El hombre, la bestia y la virtud – Acto III

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In Italiano – L’uomo, la bestia e la virtù

Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

El hombre la bestia y la virtud - Acto III
Raffaella Azim e Carlo Cecchi, L’uomo, la bestia e la virtù, 1982. Immagine dal web.

El hombre, la bestia y la virtud
Acto Tercero

La misma habitación del acto anterior. Es al amanecer del día siguiente. Sobre la repisa del mirador no hay ningún tiesto de flores. El mantel y la vajilla derribada por el Capitán Perella están todavía por el suelo. 

ESCENA I
Grazia, después el Marinero.

Al levantarse el telón, Grazia, vestida con desaliño y provista de todo lo necesario para la limpieza, está agachada recogiendo los trozos de vajilla rota y los platos y vasos que han quedado intactos, poniéndolos uno tras otro sobre la mesa. Enderezándose de cuando en cuando, se estirará, haciendo una mueca para indicar que tiene todo el cuerpo dolorido, especialmente los riñones. Entonces tenderá el puño en dirección a la habitación del capitán y murmurará algunas ininteligibles imprecaciones.

Grazia: ¡Fijaos en esto! ¡Ved qué destrozo! Platos, vasos… ¡Todo destrozado! ¡Pobres manteles! ¡Ni una cuadra se merecería! ¡Para él, una pocilga…, una pocilga! ¡Ah, menos mal…, queda una botella entera…! (Irguiéndose) ¡Ay, ay, ay…! ¡Mis pobres riñones! ¡Estoy hecha polvo! ¡Ay, ay…! ¡Hecha polvo!

(Se oye el timbre de la puerta) ¿Quién será…? (Dirigiéndose a abrir) ¡Ay, ay, ay…!

Hace un gesto en dirección a la puerta del capitán, refunfuña y sale por la puerta de entrada.

Poco después entrará en escena con el Marinero.

Grazia: ¡Pero si le digo que la señora no me ha dejado nada para usted!

Marinero: Entonces, ¿el capitán no vuelve a embarcar hoy?

Grazia: ¿Yo qué sé si embarca o no embarca?

Marinero: ¡Sí, sí, sale hoy! Y la señora tenía que tener preparada la ropa ayer noche.

Grazia: ¿Ayer noche? ¡Pues sí que tenía la cabeza para pensar en la ropa, anoche, la señora!

Marinero: ¿Hubo la gran bronca?

Grazia: El diablo se mezcló.

Marinero: ¿Qué, lo ha tirado todo, como de costumbre?

Grazia: ¿Esto sólo…? ¡Cosas del otro mundo! ¿Cree que es esto sólo? Pues hay más. Hay cosas infernales. Cosas que no han sido nunca ni vistas ni oídas.

Marinero: ¿Ah, sí? ¿Y qué ha hecho, qué ha hecho?

Grazia: ¿Qué ha hecho? Ha hecho que…

Marinero: Diga, diga…

Grazia: (Guiñándole el ojo) ¡No lo sé!

Marinero: ¿Malos tratos a la señora, me imagino? ¿Gritos al muchacho? ¿La ha tomado también con usted?

Grazia: (Le mira, está a punto de decir Dios sabe qué, pero se calla) ¡Déjeme, déjeme que haga mi trabajo!

Marinero: ¿Con usted también? ¡Eh! A unos el lecho y a otros el despecho. En una parte las pilla y en otra las da.

Grazia: ¿Qué es lo que pilla? ¿Qué es lo que da?

Marinero: ¿Que qué pilla?

(Hace con la mano el gesto de pegar) ¡Ya lo creo que recibe! Con la otra…, en Nápoles… Aquí hace el lobo; con la otra, en cambio, más manso que un corderito.

Grazia: ¡Qué corderito ni qué ocho cuartos! (En voz baja, guiñando el ojo) ¡Un cerdo…, esto es lo que es!

