busco en buenas sastrerías teatrales y cuestan mucho.

Matilde reaparece vestida con manto y corona. 

Belcredi (rápido, admirándola): ¡Oh, magnífica! ¡Realeza auténtica!

Matilde (viendo a Belcredi y echándose a reír): ¡No, por Dios!… ¡Quítese usted eso, está imposible! ¡Parece un avestruz vestido de monje!

Belcredi: Mire al doctor ..

Doctor: Bueno, qué hemos de hacerle…

Matilde: El doctor pasa. Quien provoca risa es usted.

Doctor (a Landolfo): ¿Se reciben aquí muchas visitas?

Landolfo: Depende. Con frecuencia manda que se le presente tal o cual personaje, y es preciso buscar a alguien que se preste a ello. Mujeres también.

Matilde (herida, pero intentando disimularlo): ¡Ah!… ¿también mujeres?

Landolfo: Oh… Antes, sí. Muchas.

Belcredi (riendo): ¡Ésa sí que es buena! Disfrazadas? (Indicando a la marquesa): ¿ Así?

Landolfo: Bueno, eran mujeres de esas que…

Belcredi: Que se prestan, se entiende.

(Pérfido, a la marquesa): ¡Váyase usted con cuidado, que esto se pone peligroso!

Se abre la segunda puerta de la derecha y aparece Arialdo que, a escondidas, haceates una seña para que callen anuncian luego solemnemente.

Arialdo: ¡Su Majestad el Emperador!

Entran primero los dos pajes, que van a apostarse al pie del trono.

Luego, entre Ordulfo y Arialdo, que respetuosamente se quedan un poco atrás, Enrique IV. Frisa en los cincuenta. años, está palidísimo, y tiene ya grises los cabellos de la nuca, pero en las sienes, y sobre la frente, están rubios por obra de una tintura, de evidencia casi pueril; en las pómulos, sobre su trágica palidez, tiene como las muñecas un redondel rojo muy llamativo. Viste, sobre el traje real, un sayo de penitente como el que llevó en Canossa. Hay en sus ojos una fijeza acongojante que infunde temor, en contraste con su porte que pretende ser de contrita humildad, tanto más ostentosa cuanto más siente que es inmerecido su envilecimiento.

Ordulfo sostiene con ambas manos la corona imperial. Arialdo, el cetro con el águila y el globo con la cruz. 

Enrique IV (inclinándose primero ante Matilde y después ante el doctor): Señora… Monseñor…

(Luego mira a Belcredi y va a inclinarse también ante él, pero se vuelve a Landolfo, que se le ha acercado, y pregunta en voz baja, con desconfianza): ¿Es Pedro Damiani?

Landolfo: No, Majestad, es un monje de Cluny que acompaña al abate.

Enrique IV (vuelve a espiar a Belcredi con desconfianza creciente y al notar que éste se vuelve suspenso y molesto a Matilde y al doctor, como solicitando consejo con la mirada, se yergue y grita): ¡Es Pedro Damiani! ¡Es inútil, padre, que miréis a la duquesa!

(Volviéndose rápido hacia Matilde como para conjurar un peligro): ¡Os juro, os juro, señora, que mis sentimientos hacia vuestra hija han cambiado! Confieso que si él (señala a Belcredi) no hubiese venido a impedírmelo en nombre del Papa Alejandro, yo la habría repudiado! ¡Sí, alguien hubo que se prestaba a favorecer el repudio: el obispo de Maguncia, a cambio de ciento veinte poderes!

(Un tanto extraviado mira a Landolfo, y dice en seguida): ¡Pero en estos momentos no debo hablar mal de los obispos!

(Retorna humilde ante Belcredi): ¡Os estoy agradecido, creedme ahora que os estoy agradecido, Pedro Damiani, por haber impedido aquello! Mi vida toda está hecha de humillación: mi madre, Adalberto, Tribur, Goslar, y ahora este sayo que me veis encima.

(De improviso cambia de tono, y como quien en un paréntesis de astucia repasa el papel, dice): ¡No importa! ¡Claridad de ideas, perspicacia, firmeza de conducta y paciencia ante la adversa fortuna!
(Luego se dirige a todos, y dice con gravedad compungida): ¡Sé corregir los errores cometidos, y aun ante vos, Pedro Damiani, me humillo!

