El Humorismo – Primera parte – VI. Humoristas Italianos

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In Italiano – L’umorismo

El Humorismo - Primera parte - VI

El Humorismo
Primera parte
VI. Humoristas Italianos

No me propongo trazar, ni siquiera en forma su-cinta, la historia del humorismo en los pueblos latinos y particularmente el italiano. Sólo he querido contradecir en esta primera parte de mi trabajo a cuantos han pretendido sostener que el humorismo es un fenómeno exclusivamente moderno y casi una prerrogativa de los pueblos anglogermánicos, afirmación fundada sobre ciertas divisiones, consideraciones y preconceptos, arbitrarios unos y sumarios otros, como creo haber demostrado.

La discusión en torno a esas divisiones arbitrarias y a esas sumarias consideraciones, si bien me ha retardado un poco en una senda que me proponía recorrer más de prisa, y ha dado lugar a que me entretuviera en observar de cerca ciertos aspectos particulares y ciertas particulares condiciones de la historia de nuestra literatura, no me ha apartado en ningún momento del tema principal, el cual, por lo demás, requiere ser tratado con sutil penetración y minucioso análisis. He gi-rado en torno de dicho tema, pero para rodearlo y abordarlo mejor desde todos sus flancos.

Para algún lector que acaso haya creído hallar contradicción entre la materia desarrollada y los ejemplos de esos escritores italianos ofrecidos hasta ahora, en los que no reconoce el carácter del verdadero humorismo, recordaré que he hablado al principio de dos maneras de entenderlo, y he dicho que el punto fundamental del problema radica en si el humorismo debe entenderse en su acepción más amplia, como comúnmente se lo suele entender – y no sólo en Italia -, o si debe entendérselo en su acepción más restringida y particular, con caracteres peculiares bien definidos, que es, a mi juicio, lo más conveniente. Considerado en su acepción amplia – he dicho – puede hallarse muy abundante humorismo tanto en la literatura antigua como en la moderna de todos los países; considerado en su acepción restringida – para mí la más justa -, sólo lo hallaremos, aunque en menor proporción y nada más que en poquísimas expresiones excepcionales, tanto entre los antiguos como entre los modernos de cada país, pues no es prerrogativa de esta o de aquella raza, de esta o de aquella época, sino fruto de una especialísima disposición natural, de un íntimo proceso psicológico que puede manifestarse ya en un sabio de la antigua Grecia como Sócrates, ya en un poeta de la Italia moderna como Alejandro Manzoni.

No es lícito, sin embargo, valerse arbitrariamente de este o de aquel modo de entenderlo, y aplicar un criterio a determinada literatura para llegar a la conclusión de que no existe en ella humorismo y aplicar a otra el criterio opuesto para demostrar que el humorismo se ha avecindado en ella. No es lícito, en razón de la diferencia de lenguas, sentir sólo en los escritores extranjeros ese sabor particular que por la familiaridad con el mismo instrumento expresivo no se advierte en los nuestros, pero en los cuales, a veces, lo notan los propios extranjeros.

Procediendo así seríamos los únicos que no encontraríamos huellas de humorismo en nuestra literatura, mientras vemos que los ingleses, por ejemplo, colocan en el primer puesto de la propia a un humorista, Chaucer, quien a lo sumo puede ser considerado como tal si se entiende el humorismo en su sentido más amplio, o sea en ese sentido según el cual también pueden ser considerados humoristas Boccaccio y muchos otros escritores nuestros.

No incurro, pues, en ninguna contradicción. La contradicción, en cambio, la hallaremos en quienes, después de haber afirmado que el humorismo es un fenómeno nórdico y una prerrogativa de los pueblos anglogermanos, cuando quieren ofrecer dos admirables ejemplos del más puro humorismo, citan a Rabelais y a Cervantes, un francés y un español, o también a Rabelais y a Montaigne, y al citar a Rabelais esos críticos no quieren ver que en la propia casa están Pulci, Folengo, Berni; y al citar a Montaigne – tipo de escéptico sereno, sin afán de lucha, sonriente, sin arrebatos, sin empeño por defender un ideal ni por someterse a una virtud, el escéptico, en fin, que lo tolera todo, sin creer en nada, que no tiene entusiasmo ni aspiraciones, que se sirve de la duda para justificar la inercia mediante la tolerancia, que demuestra clara noción de la vida serena pero estéril, índice de egoísmo y de decadencia de raza, puesto que el libre examen que no impulsa a la acción, lejos de salvar de la esclavitud, puede aceptar el despotismo o hacerse su cómplice -; no quieren ver, repito, que las razones con las que niegan a tantos escritores italianos, no sólo los rasgos humorísticos sino también la posibilidad de lograrlos, son precisamente aquellas que señalan como generadoras del humorismo de Montaigne.

Una pesa, según se advierte, pero dos medidas.

