1908/1920 – El Humorismo – Ensayo

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Para Luigi Pirandello, “el humorismo consiste en el sentimiento de lo contrario, provocado por la especial actividad de la reflexión que no se oculta, que no se convierte, como, generalmente, en el arte, en una forma de sentimiento, sino en su contrario, aun siguiendo paso a paso el sentimiento como la sombra sigue al cuerpo.”

In Italiano – L’umorismo

El Humorismo

Introducción

Jorge Ángel Hernández: «Pirandello y el Humorismo»

por CubaLiteraria

Punto uno

Para Luigi Pirandello, “el humorismo consiste en el sentimiento de lo contrario, provocado por la especial actividad de la reflexión que no se oculta, que no se convierte, como, generalmente, en el arte, en una forma de sentimiento, sino en su contrario, aun siguiendo paso a paso el sentimiento como la sombra sigue al cuerpo.” Después de una larga e interesante reflexión, plena de agudas observaciones y definiciones sobre la naturaleza del arte y la literatura, las características de la comicidad medieval y las maneras del estilo mismo, el Premio Nobel de Literatura de 1934 deja el peso del resumen de su ensayo a una alegoría, comprendida a partir del símil que acabo de citar: “El artista ordinario se fija en el cuerpo solamente; el humorista se fija en el cuerpo y en la sombra, y a veces más en la sombra que en el cuerpo; advierte todas las bromas de esta sombra, cómo a veces se alarga y a veces se acorta, como si quisiera hacerle muecas al cuerpo, que, mientras tanto, no la tiene en cuenta ni se preocupa de ella.”

En fin, que las definiciones terminan en alegorías y el humorismo continúa su paso etéreo, su natural indefinición.

No obstante, si Pirandello hubiera creado una tesis lo más definitiva posible sobre el humorismo, a estas alturas sus reflexiones serían puro patrimonio común, sin duda insípido por el uso constante e indiscriminado, tal como ha ocurrido con las tesis de Bergson. Pero a él le preocupaba demostrar en esencia cuán importante podía ser el sentido del humor para la literatura y el arte y, para ello, optó por configurar una especie de estatuto élite producto de la risa. Así, opuso el humor a lo cómico, reservando para lo primero el paraíso creativo y dejando para lo segundo lo que sólo podemos ubicar en la categoría de todo lo demás. Sus reflexiones, sin embargo, y precisamente porque no se hicieron un constructo inamovible, conservan el ritmo de una inquietante pulsación que bien podría ayudarnos en la búsqueda de un por qué y un hacia dónde de la risa.

La diferencia entre lo cómico y lo trágico, según la forma de ver el humorismo de Luigi Pirandello, radica en que, mientras lo cómico se presenta como un darse cuenta de lo contrario, lo trágico aparece en virtud de un sentimiento de lo contrario; esto es, una identificación directa con el suceso insólito, generalmente ridículo ante la mirada del otro. De este modo, la diferenciación dependería, siempre, de sentir o no, con lo cual estaríamos esclareciendo sólo, y aún así parcialmente, el aspecto individual del humor y lo cómico, pero no su generalidad, su condición intrínseca, inalienable. Sin embargo, y como Pirandello está preocupado por distinguir lo humorístico, como sublime y valedero, de lo cómico, como vulgar y macarrónico, reconoce que “en la concepción de toda obra humorística, la reflexión no se esconde, no permanece invisible, es decir, no se queda en casi una forma del sentimiento, casi un espejo en el que el sentimiento se mira, sino que se pone delante, como un juez; lo analiza, desapasionándose; descompone su imagen; sin embargo, de este análisis, de esta descomposición, surge o emana otro sentimiento, aquel que podría llamarse, y que yo llamo, el sentimiento de los contrarios.”