Se inclina profundamente y se queda así ante él, como doblado por una sospecha torva que ahora nace en él y le obliga a agregar, casi de mal grado y en tono amenazante.

¡Siempre que no haya partido de vos la obscena injuria de que Inés, mi santa madre, tiene ilícitos tratos con el obispo Enrique de Augusta!

Belcredi (viendo que Enrique IV permanece aún inclinado, con el dedo amenazante apuntando hacia él, se lleva las manos al pecho, y luego, negando): No; de mí, no.

Enrique IV (irguiéndose): No, ¿verdad? ¡Infamia!

(Lo mira de hito en hito, y luego dice): No os creo capaz.

(Se acerca al doctor y le tironea de la manga, guiñando astutamente los ojos): ¡Son “ellos”! ¡Siempre los mismos, monseñor!

Arialdo (en voz baja, con un suspiro, como sugiriéndole al doctor): ¡Oh, si, los obispos rapaces!

Doctor (para sostener su papel, vuelto hacía Arialdo): Ellos… ¡Oh, sí… ésos!

Enrique IV: ¡Nada les ha bastado a ellos! Un pobre muchacho, monseñor… se pasa el tiempo jugando, aun cuando, sin saberlo, es rey. Seis años tenía yo y me robaron a mi madre, y contra ella se sirvieron de mí, ignaro, y contra los poderes mismos de la dinastía, profanándolo todo, robando, robando; uno más codicioso que el otro. ¡Anno más que Esteban! ¡Esteban más que Anno!

Landolfo (en voz baja, persuasivo, para hacerle reflexionar): Majestad…

Enrique IV (volviéndose rápido): ¡Ah, sí! No debo, en este momento, hablar mal de los obispos. Pero esta infamia que se ha cometido con mi madre, monseñor, colma toda medida.

(Mira a la marquesa y se enternece): Y no puedo llorarla siquiera, señora.

Me dirijo a vos, que debéis tener entrañas maternas. Vino aquí, a visitarme desde su lejano convento, hace ya cerca de un mes. Me han dicho que ha muerto.

Pausa sostenida, con emoción densa.

(Luego, sonriendo dignamente): No puedo llorarla, porque si vos estáis ahora aquí, y yo así (muestra el sayo que lo cubre), eso significa que yo tengo veintiséis años…

Arialdo (quedo y con dulzura, para reconfortarlo): Y que ella, entonces, está viva, Majestad.

Ordulfo: Sigue en su convento.

Enrique IV (se vuelve y los mira): Sí, y puedo, por lo tanto, deponer mi dolor.

(Muestra a la marquesa, casi con coquetería, la tintura que se ha puesto en los cabellos): Mirad… aún están rubios… (Luego, por lo bajo, casi confidencialmente): ¡Por vos… yo no necesitaría. Pero algún indicio exterior contribuye. Términos de tiempo, ¿me explico, monseñor?

(Se acerca a la marquesa, y observándole el cabello): Ah, pero veo que… vos también, duquesa…

(Guiña un ojo, y hace un ademán expresivo): ¡Oh!… italiana…

(Como para significar: fingida; pero sin sombra de desdén, sino con maliciosa admiración): ¡Líbreme Dios de mostrar disgusto o sorpresa! ¡Veleidad! Nadie querría reconocer ese poder oscuro y fatal que señala límites a la voluntad. Pero puesto que nacemos y morimos… Nacer, monseñor, ¿lo habéis querido vos? Yo no, y entre uno y otro caso, entrambos independientes de nuestra voluntad, suceden muchas cosas que todos querríamos que no sucedieran, y a las que nos resignamos de mala gana.

Doctor (por decir algo, mientras lo estudia atentamente): Sí, sí, desde luego…

Enrique IV: Y he aquí que cuando no nos resignamos, surgen las veleidades. Una mujer que quiere ser hombre…, un anciano que quiere ser joven… ¡Ninguno de nosotros miente o finge! Poco hay que decir…, todos nos hemos aferrado, de buena fe, a un alto concepto de nosotros mismos. Sin embargo, monseñor, mientras vos os estáis rígido, agarrado con las dos manos a vuestra túnica santa, de aquí, de las mangas, se os resbala, se os desliza, se os escurre como una sierpe, algo de lo cual vos no os dais cuenta. ¡La vida, monseñor! Y luego os sorprende cuando de improviso la veis existir ante vos, así, independiente de vos mismo; despechos e iras contra vos mismo; o remordimientos; también remordimiento. ¡Ah, si supierais cuántos he hallado yo ante mí! ¡Con un rostro que era mi propio rostro, pero tan horrible que no he podido mirarlo!