Marinero: Sí, está bien; pero aquélla sabe hacerle cumplir con su deber. ¡Lo sé yo! ¡Desde que embarqué a sus órdenes! ¡Pues no he ido pocas veces a casa de aquella señora! Todos los días, mientras estábamos en Nápoles. ¡Y he presenciado unas escenas…! Pero allí, al contrario de aquí, era ella quien se las tenía tiesas con él. Es una mujerona. ¡Si la viese! ¡Pesa dos quintales! ¡Y fea…, oh! ¡Pero a él debe parecerle guapa! ¡Una ruina, además! Un hijo al año. ¡Le debe haber dado cinco o seis más, desde entonces…!

Grazia: ¿Cómo es? ¿Joven?

Marinero: Joven, joven… Debe ser todavía joven…, por debajo de los treinta…

Grazia: ¡Ah…! ¿Y no le basta?

Marinero: ¿A quién? ¿A ella?

Grazia: ¡A él, digo! ¡A él!

Marinero: ¡Ah…!, ¿porque tiene además a su mujer, quiere decir?

Grazia: ¡Qué mujer ni qué cuento! A su mujer, ni la mira.

Marinero: ¿Entonces…? ¡Vaya…! ¿Sabe usted también algo sobre este asunto?

Grazia: ¡Ya le he dicho que me deje trabajar!

Marinero: (Riendo) ¡Ja, ja, ja! Sería cosa de risa…

Grazia: ¿Se va o no se va?

Marinero: Sí, sí, me voy. Volveré más tarde… Pero advierta a la señora que he venido a por la ropa. Que la prepare… Hasta la vista, ¿eh?

Grazia: Hasta la vista.

Sale el Marinero. Grazia vuelve a buscar por entre los pedazos de vajilla algún plato o vaso que haya quedado entero, y al encontrarlo y levantarse de nuevo para dejarlo sobre la mesa, hace otra vez el gesto de dolor de riñones. Poco después se oye, de nuevo, grotescamente exagerado, el ruido del pestillo de la puerta del capitán.

ESCENA II
Dicha y Capitán Perella.

Grazia: ¡Ya tenemos a la fiera que sale de la jaula…!

Sale el capitán, todavía entumecido por el sueño, con los ojos hinchados, y un humor más bestial que nunca.

Perella: (Viendo a Grazia en el suelo) ¡Ah…, estás aquí! ¿Con quién hablabas?

Grazia: Hablaba con el marinero.

Perella: ¿Se ha marchado?

Grazia: Se ha marchado.

Perella: ¿Y qué ha venido a hacer, a esta hora?

Grazia: Venía a buscar la ropa, para llevarla a bordo. (Pausa)

Perella: Y tú, ¿no podrías dar los buenos días a tu amo?

Grazia: ¡Sí, por añadidura, eso! Ya los tengo aquí, yo, mis buenos días… (Indica la vajilla por el suelo)

Perella: ¿Ahora haces esto? ¿Qué hiciste ayer noche?

Grazia le dirige una larga mirada y vuelve a su trabajo sin responder.

Perella: ¡Contesta!

Se acerca a ella, amenazador.

Grazia: (Se levanta, le mira de nuevo y dice:) ¿A mí me lo pregunta, lo que he hecho?

(Breve pausa)

Usted rompe, destroza… (subrayando de modo ambiguo), obliga a la gente a servicios a los cuales no están acostumbrados…

Perella: ¡Quiero en seguida el café!

Grazia: No está listo todavía.

Perella: (Acercándose a ella con la mano levantada) ¡Así has de contestarme!

Grazia: (Huyendo) ¡No se acerque o grito!

Perella: ¡Ve a preparar el café inmediatamente! ¿No sabes que quiero encontrarlo a punto cuando me levanto de la cama?

Grazia: ¿Podría acaso imaginar que esta mañana se levantaría al amanecer, después de lo que…?

Perella: ¿Has acabado de replicar? ¡Ve en seguida a hacer el café!

Grazia: Voy…, voy…

Sale por la puerta de la izquierda.

ESCENA III
El Capitán Perella, solo, después el señor Paolino y Grazia.