De tal modo que, entre el humorismo y lo trágico existe un punto de vista de cierto grado de coincidencia, pues, podemos reír aún cuando sentimos lo del contrario. Tal conclusión está relacionada con el concepto del arte y la literatura que Pirandello necesitaba validar, frente a lo que muchos de sus contemporáneos reconocían como legítimo y perdurable. Tal vez por ello mismo, es decir, por esa necesidad de convencer —desmantelándolo— al contrario, precise deslindar con tanta evidencia al humor de lo cómico. Pero a su aguda visión no escapa que “el humorismo tiene necesidad, sobre todo, de una intimidad de estilo”, esto es, de una manera propia de expresión y de reglas internas que lo identifiquen y lo autentifiquen, más allá de clasificaciones retóricas, de ahí que le conceda, además, la “necesidad del más vivo, libre, espontáneo e inmediato movimiento de la lengua, movimiento que sólo se puede tener cuando la forma se va creando poco a poco.”

De entre los dibujos de Quino, pudiéramos detenernos en aquel que nos presenta a un automóvil que, al intentar detenerse ante el semáforo, ha sido impactado por el carro fúnebre. El conductor del automóvil transmite al desconcertado conductor del carro fúnebre un paquete de diatribas mientras se quita el sombrero en señal de respeto. Así, también en este caso, la ironía alcanza un perfecto grado de síntesis expresiva, pues se han conjugado dos situaciones lógicas estrictamente sancionadas por la conducta ciudadana. En primer lugar, el respeto que a la muerte se debe, en segundo, la reacción normal de quien recibe un daño inmerecido en la vía. ¿Pasaríamos, de plano, a considerar este dibujo como de un estatus irónico menor? ¿Nos aprovecharíamos del empleo de la muerte, esa constante de nuestra civilización, para validarlo y decir que, en ese caso, lo que se expresa le permite trascender las barreras de lo banal?

En la página anterior del propio cuaderno de Quino otro dibujo nos muestra al conductor de un coche funerario fustigando con un largo látigo a un grupo de aves carroñeras que lo sobrevuelan. Debo aclarar que su carroza está siendo tirada por un caballo, lo cual concede al chiste cierta marca histórica. Ahora bien, las fuentes de este último chiste son un tanto más vulgares que las del anterior, aún cuando ambas se valgan de la muerte como contexto elemental. Es bastante más difícil, para este caso, entretenerse en adjudicarle fondos filosóficos o conceptos de la vida, pongamos por caso, en contraste con la penosa situación expresada en el dibujo. Sin embargo, ni en materia de expresión artística ni, mucho menos, en posibles concepciones del mundo, el dibujo que coloca en una sola sintaxis el enojo del conductor que ha visto dañado su automóvil y su natural respeto por la muerte, anula la plena efectividad de este último en el que el conductor de la carroza se ve obligado a fustigar a las aves carroñeras. ¿Son entonces las fuentes, y los usos que de ellas hace el humorista, determinantes para expresar un algo en relación con, y valiéndose, indistintamente, de lo humorístico, lo cómico o lo burlesco?

Pirandello parte, en su ensayo, de que para todos aquellos que se reúnen bajo la misma definición de humoristas, hay un fondo común, aun cuando después se verá obligado a considerar como verdaderos humoristas a aquellos que han sido validados como verdaderos escritores, sobre todo quienes se han escapado un poco a los censores que utilizaban los estatutos puramente retóricos para juzgar la obra de arte. Y, no obstante las conclusiones ya apuntadas, tal vez inseguro ante evidencias que no conseguía diferenciar en el, para él, arisco campo de los epistemas, acepta que hay dos tipos de ironía: la retórica y la filosófica. Lo retórico, según su norma, se encuentra en el plano de lo bajo, de lo menor, en tanto lo filosófico pasa al campo de lo que considera verdadero humorismo. De esta forma, la ironía también puede ser romántica, aunque, lamentablemente, asegure que, por su contigüidad con lo mordaz y lo burlón, se aleja del humorismo. Así, deja creadas las bases para la división sumaria entre lo espurio y lo legítimo en el proceso de búsqueda de la risa, pues la diferencia entre humor y cómico (esto es: festividad, burlesco, grotesco, sátira) radica, según él mismo, en la “distinción sumaria.” No es necesario llevar a término una desconstrucción exhaustiva para comprender que este ejercicio distintivo de Pirandello responde mucho más a un corte hecho por el analista, que a una elección cuyo punto de partida se encuentre en el plano productivo, aun cuando él mismo asegure que la distinción viene del propio escritor. El caso de Mark Twain, justamente por su empleo de la ironía, por la consecución y trascendencia de la figura, en compañía de su aceptado pragmatismo lógico, puede servir de ejemplo para enmendar ese desvío que la concepción del mundo humorístico mantiene con notable vigencia desde los precursores atisbos aristotélicos y hasta los importantes intentos que rodearon los primeros años del siglo XX, pues El humorismo, de Pirandello, aunque tuvo su edición definitiva en 1920, venía gestándose desde los primeros años de la centuria.

