El Humorismo – Primera parte – V. La ironia comica en la poesia caballeresca

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In Italiano – L’umorismo

El Humorismo - Primera parte - V

El Humorismo
Primera parte
V. La ironia comica en la poesia caballeresca

Cuando Brunetière, primero en la Revue des Deux Mondes [36] y después en el volumen Études critiques sur l’histoire de la littérature française [37], la emprendió contra la erudición contemporánea y la literatura francesa medieval, para defenderlas se levantaron fieramente indignados muchos críticos, en particular ro-manistas, y no sólo en Francia.

Por cierto que la defensa de la erudición contemporánea hubiera resultado mucho más eficaz si sus defensores, en procura de desquite, no se hubiesen entregado, por una parte a toda clase de groserías contra la crítica estética, y si, por la otra, no hubiesen pretendido defender con excesivo celo las bellezas de la poesía medieval, épica y caballeresca de Francia.

Entre otras, recuerdo, por la ingenua especiosidad de sus argumentos, la defensa de Cristopher Nyrop, en Storia dell’Epopea Francese nel Medio Evo [38]: “Se ha formulado un reproche a los poemas diciendo que son bastos y rudos y que los personajes que ellos actúan no pueden pretender el título de héroes, puesto que todo su esfuerzo no tiende sino a matar.” Ahora bien: ¿cómo defendía el crítico a tales poemas de esa imputación de bastedad, de rudeza, de crueldad? De ningún modo los defendía. “Convendremos gustosos – decía – que en muchos poemas se cantan y celebran hechos que, observados desde el punto de vista de nuestro tiempo, no pueden llamarse sino crueldades, abominables y bestiales crueldades, y que los héroes a menudo desfogaban su Ira de un modo inhumano contra quienes liabían tenido la mala suerte de caer en su poder.” Y citaba algunos ejemplos, agregando, luego, a manera de excusa: “pero la Edad Media, contemplada a la luz de nuestro tiempo, no era diferente; al antiguo poema francés no se le puede acliacar ninguna exageración, pues la historia ha conservado el recuerdo de muchas crueldades semejantes.

¡La fidelidad histórica, magnífica excusa ante la estimativa estética!

Pero también la crueldad más atroz puede, como todo, ser materia de arte; crudelísimo se muestra Aquiles al arrastrar en torno a los muros de Troya el cadáver de Héctor. Era necesario demostrar que la crueldad en los poemas franceses estaba representada, no sólo con fidelidad histórica (lo cual, en el fondo, importaría poco), sino artísticamente; y esto Nyrop no podía hacerlo “porque los héroes – él mismo lo reconoce -, considerados desde el punto de vista psicológico, son figuras poco complejas, y sus movimientos interiores, sus instantes de dudas, sus luchas íntimas, son aspectos de los que casi nunca liablan los poetas… Analizar un alma, anatomizarla, es únicamente posible y puede tener interés en un período de civilización más avanzado. El poeta de la Edad Media no conoce estos grados delicados del sentimiento; para él existen sólo los más destacados signos exteriores, para él los hombres son valientes o cobardes, creyentes o heréticos, están alegres o afligidos; y lo que ellos son, lo son cabalmente, y el poeta no gasta nunca muchas palabras para decirlo a sus lectores u oyentes.

Examinando luego uno por uno todos los poemas, Nyrop se ve obligado a admitir que la religión, la cual, junto con el furor bélico, constituye uno de los motivos principales de la épica francesa, es una concepción “Pueril“; más aún, la religiosidad, dice, “aparece la mayoría de las veces en esos poemas como cosa exterior, como algo agregado al héroe, a causa de lo cual está, además, y comúnmente en contradicción con sus acciones. En otras palabras: los héroes no parecen estar enteramente convencidos de la verdad de todas las hermosas sentencias cristianas que se les hacen decir; su carácter y su índole no se corresponden con los dogmas dulces y humanos del cristianismo, y de ahí resulta a menudo una contradicción insoluble y muy destacada entre sus palabras y sus actos [39]. Así, por ejemplo, no es raro que uno u otro héroe se olvide a sí mismo en sus plegarias al extremo de proferir las peores amenazas, si Dios no le concede lo que le ha pedido. Y creo – añade Nyrop – que Gautier y D’Avril andan muy desacertados cuando consideran que la religiosidad fue el más importante elemento de la epopeya.

El entusiasmo de Gautier cada vez que los héroes invocan el nombre de Dios es a menudo ridículo; se extasía ante la frase más cliata y trivial si en ella se habla de los ángeles, y exclama en seguida: sublime, incomparable; y cuando tropieza con un verso tan estereotípico como éste: “Foi que doi Dieu, le fils sainte Marie” , lo califica de enérgica afirmación de fe. Su punto de vista es en general tan limitado, tan extremadamente católico, que no vale la pena controvertirlo. Sólo concibo la religiosidad de los héroes como algo que se les agregó, más tarde, quizás en la época de las cruzadas, y por lo mismo es éste sólo un factor concomitante y subordinado.

Mi opinión se apoya además en este hecho: los eclesiásticos. y especialmente los monjes, raras veces figuran en primer plano en actitudes que merezcan elogio; y si quieren aspirar al favor de los poetas han de presentarse, como Turpino, con espada al cinto.

He querido recordar todo esto, porque me parece que lo han olvidado más de lo conveniente cuantos, discurriendo con escaso conocimiento acerca de la epopeya francesa, señalan en ella seriedad y profundidad en el sentimiento religioso, y no sé cuáles y cuantos altivos y nobles ideales mas, para salir luego diciendo que aquel sentimiento y estos ideales no podían hallar eco en nuestros poetas caballerescos, que escriben en una época de pagana serenidad, de escéptica indiferencia, carente de aspiraciones, etcétera.

Todas estas frases heclias nada dicen, y la causa que motiva la risa de nuestros poetas caballerescos hay que buscarla en otra parte.

La ironía al enfocar el asunto y la sátira de la vida caballeresca ya las encontramos en Francia hasta en poemas como el Aiol;  la irrisión hecha al Emperador y los Indicios de su degradación progresiva, se encuentran ya en un poema antiguo como Ogier le Danois, donde Carlos ha perdido su templada prudencia, se deja fácilmente arrebatar por la ira, profiere Injurias y luego siente miedo de la venganza de aquellos a quienes ha injuriado. Y lo vemos poco a poco imbecilizado, “assotez“, blanco de las burlas, y moralmente corrompido. En Garin de Montglane, como es notorio, llega hasta jugarse a Francia al ajedrez.

La causa de esta degradación y de aquella irrisión la encontramos fácilmente y en particular en esos poemas en que se quiere glorificar a cualquier héroe provincial: poemas compuestos por troveros al servicio de vasallos, que sin ser enteramente rebeldes, disfrutaban de cierta independencia y se complacían en reír a espaldas de la autoridad imperial.

Así también la Irrisión de la vida caballeresca y la degradación de los caballeros – exaltados antes a costa de los vilains -, habrá que ir a buscarlas en aquellos poemas que ya no se cantaban en la corte o en los castillos. Si nuestro buen Tassoni hubiese podido leer en el Siége de Neuville la aventura de aquellos valientes tejedores flamencos, capitaneados por Simon Banin, acaso no se hubiese jactado de ser el inventor del poema heroico-cómico. Hasta esto podemos encontrarlo en Francia, purus et putus.***

*** Purus et putus, palabras latinas – que significan puro y limpio – se usan generalmente juntas para expresar: la verdad pura y limpia, o lo auténtico, genuino, perfecto.

¿En qué quedamos, entonces? Ya Rajna advierte que “la propagación de la materia (poesía caballeresca) desde la región transalpina a la cisalpina, debió producirse especialmente en los primeros tiempos para ir disminuyendo luego, pues de otro modo no se explicaría cómo Italia ha conocido mejor los estratos arcaicos de las cliansons de geste que los sucesivos, al punto de conservar relatos y formas de relato, que se olvidaron luego y se alteraron en Francia, mientras ignoraba casi absolutamente las creaciones híbridas, que introdujeron en el género lo maravilloso de los poemas de aventuras.” Y traza luego, en breves líneas, el tipo más común del poema caballeresco que prevaleció en la edad francoitaliana, tipo al cual corresponde en gran parte el Mor ante de Pulci.

Pero asimismo conviene destacar, de acuerdo con el mismo Rajna, que “la literatura romancesca toscana, sin distinción de prosa o verso, tiene relaciones directas e inmediatas con la edad precedente… No faltan textos en prosa estructurados sobre las versiones rimadas, o a la vez sobre estas y sobre las formas anteriores, francesas o franco-italianas.

El hecho es que cuando en Francia los más antiguos poemas fueron traducidos en forma de novelas y llegaron al pueblo, la épica mayor ya había muerto; y que por el contrario en Italia, si no esa épica – que era imposible -, empezó a surgir el poema caballeresco, cuando en versiones en prosa o rimadas, la producción francesa y franco-italiana, o la véneta, entraron en Toscana, y allí encontraron su metro: la octava; y que en todo este movimiento la materia, o bien permaneció tal cual era, degradada; o bien, al ennoblecerse, se contaminó (en el sentido clásico de la palabra) y también se elevó, hasta dramatizarse seriamente.

¿Qué tienen, entonces, que ver con esto el escepticismo de la época, la indiferencia y la falta de todo ideal, si por el contrario nuestros poetas caballerescos tienden, poco a poco, a realzar, a ennoblecer la materia, a reencender ensoñadamente aquellos ideales, haciendo a esos héroes menos cruentos y tornándolos más humanos y corteses?

Y si aun así nuestros poetas no logran siempre dar categoría a sus héroes, no es porque los vean carentes de aquellos Ideales, y sin que los anime el antiguo sentimiento religioso, sino porque la representación que de ellos había dado la poesía medieval, ruda y basta salvo rarísimas excepciones, no permitía de ningún modo que se los pudiera tomar en serio. Para poetas cultos y maduros, que leen y saben admirar a los clásicos, esos héroes hechos de una pieza, forjados todos en un mismo molde, debían resultar por fuerza unas fantoches.

Y sin embargo del relato de sus gestas inverosímiles, gustaban tanto el pueblo como los señores.

El pueblo, claro está, sigue deleitándose vivamente con esos relatos, en Nápoles, en Palermo.

La materia se modifica y acrecienta, se nutre de los sentimientos y aspiraciones populares, y adquiere carácter inspirándose en las costumbres de esa gente y asumiendo una forma tosca con la cual el pueblo fácilmente se conforma. Cree éste – especialmente el pueblo meridional, inculto, apasionado, casi primitivo todavía – , conserva aun hoy la posibilidad de asombrarse ingenuamente y tiene una credulidad supersticiosa y fanática que facilitan el nacimiento y el desarrollo de la leyenda. Y si Garibaldi pasara en medio de esa gente, con su traje de fuego, se lo investiría, sin más ni más, de los antiguos atributos legendarios, se lo supondría invulnerable por llevar en la espada un cabello de Santa Rosalía, patrona de Palermo, exactamente como a Oriando en Durendala llevando uno de la virgen. Y todos nosotros, por otra parte, aunque carentes de la bienaventurada ignorancia popular, ¿no tenemos, acaso, de Garibaldi cuya vida fue y quiso ser una verdadera creación en todo, incluso en la manera de vestirse, fuera y por encima de la realidad contingente -, todos nosotros, repito, no tenemos de Garibaldi una visión legendaria, épica, que se resiente si alguien pretende mostrárnoslo en un rasgo incongruente, si un documento histórico quiere disminuirlo en alguno de sus aspectos? Y sin embargo, ninguno de nosotros podría conformarse hoy con una epopeya garibaldina verdadera y auténtica, o sea surgida del pueblo, con aquellos mismos ingenuos y primitivos atributos legendarios; como tampoco nos satisfacen las composiciones épico-líricas sobre este héroe; composiciones en las que el poeta intenta sustituir la imaginación colectiva del pueblo con su propia fantasía individual, y no lo consigue porque este héroe con la voluntad y con el sentimiento creó, de por sí, épicamente, su propia vida; de tal modo que su historia es por sí misma epopeya, y nada podría agregarle la fantasía de ningún poeta, y hasta las exageraciones cándidas y maravillosas de la imaginación popular nos la mostrarían empequeñecida y ridícula; parodia de epopeya si quisiera representársela al igual, por ejemplo, de La scoperta dell’America de César Pascarella.

Pero para el pueblo la historia no está escrita o, si lo está, él la ignora o no le interesa; su historia se la crea él mismo y de modo que responda a sus sentimientos y a sus aspiraciones.

A lo sumo, el pueblo podría haber creído en una sola historia en materia caballeresca: en la famosa Cronaca dello pseudo-Turpino, la cual, de ser necesario, habría podido confirmarle, por ejemplo, que el gigante conocido con el nombre de Ferraú o Ferracutus fuit de genere Goliat, pues su estatura era quasi cubitis xx, facies erat longa quasi unius cubiti et nasus illius unius palmi mensurati et brachia et crura ejus quatuor cubitum erant et digiti ejus tribus palmis. ¡Pero no había necesidad! Antes bien, la necesidad del pueblo es siempre otra: la de creer, la de no dudar en lo más mínimo de aquello que le place creer.