(Se acerca a la marquesa): A vos, ¿nunca os ha ocurrido, señora? ¿Recordáis vos haber sido siempre la misma? ¡Oh, Dios! Es que un día… ¿Cómo es posible? ¿Cómo habéis podido cometer aquella acción?

(La mira tan intensamente en los ojos, que casi la hace desvanecerse): ¡Sí, “aquélla” justamente! Nos hemos comprendido. (¡Oh, quedaos tranquila, no la revelaré a nadie!) Y que vos, Pedro Damiani, pudierais ser amigo de aquel…

Landolfo: Majestad…

Enrique IV (rápido): ¡No, no; no se lo nombro! ¡Sé que le incomoda tanto!

(A Belcredi, como de paso): ¿Qué opinión? ¿Eh?… ¿Qué opinión teníais?… Pero no obstante, todos seguimos aferrados a nuestro concepto, así como los que envejecen se tiñen el cabello. ¿Qué importa que para vos mi tintura no represente el verdadero color de mis cabellos? Vos, señora, no os los teñís para engañar a los demás, ni a vos misma, sino  – y tan sólo un poco – a vuestra imagen ante el espejo. Yo lo hago por broma. Vos lo hacéis en serio. Pero os aseguro que, por muy en serio que sea, vos también estáis disfrazada, señora, y no porque os ciña la frente esa venerable corona ante la cual me inclino, ni por que llevéis ese manto ducal; es sólo por ese recuerdo que habéis querido fijar en vos, artificialmente, de vuestro color rubio, que os ha complacido antes, o vuestro color moreno, si es que erais morena: la imagen de la juventud que más os guste… A vos, Pedro Damiani, en cambio, el recuerdo de lo que habéis sido, de lo que habéis hecho, se os aparece ahora como reconocimiento de realidades pasadas que os quedan dentro. ¿No es verdad?, como si fuera un sueño. Y a mi también, como un sueño, y muchas, si pienso en ellas, me parecen tan inexplicables… ¡Pero no hemos de asombrarnos, Pedro Damiani! ¡Así será el mañana de nuestra vida de hoy!
(Encolerizándose de pronto, y tomándose el sayo): ¡Este sayo!

(Con alegría casi feroz, simula arrancárselo, mientras Arialdo, Landolfo y Ordulfo acuden asustados para impedirlo): ¡Oh, Dios!

(Se echa hacia atrás, y quitándose el sayo les grita): ¡Mañana, en Bressanon, veintisiete obispos germanos y lombardos firmarán conmigo la destitución del Papa Gregorio VII, que no es un pontífice, sino un falso monje!

Ordulfo (con los otros dos, exhortándolo para que calle): ¡Majestad, majestad, en el nombre de Dios!

Arialdo (lo invita con gestos a que vista nuevamente el sayo): ¡Mirad lo que decís!

Landolfo: ¡Está aquí monseñor, con la duquesa para interceder en vuestro favor!

Y a escondidas hace apremiantes gestos al doctor para que diga rápido alguna cosa. 

Doctor (sin saber qué decir): ¡Ah, eso… estamos aquí para interceder!

Enrique IV (de súbito arrepentido casi asustado, dejando que los tres le pongan nuevamente el sayo sobre los hombros, y apretándolo contra sí con las manos convulsas): Perdonad… sí, sí, perdonad, perdonadme, monseñor. Y vos también, perdonadme, señora… ¡Os lo juro, siento todo el peso del anatema!

(Se inclina tomándose la cabeza con ambas manos, como en espera de algo que va a caer sobre él, y permanece un momento así. Pero luego, con otra, voz y sin cambiar el gesto, dice, quedo, confidencialmente a Landolfo, Arialdo y Ordulfo): No sé por qué, hoy no logro ser humilde ante éste (E indica a Belcredi disimuladamente.)

Landolfo (en voz baja): ¿Por qué os obstináis en creer que es Pedro Damiani, majestad, si no lo es?

Enrique IV (observando con temor): ¿No es Pedro Damiani?

Arialdo: No… ¡es un pobre monje, majestad!