Algo importante, desde luego, era hallar el por qué, establecer un sentido para el empleo de la risa, asunto que aún, como es perfectamente normal, nos ocupa el pensamiento. ¿Qué se levanta a la par de la sonrisa? ¿Hacia dónde esa risa, burda o sublime, se dirige? ¿Es necesario, por demás, que después de la risa quede algo que nos señale, puntero en mano, que el mundo debe ser de esta forma y no de esotra?

Para Pirandello, el humorismo, “a causa de su proceso íntimo, espacioso, esencial, inevitablemente descompone, desordena, desacuerda; mientras que, corrientemente, el arte en general, tal como lo enseñaba la escuela, la retórica, era sobre todo, composición exterior, acuerdo lógicamente ordenado.” Por tanto, su función aparece como objeto desequilibrante, como, aceptará de inmediato, condición o cualidad expresiva. “El humorismo no es un «género literario» como poema, comedia, novela, cuento, y así sucesivamente; tanto es así, que cada una de estas formas literarias puede ser o no humorística. El humorismo es cualidad de expresión, que no es posible negar por el hecho de que toda expresión es arte y que, como arte, no es distinguible del arte restante.” No debemos olvidar, sin embargo, que se refiere a lo ya seleccionado, en contraposición con lo que prefiere desechar; que se preocupa, en verdad, por legitimar la posibilidad de que el arte y la literatura tengan una explícita condición humorística, con lo que los mecanismos de la risa estarían en función de conseguir un estilo. “El artista, el poeta, —asegura— debe sacar de la lengua lo individual, es decir, precisamente el estilo. La lengua es conocimiento, objetivación; el estilo es la subjetivación de esta objetivación.” El humor, y por consiguiente la risa, deviene así un delimitador de estilos expresivos, pues según su propia explicación, “si examinamos incluso los escritores complicados más caprichosos, los grotescos más extraños, los centauros, las esfinges, los monstruos alados, encontraremos siempre en ellos, más o menos alterada por sus combinaciones, imágenes que responden a sensaciones reales.” De manera que, en tanto la estrategia del autor de Seis personajes en busca de un autor respondía a la necesidad de defender la posibilidad del humor unido a un arte de valor creativo, su salida de división se inserta en las propias concepciones que habrán de juzgarlo.

Lo curioso es que este último puede ser un señalamiento básicamente retórico ya que, en efecto, la creación de seres fantásticos se basa en un procedimiento de combinación tropológica que, desde luego, no cabe analizar por el momento. El estilo macarrónico, tan propicio a las artes representativas y a la palabra misma, aparece, según su propio aserto, como rebeldía y como burla, aunque, en sí, éste no ha estado nunca solo, sino acompañado por otros lenguajes ficticios, burlescos, de creación arbitraria y de “contaminación monstruosa de diversos elementos del material cognoscitivo.” O sea, a pesar de que Pirandello insiste en la posibilidad sublime del humorismo, y hasta de la ironía y la parodia en señalados casos cuya excepcionalidad no se ha hecho demasiado explícita, prefiere reconocer que lo risible parte, imprescindiblemente, de un modelo deforme, monstruoso en esencia y, por consiguiente, capaz de producir un nuevo monstruo, virtualmente exagerado para la eficaz obtención de la risa. Es posible, desde luego, que su condición de dramaturgo y su clara visión acerca de la necesidad de un teatro vivo, de opinión y, a la vez, escénicamente pragmático, determinase esta inmanencia operativa, anti retórica y anti académica, para la consecución del humorismo.