Esta duda podía nacer en los tardíos y chapuceros restauradores de la épica francesa, pseudo-literatos que, alterando a su manera las antiguas leyendas, sacaban a relucir a Turpino, o las crónicas de San Dionigi:

Et qui ice voudrai a mançogne tenir
Se voist lire l’estoire en France, a Paris.

Por lo que se deduce que ni siquiera en esto habrían sido originales nuestros poetas caballerescos, desde que por vía de excusa agregaban: “Turpin lo dice“.

¿Qué ocurre con esta materia caballeresca, cuando desde las plazas hasta donde a la sazón había rodado, vuelve a ascender, por capricho o por curiosidad o por antojo, a los palacios y a las cortes de los señores?

Pero antes es indispensable referirse a la índole, a los gustos, a las costumbres de estas cortes.

Bien sabido cómo fue la corte de Lorenzo de Médicis y cuales las costumbres, los placeres, los designios del señor. Bastaría esto – aun sin dar toda la importancia que tienen la modalidad diversa y la diversa educación de cada uno de los poetas – para explicarnos en gran parte por qué el Morgante Maggiore es tan distinto del Innamorato de Bojardo y del Furioso de Ariosto.

El Morgante se adapta perfectamente a la corte de Lorenzo, quien se complace en el uso de la expresión popular y que a su vez escribe para el pueblo, parodiándolo, como en la Nencia de Barberino. Siente el gusto de la parodia y lo demuestra también en los Beoni, parodia dantesca de corte literario, mientras la Nencia es parodia de la expresión popular. “Bien es verdad que Médicis – anotó Carducci en el prefacio a las poesías de éste [40] – contrahizo y parodió, más que extrajo la expresión de los afectos y la parla popular de nuestros campesinos -, que los Rispetti,  varias veces reimpresos en los últimos años, revelan ampliamente que el pueblo de Toscana tenía más gentileza en los afectos, más exquisitez de fantasía, más brillantez de habla, que las que quisieron reconocerle Lorenzo de Médicis, llamado el Magnífico y Luis Pulci, su cortesano. El cual, como es característico en los cortesanos, quiso demostrar que tenía muy en cuenta al poeta poderoso imitándolo en la Beca da Dicomano; y, además, como es común en los imitadores, lo exageró para superarlo, poniendo de relieve lo extraño y lo grotesco allí donde Médicis, aun dentro de la parodia, se había mantenido mesurado“.

Pero claro es que la intención paródica forzosamente infunde la caricatura en la forma, puesto que quien quiera imitar a otro necesita apropiarse sus rasgos más salientes e Insistir sobre ellos; tal insistencia genera inevitablemente la caricatura.

La presencia de aquella piadosa mujer que fue Lucrecia Tornabuoni podría además explicarnos, en parte al menos, el disfraz religioso con que Pulci quiso revestir su poema; parodia asimismo ese disfraz, a mi modo de ver, como lo restante de su obra.

Basta tratar de religión con la lengua bufa de la plebe para que aparezca la irreverencia.

Repetiré, a ese respecto, aquello que Belli hizo contestar a Luis Luciano Bonaparte, cuando éste le propuso la traducción en lengua romanesca del evangelio de San Mateo. Pero esta irreverencia que nace de la lengua bufa de la plebe, no denota en absoluto por sí irreligiosidad.

Y recordaré precisamente una anécdota que se cuenta en Sicilia, de otro gran poeta dialectal, muy conocido en la isla y del todo ignorado en el continente: Dorningo Tempio, quien, llamado un día por el obispo de Catania, y exhortado paternalmente a no cantar más obscenidades para dar, en canibio, al pueblo durante la semana santa un buen ejemplo de contrición con un cántico sacro sobre la pasión y muerte de Cristo, contestó a Monseñor que gustoso lo satisfaría, pues era muy creyente y devoto, y quiso ofrecerle una prueba inmediata, soltándole de pronto dos versos repentinamente improvisados contra Poncio Pilatos, pero tan obscenos, que disuadieron en seguida a Monseñor del propósito de brindar a su pueblo un ejemplo de la contrición del poeta.

Todas las controversias que se han suscitado sobre la irreverencia religiosa, más aún, la impiedad y el ateísmo de Pulci, no pueden en verdad parecer sino inútiles e infundadas, cuando se penetra en el espíritu mismo del poema y se entienden la calidad y la razón de su ironía y de su risa.

No es posible, o resulta por demás injusto, juzgar en sí y por sí exclusivamente el Morgante Maggiore, como hizo, verbi gracia, por primera vez De Sanctis [41], quien creyó y quiso demostrar que Pulci, al componer su poema, no tuvo verdadera y profunda conciencia de su propósito; y por ello condenó como insuficiencias del poeta la puerilidad de las situaciones, la rudimentaria psicología de los personajes, las repeticiones en la trama, etc. Pulci, en cambio, tiene al escribir plena conciencia de su propósito, y entre los dos casos que plantea De Sanctis: entre aquel que dice tonterías con intención cómica y hace reír, no de sí mismo sino de lo que dice; y aquel otro que, contrariamente, dice tonterías porque es tonto, y hace que se rían de él y no de lo que ha dicho, el autor del Morgante está, sin duda alguna, en el primer caso y no en el segundo. Pulci dice tonterías con intención cómica, o por mejor decir, paródica, y nos hace reír, aunque no tanto quizá como querría hacernos creer en un libro reciente Arturo Momigllano [42], según veremos luego.

He recordado antes La scoperta dell’America de César Pascarella. Ahora bien: puede decirse que, estéticamente, Pulci se encuentra frente a la materia caballeresca en una posición en cierto modo parecida a la del poeta romanesco frente al descubrimiento de América cuando nos lo hace narrar por un hombre del pueblo. En efecto, Pascarella sorprende, o finge sorprender, en una hostería a cierto patán sabihondo, que relata aquel descubrimiento a sus amigos, conmovido por la gloria y las desventuras de Colón. ¿A quién se le ocurriría atribuir al poeta romanesco las tonterías que dice aquel patán? ¿O la ridícula puerilidad de esos diálogos con el portugués rey de España? ¿O los demás acaecimientos prodigiosos, no menos ridículos e infantiles, del viaje, de la llegada y del regreso? Y nótese que esos acaecimientos suscitan también, en cierto momento, alguna reacción de incredulidad en cuantos escuchan:

-“¿Cómo sabes tú esas cosasT

-“¡Y!… Ahí está la historia.” (Turpin lo dice).

Y aquí y allá parangones que, con la máxima evidencia parecen demostrar cosas que en cambio no demuestran nada; y ciertas cálidas peroratas, ya de indignación, ya de admiración; y algunas explicaciones con las que la lógica rudimentaria del patán ensaya la justificación de casos o acontecimientos extraordinarios; y ciertos arrebatos de emoción que provocan la risa, no debido a la intención cómica de quien narra, sino debido a falsas deducciones, a imágenes impropias y desentonadas, o a frases incongruentes.

– Ciaripensa, e te scopre er cannochiale.

¿A quién se le ocurriría afirmar que Pascarella quiera con esto burlarse de Galileo? Es que él, aun conservando en su forma totalmente objetiva este relato de hostería, no puede dejar de reírse en sus adentros de este hombre del pueblo que alude en tal forma a la gloria de Colón y a la de otros italianos eminentes, como no puede dejar de reírse del propio descubrimiento de América así narrado.

Y esta su risa secreta difunde cierta hilaridad, rodea de una atmósfera de comicidad irresistible esa representación objetiva. Nunca asoma la intención cómica del poeta al referir objetivamente las necedades de ese patán; el poeta se mantiene oculto.

En verdad no puede decirse esto mismo de Pulci, Pascarella reproduce, sin retoques, en tanto que Pulci, a menudo contrahace paródicamente. Sin embargo, no se le pueden imputar todas las simplezas, las vulgaridades, las puerilidades de los cantastorie, o de la literatura épica y romancesca llegada de Francia o de la Italia septentrional, pues él, al contrario de lo que suele suponerse, se burla abiertamente de todo eso al contrahacerlo y parodiarlo.

Equivaldría a tomar en serio una cosa hecha por mero juego; sería como culpar a Pascarella de haberse mofado de la gloria de Colón, mediante el relato de aquel patán.

Tampoco Pule¡ pretende burlarse de la caballería, ni de la religión: se entretiene imitando a los cantastorie di piazza y, remedando sus modalidades, su lengua, su psicología infantil, sus estereotipados medios inventivos, canta la materia épica y caballeresca. De tanto en tanto se ajusta al sentimiento popular, y lo interpreta en alguna escena patética, en alguna acción que suscita ira, o piedad, o indignación, etc.

Todo esto representa para él un recreo, un juego, pero por el mero hecho de que así emplea su arte, su estudio y su tiempo, debe necesariamente tomárselo en serio. De ahí que no pocas veces aparezca identificado de verdad con su relato, aunque siempre inspirándose en el sentimiento, en la lógica, en la psicología popular, y logrando así expresiones eficacísimas.

Verdad es que con una carcajada quiebra de pronto esta seriedad. Pero nunca lo hace, a mi entender, con intención satírica. Esas salidas son a menudo burlescas, de sabor popular; en esto, también con frecuencia, se acomoda al sentimiento del pueblo y lo interpreta.

Me parece, pues, que Momigliano se equivoca y aun se contradice, cuando afirma [43] que “la sonrisa del Morgante es subjetiva, subjetiva en cuanto Pulci trasfunde su propia índole, de un modo natural e incoercible, en la materia épica. En tal sentido – agrega – el Morgante es uno de los poemas épicos más subjetivos que yo conozca; podría ser definido como el mundo caballeresco visto a través de un temperamento jocundo. Y aun más; después de tantas discusiones acerca del protagonista -hay quienes se inclinan por Morgante, quienes por Gano -, yo creo que el único personaje dominante y en torno del cual gira toda la acción, es el autor mismo. Fuera de él no hay protagonista.”

Pocas páginas antes [44] Momigliano dice: “En esa época de reír despreocupado más que satírico, la risa del Morgante no es sino el barniz temporal que a la manera tradicional se sobrepone deformándolo solo superficialmente“, y en la primera parte del volumen, indagando y estudiando la idiosincrasia de Luigi Pulci, añade: “Por cierto que mientras el hombre lloraba, el poeta reía. No fue pequeña su entereza de ánimo al seguir escribiendo un poema alegre como el Morgante, mientras nuevas heridas desgarraban su corazón y vivía entre la amenaza del hambre y la de la prisión por deudas. Son frecuentes los casos de poetas que se ríen de sus propias tribulaciones, pero es rarísimo el de un poeta desventurado que vuelca sus facultades artísticas en una obra en la que el llanto nunca vela la risa.

Verdadero milagro, debido en parte, probablemente, a influencias del Renacimiento.

Confieso de paso que para mí no es tan alegre el espíritu de nuestro Renacimiento, como lo es para Momigliano, y para otros. Desconfío de estas incitaciones a verlo todo risueño, especialmente cuando nos llegan con tanta insistencia y aparente desenfado; desconfío de quien quiere ser alegre a toda costa. ¿ El Trionfo di Bacco e dÁrianna? Es, al fin, el carpe diem de Horacio:

Tu ne quaesieris, scire nefas, quem mihi, quem tibifinem Di dederint…

¿Jocundidad puede llamarse la del que se aturde para no pensar? A lo sumo podría ser filosofía de hombres sensatos, nunca alegría juvenil. ¡Y cuántas cosas tristes no dicen los cantos carnavalescos a quien sepa penetrarlos en su hondura!

Pero dejemos esto, que por el momento sería cuestión ociosa, tanto más cuanto que a mi juicio Pulci se inspira en características de la índole florentina, y es la suya la lengua bufa del pueblo, y las ideas y el sentimiento son también del pueblo con respecto a la materia épica y caballeresca, pues imita y parodia en su Morgante las expresiones de un cantastorie. Todo esto, repito, no constituye ese monumento de jocundidad que Momigliano quiere hacernos ver.

Para explicarnos el milagro de que Momigliano nos habla, basta reparar en que es necesario tener en cuenta, no la idiosincrasia de Pulci, sino el fin que se ha propuesto con su obra. Si la vida del poeta es tristísima, si en su composición Io vo’dire una frottola conflesa: “I’ ho mal quand’i’ rido” e “Io non saró mai lieto“…”non piacqui mai – A me stesso, né piaccio” ; si desde la cuna se muestra inclinado a la melancolía y a la tristeza, como el propio Momigliano demuestra mediante otras citas además de ésta de la Frottola, escrita en los últimos años de su vida; si disponía de dos medios para mitigar sus dolores: “resignarse – remedio que raras veces empleaba – o reírse de ese dolor al modo de los humoristas, verdadero consuelo de desesperado”, y si “este humorismo triste – subjetivo en Pulci, no objetivo casi falta del todo en el Morgante”, ¿cómo se transforma luego en subjetiva la risa del Morgante, natural, incoercible transfusión de la idiosincrasia de Pulci en la materia épica? ¿Cómo puede ser Pulci el verdadero protagonista de su poema?