Perella: (Meneando la cabeza) Hay que ver…

(Con aspecto más disgustado y malhumorado que nunca, y mirada sombría y trágica, permanece un momento pensativo; después se frota las ropas que lleva, acompañando el gesto con un rugido bestial; menea la cabeza y va y viene por la habitación. ¡Tiene calor! ¡Tiene calor! ¡Tiene sensación de ahogo! Se acerca al mirador y se asoma en él a la ventana del fondo; mira hacia el mar y lanza un profundo suspiro; después mira hacia la calle y ve en ella al señor Paolino; hace un gesto de sorpresa y se inclina para hablar con él) ¡Ah, buenos días, profesor! ¡Cómo! ¿Fuera de casa ya a esta hora? ¿Por estos barrios?

(Tendiendo el oído) ¿Qué…? Sí, sí…, yo, también… Un poco de aire, sí… Este vientecillo… delicioso, delicioso… ¿Quiere subir? ¡Suba, suba! Le ofrezco una taza de café… ¡Muy bien, eso es, suba!

(Permanece todavía un momento en el mirador; después va al encuentro del señor Paolino, que entra con el rostro descompuesto, lívido, la mirada ansiosa, con destellos de locura, como si, no habiendo encontrado la señal en el mirador, hubiese decidido cometer un delito) ¡Ah, qué rapidez! ¿Ha subido corriendo?

Paolino: Sí, dígame, ¿ha visto que volvía del puerto?

Perella: Le he visto con la nariz hacia arriba, mirando hacia aquí.

Paolino: Sí, pero fue al volver. Me he llegado hasta el puerto. Al pasar por delante de su casa, a la ida, paseando, había un grupo de gente que gritaba… Dígame una cosa…, ¿no habría caído por la ventana algún tiesto de flores, por casualidad?

Perella: (Sorprendido) ¿Un tiesto de flores? ¿A la calle?

Paolino: Sí…, por esta ventana.

Perella: No…, creo que no…

Paolino: ¿No?

Perella: No sé nada de los tiestos. Pero…, ¿por qué?

Paolino: Porque me pareció ver, en el suelo, en medio del grupo de gente que gritaba, algo así como un montón… de loza o algo sí, e imaginé que gritaban por eso.

Perella: Yo no he oído nada…

Paolino: ¿No había ningún tiesto, aquí, cuando usted se ha asomado?

Perella: Ninguno. Allí están todos… (señala hacia ellos), los cinco.

Paolino: ¿Han sido siempre cinco?

Perella: Cinco, sí, ¿no lo ve? No hay sitio para más.

Paolino: (Casi para sí, dolorido, gimiendo) Entonces…, entonces…, nada…

Perella: (Mirándole) ¿Cómo? ¡Ésta sí que es buena! Cualquiera diría que le duele que no se haya caído ningún tiesto…

Paolino: (Rápido, corrigiéndose) ¿A mí? ¡Oh, no…! Es que creía que…, que tenía que estar aquí, este tiesto…, eso es…

Perella: ¿Porque la gente gritaba ahí abajo?

Paolino: Eso es… ¿Sabe lo que pasa cuando uno se imagina una cosa? Al pasar y oír gritar a la gente, lo he tomado por una realidad. «Debía haber un tiesto», me dije, «en aquella ventana de casa del capitán… y se habrá caído…»

Perella: ¡Pero qué tiesto ni qué niño muerto! Es curioso que yo no haya oído gritar a nadie en la calle.

Paolino: No hablemos más del asunto… Perdone, pero usted…

Se interrumpe como si observase en su rostro algún síntoma impresionante.

Perella: (Turbado, sin comprender) ¿Yo…, qué?

Paolino: Pues, decía… usted…

Se interrumpe de nuevo para examinar más detenidamente su rostro lleno de sombras.

Perella: ¿Qué hay…? ¿Sabe que tiene usted una curiosa manera de mirarme?

Paolino: No, nada… Porque le veo… así…, le veo…

Perella: ¿Cómo me ve?

Paolino: No, nada… Veo que se ha levantado hace ya rato, eso es…

Perella: Ya, pero también usted se ha levantado hace rato, y mucho antes que yo… Si está ya fuera de casa a esta hora y ha ido antes al puerto…

Paolino: Sí, sí, es cierto…, me he levantado temprano, en efecto.