Jorge Ángel Hernández , 22 de abril de 2009

Punto dos

Pour ce que rire est le propre de l’homme (Porque lo propio del hombre es reír), cita Pirandello a Rabelais en su ensayo “El humorismo” y, contradictoriamente, asegura que la intención paródica comunica a la forma la caricatura, puesto que, para el ejercicio de la imitación, es preciso insistir sobre los caracteres más destacados de lo que se imita. Con ello, enfatiza, se engendra la caricatura. Establece, por tanto, una relación contigua entre parodia y caricatura y, en ella, lo paródico se reduce a su aspecto imitativo. De ningún modo, a nuestro juicio, la parodia es, por condición, esclava de la imitación; ni siquiera del modelo, aunque la mirada de inmediata comparación con el modelo suele acrecentar la comicidad, y aunque también, y con tanta frecuencia en tantas obras, reduzca la apariencia del concepto de parodia al simple acto de distanciamiento del objeto referente.

No hay duda de que quien hace una parodia o una caricatura ―se impulsa― está animado por una intención satírica o simplemente burlesca: la sátira o la burla consisten en una alteración ridícula del modelo, y por ello sólo se pueden medir en relación con las calidades de éste y señaladamente con aquellas más marcadas y que representan ya en el modelo una exageración. Quien hace una parodia o una caricatura insiste sobre estas cualidades destacadas; le da mayor relieve; exagera una exageración. Para hacer esto es inevitable que se fuercen los medios expresivos, que se altere extrañamente, burdamente o incluso grotescamente, la línea, la voz o, en general, la expresión; que se violente, en suma, el arte y sus condiciones serias. Se trabaja sobre un vicio o sobre un defecto artístico o natural, y el trabajo debe consistir en la exageración, para que provoque la risa. De ello resulta inevitablemente un monstruo; algo que, considerándolo en sí y por sí mismo, no puede tener ninguna verdad y, por tanto, ninguna belleza; para comprender su verdad y su belleza es preciso examinarlo en relación con el modelo. De esa manera se sale de la fantasía pura. Para reír de un vicio o de un defecto, o para burlarnos de ellos, tenemos que bromear también con el instrumento artístico; ser conscientes de nuestro juego, que puede ser cruel, que puede, incluso, no tener intenciones malignas o tenerlas serias, como las tenía, por ejemplo, Aristófanes en sus caricaturas.

De manera que, y aun cuando en las intenciones de Pirandello se encuentra bien marcado el intento de reivindicación de lo humorístico (de ahí la llamada a bromear con el instrumento artístico), la concepción del siglo XX despega arrastrando como norma de juicio la contigüidad vergonzosa entre lo cómico y lo grotesco, o lo monstruoso. La caricatura misma, vista en su modalidad plástica, del largo periodo posterior del siglo XX, ha demostrado que el concepto planteado por la extensa cita anterior es apenas uno de los múltiples motivos que pueden impulsarla y que, sólo en circunstancias de especial beligerancia social, ella acusa tales puntos de partida. No obstante, y para acercarnos al por qué del significado y propósito que la risa pudiera contener en condición, no debemos dejar de insistir en que, si bien la visión grotesca del modelo tiende a permanecer como significado de la risa, el propósito en Aristófanes se determina como serio.