¡Ojalá lo hubiese sido! Pero Pulci, que a veces en las cartas y en la Frottola consigue reírse de sus dolores a la manera de los humoristas, nunca consigue objetivar en el poema su natural disposición humorística; vive dos vidas, pero éstas no viven en su poema. “Dualismo doloroso – exclama Momigliano -, que condena a Pulci a representar en el Morgante el papel de la máscara alegre, en tanto que, cuando se ha enfriado su fantasía, de la que los versos fáciles fluyeron como una multitud perennemente jubilosa, por las puertas de un palacio encantado, el dolor de la atormentada vida cotidiana vuelve a aferrarlo más intensamente que nunca.” ¿En qué quedamos? ¡Si es una máscara, ya no es su idiosincrasia la que natural e incoerciblemente transfunde en la materia épica!

Pero ni siquiera es una máscara. Subjetivo, verdaderamente subjetivo, casi no hay nada en el poema. El Morgante es “la materia caballeresca a la que se ha infundido el alma plebeya“, según Cesareo, quien en el gigante armado de badajo y en Margutte  ve al propio pueblo que se mira en el espejo de su rudo y sincero naturalismo. El primero es “ignorante, voraz, pronto de manos, burlón aunque sin perfidia, y realiza las más arduas empresas a una simple señal de su amo; es la fuerza ignara y súbita del pueblo convenientemente dirigida por un sentimiento capaz de desarrollar en él las cualidades profundas: honestidad, justicia, indulgencia, devoción, afectuosidad. Margutte, en cambio, es el pueblo sin fe y sin sentimiento, la canalla abyecta e impúdica, sinuosa y motejadora, criminosa y osada.”

Por consiguiente el verdadero protagonista del poema es Morgante, el pobre pueblo que asiste asombrado a las estrafalarias aventuras de los paladines de Francia y en las que participa a su manera. Pulci no ha querido presentar otra cosa en su parodia.

No puedo detenerme a deducir todas las falsas consecuencias que Momigliano saca de la – para mí – errónea convicción de que la risa del Morgante es subjetiva. Está, sin duda, en buena compañía al afirmar tal cosa, pues también según Rajna las novedades del Morgante consisten “en algunos episodios en los cuales el autor introduce curiosos personajes de su cosecha, y despreocupadamente se abandona tanto a la fantasía como a la razón, sobre todo en la manifestación de su Yo, y en la actitud que adopta frente a su propia obra [45]

Ahora bien: si hemos de atenernos a la investigación que de este asunto hace el propio Momigliano, Pulci no pone de manifiesto su verdadero “Yo” en el Morgante. ¡Pero si lo que representa Pulci en esa obra es precisamente el papel de una máscara alegre! Es pues un gravísimo error atribuirle aquello que debe atribuirse al sentimiento, a la lógica, a la psicología, a la lengua típicamente bufa de la plebe que él parodia.

Así, por ejemplo, en cierto pasaje, Momigliano observa: No me atrevería a sostener, empero, la perfecta inocencia de Pulci cuando a Ulivieri se le ocurre explicar el misterio de la Trinidad con aquel raro ejemplo de la candela, que no explica nada.

¡ Como si de estas explicaciones que nada explican no estuviese llena la literatura popular! Además, si el parangón ya se encuentra en el Orlando ¿qué tiene que ver aquí la malicia de Pulci? Más abajo, a propósito de la conversión de Fuligatto, agrega Momigliano: “Ya esas conversiones y esos bautismos – sea por su rapidez, sea por su frecuencia, sea por el excesivo fervor de los neófitos – nos resultan siempre más o menos sospechosos.

¡Pero si éste es cabalmente uno de los trazos característicos que demuestran la puerilidad de la concepción religiosa en la epopeya francesa! Apenas conquistada una ciudad, los vencedores imponen a los infieles la conversión; al que se rehusa lo rebanan a filo de espada; y los bautizados se vuelven en seguida cristianos fervorosos. ¿Qué tiene pues que ver Pulci con todo esto? A propósito del episodio de Orlando (cap. XXI), de quien se burlan unos pilletes de la ciudad, ciudad que el paladín cruzó montado sobre Vegliantino, tan maltrecho éste que apenas se tiene en pie, dice Momigliano que Pulci no siente la majestad caballeresca, y luego anota: “Para nuestro poeta la risa es una de las grandes leyes y a ella todos deben pagar su tributo. Pulci bosqueja así en sus personajes tanto los aspectos serios como los ridículos, y los reduce, de vez en cuando, a los límites de lo humano. En este episodio parecería que toma en broma a Orlando, lo cual no es exacto. Un paladín invicto, en corcel claudicante – también Vegliantino pierde aquí la sólita dignidad de la cabalgadura de los héroes – ¿no parece sufrir una diminutio capitis, no se acerca un poco al Caballero de la Triste Figura? ¿Y no es posible que esto le acontezca a un paladín? Porque haced que, insolente, cualquiera se burle de él y veréis que no es un Don Quijote, sino un paladín auténtico. Y he aquí de qué modo Orlando, por un instante disminuido, de nuevo se yergue. Nella fonte cé qualche cosa di molto simile (Orl. L 30-37). Estamos ya cerca de la befa, pero todavía no la hemos alcanzado, la befa sólo se logrará cuando la risa sea estallido de rebelión racional bien meditada.” Por consiguiente, se atribuye a Pulci aquello que ya se hallaba en la fuente, y que se halla luego en otros poemas, como, por ejemplo, en el Aiol y en el Florent et Octavien. Así, esa particular propensión emotiva de los paladines que a Momigliano se le antoja no muy natural en guerreros de ese temple, ya se encuentra, como es notorio, en la epopeya francesa, donde centenares de veces se leen versos como éste (fórmulas épicas estereotipadas):

Trois fois se pasme sor le corant destrier.

Cuando no desmaya a un ejército entero:

Cent milie franc sén pasment cuntre terre.

Dado el concepto que Momigliano se ha formado del humorismo, o sea que “es la risa que penetra más fina o más profundamente en el propio objeto, y que también cuando no se eleva a la contemplación de un hecho general, es asimismo indicio de un espíritu acostumbrado a buscar el meollo de las cosas“, se comprende cómo, con mucha buena voluntad, pueda encontrar humorismo en el Morgante, pese a que él mismo ha dicho antes que: “la modalidad de la risa del Morgante no mana de una psicología profunda” y que proviene “de dos causas: de la ineptitud de Pulci, y de la materia misma, la cual habitualmente se conforma con caracteres inconsistentes“; y que Pulci “ve especialmente el ridículo físico, el ridículo de las formas, de las actitudes, de los movimientos de un cuerpo“, y que la suya es “una risa superficial y ésta, en su casi constante levedad, se origina en el espíritu y la literatura de esa época.” Pero para él “el llanto, la indulgencia, la simpatía, etcétera, son elementos accesorios” del humorismo, el cual, en suma, es -como lo ha dicho Masci “el sentido general de la comicidad” y nada más. Entendido así, el humorismo se puede hallar en todas partes. ¿Ulivieri es derribado por su caballo Manfredonio frente a Meridiana y dice:

Alla mía vita non caddi ancor mai

ma ogni cosa vuol cominciamento – ?

¡Humorismo! ¿Meridiana le contesta:

Usanza é in guerra cader dai destriere,

Ma chi sifugge non suol mal cadere – ?

¡También humorismo! ¿Rinaldo, que ha olvidado a Luciana, se enamora de Antea y recomienda a Ulivieri que atienda a aquélla con todo cuidado, y el amigo contesta:

Cosí va la fortuna,

Cércati d’altro amante, Luciana,

Da me sarai dogni cosa servito –?

Respuesta concisa, filosófica, humorística“, comenta Momigliano, y así sucesivamente.

¡Pero no! El verdadero humorismo no se puede hallar en el Morgante. Habría podido hallarse si Pulci hubiese logrado transfundir sus dolores y miserias en algunos de los personajes o en alguna escena, y si se hubiese reído de todo ello, como en la Frottola o en algunas de las cartas; si su ironía, si la vana apariencia de ese tonto, pueril o grotesco mundo de la caballería hubieran logrado en algún pasaje dramatizarse, cómicamente, a través de su sentimiento.

Mas no sólo él no se ve, no logra verse en el drama, sino que ni siquiera consigue ver el drama en el objeto representado. ¿Cómo, entonces, puede hablarse de humorismo? Me refiero al verdadero humorismo, que no es, en absoluto, como lo supone Momigliano, siguiendo a Masci Del otro humorismo, o sea del entendido en su concepto más amplio y común – y del cual ya me he ocupado -, de ése sí hay en Pulci solo tanta abundancia cuanta podría hallarse en cien escritores ingleses juntos, de aquellos que serían considerados cono verdaderos humoristas por Nencioni o Arcoleo. Y esto es indudable.

Me he detenido largamente sobre el Morgante porque de los tres mayores poemas caballerescos de nuestra literatura es aquel en que más campea la ironía; la ironía que, según lo expresa Schlegel, reduce la materia a una perpetua parodia y consiste en no tomar, ni aún en los instantes patéticos, conciencia de la irrealidad de la propia creación.

En los otros dos poetas, Bojardo y Ariosto, el propósito es más serio. Pero es menester entender bien en qué estriba esta mayor seriedad… Pulci es poeta popular en el sentido de que nunca eleva por encima del pueblo la materia que trata; antes bien, a esa materia se aferra para reírse de ella, remedándola burlescamente, y lo hace en una corte burguesa como la de Lorenzo de Médicis que solía gustar de la parodia, según se ha dicho. Bojardo es poeta cortesano, en cuanto como afirma Rajna – manifiesta “una profunda simpatía por las costumbres y los sentimientos caballerescos, o sea por el amor, la gentileza, el valor, la cortesía” y sino tiene reparo en bromear con el tema, ni remordimiento por exponer sus personajes a la burla, es porque él tiende a celebrar la valentía, la cortesía, el amor, y no en cambio a Orlando y a Ferraguto“; cortesano, pues, en el sentido de que escribe para proporcionar esparcimiento y grato solaz a una corte que, viviendo en la holgura ociosa y elegante, apasionándose por los casos de Ginebra y de Isotta, por las aventuras de los caballeros errantes, no habría podido acoger bien a los paladines de Francia, si éstos se le hubiesen presentado sin los atributos del amor y de la cortesía, Si por sus condiciones de vida con relación a la casa de Este, Ariosto es también – en otro aspecto – poeta cortesano, en relación a la materia que trata es, empero, poeta que se ajusta a las normas serias del arte.

Hemos visto ya que en la propia Francia, desde hacía mucho tiempo el mundo épico y caballeresco había perdido toda seriedad. ¿Cómo habrían podido entonces los poetas italianos tratar seriamente algo que desde tiempo había dejado de ser serio? La ironía cómica era inevitable. Pero “quien compone una obra cómica – observa justamente De Sanctis – no está eximido de ajustarse a las normas serias del arte.

Y estas normas serias del arte las respeta Ariosto más que ningún otro. En cambio, menos que todos Pulci, pero no por fallas artísticas, como en un principio creía De Sanctis, sino, repetimos, por el fin que aquél se había prefijado.

Quien realiza una parodia o una caricatura tiene ciertamente una Intención satírica o simplemente burlesca. La sátira y la burla consisten en una alteración ridiculizadora del modelo, y por ende no son valorables sino en relación con las cualidades de éste, sobre todo, con las más salientes; que ya Importan en el modelo una exageración. Quien realiza una parodia o una caricatura insiste sobre estas cualidades salientes, les da mayor relieve: exagera una exageración. Para lograr esto es Ineludible que se fuercen los medios expresivos, que se altere extraña, tosca y aun grotescamente la línea, la voz, o de cualquier modo, la expresión, violen-tando en suma el arte y sus normas serias. La materia sobre la que se trabaja es un vicio o un defecto de arte o de naturaleza, y la labor debe estribar en su exageración para que de ella se ría. Se origina así, inevitablemente, un monstruo, algo que considerado en sí y por sí carece de verdad y, por consiguiente, de belleza. Para entender la verdad, y por ende la belleza de ese monstruo, hay que examinar una y otra en relación con el modelo. Se sale así del cambio de la fantasía pura.

Para reír de ese vicio o de ese defecto, o para ridiculizarlo, debemos jugar también con los elementos técnicos del arte y lograr conciencia de nuestro juego, que puede ser cruel, que puede no responder a intenciones malignas, o aun tenerlas serias, como las tuvo por ejemplo Aristófanes en sus caricaturas.

Por lo tanto, si Pulci en su poema cómico descuida las normas serias del arte, no es, repito, por insuficiencia de arte. En cambio no puede decirse otro tanto de Bojardo. La mayor seriedad de éste debe buscarse, no ya en la intención artística, intención que le falta, sino en el propósito de agradar a su corte, satisfaciendo a la vez su gusto personal y su propio placer.

Hasta se ha llegado a decir que Bojardo trata seriamente la caballería en su poema.