Perella: (Le mira y se echa a reír) ¡Ja, ja, ja! ¡Pero qué extraño está usted esta mañana!

Paolino: Estoy un poco nervioso…

Perella: ¿Y ha dado un paseo para tomar el fresco? ¡Bien hecho! ¡Bien hecho! ¡Es higiénico, muy higiénico, pasear a primera hora de la mañana!

Paolino: Higiénico…, desde luego… (Para sí mismo, apenas el capitán se vuelve hacia otro lado: Yo lo mato, palabra de honor, lo mato.)

Perella: No hay nada mejor, cuando uno está nervioso… Fuera, al aire libre, se desvanecen todas las preocupaciones.

Paolino: Sí, es cierto… No…, no he dormido bien, esta noche, y…

Perella: ¡Ah! ¿Usted tampoco? ¡No me hable de eso, no me hable…!

Paolino: (Contento, ansioso) Entonces, ¿tampoco usted ha dormido bien?

Perella: (Con rabia) ¡No he dormido nada!

Paolino: ¡Ah…! ¿Y…?

Perella: ¿Qué?

Paolino: Creo que…, me parece…, creí notar que…, que estaba usted excitado… y un poco fatigado. Eso es…, fatigado…

Perella: (Como antes) ¡Si le digo que no he pegado los ojos! ¡Una noche de infierno! ¡El calor, quizá…, no sé!

Paolino: El calor…, claro. Ha hecho calor, mucho calor, esta noche…

Perella: ¡Para volverse loco!

Paolino: ¿Y se habrá…, se habrá levantado de la cama, quizá?

Perella: (Le mira unos instantes; después:) Sí, incluso me he levantado.

Paolino: ¡Me lo imagino! Cuando la cama empieza a arder… Con el calor… (señala la habitación del capitán) allá debe hacer mucho calor…

Supongo que debió parecerle un horno…

Perella: ¡Un horno! ¡Un verdadero horno!

Paolino: Y me imagino que habrá salido de la habitación…

Perella: (Le mira unos instantes, con mirada torva) Sí…, en efecto…, he salido un poco… porque…, porque en un momento dado creí ahogarme…

(Viendo entrar a Grazia con una bandeja, en la cual trae una taza de café) ¡Ah, aquí tenemos el café…! ¡Bien, Grazia…! ¡Pero, cómo! ¿Traes una sola taza?

¿Y para el señor?

Grazia: (Malhumorada) ¿Y qué sé yo si he de traerle o no café, si nadie me lo ha dicho?

Perella: ¡Te he dicho que no respondas así! ¿Hay necesidad de que se te diga? ¡Vaya confianzas que se atreve a tomarse!

Grazia: (Abriendo mucho los ojos) Confianzas…, confianzas… ¿Soy yo quien me tomo confianzas ahora?

Perella: ¡Esta mujer es una impúdica! ¡Ten cuidado, no vaya a echarte de aquí a patadas!

Grazia: ¿Conque echarme, eh? Tenga cuidado usted, que puedo empezar a gritar, y si empiezo a gritar lo que ha hecho…

Paolino: (Casi para sí, aterrado ante la horrible sospecha que le empieza a atormentar, mirando tan pronto al capitán como a la sirvienta) ¡Dios mío…! ¡Dios mío…! ¿Será posible…?

Perella: Profesor…, ¿no la oye?

Paolino: La oigo, la veo, sí…

Perella: (A Grazia, furioso, para cortar en seco) ¡Ve inmediatamente a buscar otra taza de café! (A Paolino) Tome, tenga ésta, profesor… (Le ofrece la taza)

Paolino: ¡No, gracias, no!

(A Grazia) ¡No se moleste!

Perella: ¿Pero qué molestia ni qué…! ¡Tome!

Paolino: Gracias…, no tengo ganas… Me… me haría daño…

Perella: ¿Daño? ¡Qué tontería!

(A Grazia) ¡Ve a buscar otra taza!