En Aristófanes ―entiende Pirandello― no encontramos realmente contraste, sino solamente oposición. Aristófanes no se halla nunca suspendido entre el sí y el no; sólo ve sus razones, y se pone de parte del no, testarudamente, contra la novedad, es decir, contra la retórica, que crea demagogos; contra la música nueva, que, al cambiar los modos antiguos y consagrados, remueve los fundamentos de la educación y del Estado; contra la tragedia de Eurípides, que debilita los caracteres y corrompe las costumbres; contra la filosofía de Sócrates, que sólo puede producir espíritus indóciles y ateos, etc. Algunas comedias suyas son como las fábulas que escribiría la zorra en respuesta a las que han escrito los hombres calumniando a las bestias. En aquéllas, los hombres razonan y actúan con la lógica de las bestias, mientras que en las fábulas, las bestias razonan y actúan con la lógica de los hombres. Son alegorías en un drama fantástico, en el que la burla es sátira hiperbólica, despiadada. Aristófanes tiene una finalidad moral, y su mundo, por tanto, nunca es el mundo de la fantasía pura. En él no existe ningún estudio de la verosimilitud: no se preocupa de ello, porque se refiere continuamente a cosas y a personas verdaderas; abstrae hiperbólicamente de la realidad contingente, y no crea una realidad fantástica.

De modo que es posible hacer reír para corregir los vicios y defectos de la sociedad; pero en verdad ¿no es ese un papel más de la comedia como género, que de la risa como fenómeno? ¿No hemos insistido lo suficiente en que su condición genérica depende de su tipología misma y sobre todo del uso común que la praxis habitual hace en el plano del habla, esto es, de la comunicación inmediata que ignora los verdaderos fondos clasificatorios? La preocupación de Pirandello se centraba, como he dicho, en la función artística que pudiera legitimar ante la concepción general de sus contemporáneos, el empleo del humor, el peso de la risa en la obra misma. Otro momento de su ensayo lo define:

El hecho estético, efectivamente, empieza sólo cuando una representación adquiere en nosotros, por sí misma, una voluntad, es decir, cuando ella se quiere en sí y por sí misma, provocando, por ese solo hecho, que se quiere, el movimiento (técnica) apto para realizarla fuera de nosotros. Si la representación no tiene en sí esta voluntad, que es el movimiento mismo de la imagen, consiste solamente en un hecho psíquico común: la imagen no querida por sí misma; hecho espiritual-mecánico, por cuanto no depende de nosotros quererla o no quererla, sino que se tiene en cuanto corresponde en nosotros a una sensación.

Aquí también se emparientan las ideas que forman pasarelas sintácticas entre la capacidad de sentir, sufriendo, y la posibilidad de reír, divirtiéndose. La cercanía de los elementos, desde luego, hace que el método concluya, tanto en las concepciones esencialmente retóricas, como en las pragmáticas, como en las impresionistas, en similares asertos, pues no deja de insistirse en que, en tanto la risa proviene del descubrimiento de un defecto, se dirige a exigir su corrección. ¿No nos parece ya un tanto absurdo, inadmisible, suponer que la risa que se produce a partir de los cojos, los ciegos, los minusválidos y discapacitados en general, reclame justamente una corrección de esos defectos? Los numerosos chistes que corren, cuyo fondo se basa en la discriminación racial, sexual o social incluso, ¿conducen en verdad a un acto discriminatorio? ¿No se halla antes en el concepto humano del receptor esa manera discriminatoria de “interpretar” el supuesto “contenido” del chiste?

Un homosexual que se encuentra detenido le explica a su compañero de celda que el motivo de su detención radica en que se ha negado a enseñar su cédula de identidad a un policía. Cuando el compañero indaga el por qué, le responde:
―Porque en esa foto estoy ¡horrible!

Sólo después de un insistente y forzado acto de convencimiento, pudiera ser entendido este chiste como discriminatorio, pues, independientemente de que la técnica radique en la ruptura sintáctica del deber de mostrar a la autoridad la cédula identificatoria toda vez que lo requiera, quebrada por la revelación del motivo de su violación, y las consecuencias que ambientan al chiste mismo, es decir, la prisión, la actitud, lejos de discriminar, reafirma la condición homosexual y hasta concede una distinción, verdad que frívola, pero la frivolidad es condición humana en general y no exclusiva, que identifica y salva el instinto homosexual antes que el instinto humano de conservación.