Veremos que en realidad el tener una fe profunda, un ideal como meta, el aspirar a algo y luchar por alcanzarlo, lejos de ser condiciones necesarias en el humorismo, más bien se le oponen; y que, sin embargo, puede ser humorista quien sienta una fe, una aspiración o un ideal, y a su manera luche por ellos. Un ideal cualquiera, en suma, no significa por sí solo disposición para el humorismo, sino que, al contrario, la dificulta. Pero el ideal puede animar al humorista, y en tal caso el humorismo, que deriva de otras causas, adquirirá ciertamente por esa circunstancia mayor calidad, como la adquirirá de todos los demás elementos espirituales existentes en tal o cual humorista. O dicho de otro modo: el humorismo no tiene necesidad de fondo ético; puede tenerlo o no, que eso depende sólo de la personalidad, de la índole del escritor; pero, naturalmente, la concurrencia de ese fondo ético da calidad al humorismo y lo cambia en sus efectos; lo hace así más o menos amargo, más o menos áspero, contribuye a que se incline más o menos hacia lo trágico o hacia lo cómico, hacia la sátira o hacia la burla, etcétera.

Se cree que todo consiste en un juego de contrastes entre el ideal del poeta y la realidad, afirmando que si el poeta siente herido amargamente su ideal, o se siente indignado ante la realidad, se expresa por medio de la invectiva, la ironía o la sátira; que si se indigna apenas y, ante el contraste entre las apariencias de la realidad y su propio yo, se muestra más bien inclinado a reír, tendremos la comedia, la farsa, la befa, la caricatura, el grotesco; y que, finalmente, surgirá el humorismo, si el ideal del poeta no resulta herido o el choque no provoca su indignación, sino que lo induce a transigir mansamente y hasta con indulgencia un poco dolorida. Pero quien afirma tal cosa demuestra tener una visión demasiado unilateral del humorismo y además un tanto superficial. Cierto que mucho de esto depende de la disposición de ánimo del poeta: cierto, también, que el ideal en contraste con la realidad puede provocar la indignación, la risa o la transigencia, pero un ideal que transige prueba no sentirse muy seguro de sí, ni estar profundamente arraigado. Ahora bien, ¿consistirá el humorismo en esa mengua del ideal?

No. La mengua del ideal nunca será causa, sino a lo sumo consecuencia de aquel particular proceso psicológico que se llama humorismo.

De una vez por todas dejemos de lado los ideales, la fe, las aspiraciones y etc., etc. El escepticismo, la tolerancia, el carácter realista que nuestras letras tuvieron casi desde su iniciación, bien pueden considerarse disposiciones y condiciones favorables para el humorismo. El obstáculo mayor fue la retórica dominante, que im-puso leyes y normas abstractas de composición, una literatura cerebral casi mecánicamente construida y en la cual estaban sofocados sus elementos espirituales subjetivos. Quebrado el yugo – dijimos – de esta poética intelectualista por la rebelión precisamente de los elementos subjetivos del espíritu, que es lo que caracteriza el movimiento romántico, el humorismo se afianzó libremente, sobre todo en Lombardía, verdadero campo del romanticismo italiano. Pero este llamado romanticismo fue la última y clamorosa reacción de la voluntad y del sentimiento que así se rebelaban contra el intelecto. En muchos otros períodos, en muchos otros momentos de la historia literaria de cada nación, se produjeron tales rebeliones, y siempre hubo almas rebeldes solitarias, y siempre existió el pueblo que se expresó en los más varios dialectos sin haber aprendido en la escuela reglas ni leyes.

Entre esos escritores solitarios rebeldes a la retórica y entre los dialectales hay que buscar a los humoristas, y, en el sentido amplio que hemos asignado al humorismo, encontraremos a muchos desde los comienzos de nuestra literatura y particularmente en Toscana. En el sentido propio y verdadero encontraremos muy pocos, pero no son muchos más los que pueden señalarse en las literaturas de los demás pueblos, ni estos pocos nuestros son inferiores a los pocos extranjeros que para confundirnos se nos exhiben de continuo, los cuales, hecho el recuento, son siempre los mismos y hasta pueden contarse con los dedos de una mano.

Pero nunca hemos sabido poner de relieve y apreciar debidamente el sabor especial de los nuestros, ni distinguir y precisar bien esas cualidades, porque nuestra crítica – guiada en la mayor parte de las historias literarias locales por prejuicios que nada tienen que ver con la estética o por criterios de generalización – no ha sabido adaptarse a aquellas singulares y especialísimas individualidades, y ha considerado como errores, excesos o defectos los que sólo son sus caracteres peculiares. Porque me pregunto: ¿quién sabe cuál sería el juicio que hallaríamos en nuestras historias literarias sobre un libro como Vida y opiniones de Tristram Shandy si hubiera sido escrito en italiano y por un escritor italiano? ¿Y quién sabe qué obras maestras del humorismo serian, en cambio, la Vita di Cicerone, de Juan Carlos Passeroni, de haber sido escritos en inglés y por un escritor inglés?