Enrique IV (dolorido, con anhelante exasperación): Oh, ninguno de nosotros puede valorar lo que hace, cuando lo hace por instinto. Acaso vos, señora, podéis entenderme mejor que los demás, porque sois mujer. Es éste un momento solemne y decisivo. Podría, mirad, ahora mismo, mientras hablo con vos, aceptar la ayuda de los obispos lombardos y apoderarme del Pontífice, asediándolo aquí, en el castillo. Correr a Roma luego, y elegiros un antipapa; estrechar la mano de la alianza con Roberto Guiscardo. ¡Gregorio VII estaría perdido! Me resisto a la tentación, y creedme que obro con discreción. Sé hacia dónde soplan los vientos y reconozco la majestad de quien puede ser un verdadero Papa. ¿Pretenderíais reíros ahora de mí, viéndome así? Seríais todos necios, porque no comprenderíais cuál es el criterio político que ahora me aconseja este hábito de penitencia. ¡Mañana, os lo aseguro, los papeles podrían invertirse! Y… ¿qué haríais vosotros entonces? ¿Os reiríais acaso del Papa, al verlo en traje de prisionero? No. Estaríamos en igualdad de condiciones. Yo, disfrazado de penitente, hoy; mañana, él de prisionero. ¡Pero ay de quien no sabe ajustarse a su disfraz, ya sea de rey, o de Papa! Eso sí, quizá sea él un tanto cruel ahora. Pensad, señora, que Berta, vuestra hija, por quien, os lo repito, mis sentimientos han cambiado…

(Se vuelve de improviso a Belcredi, y le grita a la cara, como si hubiese dicho que no): ¡Cambiado! ¡Cambiado por el afecto y la devoción que ha sabido manifestarme en este momento terrible!

(Se detiene convulso por un gemido de ira y hace esfuerzos por contenerse; luego se vuelve hacia la marquesa con dulce y doliente humildad): Ha venido conmigo, señora; está abajo, en el patio. Ha querido seguirme como una mendiga y está helada, ¡helada por dos noches pasadas a la intemperie, bajo la nieve! ¡Vos sois su madre! ¡Deberían agitarse las entrañas de vuestra misericordia e implorar con él (señalando al doctor) el perdón del Pontífice, ¡que nos reciba!

Matilde (temblorosa, con un hilo de voz): Sí, sí… en seguida…

Doctor: ¡Lo haremos, lo haremos!

Enrique IV: ¡Y otra cosa! ¡Aún otra cosa!

(Los atrae hacia sí y dice muy por lo bajo): No es suficiente con que me reciba. Vosotros sabéis que él lo puede “todo”; “todo”, os digo. ¡Hasta a los muertos invoca!
(Se golpea el pecho): ¡Heme aquí! ¡Me veis! i Y no hay arte de magia que él ignore! Y bien, monseñor, mi verdadera condena es ésta, o aquélla.

(Casi con temor señala su retrato en la pared): ¡Mirad! ¡Y no poder desprenderme más de esa obra de magia!… Ahora soy penitente, y así continúo. Os juro que continuaré así hasta que él no me haya recibido. Pero después que haya sido excomulgado, vosotros dos deberíais implorar al Papa, que todo lo puede, un favor: ¡arrancarme de allí! (señala nuevamente el retrato) y hacer que viva mi vida, toda esta pobre vida mía de la que he sido excluido… ¿No se pueden tener eternamente veintiséis años, señora! Y yo os lo pido también por vuestra hija, para que pueda amarla yo como ella lo merece, tan bien dispuesto como lo estoy ahora, enternecido como lo estoy ahora por su piedad. Eso. Estoy en vuestras manos…

(Se inclina): ¡Señora! ¡Monseñor!

Y al inclinarse, hace como que se retira hacia la puerta por la que entró; pero al advertir a Belcredi, que se había apartado un poco para oír, y verle volver la cara hacia el foro, supone que va a robarle la corona imperial que está sobre el trono. Se precipita hacia ella, entre la impresión y el estupor generales, la recoge y la oculta bajo su sayo. Luego, con una sonrisa astuta en los ojos y en los labios, vuelve a inclinarse repetidamente y desaparece.

La marquesa, profundamente conmovida, se deja caer sentada, casi desvanecida.

Telón

1922 – Enrique IV
Tragedia en tres actos
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

In Italiano – Enrico IV
In English – Henry IV

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