La ironía ―considera Pirandello― reside en la visión que el poeta tiene no sólo de aquel mundo fantástico, sino de la vida misma y de los hombres. Todo es fábula y todo es verdad. Porque, fatalmente, nosotros creemos verdaderas las vanas apariencias que emanan de nuestras ilusiones y de nuestras pasiones; engañarse puede ser bello, pero siempre se llora luego el engaño del excesivo imaginar; y este engaño nos parece cómico o trágico según hayamos participado más o menos en las vicisitudes de quien lo sufre, según el interés o la simpatía que aquella pasión o aquella ilusión provocan en nosotros, según los efectos que aquel engaño produce.

De acuerdo, pero solo si aceptamos que se trata de una manera establecida en el plano de la recepción, en procesos comunicativos determinados con bastante precisión y, sobre todo, si obviamos las normas de estructuración del enunciado que provoca la risa tal y como las he venido formulando. El propio Pirandello reconoce que “el humorismo no tiene en absoluto necesidad de un fondo ético; puede tenerlo o no tenerlo, esto depende de la personalidad, de la naturaleza del escritor; pero, naturalmente, si ese fondo ético existe o no existe, el humorismo adquiere nuevas cualidades y cambia sus efectos, es decir, resulta más o menos amargo, más o menos áspero, tiende más o menos hacia lo trágico o hacia lo cómico, o hacia la sátira, o hacia la burla, etc.”

Tal vez el mayor extremo al que se ha entregado la modernidad sea al del vicio del sentido y, en ello, a la sublimidad imperiosa de los sentidos a ordenar. De ahí que, entre sus numerosos blancos, la posmodernidad elija el de la significación. Es, a mi juicio, un error considerar que la búsqueda post que siguió al imperativo de lo moderno, pretendía fundamentarse en el vacío de sentido, pues lo que en realidad debe advertirse es que se trata de una indagación en el profundo sentido de aquellos objetos y sujetos que habían sido predados por el proceso de selección natural de lo sublime. Lo popular, lo vulgar, lo farsesco y esperpéntico, se habían estigmatizado en las boletas de calificación de la cultura misma. Tal saturación, obviamente, debía concluir en un giro pendular de negación por el cual no debemos fascinarnos demasiado pues es, en realidad, apenas un gesto de descongestionamiento y, no todavía, un nuevo sendero transitable. Aun así, de esos legados, el de Pirandello, en tanto se proponía enfrentarse a una apertura en la visión del arte en general mediante lo humorístico, no pudo desprenderse del campo restrictivo arrastrado por la tradición aristotélica:

Quien cree que todo es un juego de contrastes entre el ideal del poeta y la realidad ―asegura―, y dice que se obtiene la invectiva, la ironía, la sátira, si la realidad hiere amargamente el ideal del poeta; la comedia, la farsa, la befa, la caricatura, lo grotesco, si la realidad no logra irritar el ideal y éste se siente inclinado más bien a reírse más o menos fuertemente de las apariencias de la realidad que están en contraste con él; y que, finalmente, se obtiene el humorismo si la realidad no ofende ni altera el ideal del poeta, sino que este ideal transige bonachonamente, con indulgencia un poco dolida, demuestra tener del humorismo un punto de vista demasiado unilateral e, incluso, un poco superficial.

Al arremeter contra la superficialidad que con tanta efectividad acaba de señalar, obvia que al descolgarse sin más hacia el extremo, puede aferrarse, no sólo a un juicio unilateral, sino además a la superficialidad de lo sublime. No quiero decir que, por el hecho de que la risa dependa de una específica estructuración de la función significante, ya descrita y ejemplificada, los sentidos sean puras entelequias, pues, en el menor de los casos, ellos sirven para atraer la atención del receptor sobre la situación específica en que la risa se plantea y, en el más común, son los principales funtivos que recomponen el signo. Las caricaturas de Quino que se valen del profundo sentido que la muerte implica, sobre todo en los ámbitos del universo cristiano, lo hacen para llamar la atención sobre un acontecimiento risible por su propia distinción interna. Pero esa misma circunstancia específica puede hacerse inoperante si el contexto es otro.