Hablaba hace años precisamente sobre este particular con un inglés cultísimo, conocedor profundo de la literatura italiana.

¿Ni siquiera Maquiavelo? – me preguntaba con asombro, casi incrédulo, – ¿Vuestros críticos no reconocen humorismo ni siquiera en Maquiavelo? ¿Tampoco en la novela de Belfagor?

Y yo pensaba en la desnuda grandeza de Maquiavelo, ese excelso escritor nuestro que nunca se vistió en el guardarropa de la Retórica; que comprendió como pocos la fuerza de las cosas y para quien la lógica siempre se desprendía de los hechos mismos, que por medio del análisis más perspicaz y sutil reaccionó contra toda confusa síntesis; que desmontó cualquier estructuración ideal, utilizando los instrumentos de la experiencia y del raciocinio: que con su risa deshizo toda exageración formal.

Pensaba yo que nadie tuvo mayor intimidad de estilo, ni más agudo espíritu de observación; que pocos como él fueron tan capaces de descubrir los contrastes y de recibir más hondamente la impresión de las incongruencias de la vida. Pensaba que hay en él eso que, según muchos, es carácter distintivo del humorismo: cuidadosa preocupación por las minucias como dice D’Ancona -, “si se la juzga abstractamente y a primera vista, cierta trivialidad y vulgaridad,” pues Maquiavelo supo mezclarse con la multitud llegando a veces hasta lo chabacano, al punto de escribir: “Así arropado entre estos piojos, llevo enmohecido el cerebro, y desahogo la perversidad de esta mi suerte, y me conformo con que se me pisotee por esa senda, para ver si con ello se avergüenza“; y también:

Però se alcuna volta io rido o canto
Facciol perché non ho se non quest’una
Via da sfogare il mi’ angoscioso pianto;

Y también pensaba en una penetrante observación de De Sanctis: “Maquiavelo emplea la tolerancia que comprende y absuelve; no ya la tolerancia indiferente del escéptico, del estúpido o del tonto, y sí la tolerancia del hombre de ciencia que no siente odio hacia la materia por él analizada y estudiada: que la trata con la ironía del hombre superior a las pasiones y dice: te tolero, no porque te apruebe, sino porque te comprendo.” Pensaba yo en todos estos elementos que, si los alineamos, resultan ser precisamente aquellos que los expertos en literaturas extranjeras estiman como típicos de los verdaderos y más celebrados humoristas ingleses o alemanes (¡ah, claro, naturalmente!), y no sabría si llorar o reír -¡Dios me perdone!- de todas las ponderaciones que esos expertos han hecho al referirse… ¿qué se yo?… por ejemplo a Las cartas de un trapero y a los demás escritos políticos del decano Jonathan Swift.

A estos expertos señores que siempre nos sacan a relucir los consabidos cinco o seis escritores humoristas extranjeros, bastará darles de nuestra propia literatura un juicio como el que sigue: “La obra de arte es burla genial de la fantasía, es risa fugaz de impresión provocada por las imágenes y no por las cosas, alegría académica de recuerdos, erudita hilaridad; le falta el profundo sentimiento familiar ( y tanto como tenía Swift ¿eh?),  el de la naturaleza, el de la patria, o, mejor aún, le falta en aquella forma gaya y asume otra, acre y violenta (¡cuánta miel, efectivamente, en Swift!), que recuerda a Persio y a Juvenal. No cito nombres; basta aludir a las tradiciones clásicas, al espíritu de imitación, a la lengua restringida en el vocabulario que elude lo popular, todo lo cual impidió al arte la libertad de actitudes, de forma, de estilo indispensable al humour;  así como otros obstáculos: el Papado, la domi-nación extranjera, las discordias internas, el engrei-miento regional y las academias y las escuelas coartaron la libertad política, religiosa y científica.

Padecen de antiguo mal; son en ciencia pedantes, retóricos en arte, en la vida actores, siempre graves o solemnes, rebeldes a todo análisis, proclives a las grandes ideas, desdeñosos de las modestas y lentas experiencias, hurgadores de tesis y antítesis, insustanciales o empíricos, ateos omísticos, amanerados o bárbaros. Nuestra cultura se ha formado por estratos, y no es siempre nacional, lo extranjero persiste en nosotros, las formas literarias tienen moldes fijos: una generación compone el texto, varias otras lo anotan; y así se piensa y siente por reflejo, por reminiscencias o por capricho, y así se nos escapa el sentimiento real de la vida, se embota aquella libertad de percepción y de aptitudes creadoras del humorismo, y se reproduce el círculo vicioso: los humoristas no surgen porque faltan las condiciones adecuadas, y éstas no se producen porque faltan los humoristas. El defecto está en la raíz: escaso desarrollo del espíritu de curiosidad, endeblez en la nota íntima. El humour  requiere el uno y la otra, requiere el pensador y el artista; pero el arte entre nosotros está separado de la ciencia, y ambos separados de la vida.[49]