Paolino: Estoy excitado, capitán…, por caridad… Estoy excitado…, excitadísimo, nervioso…

Grazia: ¿Por fin, qué? ¿Sí o no?

Perella: ¡Vete al diablo!

(Grazia, furiosa, se va, y entonces el capitán la sigue, gritando tras de ella hasta llegar a la puerta:) ¡Y deja estos aires!, ¿sabes? ¡O si no, te los haré dejar yo!

Paolino: Claro…, si se da demasiada confianza a una sirvienta…

Perella: ¡No se debería tener tanto tiempo en casa a las sirvientas! ¡Esta es la cuestión!

Paolino: ¡Pero, por favor, capitán…! Cuando se sabe tenerla en su sitio…, de manera que no lleguen a tomar aire de dueñas…

Perella: (Estupefacto del tono indignado del señor Paolino) ¿Eh? ¿Cómo dice, profesor?

Paolino: (Haciendo un esfuerzo por dominarse) Digo que… estoy maravillado…, eso es…, verdaderamente…, no sé cómo decirle…, asombradísimo…

Perella: ¿De la arrogancia de esta mujer?

Paolino: Esto mismo. Y de que usted…

Perella: Yo…, ¿qué?

Paolino: Que usted…, ¡la pueda soportar! ¡Me parece increíble, qué quiere que le diga! ¡Inverosímil, eso es; inverosímil, llegar a…, ¡Dios mío…!, llegar hasta este punto! ¿Es posible?

Perella: (Le mira torvamente; después, bajando los ojos) Desde luego…, es…, es enorme…

Paolino: Enorme. (Pausa)

Perella: (Casi con humildad) Pero ¿no le he dicho el por qué? ¡Hace demasiado tiempo que está en casa! (Enfureciéndose) ¡La culpa es de mi mujer!

Paolino: (Estallando y conteniéndose súbitamente) ¿Ah, sí? ¿También de esto tiene la culpa su mujer?

Perella: ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Que me la mete entre pies porque ha visto nacer a Nonó y porque sabe las costumbres de la casa! ¡Que el diablo se los lleve a todos!

Paolino: (Sobre brasas) Perdone…, pero, ¿y usted, en todo esto…?

Perella: ¿En todo esto? ¿En qué? ¿Sabe usted, profesor, que está usted dándose unos aires que no tolero?

Paolino: No, es que… perdone usted…, pero me parece demasiado que por esto tenga que meterse con la señora.

Perella: ¡Me meto con todo el mundo! ¡Porque esta maldita casa es una desesperación para mí! ¡Me ahogo, me ahogo en ella! ¡Maldigo siempre el momento en que vuelvo a poner los pies en ella! ¡Ni siquiera puedo dormir tranquilo! Habrá sido también el calor… Una obsesión… Y cuando no duermo…, ¿comprende usted?, cuando no consigo dormir… me pongo furioso.

Paolino: Ya…, pero, con perdón de usted, ¿qué culpa tienen los demás?

Perella: ¿Culpa de qué?

Paolino: Pues… si dice que se pone furioso… ¿Con quién se pone furioso si hace calor? ¿Con quién la emprende si hace calor?

Perella: ¡La emprendo conmigo! ¡Con el tiempo! ¡Y con todo el mundo, además; sí, señor! ¡Porque quiero aire…, aire! ¡Estoy acostumbrado al mar! (Después, calmándose:) Y la tierra, profesor, la tierra, especialmente en verano, no la puedo sufrir. La casa…, las paredes…, las molestias…, las mujeres…

Paolino: ¡Ah, las mujeres también!

Perella: ¡Las mujeres, lo primero! Por otra parte, las mujeres, conmigo…, ¿comprende? Uno viaja, y pasa tanto tiempo lejos… No digo ahora, que soy viejo ya… Pero cuando era jovenzuelo… Las mujeres… Pero yo he tenido siempre esto bueno: que cuando quiero, quiero…; pero cuando no quiero, no quiero.

(Ríe con orgullo) ¡El amo he sido siempre yo!