Incluso el propio Pirandello percibía, acaso sin advertirlo exactamente, una especial regulación en las relaciones entre las expresiones humorísticas y las concepciones del mundo que en ellas pudieran reflejarse. De no ser así, no hubiera asegurado, resolviendo el asunto con otro juego alegórico, con un vital ejercicio de figuración, es decir, retórico, que “en la concepción humorística, la reflexión es como un espejo, pero de agua helada, en la que la llama del sentimiento no sólo se mira, sino que se sumerge y apaga: el hervir del agua es la risa que provoca el humorista; el vapor que emana de ella es la fantasía, con frecuencia un poco humeante, de la obra humorística.” Y, como sabía que permanecer demasiado en los dominios retóricos le haría aparecer como poco científico, decide, tras el impulso de la figuración, conceptualizar: “La reflexión, al asumir esa especial actividad, turba, interrumpe el movimiento espontáneo que organiza las ideas y las imágenes en una forma armoniosa.” Y he aquí, también, que aparece el concepto del humor como desestabilizador, como un acto de descomposición del mundo aceptado por las convenciones. La risa, entonces, como un instrumento capaz de resguardarnos del anquilosamiento. La necesidad imperiosa de un sentido profundo, avalado por la crítica contemporánea, coloca delante de su aguda visión la trampa de la unilateralidad.

Para Pirandello, las razones de la falta de compostura, digresiones y variaciones, características propias de la obra humorística, “son precisamente la necesaria e inevitable consecuencia de la turbación y de las interrupciones del movimiento organizador de las imágenes que realiza la reflexión activa, la cual provoca una asociación por contrarios; es decir, las imágenes, en lugar de asociadas por semejanza o por continuidad, se presentan en contraste; cada imagen, cada grupo de imágenes despierta y llama a las contrarias que, naturalmente, dividen el espíritu, el cual, inquieto, se obstina en encontrar o en establecer entre las relaciones más impensadas.” Una vez más, no obstante, el ejercicio alegórico buscará el convencimiento: “Por tanto, la reflexión de que hablo no es una oposición del consciente ante lo espontáneo; es una feliz proyección de la misma actividad fantástica; nace del fantasma, como la sombra del cuerpo; tiene todos los caracteres de la «ingenuidad» o natividad espontánea; se encuentra en el mismo germen de la creación y, en efecto, de esta emana lo que he llamado el sentimiento de los contrarios.” El giro conclusivo, estoy convencido que del todo involuntariamente, termina validando la molesta actitud ante el arte de sus contemporáneos, sobre todo la de Benedetto Croce que tantas banderillas ha recibido y, quién puede asegurar que no, tal vez sea el toro que va a sacar inmediatamente al ruedo valiéndose, también, de la figuración.

Regresando a la sublimidad de lo trágico, esto es, pasando el fenómeno de lo risible al plano de lo genérico, entiende que

tanto lo cómico como su contrario consisten en la disposición de ánimo mismo y se encuentran en el proceso que resulta de ella. En su anormalidad, sólo puede ser amargamente cómica la condición de un hombre que está siempre fuera de tono, que es a un mismo tiempo violín y contrabajo; de un hombre en el que no puede nacer un pensamiento sin que en seguida no le nazca otro opuesto, contrario; a quien por una razón que tenga que decir , en seguida le surjan dos o tres que le obligan a decir no; y entre el y el no le tengan en suspenso, perplejo, durante toda la vida; de un hombre que no puede entregarse a un sentimiento sin advertir en seguida algo dentro de él que le hace una mueca y le turba, le desconcierta y le enfada.

Y esta definición encaja, más que en lo aristofanesco, en la norma argumental de la comedia de Molière, con lo cual, desde luego, y para sus contemporáneos, Pirandello validaba su necesidad de valerse del humor para expresar sus ideas sin que el rigor artístico y literario descendiera. Los preceptos de Liuigi Pirandello constituyen, aún a pesar de que no logran sacudirse la herencia aristotélica, ni la esencia bergsoniana, un paso importante en la conceptualización de lo risible.

 

 

 

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