He citado a Maquiavelo. Citaré al respecto a otro italiano, tan ínfimo como aquél, que no tuvo aquella “libertad, de actitudes, de forma, de estilo indispensable al humour“, y a quien “el Papado…, las academias y las escuelas impidieron la libertad política, religiosa y científica“; un rebelde a todo análisis, pedante en ciencia y retórico en arte; uno en quien se desarrolló muy poco el espíritu de curiosidad, etcétera: Giordano Bruno, si permitís, académico sin academia, autor, entre otras obras, de Spaccio della Bestia trionfante, de Cabala del cavallo Pegaso, o de Asino Cillenico, y de Candelajo; aquel cuyo lema, según es sabido fue: In tristitia hilaris, in hilaritate tristis, que parece hecho para ser el lema del humorismo.

Y la candela de aquel candelero suyo, “podría aclarar un tanto ciertas sombras de las ideas, las que, en verdad, espantaron a las bestias” – dice él mismo -, O también dice: “Considerad al que va y al que viene, lo que se hace y lo que se dice, cómo se entiende y cómo puede entenderse; que por cierto contemplando estas acciones y discursos humanos con el criterio de Heráclito o de Demócrito, tendréis ocasión de mucho reír o de mucho llorar.

Por su parte el autor los ha contemplado a la vez con el criterio de Heráclito y el de Demócrito.

Aquí Giordano parla en vulgar, nomina libremente, dona el propio nombre a quien natura dona el propio ser; no tiene por vergonzoso aquello que la naturaleza ha hecho digno; no cubre lo que ella muestra al desnudo, al pan le llama pan y vino al vino, pie al pie y a otras partes con el nombre que les corresponde; dice comer al comer, dormir al dormir, beber al beber, y así significa los otros actos naturales con denominación adecuada.

Esto se lee en la Epístola esplicatoria que precede a Spaccio della Bestia trionfante. Demos una ojeada a este Spaccio y veamos qué dice Mercurio de Júpiter: “Ha ordenado que hoy a medio día dos melones, entre otros más, del melonar de Fronzino, estén perfectamente maduros, pero que no sean recogidos sino tres días después, cuando ya no estén en condiciones de ser comidos. Quiere que al mismo tiempo en la iviuma*** que está en la raíz del monte de Cicala, en casa de Gioan Bruno, treinta iviomi  sean cogidos en perfecta madurez, y diecisiete caigan a tierra asoleados, y que quince sean roídos por los gusanos; que Nasta, mujer de Albenzio, mientras quiere encreparse los cabellos en las sienes, se chamusque cincuenta y siete por haber calentado excesivamente el hierro, pero sin quemarse la cabeza, y que por esta vez no blasfeme cuando sienta el hedor, sino que lo sufra con paciencia: que de la boñiga de su buey nazcan doscientos cincuenta escarabajos, de los cuales catorce sean pisoteados y queden muertos bajo pie de Albenzio, veintiséis mueran patas arriba, veintidós vivan en caverna, ochenta vayan en peregrinaje por el cortil, cuarenta y dos se retiren a vivir bajo aquel cepo cercano a la puerta, dieciséis hagan rodar pelotillas por donde les dé la gana, y el resto corra al azar… Que Ambrosio en su centésimo duodécimo impulso despache el asunto con su mujer, y que por esta vez no la embarace, sino en la otra y mediante ese semen suyo en que se convierte el puerro cocido que a la sazón come con uvate y pan de mijo.

*** Ninguno de los diccionarios Italianos consultados: Rigutini y Fanfani, Pletro Fanfani, Tommaseo, Petroechi, Bacci, ni la propia Enciclopedia, registran este vocablo o su derivado iviomí, que el lector encontrará en el párrafo transcripto. Nada tampoco indica que estas voces provengan del latín. Giordano Bruno, más que otros literatos que escribieron en lengua vulgar. gustaba emplear palabras de su cosecha -como éstas han de serio, verdaderos neologismos a menudo de raíz popular y dialectal, algunos de los cuales cayeron luego en desuso y nunca fueron oficialmente incorporados a la lengua Italiana.

Y todo esto para demostrar a Sofía que se engaña al creer que los Dioses no toman a su cuidado las cosas minúsculas tanto como las más grandes.

¿Cómo se llama esto?

En el Antiprólogo de Candelajo, Giordano dice de sí: “Del autor, si le conocierais, diríais que tiene una fisonomía extraviada, que está siempre como en contemplación de las penas del Infierno, pareciera haber sido puesto en prensa cual si fuera una barreta; apenas ríe y sólo para hacer según hacen los demás. Por lo común lo veréis fastidiado, terco y extravagante; nada lo conforma, malhumorado como un viejo de ochenta años, lunático como un perro.” Y se llama Dédalo “en cuanto a los hábitos del intelecto” en la epístola proemial a De l’infinito Universo et Mondi, y se introduce en el Spaccio, a la manera de Momo, Dios de la risa.