Paolino: ¿Ah…, siempre? (Para sí mismo: lo mato…, lo mato)

Perella: ¡Siempre que he querido, se entiende! Usted, no, ¿eh? ¿Usted quizá se deja coger fácilmente?

Paolino: ¡A mí, déjeme tranquilo, se lo ruego!

Perella: (Riendo fuertemente) ¡Ja, ja, ja…! Una sonrisita…, una insinuación…

Paolino: (Sobre ascuas) Por favor, capitán, por favor…

Perella: (Otra carcajada) ¡Eh, eh, eh! Me lo figuro, me lo figuro cómo debe ser con usted… Un aire humilde… vergonzosillo… Diga la verdad… ¿Eh?

Paolino: Por favor, basta, capitán…, estoy verdaderamente nervioso…

Perella: (Siempre riendo) En amor debe usted estar lleno de escrúpulos, de ideales… ¡Diga la verdad!

Paolino: (Estallando) ¡Pues bien! ¿Quiere que se la diga, la verdad? Entonces le digo que si tuviese una esposa…

Perella: (Se echa a reír de nuevo con más fuerza) ¡Ja, ja, ja!

Paolino: (Perdiendo todo freno) ¡No se ría, por Dios! ¡No se ría!

Perella: ¿Por qué se enfada de esta manera? ¡Ja, ja, ja! ¿Qué vienen a hacer aquí las esposas? Estamos hablando de mujeres…

Paolino: ¿Y no son mujeres las esposas? ¿Qué son, entonces?

Perella: Pues… serán también mujeres… algunas veces…, sí.

Paolino: ¡Ah…, algunas veces! ¿Admite, por consiguiente, que algunas veces el marido debe mirar a su esposa también como mujer?

Perella: ¡Desde luego, claro que sí! Pero no se preocupe, que ella, la esposa, si el marido la tiene olvidada, sabe muy bien hacerse mirar como mujer por los demás.

Paolino: Un marido juicioso, por consiguiente, no debería olvidarse de ella nunca.

Perella: ¡Oh, sí! ¡Dejemos que los maridos se preocupen de sus asuntos! Usted, de momento, no tiene esposa, querido profesor; y le deseo, por su bien, que acaba usted de decir de mí!

Paolino: (Irritadísimo, buscando un pretexto para pelearse) ¡Pero esto está en contradicción con lo que acaba usted de decir de mí!

Perella: ¿Qué he dicho?

Paolino: Que estoy lleno de escrúpulos…, aunque no sé cuáles serán…

Perella: (Asombrado) ¡Ah! Entonces, ¿desea usted casarse?

Paolino: ¡No! ¡No digo esto! ¡Digo que usted se equivoca en lo que a mí respecta!

Perella: ¿Me equivoco?

Paolino: ¡Sí, señor! ¡Y comete incluso la más cruel de las injusticias!

Perella: ¿Con quién? ¿Con usted? ¿Con las esposas?

Paolino: ¡Con las esposas, sí, señor!

Perella: ¿Usted las defiende?

Paolino: ¡Las defiendo, sí, señor!

Perella: ¡Ja, ja, ja! ¡Las defiende…! ¿Sabe por qué las defiende? ¡Porque no tiene! Y se sirve…, apostaría a que sí, de las esposas de los demás… ¡Por esto las defiende!

Paolino: ¿Yo? ¿Yo? ¿Me dice usted esto a mí?

Perella: (Calmándolo, consternado) ¡Profesor! (Y tratará de calmarlo varias veces durante la peroración siguiente, cada vez más consternado)

Paolino: ¡Usted me insulta! ¡Yo soy un hombre honrado! ¡Un hombre de conciencia! ¡Soy un hombre que puede encontrarse incluso, para su gobierno, en una situación desesperada! ¡Sí! ¡Pero no es verdad, no es verdad que quiera servirme de las mujeres de los demás! Porque si fuese así, no le hubiera dicho, como acabo de decirle hace un momento, que un marido no debería descuidar nunca a su mujer. Y le añado ahora, que, a mi modo de ver, un marido que no cuida de su mujer comete un delito. ¡Y no uno sólo, sino varios delitos! ¡Sí, porque no sólo obliga a la mujer, que puede ser incluso una santa, a olvidar sus deberes para consigo misma, a obrar contra la honradez, sino que puede inducir a un hombre, a otro hombre, a ser desgraciado para toda la vida! ¡Sí, sí! ¡Puede obligarle a compartir todo el martirio de aquella pobre mujer! ¡Y quién sabe! ¡Quién sabe! Reducido al último extremo de su sufrimiento, incluso la libertad, incluso la libertad, puede perder este hombre… ¡Se lo digo yo, señor capitán!

