El hombre, la bestia y la virtud – Acto I

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In Italiano – L’uomo, la bestia e la virtù

Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

El hombre, la bestia y la virtud - Acto I
El hombre, la bestia y la virtud, Oficinas Comedia Nacional, Sala Verdi. Montevideo – Uruguay, 1959. Immagine dal web.

Personajes
El transparente señor Paolino, profesor particular.
La virtuosa señora PERELLA, esposa del Capitán Perella.
El doctor Nino Pulejo.
El señor Totó, farmacéutico, su hermano.
Rosaria, ama de llaves del señor Paolino.
Giglio y Belli, estudiantes.
Nonó, muchacho de 11 años, hijo de los Perella.
Grazia, sirvienta de casa Perella.
Un Marinero.

La acción en una ciudad marítima cualquiera. Época actual.

El hombre, la bestia y la virtud
Acto Primero

Escena I
Rosaria y el señor Totó.

Habitación modesta de estudio y de recibo en casa del señor Paolino. Escritorio, estanterías llenas de libros, sillones, etc. Las habitaciones están a la izquierda. A la derecha, una puerta; en el fondo, otra que da a un cuartito con poca ventilación y casi oscuro.

Al alzarse el telón la habitación está en desorden. Hay varias sillas en medio de la escena, unas sobre otras, patas arriba; los sillones están fuera de sitio, etc. Entra por la izquierda Rosaria, con la cofia en la cabeza y el cabello recogido todavía en bigudíes; lo lleva teñido con una horrible pomada casi roja. Tiene el aspecto estúpido y petulante de una gallina vieja. La sigue el señor Totó, con el sombrero puesto y cuello vuelto de clérigo. Tiene aspecto de zorro sumiso. Se frota continuamente la barbilla con las manos como si quisiera lavárselas en la fuente de su gracia torpe y dulzona.

Rosaria: Perdone, pero ¿por qué quiere usted entrar en la casa todas las mañanas? ¿No ve que está todavía en desorden?

Totó: ¿Qué importa? ¡Por mí, querida Rosaria…!

Rosaria: (Con un estallido de cólera, volviéndose como si quisiera darle un picotazo) ¿Cómo, que qué importa?

Totó: (Sin moverse, con una sonrisa de vanidad) Digo que yo no me fijo… Le dejo la llave para que la entregue a mi hermano el doctor, en cuanto regrese, ¡el pobre!, de su guardia nocturna en el hospital.

Rosaria: Está bien. Podría dármela en la puerta, esa llave, y marcharse.

Totó: Para mí es una agradable costumbre, esta de…

Rosaria: ¿Una costumbre agradable? ¡Diga mejor un mal vicio!

Totó: Me trata mal, Rosaria…

Rosaria: ¡Tengo trabajo! ¡Tengo trabajo! ¡Y usted me fastidia! ¿no lo comprende? Ando todavía así… (señala los bigudíes del cabello) ¿Y no ve como están las sillas? La casa, cuando es honrada, tiene también sus pudores; como la mujer, cuando es honrada.

Totó: ¡Oh, lo creo, lo creo perfectamente! Y me gusta tanto oírselo decir así…

Rosaria: ¡Ya! Lo cree, le gusta y, no obstante…, ¡lo viola!

Totó: (Como horrorizado) ¿Yo? ¿Qué es lo que violo?

Rosaria: ¡Sí, señor! ¡El pudor de la casa!

(Mientras dice esto pone de pie las sillas que estaban volcadas y baja con grotesco pudor las faldas de las fundas que las cubren, como si ocultase las piernas de una hija suya) Dios sabe el cuidado que yo tengo con un dueño que…

(Hace con la mano un gesto de lamentación, indicando la puerta) Hasta las sillas escaparían, si pudieran, sí, señor, para no tener que oírle siempre furioso… Yo, antes que ser silla de esta casa, preferiría serlo de uno de aquellos que venden ungüentos por las calles y se suben encima.

(Alzando nuevamente una mano hacia la puerta de la derecha) ¡El muy torpe! ¡Las agarra así! (Agarra una silla por el respaldo) Cuando está rabioso las sacude, las tira al suelo, incluso…

Totó: Pero usted las quiere como si fuesen sus hijas…

Rosaria: Quisiera tenerlas tan cuidadas y pulidas como novias en el día de la boda. Yo me encariño mucho con las cosas.

Totó: ¡Ah, quien tuviera una casa…!

Rosaria: Pero, ¿es que usted no tiene casa? Lo que no quiere tener es criada.

Totó: Pero por casa entiendo una familia, mi buena Rosaria.

Rosaria: ¡Pues cásese, entonces! O tome una ama de llaves afectuosa. Casarse sería un bien incluso para su hermano el doctor.

Totó: (Rápidamente, con horror) ¡Ah!, él, mi hermano, sí que… Le juro que me alegraría mucho si se casase. Pero no se casa. No se casa porque estoy yo.