El estilo de Bruno – observa Graf en su admirable estudio sobre Tre Commedie italiane nel Cinquecento [50]es la viva imagen de la mente de donde procede. Una eficacia inigualable se suma en él a la amplísima variedad de formas, de figuraciones y de recursos. Lleno de vital fervor, ese estilo no se apoltrona en los simétricos compartimentos de la retórica, sino que se vuelca en fluyente y orgánica función. De naturaleza proteiforme, con igual agilidad se adecua al más arduo pensamiento del juicio disquisitivo, y al más vulgar sentimiento de un alma abyecta. Las palabras se enfrentan en encuentros impensados, y de su choque brota centelleante nueva luz de ideas. Es un fermento vivo de conceptos peregrinos, de imágenes epifánicas, de cláusulas fecundas. La lengua copiosa, proporcionada a la variedad y número de las cosas que por ella deben significarse, desconoce o desprecia los frenos y leyes de la pureza académica y se enriquece tanto con elementos recogidos en los más venerables repositorios de la elocuencia clásica como en los últimos estratos de la parla vernácula. Tal instrumento, así forjado, le era indispensable a un Ingenio que, sin perder jamás su equilibrio, recorre todos los grados del ser, desde los ínfimos términos de lo real hasta los más encumbrados de lo ideal. Ya confronte, asocie o discrimine los elementos del pensamiento, ya narre o describa, la excelencia de su estilo permanece inalterable[51].

Las contradicciones innegables que, a través de este estudio, descubre Graf en la mente del filósofo panteísta, lo fuerzan a confesar que no entienden “cómo en determinado momento se genera en ella la risa“, pero se explican muy bien, me parece, mediante ese íntimo y particular proceso psicológico en que consiste cabalmente el humorismo, y que implica, de modo consustancial, éstas y otras contradicciones.

Además, el propio Graf agrega: “puede ser que la contradicción provenga de cierta disconformidad preexistente entre la facultad intelectiva y la índole del escritor y también entre su capacidad aprehensiva y su poder de raciocinio.”

Pero yo no puedo detenerme a discurrir acerca de cada escritor que se me ocurra nombrar en esta rápida reseña. Debo limitarme a fugaces anotaciones, y dejar para mejor oportunidad el estudio completo y una antología de humoristas italianos, que aquí, dado mi propósito, estaría fuera de lugar. Bastará mencionar pocos nombres. A los dos ya citados, eminentes por cierto, agregaré un tercero, escritor, mucho más modesto, de origen popular y además artesano, hecho, como él mismo dice, “a lidiar el día entero con la tijera y la aguja, cosas éstas que si bien son propias de mujeres, y mujeres son las musas, y no se dice que ellas nunca las usaran.” Me refiero a Juan Bautista Gelli, que en los jardines de Rucellai se nutrió de filosofía y dio a luz aquella Circe y aquellos Capricci di Ciusto Bottajo, que – repito – quién sabe cuán brillantes obras maestras de humorismo hubieran parecido de haber sido escritas en inglés y por un autor inglés.

Pero, hablando ahora en serio: si en Inglaterra son considerados humoristas Congreve, Steele, Prior, Gay, ¿no hallaremos en nuestra literatura otros nombres de escritores que se les puedan parangonar y que nosotros jamás hemos soñado llamar humoristas, ni siquiera en el setecientos, ni aún dos o tres siglos antes? ¡Cuántos originales y festivos ingenios entre nuestros bajoni*** del quinientos! ¿Nos olvidamos acaso de Cellini?

*** Bajont o baioni, de baja o bala: (burla, mofa, silbatina) se llamaron los poetas burlescos de la época indicada, y por ser una denominación típica me ha parecido propio mantenerla sin traducir.

En serio, repito: si de continuo nos ponen por delante The Dunciad e de Pope, ¿habremos nosotros de tomar a manos llenas, para sepultarla, toda la literatura de la que solemos avergonzarnos, comenzando por los Mattaccini de Caro? Como si no se hubiesen librado verdaderas batallas de tinta entre nuestros literatos de todos los tiempos, ya desde los sonetos de Cecco Angioleri contra Dante, hasta la Atlantide de Mario Rapisardi. Risa también ésta, ciertamente, jocundidad aunque maligna, humor, o sea hiel, cólera fría y seca, como la llama Brunetto Latini, o melancolía, en el sentido originario de la palabra: la melancolía, precisamente, de Swift libelista. Pienso, al decir esto, en Franco, en el Aretino y, más cerca, en aquel terrible monseñor Ludovico Sergardi. ¿Y solamente en éstos? En muchos más,