Rajna, que – como es notorio – en su libro sobre Le Fonti dell’Orlando Furioso parece haberse propuesto enaltecer a Bojardo a expensas de “su continuado“, a propósito de la distinción que ha de hacerse entre el Innamorato y el Furioso, pregunta: “¿La haremos nosotros consistir en la llamada ironía ariotesca?

Por cierto que sería aceptable si fuese verdad, como se pretende, que Ariosto, con una sonrisa incrédula, hubiera desvanecido en humo el edificio del Bojardo y transformado en fantasmas los personajes del Innamorato. Lo malo es que ese edificio y esos personajes, ya eran una fantasmagoría aun para el Conde de Scandiano. Si Ludovico no cree en el mundo que canta y de él se burla, tampoco su predecesor y maestro cree en ese mundo y a veces también se burla de él. Si hay ironía en el Furioso, tampoco falta en el Innamorato.

Y, algunas páginas después, agrega: “Por cierto debe causar asombro, y no poco, oír hablar de burlesco y de humorismo a propósito del Innamorato. Estamos tan habituados a que se nos repita en todos los tonos y por los hombres más autorizados y juiciosos, que Bojardo canta las guerras de Albraccá, y las aventuras de Orlando y de Rinaldo, con aquella misma seriedad y convicción con que Tasso celebraría, un siglo más tarde, las empresas de los cristianos en Palesuna y la conquista de Jerusalén. Error que me parece superfluo refutar… No es necesario esforzarse mucho para advertir que entre Bejardo y el mundo que presenta en su obra, hay un verdadero contraste, disímil únicamente por el grado y por el tono del que impedía a Pulci identificarse con su materia. Pues a los ojos de todo italiano culto del siglo XV eran ridículos esos terribles tajos y lanzazos, que en comparación habrían dejado chiquitos a los héroes homéricos; ridículo ese frapparsi (!)*** las armaduras y las carnes por las razones más fútiles y aun sin motivo alguno; ridículas las profundas meditaciones amorosas en que se abismaba el alma durante horas y horas y que borraban cualquier vestigio de conciencia: ridículas, en fin, todas las exageraciones de los romances caballerescos. ¿Y cómo se pretende que un hombre penetrado hasta la médula de cultura clásica, y dotado de inconmovible buen sentido, hubiera de contemplar y representarse este mundo sin prorrumpir jamás en una carcajada? Y en efecto Bojardo ríe y se ingenia para hacer reír: aun en medio de las más serias narraciones, sale de pronto con un chiste, una facecia, y frecuentemente urde escenas que se podrían suponer ideadas por Cervantes para mofarse de la caballería y de sus héroes.

*** Pirandello señala así (!) el empleo por parte de Rajna de esta forma refleja del verbo “frappare” que puede ser considerado galicismo en italiano, aunque también es palabra anticuada que equivale a “cortar en pedazos menudos”, “desflecar”, y acaso así haya querido usarla el autor citado.

Rajna cree que así defiende a Bojardo de una injusticia. Su yerro – que le ha sido señalado por Cesareo al reeditar su libro – consiste en tratar las relaciones entre Bojardo y Ariosto sin una adecuada preparación estética. Y sin embargo ya De Sanctis, en un curso de lecciones dictado en la Universidad de Zurich, había advertido admirablemente: “La facultad poética por excelencia es la fantasía; pero el poeta no trabaja sólo con las facultades estéticas; sino con todas sus facultades. El poeta no es sólo poeta; mientras la fantasía crea el fantasma, el intelecto y los sentidos no permanecen inactivos. Un poeta puede ser dueño de virtual potencialidad estética y, en cambio, ser pobre de imaginación; cometer errores en el trazado o incurrir en despropósitos históricos y geográficos; estos defectos no desmerecen la esencia de la poesía. Pero, si un poeta que posee en alto grado estas facultades, que sabe trazar bien su plan y alcanza una perfecta ejecución mecánica, es de endeble fantasía, no logrará infundir vida en cuanto ve: la carencia de fantasía es la muerte del poeta. He aquí la distinción que debe hacerse. Hasta este momento no tenéis derecho a poner en tela de juicio el ingenio poético de Bojardo; los defectos que hemos enumerado dependen de otras facultades. Para examinarlo como poeta es necesario, pues, considerar hasta qué punto posee la capacidad creadora de fantasmas. Tiene una gran inventiva; ha sido el poeta italiano que ha recogido el más vasto y variado material poético, no sólo en cantidad, sino también en calidad. La inventiva es ya una primordial condición de poeta, y en este aspecto Bojardo es superior a Pulci. Pero todo esto no es suficiente: es, por el contrario, muy poco: en arte la invención es lo de menos. Dumas deja a sus secretarios la tarea de recoger los materiales en los que luego infundirá vida. Recogido el material, ¿sabe Bojardo trabajarlo? He aquí el problema. No lo utiliza en bruto y áridamente, como Pulci; es capaz de concepción, da de cada hecho y cada personaje las determinaciones necesarias para que adquieran fisonomía propia. No se conforma con abocetar sus personajes; antes bien, en la poesía italiana es uno de los que mejor diseñan. Pocos saben trazar con mayor firmeza los lineamientos de un carácter… ¿Qué le queda por hacer al poeta?

Mostrarnos vivo el personaje. Quien ha sabido darle tal forma y tal carácter debe hacerlo vivir. Es necesario que la concepción se transforme en situación. Aun los más apasionados no siempre son apasionados. Para poner en acción las determinaciones propias de un personaje deben elegirse circunstancias tales que por ellas puedan manifestarse las fuerzas íntimas de ese personaje. Hay verdadera situación estética cuando el personaje ha sido colocado en las condiciones más favorables para poder revelarse. Pero Bojardo no sabe transformar la concepción en situación.

Cesareo, que desarrolla amplia y precisamente en su estudio sobre La fantasía dell’Ariosto esa admirable intuición de De Sanctis, advierte que, en verdad, “cuando una criatura vive en la fantasía de un poeta se revelará íntegramente, cualquiera sea la circunstancia en que se encuentre. El poeta nada tiene que elegir, porque esa criatura es libre, autónoma, está fuera del poeta mismo y no puede encontrarse sino en aquellas situaciones hacia las cuales la impele su carácter, en contraste con los caracteres circunstantes. Las situaciones vienen por sí, no las elige el poeta, quien sólo deberá cuidar de que en cada situación, aun la menos dramática, el personaje aparezca entero, con todas sus determinaciones interiores. Y entonces una sola situación bastará para hacernos conocer aquella criatura y podremos presurrúr qué liará en situaciones másfavorables. El carácter de Farinata ya está íntegro en los primeros seis versos con que se dirige a Dante, el de Liamlet lo está en la escena de la audiencia en la Corte; el de Don Abbondio, en su paseo, a la vista de los bra

Ciertamente la sucesión de las situaciones da mayor intensidad y más relieve a un carácter, pero cualquier situación es una situación estética [46].

Según Cesareo falta en Bojardo precisamente la visión completa del carácter; y en eso estoy de acuerdo con él. Sobre otro punto disiento con De Sanctis: cuando dice que Bojardo “con pedante intención ha querido hacer seriamente aquello que es sustancialmente ridículo“. En verdad, no consigo ver esa intención pedante en Bojardo, como tampoco que haya querido ser serio y que “únicamente por influencia de la época” haya resultado ridículo. Sí, como dice De Sanctis, “ríe de sus propias invenciones“, prueba que no ha querido revestirlas de seriedad. A mi entender, el error de Bojardo consiste precisamente en aquello mismo por lo que Rajna cree defenderlo de una imputación injusta: o sea, que él, noble caballero, animado de una profunda simpatía por las costumbres caballerescas -el amor, la gentileza, el valor, la cortesía, no ha querido ser serio, como podía serlo por sus sentimientos y como debía serlo respetando las normas serias del arte. Y aunque no quiso ser serio, no ha sabido reír, porque a tal materia sólo convenía un género de risa: el de la forma, y la forma, sobre todo, falta en Bojardo. Dice muy bien Rajna que “no se necesita mucho para advertir que entre Bojardo y el mundo que él nos presenta, hay verdadero contraste, disímil únicamente por el grado y por el tono de aquel que impedía a Pulci identificarse con su materia“. Pero la inferioridad de Bojardo con relación a Pulci o a Ariosto, consiste precisamente en eso: en el grado y en el tono de su risa. Bojardo sólo trató de solazarse y de solazar a los demás, y no entendió que proponiéndose elevar por sobre el pueblo esa materia y negándose deliberadamente a parodiarla, como había hecho Pulci, era necesario respetar las normas serias del arte, a la manera de Ariosto.

No es verdad que el poeta del Furioso, con sonrisa incrédula, disuelva en humo el edificio de Bojardo y transforme en fantasmas los personajes del Innamorato. ¡Muy al contrario! Él confiere a ese edificio y a esos personajes lo que les faltaba: fundamento y consistencia de verdad fantástica y, además, coherencia estética.

Es necesario que nos entendamos bien acerca de si el poeta cree o no en el mundo que canta o que en cualquier forma representa. Puede afirmarse que, no sólo para el artista, sino para nadie existe una representación, sea la creada por el arte, sea la que todos nos formamos de nosotros mismos y de los demás y de la vida, que pueda creerse una realidad. Son en el fondo una misma ilusión la del arte y la que a todos, comúnmente, nos llega por medio de nuestros sentidos.

No obstante, llamamos verdadera la de nuestros sentidos y fingida la del arte. Pero entre una y otra ilusión no hay diferencia de realidad, sino de voluntad, y esto sólo en cuanto la ficción del arte es querida; querida no en el sentido de haber sido lograda por la voluntad para un fin extraño a su propia escuela, sino querida por sí misma, y en sí misma amada, desinteresadamente; en tanto que la de los sentidos no depende de nosotros quererla o no quererla: se la logra según la aptitud y en la medida de nuestros sentidos. Aquélla es, pues, libre, y ésta no.

En efecto; el hecho estético sólo empieza cuando una representación adquiere en nosotros, por sí misma, una voluntad de ser; es decir, cuando esa representación se quiere en sí misma. y por sí misma, suscitando por esta sola circunstancia, la de quererse, el movimiento (técnica) adecuado para realizarla fuera de nosotros. Si la representación no alcanza por sí misma esa voluntad de ser -que es el movimiento de la imagen -, se reduce a un hecho psíquico común: la imagen no querida por sí misma, hecho espiritual mecánico en cuanto no depende de nosotros quererla o no quererla, pero que se obtiene en cuanto responde en nosotros a una sensación.

Todos tenemos, en mayor o menor grado, una voluntad que suscita en nosotros esos movimientos adecuados para crear nuestra propia vida. Esta creación de la propia vida que cada cual realiza en sí mismo, también requiere, en mayor o menor grado, todas las funciones y actividades del espíritu, o sea las del intelecto y las de la fantasía y, además, las de la voluntad; y quien más dispone de ella y más las hace actuar, logra crearse a si mismo una vida más elevada, vasta y fuerte. La diferencia entre esta creación y la creación artística sólo consiste en esto (lo que da lugar a que una sea muy común y nada común la otra): que aquélla es interesada y ésta desinteresada. Vale decir, que aquélla tiene, un fin de utilidad práctica y ésta sólo en sí misma tiene su fin; que aquélla es querida para algo, ésta es querida por sí misma. Y una prueba la tenemos en la frase que empleamos cada vez que por desgracia, contrariamente a lo que esperábamos, el propio fin práctico, los propios intereses resultan frustrados:

He trabajado por amor al arte“. Y el tono con que se repite esta frase nos explica la razón por la cual la mayoría de los hombres que trabajan con fines de utilidad práctica y no comprenden la voluntad desinteresada, suele llamar locos a los verdaderos poetas, o sea a aquellos en quienes la representación se quiere por sí misma, sin otro fin que en sí misma, pues así la quieren ellos como ella se quiere. No recordaré aquí la pregunta del cardenal Hipólito a Messer Ludovico, quien por toda respuesta habría podido releerle aquella octava del canto en que se narra el viaje de Astolfo a la Luna:

Non sí pietoso Enea, neforte Achille

Fu, come éfama, né sífiero Ettore,

E non son stati e mille, e mille, e mille

Che lor si puon con veritá a nteporre,

Ma i donatl palazzi e le gran ville

Dai discendenti lor, gli liafatto porre

In questi senzafin sublimi onori

Dall’onorate man degli scrittori…

Por lo cual puede verse que, aun en un excelso poeta, un sentimiento no del todo desinteresado pudo manchar su obra y amortecerla.

Afortunadamente esto ocurrió sólo en una parte del poema. En algún otro pasaje puede notarse que la reflexión prevalece sobre el sentimiento en la representación, la cual pierde entonces su acción espontánea de ser orgánico y viviente, y sus movimientos se vuelven rígidos y casi mecánicos. Es aquí donde el poeta revela haberse propuesto respetar fríamente las normas serias del arte; o sea que no las respeta ya instintiva106mente, sino con preconcebida intención. Citaré, como ejemplo, las personificaciones de Melissa y Logistilla.

Pero donde el poeta respeta instintivamente las normas serias del arte, ¿cesa la ironía? ¿Consigue el poeta perder conciencia de la irrealidad de su creación? ¿Y cómo se identifica él mismo con su materia?