El señor Paolino dirá todo esto con ímpetu creciente, echándose casi encima del capitán, que le escucha estupefacto.

Parece, en un momento determinado, que el señor Paolino tenga, de un momento a otro, que sacar un arma y matar al capitán.

Entonces se abre la puerta de la derecha y aparece la señora Perella, aterrada, deshecha, con el maquillaje estropeado sobre el rostro descolorido.

No tiene fuerzas ni para moverse ni para hablar.

ESCENA IV
Dichos y Señora Perella.

Señora Perella: ¡Ah, Dios mío! ¿Pero qué ocurre? ¿Qué ocurre?

Perella: ¡No hay quien entienda nada! El señor profesor se ha ido enfureciendo poco a poco, hablando de esposas y de maridos…

Paolino: Porque yo decía…

Señora Perella: ¡Calma! ¡Calma! Por caridad. No diga, no diga nada más, profesor… Mire, más bien…, ayúdeme…

(Se acerca al macetero y hace ademán de coger un tiesto) Ayúdeme, se lo ruego…

Paolino: (Radiante) ¿Ah, sí…? (Coge el tiesto) ¿Este tiesto? ¿Quiere que lo lleve a la ventana?

Señora Perella: Sí…, éste…, pero démelo a mí, lo llevo yo. Coja usted otro… Si no lo toma a mal…

Paolino: (Deteniéndose, y con intención) ¿Otro? ¿Tomarlo a mal, yo? ¿Pero qué dice? ¡En… encantado!

Señora Perella: Entonces…, le ruego… (Va a colocar el tiesto sobre la repisa de la ventana)

Paolino: Así…, así… (Trae otro) ¿Lo ponemos aquí?

(Lo pone al lado del primero) ¿Así?

Señora Perella: Sí, gracias…

Y procede por su cuenta a llevar a la repisa de la ventana el tercer y cuarto tiestos, mientras Paolino, entusiasmado, se precipita a abrazar al capitán, que contempla atónito todo lo que está pasando.

Paolino: ¡Ah, perdóneme, capitán! ¡Le presento mis excusas! ¡Perdóneme!

Perella: ¿Qué he de perdonarle?

Paolino: ¡Pues todas las bestialidades que hace un momento han salido de mi boca! ¡Estaba tan nervioso! ¡Ha sido un desahogo que me ha sentado muy bien! Ya me ha pasado todo… Estoy contento, ahora…, estoy tan contento… Perdóneme y gracias, gracias, señor capitán, de todo corazón. Mire allá… ¡qué cielo más azul! ¡Qué hermoso se ha puesto el día! Y estos…

(Con estupor y casi con terror) ¡Oh, cinco…, cinco tiestos allá…!

Señora Perella: (Que tiene en la mano el quinto tiesto con el lirio, mostrándolo, avergonzada, con la mirada baja) Devuelven la vida…

Paolino: (Rápido) …¡a la casa, eso es! ¡Gracias, gracias, capitán! ¡Perdóneme! ¡Soy verdaderamente una bestia…!

Perella: (Moviendo la cabeza, sentencioso) ¡Eh, mi querido profesor…, hay que ser hombre algunas veces!

Se toca varias veces el pecho con el dedo.

Paolino: ¡A usted le es fácil, capitán! ¡Con una esposa como la suya…! ¡La Virtud en persona!

Telón

1919 – El hombre, la bestia y la virtud
Apólogo en tres actos
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

In Italiano – L’uomo, la bestia e la virtù

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