è forza ch’io riguardii,
Il qual mi grida e di lontano accenna
E priega ch’io nol lasci nella penna, 

al ver con cuanta generosidad los otros embarcan escritores en este Narrenschiff del humorismo. ¡Sí, sí! ¿Por qué no? Tú también, Hortensio Lando, aun cuando no cometas voluntariamente locuras como Bruto para gozar del derecho de vivir y de hablar libremente -según nos dice Carlo Tenca -, embárcate tú también, autor de los Paradosi y del Commentario delle cose mostruose dÍtalia e d’altri luoghi; tú que, en tus tiempos, a falta de otros méritos tuviste el valor de llamar gran animal a Aristóteles. Por mí te dejaría en tierra como a muchos otros, en tierra con Don¡, con Boccalini, Tácito procónsul de la isla de Lesbos, en tierra con Dotti y con tantos otros anteriores y posteriores a ti: Caporall, Lippi, Passeroni. Pero no quisiera ser sólo yo quien procediese con tanto rigor, sobre todo cuando advierto que desde la barca, uno que tiene sobrado derecho para estar en ella, Lorenzo Sterne, hace señas invitando a nuestro Passeroni a que también suba.

¿Y habremos de dejar en tierra a Alejandro Tassoni? En las recientes fiestas celebradas en su honor, muchos han querido ver calidad de verdadero humorista en este agudo y acerbo censor de su tiempo, al que hizo objeto, más que de su irrisión, de su desprecio. De haber sido inglés o alemán ha tiempo que estaría en la barca él también y con pleno derecho

a giudizio de’ savi universale

Estamos, pues, donde estábamos: ¿en qué sentido debe entenderse el humorismo?

Arcoleo, al final de su segunda conferencia, declara no sentirse inclinado hacia esa crítica que en materia de formas literarias distribuye con demasiada facilidad excomuniones y decreta ostracismos: afirma que son muy complejas las razones por las cuales en Italia alcanzó poca vida la forma humorística, y agrega que no quiere tratar a la ligera este asunto merecedor de especial estudio. Ya hemos visto cuáles son estas razones tan complejas, que a la luz de los ejemplos ofrecidos por Arcoleo aparecen aquí y allá en forma contradictoria; entre nosotros falta el espíritu de observación y la intimidad de estilo, somos rigurosamente, clasicistas y académicos, somos escépticos e indiferentes, carecemos de aspiraciones innovadoras. Pero contra acusaciones tales hemos citado muchos nombres, que jamás, ni por un instante siquiera, se le han ocurrido a Arcoleo. Una sola vez, hablando de Heine, que en sus últimos años se ríe de su propio dolor, piensa por casualidad en Leopardi – quien también se sentía como “un tronco que sufre y vive”

– que al escribir a Brighenti le decía: “Aquí me tienes burlado, escupido, maltratado por todos, a tal punto que de sólo recordarlo me horrorizo. Con todo me empeño en reír y lo consigo“. Sí, pero: “permaneció lírico” – observa Arcoleo – “la educación clásica no le permitió ser “humorista“. Sin embargo, si no nos engañamos, escribió ciertos diálogos, ciertas paginitas en prosa… ¿Lírico también en unos y otras? ¡La educación clásica… ¿Pero, por lo menos a Manzoni la tendencia romántica le habrá permitido ser humorista? ¡Ni soñarlo! Su Don Abbondio “a nada aspira, fluctúa entre el deber y el núedo; ridículo es en definitiva

¿No resulta ésta una manera por demás expedi tiva de juzgar y resolver? Pues así procede Arcoleo de punta a cabo en dos de sus conferencias. El asunto lo trata en un chisporroteo de sentencias inapelables. El humorismo: fuego de artificio de crepitantes definiciones. En seguida, primera fase: duda y escepticismo – “reírse del propio pensamiento” -, Liamlet. Segunda fase: lucha y adaptación – “reírse del propio dolor” – Don Juan. Y entre los humoristas de la primera fase se cita a dos franceses, Rabelais y Montaigne, y a dos ingleses, Swiftyterne, entre los humoristas de la segunda, a dos alemanes: Richter y Heine, y tres ingleses: Carlyle, Dickens, Tliackeray y después Mark Twain. Según se comprueba, ningún italiano. ¡Y esto que se incluye hasta a Mark Twain!

Arcoleo llega a la siguiente conclusión: “El espíritu cómico permaneció como envuelto en el embrión de la Commedia dell’Arte o en la poesía dialectal, y alcanzaron en cambio rico y amplio desarrollo la ironía y la sátira, en verso y en prosa: poemas, cuentos, novelas y ensayos. Bastará confundir el humour con estas formas para que pueda surgir un criterio opuesto al mío, o para que se me juzgue exagerado e injusto. No me refiero a tentativas o bosquejos, los que pueden encontrarse fácilmente en cualquier historia artística y en las más variadas formas. Pero no logro ver en Italia una literatura humorística y para ello no tendría sino que trazar un parangón entre Ariosto y Cervantes.