Estos son los puntos que deben aclararse y que requieren el análisis más sutil. Porque en ellos está el secreto del estilo de Ariosto.

En la lejanía del tiempo y del espacio el poeta ve ante sí un mundo maravilloso que la leyenda en parte, en parte las caprichosas invenciones de los juglares, han construido en torno a Carlomagno. Ve al Emperador, no ya como esa cosa oscura que Pulci nos muestra paseando por la sala principal, como un ser amedrentado por los formidables ejércitos de los sarracenos o, mas a menudo, por la amenaza de venganza de los paladines a causa de las traiciones de Gano, quien lo envuelve como quiere. Ni lo ve como Bojardo, Carlón reblandecido, que pierde su tiempo hablando con Angélica, inflamado el rostro y brillantes los ojos porque también a él lo quema el deseo. Ariosto comprende que un Emperador de esa hechura es propio de un teatrito de títeres. ¡Ría el vulgo, rían los niños de tales fantoches! La risa se logra fácilmente cuando con burlona tosquedad se disloca una figura o se violenta la realidad por cualquier otro medio que la ridiculiza. Esto no puede proponérselo Ariosto, y de ahí que esté muy por encima de sus predecesores. Y a tanto se eleva el poeta que aun cuando luego se empeña en perder su seriedad o en alzar hasta su altura la materia que trata, ésta por lo que tiene en sí de irreducible, se le disminuye o inferioriza con el intento. La domina el poeta como dueño absoluto y según el capricho imprevisible de su maravillosa fantasía creadora, combina y separa, asocia y disocia todos los elementos que ella le proporciona. Con este juego, que encanta y asombra por su prodigiosa agilidad, consigue salvarse y salvar a la materia. Donde le es posible, o sea en todo aquello que tienen de eterno los sentimientos humanos y las humanas ilusiones, Ariosto se identifica con ellos plenamente, hasta dar a su representación la misma consistencia de la realidad, donde no le es posible, donde a sus propios ojos se descubre la irrealidad insalvable de ese mundo, da en cambio a la representación una levedad casi de sueño, alborozada por una sutilísimo ironía difusa, que casi nunca rompe el encanto ni de esta o aquella obra de magia representada, ni el de aquél, mucho más maravilloso, que ejerce la magia de su estilo.

He aquí la frase exacta: magia del estilo. El poeta ha comprendido que sólo con una condición se podía dar coherencia estética y verdad fantástica a ese mundo, en el cual precisamente la magia tiene tanta importancia: la condición era que el poeta se volviese mago a su vez, y su estilo pidiera a la magia su calidad y virtud propias. Además, está la ilusión que el poeta crea en nosotros, Y, a veces, aun en sí mismo, compenetrándose de ese juego hasta entregarse a él íntegramente. ¡Ah, ese juego…! Tan bello le parece que ansiaría creerlo realidad. Pero, desgraciadamente, no lo es. Tanto que, de trecho en trecho, el sutilísimo velo se rasga y así la realidad verdadera, la del presente, queda al descubierto, y entonces la ironía difusa se concentra de pronto para revelarse en un súbito estallido. Ese estallido, empero, no es estridente, nunca choca demasiado, siempre es posible presentirlo. Y además de las ilusiones que el poeta crea en nosotros y en sí mismo, están aquellas que se crean los personajes y las que les crean a ellos los magos y las liadas. Todo como un juego de ilusiones, fantasmagórico. Pero la fantasmagoría no está tanto en el mundo representado – que a menudo, repito, tiene la consistencia misma de la realidad – cuanto en el estilo y en la representación del poeta, el cual, con admirable perspicacia, ha comprendido que sólo así, o sea rivalizando con la magia misma, podía salvar los elementos irreductibles de la materia y lograr su coherencia con lo restante. ¿Queremos una prueba?

El poeta rivaliza con la magia de Atlanta en el canto 12; el mago ha levantado un castillo, en el que los caballeros se afanan en vano buscando a sus mujeres a las que suponen raptadas. Tres de ellos, Orlando, Ferrau y Sacripante, buscan además en el castillo, la fingida imagen de Angélica, que creen verdadera. Ahora bien, el poeta, más mago que Atlanta, hace que Angélica, viva y verdadera, entre en el castillo; Angélica, la que puede convertirse en vana imagen, como aquella imagen en vana creada por la magia de Atlante.

Quivi entra, che veder non la può il Mago;
E cerca il tutto, ascosa dal suo anello;
E trova Orlando e Sacripante vago
Di lei cercar invan per quello ostello.

Vede come fingendo la sua imago
Atlante usa gran fraude a questo e a quello.
Chi tor debba di lor molto rivolve
Nel suo pensier, né ben se ne risolve.
….
L’anel trasse di bocca, e di sua faccia
Levò dagli occhi a Sacripante il velo
Credette a lui sol dimostrarsi, e avvenne
Ch’Orlando e Ferraù le sopravvenne.
….
Corser di par tutti alla donna, quando
Nessun incantamento gl’impediva;
Perché l’anel ch’ella si pose in mano
Fece d’Atlante ogni disegno vano.

Es una magia que entra en otra. El poeta se vale de este elemento y lo hace de tal modo suyo que en un instante, para nuestros ojos ilusionados, la realidad se ha vuelto magia y la magia, realidad: apenas descúbrese Angélica, la realidad irrumpe de pronto y se derrumba el encanto; desaparece gracias al anillo, y he aquí que el castillo de Atlante adquiere consistencia casi real, ante nosotros. ¡Cuán asombrosa la fineza de este juego! Juego de magia, sí, pero la verdadera magia es la del estilo de Arlosto. ¿Pretendéis algo más de estos pobres caballeros?

Volgon pel bosco or quinci or quindi infretta

Quelli scherniti la stupida faccia.

¿Quién les hace ir al encuentro de tales escarnios y de daños todavía peores? ¡Pues el amor, señores míos, que si no es en verdad una locura, muchas son las que hace cometer hoy como ayer, y muchas también las que liará cometer mañana y siempre!…

Chi mette il piè su l’amorosa pania,
Cerchi ritrarlo, e non v’inveschi l’ale;
Ché non è in somma Amor se non Insania
A giudizio de’ savi universale:
E sebben come Orlando ognun non smania,
Suo furor mostra a qualch’altro segnale.

E quale è di pazzia segno più espresso,
Che, per altri voler, perder sé stesso?
Vari gli effetti son; ma la pazzia
È tutt’una però, che li fa uscire.
Gli è come una gran selva, ove la via
Conviene a forza, a chi vi va, fallire.

En estos dos últimos versos el poeta da una perfecta imagen de su poesía, apoyado en gran parte sobre este amor que enajena a cuantos lo sienten.

¿Fuentes, jardines, castillos encantados? ¡Pero sí! Si hoy, para nosotros, son sólo larvas inconsistentes, fueron como realidad para las locuras que el Amor hizo cometer ayer, allá en aquel mundo lejano. Reíd, si os place, pero pensad que el Amor crea hoy y creará mañana otras falaces imágenes con la eterna magia de sus ilusiones, para escarnio y tormento de los hombres. Si os reís de todo esto, podéis igualmente reíros de vosotros.

Frate, tu vai

L’altrui mostrando, e non vedi il tuo fallo.

Bajo la fábula está la verdad. ¿Veis? Basta que el poeta cargue un poquito la mano para que la fábula se le trueque en alegoría. Grande es la tentación y en ella cae efectivamente, aquí y allá; pero la fantasía va en seguida en su ayuda y lo reconduce al grado exacto, al tono justo en que se había colocado desde un principio: Diré de Orlando,

Che per amor venne infurore e matto

D’uom che si saggio era stimato prima;

Se da colel che tal quasi m’ha fatto.

Che ‘l poco ingegno ad ora ad or mi lima,

Me ne sara però tanto concesso

Che mi basti a finir quanto ho promesso.

Desde el comienzo tiene el estilo virtud mágica.

En la representación todo el primer canto es fantasmagórico, cruzado por relámpagos, por apariciones fugaces. Y esos relámpagos no fulguran sólo para deslumbrar a los lectores, sino también a los actores de la escena. Así es como ante Angélica aparece Rinaldo; ante Ferrau, que busca el yelmo, Argalia; ante Rinaldo, Bajardo; ante Sacripante, Angélica; y ante los dos, Bradamante, y luego el mensajero, y después nuevamente Bajardo, y por último, una vez más, Rinaldo. Y esos relámpagos, tras el brillo rapidísimo, se extinguen cómicamente, con el engaño de la súbita ilusión. El poeta utiliza, consciente, tal magia; no da respiro, deja a éste y toma a aquél, provoca asombro y se ríe de ese asombro en los demás y en sus personajes.

Non va molto Rinaldo che si vede

Saltare innanzi il suo destrier feroce:

Ferma, Bajardo mío, deh ferma il piede!

Ché l’esser senza te troppo mi nuoce.

Per questo il destrier sordo a luí non riede,

Anzi piú se ne va sempre veloce.

Seque Rinaldo, e d’ira si distrugge,

Ma seguitiamo Angelica che fugge.

¡ Cómo para que Bajardo quiera detenerse! Su amo está enamorado; por consiguiente, está loco. Y

Quel destrier, ch’avea ingegno a meraviglia,

comprende lo que su amo no puede comprender. He aquí cómo el sentido que el Amor le ha quitado al hombre, se lo acuerda el poeta a una bestia. En el c. II (e. 20) dice, a manera de agregado, “il destrier ch’avea intelletto umano.” humano, sí, pero – entendámonos – no de hombre enamorado!

No juraría, en verdad, que no haya en esto un asomo de sátira. La ironía del poeta tiene muchos dientes, incluso el de la sátira, con el cual muerde un poco a todos, apenas, apenas, subrepticiamente, empezando por el cardenal Hipólito, su patrón.

Oh gran bontá dei cavalieri antiqui!

¿Os parece que aquí la ironía sólo consiste en el hecho de que Ferrau y Rinaldo, después de haberse golpeado de aquel modo que sabéis, cabalguen juntos, como si nada hubiera ocurrido? Rajna dice que los romances franceses daban de buena fe numerosos ejemplos de semejantes magnánimas cortesías, y elige tres de Tristán para llegar a esta conclusión: “Esta es la cortesía y la lealtad de los caballeros de Bretaña”. ¡Muy bien! Pero no la de los dos caballeros de Ariosto, que no revelan ni sombra de caballerosidad. Para entender esto, es necesario pensar qué habría podido contestar Ferrau cuando Rinaldo le propone suspender el duelo: “No combato por una presa, combato para defender a una mujer que demanda mi ayuda y, si logro defenderla, no habré combatido en vano”. Eso es lo que hubiera contestado un buen caballero antiguo. Pero tanto Rinaldo como Ferrau no ven en Angélica sino una presa de la que pueden apropiarse, y puesto que ella se les ha escapado de entre las manos, para encontrarla se ayudan mutuamente con un criterio muy positivo y nada caballeresco. Por lo tanto, esa exclamación “¡Oh gran bondad de los antiguos caballeros!”, es verdaderamente irónica y suena a irrisión. Tanto es así que poco después, en el cap. II, al repetirse la misma situación del duelo, que se ha interrumpido por igual razón, Rinaldo deja a pie a Sacripante:

E dove aspetta il suo Bajardo, passa

E sopra vi si lancia, e via galoppa;

Né al cavalier, ch’a pié nel bosco lassa,

Pur dice addio, non che lo’nviti in groppa.

Y después de esto, repetid en serio, si podéis:

Oh gran bontá dei cavalieri antiqui!

Bromea el poeta. Y con aquel pobre rey de Circassia, “aquel Sacripante afligido de amor”, su broma es verdaderamente cruel y excede toda medida. Ya se advierte en cómo lo pinta: “Un ruscello / Parean le guance, e ’l petto un Mongibello!”

A su lado coloca en actitud benévola a “aquella por la cual se desespera Sacripante [47]; luego, en presencia de la misma Angélica, hace que un caballero que pasa a escape lo eche a rodar por tierra ridículamente, y Angélica no ha terminado de confortarlo con fina ironía, al atribuir al caballo la culpa del percance, cuando viene a darle el golpe de gracia el mensajero aquel que, afligido y cansado, llega sobre su jamelgo:

Tu déi saper che ti levó di sella

Valto, valor d una gentil donzella.

¡ Como para decir basta! Pero no es suficiente todavía: llega Rinaldo; Angélica huye y el pobre Sacripante, rey de Circassia, queda allí escarnecido, apale-ado y a pie.

Pero aun así puede consolarse, pues tales desgracias no le ocurren únicamente a él. Otros las sufren aun peores. ¡Nadie se salva! El poeta recréase presentando diversas ilusiones engañosas y también engañando a los magos con los mismos engaños que ellos urden.

Mundo el suyo a merced del amor, de la magia, de la fortuna, ¿qué puede esperarse de él? Y así como muestra las locuras del amor y los engaños de la magia, nos presenta la mutabilidad de la fortuna.

Ferrau, después de separarse de Rinaldo en la bifurcación del camino, da vueltas y más vueltas, llega de nuevo al punto de partida, y como no espera ya encontrar a la mujer, se olvida de los golpes dados y recibidos, de la diferida contienda, y se pone a buscar el yelmo que se le había caído al agua.

Or se fortuna (quel che non volesti

Far tu) pone al effetto il voler mio,

Non ti turbar,

grítale Argalia al surgir de las olas con el yelmo en la mano, el mismo yelmo que se le había caído a Ferrau justamente donde fuera arrojado el cadáver de Argalia.

Un pasaje que no tiene para nosotros resonancia cómica, pero que quizas la tuvo para quienes estaban familiarizados con el poema y los personajes de Bojardo, es aquel cuyos versos pintan el horror de Ferrau al aparecer la sombra de Argalia:

Ogni pelo arricciosse

E scolorosse al Saracino il viso.

En el poema de Bojardo, Ferraguto había sido descripto como:

Tutto ricciuto e ner come carbone.

Cómo podía rizársele el cabello y palidecerle el rostro? Entonces, ¿también juega aquí el poeta?

El otro contendiente, Rinaldo, enviado por Carlos a Bretaña, en procura de refuerzos, y distraído así de su empeño por buscar a Angélica:

Che gli avea il cor di mezzo il petto tolto,

llega a Calesse el mismo día,

Contro la volontá d’ogni nocchiero,

Pel gran desir che di tornare avea,

Entrò nel mar ch’era turbato e fiero;

Pero, sí señores, impelido por el viento hacia Escocia, se olvida allí de Angélica, se olvida de Carlos y de la prisa que tenía por volver y penetra solo en la gran Selva Caledonia, recorriendo, ora uno, ora otro camino.

Dove piú aver strane avventure pensa.

Llega por casualidad a una abadía, primero come y luego pregunta al abad dónde puede encontrar aventuras que le permitan demostrar su valentía. Y “los monjes y el abad“:

Risposongli, ch’errando in quelli boschi,
Trovar potria strane avventure e molte:
Ma come i luoghi, i fati ancor son foschi;
Ché non se n’ha notizia le più volte.
Cerca, diceano, andar dove conoschi
Che l’opre tue non restino sepolte,
Acciò dietro al periglio e alla fatica
Segua la fama, e il debito ne dica.

Aquí Rajna se complace en señalar que “nunca un barón del ciclo de Carlomagno fue convertido, como en este caso, así, expresamente, en Caballero Andante“. pero no puede dejar de advertir que “las palabras de los huéspedes demuestran también que el espíritu de la caballería romancesca ya se había desvanecido“, pues siempre fue la modestia uno de los primordiales deberes entre los Caballeros Andantes, al punto de que nada es tan difícil como inducirlos a confesarse autores de algún hecho glorioso, y aun cuando ellos se ponen a prueba ante millares de espectadores, procuran ocultarse tras divisas desconocidas, cabalgan casi siempre ignorados, cambian a menudo de insignias y se ocultan, muchas veces, hasta de sus amigos más queridos y fieles

¿No hemos de inducir entonces que hay en todo esto una intención satírica y que esta intención ha sido tan predominante que el poeta olvida, de cuando en cuando, las normas serias del arte, las que él más que otros, suele respetar? La incoherencia estética en la conducta de Rinaldo es, en efecto, por demás ostensible e inexcusable; el personaje no aparece libre, sino sometido a la intención del autor.

He querido señalar lo que antecede porque me parece que, de un tiempo a esta parte, se tiende excesivamente a forzar los límites de la identificación del poeta con su materia. Cierto es que resulta muy difícil ver esos límites en forma neta y precisa. Pero tampoco los ve, a mí entender, o no tiene muy clara la luz del discurso, quien, reconociendo la identificación del poeta con su mundo – lo cual es exacto -, niega la ironía o la excluye en gran parte, o sólo le asigna escasa importancia. Es necesario reconocer ambas -la identificación y la ironía -, dado que en el acuerdo, si no siempre perfecto, casi siempre logrado de una y otra, a primera vista contrarias, reside, insisto, el secreto del estilo de Ariosto.

La identificación del poeta con su mundo consiste en que, gracias a su potente fantasía, ve, desbastado, más aún, concluido en todos sus contornos, preciso, límpido, ordenado y vivo, ese mundo que otros habían estructurado groseramente, poblándolo de seres que, por su chabacanería, o por su ñoñez, o por su pueril incoherencia, etc, de ningún modo podían ser tomados en serio ni siquiera por sus propios autores; y agréguense además los magos, las liadas, los monstruos que aumentaban la irrealidad e inverosimilitud de ese mundo. El poeta quita a estos seres su condición de fantoches o de fantasmas; les da consistencia y coherencia, vida y carácter. Obedece en esto a la propia fantasía, instintivamente. Luego se entrega a la especulación. Ya he dicho que hay un elemento irreductible en este mundo, o sea un elemento que el poeta seriamente no logra objetivar sin que se advierta que tiene conciencia de su irrealidad. Con ese maravilloso buen sentido a que antes hice referencia, se ingenia el poeta para darle coherencia dentro del conjunto. Pero no siempre la fantasía lo auxilia en este juego. Y entonces llama en su ayuda a la especulación: la vida pierde movimiento espontáneo; se convierte en máquina, en alegoría.

Esto importa un esfuerzo. El poeta cree dar cierta consistencia a esas construcciones fantásticas que siente como irrealidad irreductible – mediante lo que podríamos llamar un “andamiaje moral”. Esfuerzo vano y mal entendido, porque el mero hecho de dar carácter alegórico a los sucesos que se nos presentan, deja entender claramente que se los tiene en cuenta sólo como fábula, sin verdad alguna, ni fantástica ni efectiva, apenas forjada para demostración de una verdad moral. Se podría asegurar que al poeta no le importa lo más mínimo la demostración de verdad moral alguna, y que esas alegorías le han sido sugeridas por la reflexión y las emplea como un recurso. Así era ese mundo y así los elementos que ofrecía. El elemento de la magia, lo maravilloso caballeresco, no se podía en modo alguno eliminar sin desnaturalizar fundamen-talmente ese mundo. Y entonces el poeta. o bien trata de reducirlo a símbolos, o bien lo acoge en el poema, aunque – como es natural – dándole un sentido irónico.

Un poeta puede, aun sin creer en la realidad de su propia creación, presentarla como si creyese en ella, o sea sin demostrar que tiene conciencia de su irrealidad: puede también presentarnos como verdadero un mundo que es suyo, enteramente fantástico, de ensueño, regulado por sus leyes propias y, según estas leyes, del todo lógico y coherente. Cuando un poeta procede así, el crítico no ha de detenerse a mirar si es verdad o ensueño lo que aquél ha creado, y únicamente si como ensueño tiene verdad; puesto que el poeta no ha querido presentarnos una realidad efectiva, sino ensoñada, con apariencias de realidad, es decir, realidad de ensueño, fantástica y no efectiva.

Pero éste no es el caso de Ariosto. En más de un pasaje, como ya hemos señalado, demuestra abiertamente tener conciencia de la irrealidad de su creación: lo demuestra aun en aquellos momentos de su obra en que da valor moral y consistencia lógica, no fantástica, al elemento maravilloso de ese mundo. El poeta no quiere crear y presentarnos como verdadero su ensueño; no está preocupado únicamente por la verdad fantástica del mundo; también lo preocupa su realidad efectiva. No quiere que ese mundo suyo esté poblado por larvas y fantoches: sino, por hombres vivos y verdaderos, movidos e inquietados por nuestras mismas pasiones; en suma, el poeta ve, no las circunstancias de aquel pasado legendario, hechas realidad fantástica en su propia visión, sino las razones del presente transportadas e infundidas en aquel mundo lejano.

Sin embargo, cuando aquellas circunstancias encuentran elementos capaces de acogerlas, se salva la realidad fantástica; en cambio cuando no los encuentran, debido a la irreductibilidad misma de tales elementos, surge inevitablemente la ironía, y aquella realidad sel quiebra.

¿Cuáles son estas razones del presente? Son las razones del buen sentido de que está dotado el poeta: son las razones de la vida dentro de los límites de su posibilidad natural – límites que en parte la leyenda, en gran parte el caprichoso arbitrio de toscos y vulgares cantores habían violado tonta, chabacana y grotescamente -, son, en fin, las razones de la época en que el poeta vive.

Hemos visto a Ferrau y a Rinaldo marchar juntos a caballo, guiados – según dije – por un criterio bien positivo y muy poco caballeresco, hemos escuchado el consejo del abad a Rinaldo cuando va en busca de aventuras; y todavía podríamos agregar más ejemplos, pero bastará únicamente el del vuelo de Ruggero en el hipogrifo. Aun cuando el poeta, gracias a la magia de su estilo, logra dar consistencia de realidad a ese elemento maravilloso y asciende luego en un vuelo de mucha altura hasta el ápice de esta realidad fantástica, luego, casi como si temiera su propio vértigo, se precipita para posarse sobre la realidad efectiva y rompe así el encanto de lo fantástico. Ruggero vuela, magnífico, en su hipogrifo, pero hasta en la magnificencia del vuelo el poeta avista en la tierra las razones del presente que lebritan: ¡Baja, baja!

Non crediate, Signor, che perá stia

Per si lungo camin sempre su l’ale:

Ogni sera all’albergo se ne gía

Schivando a suo poter d’allogiar male

¿Y este hipogrifo es verdadero? ¿Auténticamente verdadero? ¿Nos lo presenta el poeta sin nunca demostrarnos que tiene conciencia de su irrealidad? Lo ve por primera vez descender del castillo de Atlante en los Pirineos, llevando alma en su grupa, y dice que sí; que el castillo, como castillo, no era verdadero, sino fingido, obra de magia, pero no el hipogrifo, pues éste sí era verdadero y natural. ¿Auténticamente verdadero? ¿Genuinamente natural? ¡Sí, sí! Nacido de un grifo y de una jumenta. Son animales que nacen en los montes Rifeos.

-¡Ah, pero! … ¿eso es verdad? ¿Y cómo es que nunca los vemos?

-¡Sí, se ven! … pero raras veces…

Esta atenuación puramente irónica me recuerda aquella farsa napolitana en que un impostor se queja de sus desgracias, y entre otras refiere que su padre antes de morir sufrió muchísimo cuando se vio forzado a vivir sin el hígado; y como se le hace notar que sin hígado es imposible vivir, el impostor admite que sí tenía, aunque poco… Y así ocurre con los hipogrifos. ¡Sí, que se ven! Pero raras veces. Es que el poeta evita 4que se lo tenga por impostor.

Parece que quiere decirnos:

-Señores míos, de estos infundios no se puede prescindir; es menester que los use en mi poema, y que yo, hasta donde sea posible, finja creer en ellos He aquí la gran muralla que rodea la ciudad de Alcina

… Par che la sua altezza a ciel s’aggiunga

E doro sia dall’alta cima a terra.

¿Pero, cómo: una muralla de semejante altura y hecha toda de oro?

Alcun dal mio parer qui si dilunga
E dice ch’ella è alchimia; e forse ch’erra,
Ed anco forse meglio di me intende:
A me par oro, poiché sí risplende.

¿De qué modo podría decíroslo mejor el poeta?

Sabe como vosotros que “no todo lo que relumbra es oro“; pero habrá de parecerle oro, “pues así resplandece…“Para ponerse a tono con ese mundo en todo lo posible, se declara desde un principio loco como su héroe. Es un recurso para establecer mediante continuas adaptaciones ese acuerdo*** entre él y la materia, entre las condiciones inverosímiles del pasado legendario y las razones del presente.

*** Pirandello emplea aquí la palabra accordo, con un significado de voluntaria conformidad o concordancia entre el poeta y la materia – tema, asunto, ambiente – que éste trata.

Dice:

Chi va lontan dalla sua patria, vede
Cose da quel che già credea, lontane;
Che narrandole poi, non se gli crede,
E stimato bugiardo ne rimane;
Ché ’l sciocco vulgo non gli vuol dar fede
Se non le vede e tocca chiare e piane.

Per questo io so che l’inesperienza
Farà al mio canto dar poca credenza.
Poca o molta ch’io ci abbia non bisogna
Ch’io ponga mente al vulgo sciocco e ignaro.
A voi so ben che non parrà menzogna
Che ’l lume del discorso avete chiaro.

Aquí la “claridad en el discurrir” significa “saber leer tras del velo del verso“. Estamos en el canto de Alcina, y el poeta nos sugiere: “Si digo Alcina, si digo Melissa, si digo Erifilia, si digo la inicua caterva, o Logistilla, oAndrónica, o Fronesla o Dicilla o Sofrosina, vosotros entenderéis a quien yo quiero aludir.” Es éste otro recurso – nada feliz – para establecer ese acuerdo, pero que también, como todos los otros, revela la ironía del poeta, o sea la conciencia que tiene de la irrealidad de su creación. Sin embargo, ni siquiera donde el acuerdo es imposible, esa ironía surge desentonada o estridente, precisamente porque tal acuerdo siempre se advierte como intención del poeta, y, esta intención de acuerdo es por sí misma irónica.