Este parangón lo hemos trazado nosotros, y además con un criterio que en definitiva habría compartido Arcoleo. Adviértase, entre paréntesis, que Cervantes como Rabelais, como Montaigne – es latino, y no creemos que la Reforma, precisamente en España… En fin, dejemos esto, y volvamos a Italia. No queremos confundir el espíritu cómico, la ironía y la sátira, con el humorismo. Bien al contrario. Pero tampoco debe confundirse el humorismo verdadero y propio, con el humour inglés, o sea con ese típico modo de reír o humor que, como todos los demás pueblos, tienen también los ingleses. No se pretenderá que los italianos o los franceses poseen el humou r inglés y tampoco se puede pretender que los ingleses rían como nosotros o cultiven el esprit como los franceses.

Acaso eso ocurre alguna vez, pero nada prueba. El humorismo verdadero y propio es algo distinto, y también para los ingleses significa excentricidad de estilo. Bastará confundir uno y otro concepto – diremos a nuestra vez – para que pueda reconocerse literatura humorística a un pueblo y negársela a otro.

Pero una literatura humorística sólo puede generarse si media esa confusión, y entonces cada pueblo tendrá la suya, que se constituirá con todas las obras en las cuales su típico humor se expresa en las fomas más extravagantes. Podremos empezar en la nuestra, por ejemplo, con Cecco Angioleri, como los ingleses con Chaucer; y aun diría que no la empiezan del todo bien, no ya porque falten méritos en tal poeta, sino porque éste ha mezclado con la bebida nacional algo de ese vino que se produce en el país del sol. De ninguna otra manera es posible, en pueblo alguno, una literatura humorística verdadera y propia. Podrán, sí, surgir humoristas, es decir, esos pocos y raros escritores en los cuales su natural disposición hace factible el complicado y especiosísimo proceso psicológico que se llama humorismo. ¿Cuántos de ellos cita Arcoleo?

El humorismo nace de un especial estado de ánimo que puede propagarse más o menos. Cuando una expresión de arte logra conquistar la atención del público, éste en seguida piensa, habla y escribe según las impresiones que ha recibido, de tal modo que esa expresión, nacida al principio como particular intuición de un escritor, penetra rápidamente en el público, y luego es éste quien la transforma y encauza. Así ocurrió con el romanticismo, así con el naturalismo; se convirtieron en las ideas de su época, casi en su atmósfera ideal. Así muchos, siguiendo la moda, se hicieron románticos o naturalistas, como otros se hicieron humoristas en la Inglaterra del siglo XVIII, y muchos se alistaron entre los umidi durante el quinientos italiano, y entre los arcadi en el setecientos. Un estado de ánimo puede crearse en nosotros y hacerse coherente, o seguir siendo ficticio, según que responda o no a la peculiar modalidad del organismo psíquico. Pero luego las ideas de una época se transforman, cambian las modas, la grey sigue a otros pastores. ¿Quién queda? Quedan muy pocos, que pueden contarse con los dedos de una mano, esos que tuvieron inicialmente la intuición extraordinaria, o aquellos en quienes el estado de ánimo especial se hizo tan coherente que pudieron crear una obra orgánica, capaz de resistir la acción del tiempo y los cambios de la moda.

Por lo demás, ¿cree seriamente Arcoleo que en nuestra literatura dialectal no hay sino espíritu cómico? Como siciliano ha leído seguramente a Meli, y sabe cuán injusto es asignar a su poesía un mero valor de arcadia superior, pues si bien esa poesía se oyó en la zampoña pastoril, también vibró en todas las cuerdas de la lira y se expresó en las más varias formas. ¿No hay verdadero y auténtico humorismo en buena parte de la poesía de Meli? ¡Si bastaría citar tan sólo lLa cutuliata para demostrarlo!

Tic tic… Chi fu? Cutuliata

¿No hay verdadero y auténtico humorismo en muchísimos sonetos de Belli? Y aun sin hablar de los personajes de Maggi, ¿no son dos obras maestras del humorismo el Giovanin Bongee y el Marchionn di gamb avert  de Carlos Porta? Y puesto que liablamos de tipos imperecederos, ¿no lo son Monsú Travet de Bersezio, e Il Nobilomo Vidal de Gallina?

Y aun hay otro escritor dialectal, hasta hoy casi desconocido, de primer orden, genuino humorista entre los humoristas y -ni a propósito que lo hiciéramos – meridionalísimo, de Reggio Calabria: Juan Merlino, que nuestro público conoció gracias a una conferencia [52] -pronunciada hace algunos años-de José Mantica, coterráneo suyo, que habría sido a su vez un recio escritor humorista si, en el breve curso de su existencia, la política no lo hubiese distraído prematuramente del ejercicio de las letras. Escribió Merlino sus obras para 55 lectores, a quienes nombra individualmente dividiéndolos en cuatro categorías, e imponiendo a cada una de ellas obligaciones especiales como recompensa por el placer que les ha proporcionado. Uno de esos volúmenes – todos hasta ahora inéditos – se titula Miscellanea di varie cose sconnesse e piacevoli, “hecha para aquellos que teniendo poco meollo, quieren instruirse acerca del modo más adecuado para perderlo totalmente“. Los otros son: Memorie utili ed inutili ai posteri, ossia la vita di Giovanni Merlino, del quoridam Antonino di Reggio. principiata a 27 decembre 1789 e proseguita fino al 1850, composta di sette volumi. Quisiera poder citar en extenso el largo Dialogo alla calabrese tra Domine Dio e Giovarini Merlino o el Conto con Domine Dio, para demostrar qué gran humorista era Merlino. Mientras esperamos que los herederos lo difundan publicando sus obras, he de recomendar al lector la edición que, con su correspondiente traducción, Mantica hizo de esos dos incomparables diálogos.

Todo esto en cuanto a la literatura dialectal. Pero en verdad Arcoleo ¿no descubre sino ironía y sátira en los escritores italianos? Tengo presente, al preguntarme esto, a cierto Socrate inimaginario, de un abate del setecientos, a Pidinio chierico, de Fóscolo, y algunos trozos de prosa de Baretti. Recuerdo I promessi sposi de Manzoni, grávido de genuino humorismo [53] y Saint-Ambrosio de Giusti, verdadera poesía humorística, única acaso entre las tantas satíricas o sentimentales de tal autor. Recuerdo aquellos diálogos y aquellas paginitas en prosa de Leopardi… Y el Asino y el Buco nel Muro de Guerrazzi y Fanfulla de D’Azeglio. También recuerdo a Carlos Bini, y aquella singular cocina del castillo de Fratta de las Confessioni d’un ottuagenario de Nievo. Y recuerdo a Carnilo De Meis y a Rovere. Y puesto que Arcoleo llega hasta Mark Twain, llego yo hasta Re umorista, Demonio dello stile, Altalena delle antipatie, Pietro e Paola, Scaricalasino, y el Illustrissimo,  de Cantoni; y llego hasta Demetrio Pianelli de De Marel¡¡. Y aun tengo presentes a los poetas de la scapigliatura lombarda*** y tantos otros pasajes de puro y hondo humorismo en la lírica de Carducci y en la de Graf, y presentes también a muchos personajes humorísticos que discurren por los cuentos y las novelas de Fogazzaro, de Farina, de Capuana, de Fucini, lo mismo que por algunas obras de escritores más jóvenes, desde Luis Antonio Vilari hasta Albertazzi y Panzini… y finalmente tengo presente de este último La lanterna di’ Diogene, que querría entregar a Arcoleo junto con la candela del Candelajo de Bruno, pues así esto seguro y de que podría descubrir a numerosos humoristas en la literatura italiana antigua y moderna.

*** Scapigliatura o grupo de los scapigliati (literalmente: desmelenados) equivale aquí a bohemia, sentido con el que esa palabra no figura en los diccionarios corrientes de la lengua italiana. Con la denominación scapigliatura lombarda fue conocido el núcleo de los últimos poetas románticos milaneses (1860 a 1870) (le que formaron parte principalmente Iglillo Ugo Tarchetti, Emilio Praga, Arrigo Boito, Giulio Uberti, Camerana, Rovani.

Notas al texto

[49] – Véase Arcoleo, op. cit.. págs. 94-95.

[50] – En Studi di Critica e Storia Letteraria (Bolonia, Zanichelli, ed. 1880).

[51] – Ciertas formas tropológicas de Bruno son de una eficacia sin par: así cuando de un Inepto razonador dice que ha venido armado de “ciertas palabras y dichos punzantes que se mueren de hambre y de frío“. Algunas de sus comparaciones quedan firmemente grabadas, como aquella en que dice de dos sabihondos presuntuosos: “uno parecía condestable de la giganta del ogro: el otro, el almirante de la diosa reputación“. En la Cabala del Cavallo Pegaso, describe así a Don Cocchiarone, mistiriarca*** filósofo: “Don Ciacchierone, lleno de infinito y noble asombro, mide a largos pasos su sala, en la cual, ya corrido por vulgo rudo e innoble, se pasea meneando de acá para allá las fimbrias de su literaria toga: adelantado ora este. ora aquel pie. Inclinado el pecho ya al diestro, ya al siniestro lado, bajo la axila el texto anotado y en ademán de tirar al suelo la pulga que aprieta entre el pulgar y el índice; cogitabundo. la frente rugosa, enarcadas las cejas, y desorbitados los ojos, con gesto de hombre maravillado que remata en grave y enfático suspiro. disparará en los oídos de los circunstantes esta sentencia: Hucusque allii Philosophi non pervenerunt”.

*** Tampoco registran los diccionarios antes mencionados este vocablo, pero, aunque estrictamente intraducible, le dan claro sentido los elementos que le componen: místir (contracción de mistrio) y arca. El personaje así calificado es un filósofo de esotérico lenguaje y procedimientos sibilinos.

[52] – Véase Giovanni Merlilo, umorista (Nápoles, Pierro, 1898).

[53] – Véase en la segunda parte de este ensayo, la demostración del humorismo de Don Abbondio, el cual, según Arcoleo, es sólo una figura cómica y ridícula.

In Italiano – L’umorismo

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