La ironía está en la visión que se ha forjado el poeta, no sólo de aquel mundo fantástico, sino de la vida misma y de los hombres. Todo es fabuloso y todo es verdadero, pues por una ley fatal creemos verdad las vanas apariencias de nuestras ilusiones y nuestras pasiones: ilusionarse puede ser grato, pero siempre, al fin, se llora el engaño que resulta del excesivo fantasear, y este engaño nos parece cómico o trágico según el grado en que participemos de él con quien lo sufre; según el interés o la simpatía que esa pasión o esa ilusión suscita en nosotros: según los efectos que aquel engaño nos produce. Así ocurre que vemos aparecer también en otros elementos poemáticos el sentimiento irónico del poeta, no ya destacado y evidente, sino envuelto en la representación dentro de la cual ha llegado a transfundirse, de tal modo que esa representación sólo así se sienta y se quiera a si misma. En suma: el sentimiento irónico, objetivado, surge de la representación misma, aun allí donde no se advierte que el poeta tenga plena conciencia de la realidad de esa representación.

He aquí a Bradamante en busca de su Ruggero; para salvarlo ha corrido el riesgo de perecer a manos del Pinabello: el poeta le hace sufrir, junto con los lectores, el suplicio de oír el vaticinio de la maga Melissa, que le muestra, uno por uno, a todos sus ilustres descendientes. Y luego va por montes inaccesibles, asciende por barrancos, atraviesa torrentes, llega al mar, halla la posada en que está Brunello (y en este caso no nos dice si en ella se queda a comer) y luego reemprende el camino

Di monte in monte e d’uno in altro bosco,

asciende a los Pirineos, se adueña del anillo, lucha con Atlante, logra romper el encantamiento, disuelve en humo el castillo del mago, y… ¡sí, señores! después de haber corrido tanto, después de haberse afanado tanto y padecido tantas contrariedades, ve que a su Ruggero, a quien acaba de libertar, se lo lleva el hipogrifo. No le queda sino recibir las congratulaciones de aquellos a quienes no se había propuesto libertar. Pero ni siquiera esto, porque:

Le donne e i cavalier si trovar fuora

Delle superbe statize alla campagna

E furon di lor molte a cui ne dolse;

Che tal franchezza un gran piacer lor tolse

Ariosto no agrega nada más. Un verdadero humorista no habría desperdiciado esta magnífica ocasión para describir los efectos que en las damas y en los caballeros produce el súbito desencantamiento, el hallarse de nuevo en el campo, el dolor por los perdidos goces de la esclavitud a cambio de una libertad que los arranca al dulce sueño para precipitarlos en la desnuda y cruda realidad. Falta tal descripción. A cambio de ella el poeta se complace en ofrecernos otra, como ya Atlante se complacía burlándose de los caballeros que venían a desafiarlo; quiero decir que nos brinda la descripción cómica de todos esos liberados que quieren adueñarse del hipogrifo, para que los lleve por el campo de un lado a otro:

Come fa la cornacchia in secca arena

Che seco il cane or qua or lá si mena.

¿Por qué falta esa otra descripción? Simplemente porque el poeta se ha colocado desde el comienzo, con respecto a su materia, en condiciones totalmente opuestas a las de un humorista. Elude el contraste y busca el acuerdo entre las razones del presente y las circunstancias fabulosas de aquel mundo pasado. Lo logra, sí, irónicamente, porque, según he dicho, es por sí misma irónica esa intención de acuerdo; pero el efecto es que tales circunstancias no se afirman como realidad en la representación, y sólo se diluyen -para emplear las palabras de De Sanctis – en la ironía, la cual, destruyendo el contraste, no puede ya dramatizarse cómicamente, sino que subsiste su comicidad sin dramatismo.

Se afirman en cambio las razones del presente, transportadas e infundidas en los elementos de aquel mundo lejano, que son susceptibles de recibirlas, y entonces hasta se puede lograr su dramaticidad, pero seriamente, más aún, trágicamente: Ginebra, Olimpia, la locura de Orlando. Los dos elementos – el cómico y el trágico – nunca se amalgaman.

Podrán amalgamarse en una obra donde otro poeta, lejos de demostrar que tiene conciencia de la irrealidad de aquel mundo fantástico, lejos de buscar con él un acuerdo, que sólo es posible lograr irónicamente y que revela de tantas maneras la conciencia de esa irrealidad, lejos de transportar a ese mundo fantástico las razones del presente para infundirle los elementos capaces de acogerlas, le dé a ese mundo consistencia de persona viviente, cuerpo, y lo llame Don Quijote. Transfunde en su mente y en su alma todas aquellas fábulas y fantasía, y lo pone en contraste con el presente, en un choque continuo y doloroso. Doloroso porque el poeta siente en sí mismo, viva y verdadera, esta criatura suya y sufre con ella sus contrastes y sus choques.

Para quien rastree semejanzas entre Ariosto y Cervantes bastará poner brevemente en claro la tesitura en que desde un principio ha colocado Cervantes a su héroe, y aquella en que se coloca Ariosto. Don Quijote no finge creer, como cree Ariosto, en ese mundo maravilloso de leyendas caballerescas. Don Quijote cree en él muy seriamente. Lo lleva consigo, tiene en si ese mundo, que es su realidad, su razón de ser. La realidad que lleva y siente en sí Ariosto es muy otra, y con esa realidad anda como extraviado en la leyenda. Don Quijote en cambio, que lleva en sí la leyenda, anda como extraviado en la realidad. Tanto es cierto, que, para no desvariar del todo, para de cualquier manera reencontrarse, tan perdidos andan los dos, el uno se pone a buscar la realidad en la leyenda y el otro la leyenda en la realidad.

Como se ve, dos tesituras bien opuestas.

– Sí – os dice Don Quijote -, los molinos de viento son molinos de viento, pero también son gigantes; no soy yo, Don Quijote, quien ha confundido los molinos de viento con gigantes, sino que es el mago Frestón quien ha trocado a los gigantes en molinos de viento.

He aquí la leyenda en la realidad evidente.

– Sí – os dice Ariosto -, Ruggero vuela en el hipogrifo; el mago Frestón – o sea la extravagante imaginación de mis antecesores – también ha metido tales bestias en ese mundo, y es necesario que yo haga volar en el hipogrifo a mi Ruggero; pero os digo asimismo que todas las noches él baja hasta la posada y evita del mejor modo posible que le den mal albergue.

He aquí la realidad en la leyenda evidente.

Pero una cosa es fingir creer y otra muy distinta creer en serio. Aquella ficción, en sí irónica, puede facilitar el acuerdo con la leyenda, y ésta, o se desvanece fácilmente en la ironía, según vimos, o con un procedimiento inverso al puramente fantástico – esto es, mediante un andamiaje lógico -, permite que se la reduzca a apariencia de realidad.

En cambio, la realidad verdadera, si por un momento permite que la contemplación fantástica de un maníaco la altere en formas inverosímiles, se resiste y se rebela si este maníaco, no conforme con contemplarla a su manera y desde lejos, pretende arremeter contra ella. Una cosa es embestir un castillo fingido, que de pronto puede diluirse en humo, y otra, muy distinta, emprenderla contra un verdadero molino de viento que no se deja abatir como un gigante imaginario.

 – Mire vuestra merced – respondió Sancho – que aquellos que allí se parecen, no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino.***

*** Los párrafos impresos en bastardilla figuran en castellano en el original.

Pero Don Quijote mira compasivamente a su panzudo escudero y grita a los molinos:

 – Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.***

*** Estas palabras están impresas en bastardilla en el original italiano.

El es ¡ay! quien lo paga. Y nos reímos. Pero el estallido de risa que aquí produce este contraste con la realidad, es muy distinto de aquel que produce allá el acuerdo que Ariosto procura establecer con aquel mundo fantástico mediante la Ironía, la cual niega precisamente la realidad de ese mundo. La una es la risa de la ironía, la otra es la del humorismo.

Cuando también Orlando choca con la realidad y pierde totalmente el sentido, arroja las armas, se quita la máscara, se despoja de todo aparato legendario, y, ya desnudo, desplómase en la realidad. La tragedia estalla. Nadie puede reír del aspecto ni de los actos de Orlando y la comicidad que puede haber en ellos ha sido superada por lo trágico de su furor.

Don Quijote esta también loco, pero es un loco que no se desnuda; antes bien, es un loco que se viste, que se disfraza con todo su aparato legendario y que, así disfrazado, marcha con la máxima seriedad hacia sus ridículas aventuras.

Aquella desnudez y este disfraz son los signos más manifiestos de la locura de ambos. Aquélla, en su tragicidad, participa de lo cómico; ésta tiene algo de trágico en su comicidad. Sin embargo, no nos reíremos de los furores de aquel hombre desnudo: nos reímos, sí, de las proezas de este enmascarado; aunque también sentimos que cuanto hay en él de trágico no está totalmente anulado por lo cómico de su disfraz, mientras lo cómico de aquella desnudez está anulado por lo trágico de la furibunda pasión.

Sentimos, en suma, que aquí lo cómico también ha sido superado, no, empero, por lo trágico, sino a través de su misma comicidad [48]. Nos compadecemos riendo o reírnos compadeciendo.

¿Cómo ha logrado el poeta el efecto?

Por mi parte no consigo convencerme de que el ingenioso hidalgo Don Quijote haya nacido en un lugar de la Mancha y no, más bien, en Alcalá de Henares en 1547. No consigo convencerme de que la famosa batalla de Lepanto, que cayó en el vacío como tantas magníficas empresas de la caballería, preparadas espectacularmente (por algo el sutil gran visir de Selim, pudo decir a los cristianos: – Nosotros os hemos cortado un brazo al arrebataros la isla de Chipre; pero vosotros, ¿qué daño nos habéis producido destruyéndonos muchas naves, al punto reconstruidas? ¡Nuestra barba refloreció al siguiente día!; no consigo convencerme, digo, de que la famosa batalla de Lepanto, de la cual los confederados cristianos no supieron sacar provecho alguno, no sea algo parecido a la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento.

Esta es – dice Don Quijote a su fiel escudero – ¡ésta es, Sancho, buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra!

¿No vería, pues, Don Quijote el turbante turco en la testa de esos gigantes que al bueno de Sancho sólo le parecían molinos de viento?

A caso para España lo eran.

La isla de Chipre podía interesar a los señores de Venecia: una guerra contra los turcos podía interesar a Pío V. fiero papa dominicano, en cuyas viejas venas se estremecía, cálida aún, la sangre de la juventud. Pero, en aquellos hermosos días de primavera, en que Torres llegó a España enviado por el Papa q patrocinar la causa de los venecianos, Felipe II iba a los suntuosos festejos de Córdoba y Sevilla… ¡molinos de viento, pues, las naves del Gran Visir!

Pero no para Don Quijote, digo, no para Don Quijote el de la Mancha, sino para el de Alcalá. Eran gigantes verdaderos para él, ¡y con qué corazón de gigante fue a su encuentro!

Le fue mal, por desgracia. Pero no quiso rendirse ante la evidencia, como jamás se había rendido ni ante enemigo alguno, ni ante su ingrata suerte. Y dijo entonces que las cosas de la guerra están sujetas, más que las otras, a continua mudanza; pensó y le pareció verdad, que el malvado encantador su enemigo, el mago Frestón, aquel que le había quitado sus libros y su casa, era quien le había trocado a los gigantes en molinos para arrebatarle así la gloria del triunfo.

¿Solamente esto? Una mano también le arrebató ese mago malvado. Una mano y, además, la libertad.

Muchos han querido explicarse la razón por la cual Miguel de Cervantes Saavedra, valeroso soldado, supérstite de Lepanto y de Terceira, antes que cantar épicamente, como hubiese

correspondido a su naturaleza heroica, las gestas del Cid, o los triunfos de Carlos V, o la misma jornada de Lepanto, o la expedición de las Azores, prefirió concebir un tipo como el Caballero de la Triste Figura y componer un libro como Don Quijote. Y hasta se ha querido suponer que Cervantes creó su héroe por la misma razón que más tarde tuvo nuestro buen Tassoni para crear su Conde de Culagna.

Alguien, es cierto, se ha arriesgado a decir que la verdadera razón de la obra está en el permanente contraste que se produce en nosotros entre las tendencias poéticas y las tendencias prosaicas de la naturaleza humana: entre las ilusiones de la generosidad y del heroísmo y las duras experiencias de la realidad. Pero ésta, que acaso podría ser una explicación abstracta del libro, no nos da las causas que originaron su composición.

Descartando como inadmisibles los puntos de vista de Sismondi y de Bruterwek, todos los críticos se han atenido más o menos a lo que el propio Cervantes declara en el prólogo de la primera parte de su obra maestra y al finalizar la segunda, o sea, que esa obra no tiene más propósito que el de contener la difusión de los libros de caballería y anular su importancia ante el vulgo: y que el deseo del autor no fue sino entregar a la execración de los hombres las falsas y extravagantes historias caballerescas, las cuales, heridas de muerte por la de su verdadero Don Quijote, desde ese momento sólo trastabillarán, para caer irremisiblemente.

Nos cuidaremos muy mucho de contradecir al propio autor, sobre todo porque es notorio el predicamento que por aquellos tiempos tuvieron en España los libros de caballería, y cómo el gusto por semejante literatura llegó a convertirse en una verdadera locura. Bien al contrario: nos valdremos nosotros de tales palabras, y nos serviremos del autor mismo y de la historia de su propia vida para demostrar la razón esencial del libro y aquella, más profunda, de su humorismo.

¿Cómo nace en Cervantes la idea de aprehender real y vivo, en su país, en su época – y no lejos, en la Francia de Carlomagno – ese su héroe, celebrándolo con aquel propósito expresado en las palabras del prólogo? ¿Cuándo y donde le nace esta idea y por qué?

No carece de razón el favor extraordinario que obtiene por aquellos tiempos la literatura épica y caballeresca; la lucha entre la Cristiandad y el Islamismo constituye el íncubo del siglo en que vivió el poeta. Colocado a su vez desde la infancia bajo la fascinación del espíritu caballeresco, el poeta, pobre pero altivo descendiente de una noble familia adicta desde muchos siglos antes a la monarquía y a las armas, fue durante toda su vida un denodado defensor de la fe. No tenía, por lo tanto, necesidad de ir a buscar lejos, en la leyenda, al héroe, al caballero de la fe y de la justicia: lo tenía en sí mismo. Y este héroe es el que combate en Lepanto, y el que hace frente durante cinco años, esclavo en Argel, a Liassan, el feroz rey berberisco; este héroe es el que combate por su rey en otras tres campañas contra franceses e ingleses.

¿Cómo ocurre que de pronto se le truecan en molinos de viento estas campañas y el yelmo que lleva en la cabeza en una bacía vil?

Ha tenido mucha aceptación una idea de Sainte-Beuve, según la cual en las grandes obras del genio humano vive escondida una plusvalía futura, la que se desarrolla por sí sola, independientemente del propio autor, como del germen se derivan la flor y el fruto, sin que el jardinero haya hecho otra cosa que no sea zapar bien, rastrillar, regar el terreno y abonarlo y cuidarlo asegurando su mayor fecundidad.

De esa idea hubieran podido valerse todos aquellos que en la Edad Media descubrían no sé cuáles alegorías en los poetas griegos y latinos. Este también era un modo de desenlazar en forma lógica las creaciones de la fantasía. Cierto es que cuando un poeta logra dar auténtica vida a su criatura, ésta vive tan independiente de él, que podemos Imaginarla en otras situaciones en las que su autor no pensó colocarla, y la veremos obrar así según las íntimas leyes de su propia vida, leyes que ni siquiera el autor habría podido violar. Cierto es también que esta criatura, en la cual el poeta logró recoger instintivamente y compendiar y hacer vivir tantos detalles característicos y tantos elementos aquí y allá esparcidos, puede concluir siendo eso que suele llamarse un tipo, lo que no estaba en la intención del autor en el acto de la creación.

Pero, ¿puede decirse esto con propiedad del Quijote? ¿Puede decirse y sostenerse en serio que la intención del poeta fue solamente la de herir, con el arma del ridículo, la autoridad y el prestigio que tenían en el mundo y para el vulgo los libros de caballería, a fin de anular sus dañosos efectos, y que el poeta no soñó siquiera con colocar en su obra maestra cuanto nosotros vemos en ella?

¿Quién es Don Quijote y por qué se lo considera loco?

En el fondo, Don Quijote – todos lo reconocen – no tiene sino una sola y santa aspiración: la justicia.

Quiere proteger a los débiles y humillar a los poderosos, buscar remedio a los entuertos del destino y vengar las violencias de la maldad.

¡ Cuánto más bella y noble sería la vida, y más justo el mundo, si los propósitos del ingenioso hidalgo pudieran realizarse! Don Quijote es manso, de sentimientos exquisitos, pródigo, despreocupado de sí, totalmente entregado a los demás. ¡Y qué bien habla! ¡Cuánta franqueza y cuánta generosidad en todo lo que dice! Considera el sacrificio como un deber, y todos sus actos, al menos en las intenciones, merecen alabanza y gratitud.

¿En qué estriba entonces la sátira? Todos admiramos a este virtuoso caballero, y sus desgracias, si en un sentido nos hacen reír, en el otro nos conmueven profundamente.

Si lo que Cervantes se proponía era causar estrago en los libros de caballerías, por los dañosos efectos que producían en el ánimo de sus contemporáneos, el ejemplo que nos ofrece con Don Quijote es ineficaz. El efecto que esos libros producen en Don Quijote, no es perjudicial sino para él, para el pobre hidalgo. Y es perjudicial así, únicamente porque el ideal caballeresco ya no podía concertarse con la realidad de los nuevos tiempos.

Ahora bien: esto es precisamente lo que Miguel de Cervantes Saavedra aprendió a su propia costa. ¿Qué recompensa había merecido por su heroísmo, qué recompensa por los dos arcabuzazos recibidos y por la perdida de la mano en la batalla de Lepanto, por la esclavitud sufrida durante cinco años en Argel, por el valor demostrado en el asalto a Terceira, por su nobleza de ánimo, por su grandeza de ingenio, por su paciente modestia? ¿Qué suerte corrieron sus sueños generosos, por los que había combatido en el campo de batalla y escrito páginas inmortales? ¿Qué suerte, las ilusiones luminosas? Se había armado caballero como su Don Quijote, había peleado, afrontando enemigos y riesgos de todo género por causas justas y santas, le habían alentado siempre los más altos y nobles ideales, ¿y qué premio había recibido? Después de haber vivido míseramente de unos empleos nada dignos de él, ex-comulgado primero como comisario de aprovisionamientos militares en Andalucía, y luego, como recaudador, defraudado, ¿no concluye en prisión? ¿Y dónde se halla esta prisión? ¡Nada menos que en la Mancha! Y en esa oscura y ruinosa prisión de la Mancha es donde nace Don Quijote.

Pero el verdadero Don Quijote había nacido antes; había nacido en Alcalá de Henares en 1547.

Sin haberse encontrado aún a sí mismo, sin haberse visto bien todavía, había creído combatir contra gigantes y lucir en su cabeza el yelmo de Mambrino.

Sólo allí, en la oscura cárcel de la Mancha, se reconoce, se ve finalmente; advierte que los gigantes eran molinos de viento, y el yelmo de Mambrino una bacía vil. Se ve, y ríe de sí mismo. Ríen, con él, todos sus dolores. ¡Ah! ¡Loco, loco, loco! ¡Y al fuego con todos los libros de caballería!

¡ Como para hablar de plusvalía futura! Leed en el prólogo de la primera parte lo que Cervantes dice al desocupado lector: “Pero no he podido yo contravenir la orden de la naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío si no la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?”

¿Y cómo podría explicarse de otro modo la profunda amargura, que es como la sombra que acompaña cada paso, cada acto ridículo, cada loca empresa del pobre hidalgo de la Mancha? Es el penoso sentimiento que nos inspira la imagen del propio Cervantes, cuando, consustanciada como está con su mismo dolor, se propone ser ridícula. Y se lo propone porque la reflexión, fruto de muy amarga experiencia, sugiere al autor el sentimiento de lo contrario, por lo cual reconoce su sinrazón y quiere castigarse con la burla que los demás liarán de él.

¿Por qué Cervantes no cantó al Cid Campeador? ¡Y quién sabe si en la oscura y ruinosa cárcel la imagen de aquel héroe no se asomó de verdad a despertar en él una angustiosa envidia!

¿No se produjo acaso en aquella cárcel y en presencia del poeta, un diálogo entre Don Quijote, que quiso vivir su época – como no ya en la suya, sino fuera del tiempo y del mundo, en plena leyenda, habían vivido los caballeros errantes -, y el Cid Campeador, que, identificándose con su época, pudo fácilmente convertir en leyenda su propia historia?

En los otros pueblos la novela de caballería había creado sus propios personajes ficticios o, mejor aún, había surgido de la leyenda misma formada en torno a los caballeros. ¿Y qué hace entonces tal leyenda? Acrece, transforma, idealiza; abstrae de la realidad común, de la materialidad de la vida, de todas las pequeñas vicisitudes ordinarias, causa precisamente de las mayores dificultades en la existencia. Para que un personaje, no ya ficticio, sino hombre real y viviente, que se imponga como modelo las desmesuradas imágenes ideales forjadas por la Imaginación colectiva o por la fantasía de un poeta, logre llenar con su propia sustancia estas grandiosas máscaras legendarias, necesitará no sólo una extraordinaria nobleza de ánimo, sino también la ayuda de su época. Y esto ocurre con el Cid Campeador.

¿Y con Don Quijote, qué?… Tiene valor a toda prueba, ánimo nobilísimo, llama de fe. Sin embargo, el valor sólo le acarrea frecuentes palizas: su nobleza de ánimo sólo es locura; y la llama de su fe, pobre mecha de estopa que él se obstina en mantener encendida; mísero globo mal hecho y remendado que no consigue elevarse, que mientras pretende lanzarse a combatir con las nubes en las que ve gigantes y monstruos, anda a tumbos, a ras de tierra, enredándose en espinas y malezas que lo desgarran cruelmente.

Notas al texto

[36] – 1879, III. pág. 620 y sig.

[37] – París, 1880.

[38] – Traducción de Gorra (Turín, Loescher. 1888). Véase Lib. III. cap.III (Valor de la Epopeya).

[39] – Los caballeros también se permiten burlarse de los maestros de ceremonia, y esto ocurre en los propios poemas de las Cruzadas. Así en Antíoche se produce una escena agradable y característica en el momento en que los caballeros franceses salen de la ciudad para combatir contra Kerboga. Enguerrant de Saint-Pol encabeza la co-lumna y su yelmo luciente y empenacliado y su resplandeciente coraza brillan al sol. Cuando han salido de la ciudad se detienen y un arzobispo implora para ellos la bendición del Cielo, pero cuando quiere asperjarlos con agua bendita. Enguerrant opone alguna objeción y le ruega que no le manche el yelmo: “Anqui le vurrai bel a Sarrasins mostrer.” (Véase Cycle de la Croisade, pp. 90-91).

[40] – Florencia, Barbera, 1859.

[41] – Véase Scritti varii inediti o rari, recopilados por B. Croce, vol. I, Napoli, Morano e figlio, 1898. Más tarde. De Sanctis, en su Storia della letteratura Italiana, rectificó el juicio sobre Pulci y sobre el poema. He citado antes su primer juicio sólo porque hasta de un error del eminente crítico (por otra parte salvado), se puede lograr provecho poniendo justamente en evidencia, mediante esta fácil confutación, cuál es entre los dos casos de que habla De Sanctis el que verdaderamente se refiere a Pulci.

[42] – Véase el volumen ya citado L’indole e il riso di Luigi Pulci, Rocca San Casciano, Cappelli. 1907.

[43] – Págs, 120-121 del vol. cit

[44] – pág. 113.

[45] – Véase Introduzione dell’Orlando Furioso, segunda edición, pág. 20 (Florencia, Sansoni, 1900).

[46] – Véase en Crítica militante (Messina. Trimarchi, 1907), el estudio La fantasia dell’Ariosto (publicada antes en Nuova Antología).

[47] – Resulta en verdad curioso notar a qué aberraciones pudo ser llevado Rajna por la manía de sorprender a toda costa al poeta del Furioso con las manos en saco ajeno. A propósito de este episodio de Saeripante y Angélica, cita nada menos que doce ejemplarios, que Arlosto habría debido tener a la vista. Y no advierte que es una simpleza el acercamiento de estas pretendidas fuentes, puesto que en Arlosto, en vez del sólido caballero que escucha furtivo los lamentos, tenemos a Angélica en persona. Pero esto – tiene Rajna el valor de señalar – “es una diferencia de suma importancia para Sacripante, aunque secundaria pura nosotros“. ¡Vaya! Es como afirmar que, si en verdad Tasso tuvo presente el bautismo de Sorgalis en los Chétifs a propósito del de Clorinda, constituye una diferencia secundaria que sea Tangredi quien bautiza a Clorinda en lugar de otro caballero cualquiera. ¿Sabéis, en cambio, cuáles son las partes sustanciales? Hierba, árboles, agua, si es de día o de noche, y otras menudencias semejantes, ¡como si Angélica no estuviese en el bosque desde el principio del canto! Habría podido Rajna ahorrarse tanto alarde de erudición y llegar, sin más, al episodio de Prasildo en Bojardo. Empero, la diferencia sigue siendo sustancial. Ariosto utiliza un verso de Bojardo:

Che avria spezzato un sasso di pietade

pero lo corrige así:

Che avrebbe di pietà spezzato un sasso.

He aquí todo.

[48] – Aplico aquí la forma de Lipps, quien define precisamente el humorismo: “Erliabenhelt in der Komik und durch dieselbe” (véase obra citada, pág. 243). ¿Pero cómo se explica esta superación de lo cómico a través de lo cómico mismo? La explicación que da Lipps no me parece aceptable por las mismas razones, que invalidan su teoría estética. Véase sobre ésta la crítica de Croce en la segunda parte de su Estética, pág. 434.

In Italiano – L’umorismo

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