Rosaria: ¿Qué tendría que ver? ¿Acaso puede usted hacerle de esposa, a su hermano?

Totó: ¡No! Pero es porque estoy en todo, ¿comprende? Por esto él no siente ninguna necesidad de casarse. Más tarde volverá de su guardia nocturna y vendrá aquí a pedirle la llave y lo encontrará allí todo en orden, arreglado, con todas sus necesidades previstas…

Rosaria: ¡Ah, es cómodo para él!

Totó: Lo hago de todo corazón, créame. Para mí, mi hermano lo es todo. La casa es para él, no para mí…

Rosaria: Ya, porque usted está todo el día en la farmacia…

Totó: No, no es por esto. También él, pobre, está todo el día por ahí, con sus visitas… La casa, querida Rosaria, créame a mí, no es nunca la que creamos nosotros, la que nos cuesta tantas preocupaciones y tantos cuidados. La casa, aquella casa cuyo sabor notamos cuando se dice casa… un sabor que en el recuerdo es tan dulce y tan angustioso, la verdadera casa, en fin, es la que otro monta para nosotros; me refiero a nuestro padre, a nuestra madre, con sus preocupaciones y sus cuidados. Y también para ellos, para nuestro padre y para nuestra madre, la casa, la verdadera casa, ¿cuál era? Pues la de sus padres, no ya la que ellos montaron para nosotros…! Y siempre así… ¡Ah, aquí está Paolino!

Escena II
Dichos y Paolino.

El señor Paolino entra precipitadamente por la puerta de la derecha. Es un hombre de unos treinta años, y de gran vivacidad nerviosa que nace de su carácter. Todas las pasiones, todas las emociones del ánimo se transparentan en él con una claridad que impresiona. Tiene súbitos estallidos y cambios de tono y de humor. No admite réplica y corta en seco.

Paolino: (Al señor Totó) Querido…

(Se vuelve súbitamente hacia Rosaria) ¿Todavía no le ha servido el café? ¡Pues sírvaselo, por Dios santo! ¿Con cuánta charla quiere que se la pague, cada mañana, la taza de café que le sirve?

Totó: ¡Oh, Dios mío, no, Paolino! No vale la pena.

Paolino: Totó, hazme el favor; no seas hipócrita además de tacaño.

Totó: Era yo quien estaba hablando de…

Paolino: (Interrumpiéndole) De la casa, hace media hora que hablas de la casa; te he oído desde allá; de la poesía de la casa.

Totó: Es que es una poesía que siento de veras…

Paolino: No digo que no. Pero te sirves de ella para disfrazar decentemente tu tacañería delante de ti mismo.

Totó: No…

Paolino: ¡Es como te lo estoy diciendo! Tanto es así que apenas Rosaria te habrá dado el café te marcharás frotándote las manos por la escalera, contento de la tacita de café que vienes a sonsacarme cada mañana con tus charlas poéticas.

Totó: ¡Ah, si lo crees así…! (Mortificado, hace ademán de marcharse)

Paolino: (Agarrándolo por un brazo) ¿Cómo? ¡Tú ahora te tomas el café, como dos y dos son cuatro! Si lo creo así es porque es la verdad.

Totó: ¡No, no!

Paolino: ¡Sí, sí! Y precisamente porque es la verdad debes tomarte el café.

Totó: ¡No lo tomo, no, señor!

Paolino: (Con ímpetu creciente) ¡Dos cafés, tres cafés! Porque ahora te los has ganado con el desahogo que me he dado, ¿comprendes? Cuando una cosa se me queda aquí… (indica la boca del estómago) querido, estoy aviado. Te lo he dicho, ahora pago. ¡Puedes contar con un café al día! Ahora vete.

(Lo empuja fuera como si fuese asunto concluido; y al ver que Totó hace ademán de dar la vuelta, prosigue:) ¡No, vete, vete sin darme las gracias!

Totó: No, no te doy las gracias, pero preferiría que me lo hicieses…

Paolino: (Con ligero sobresalto de irritación) ¿Pagar?

Totó: (Humilde como siempre:) A fin de mes, tal como te lo he propuesto.

Paolino: ¿Crees que soy un cafetero? ¿Crees que mi casa es un café?

Totó: Es que yo, en casa, no tengo quien me lo haga, ¿comprendes? Tú tienes a tu ama de llaves. No haces el café para mí, para servírmelo a mí. Lo haces para ti. Haces una tacita más y yo te la pago.

Paolino: ¡Ya! Es como si me casase, como si tomase mujer. No la tomaría para ti, para vendértela. La tomaría para mí. Pero podría cedértela, ¿comprendes?, sólo cinco minutos cada día. ¿Te parecería bien? ¿Qué importancia tienen cinco minutos?

Totó: (Sonriendo) ¿Qué tiene que ver la mujer…?

Paolino: (Rápido) ¿Y el ama de llaves?

Totó.—(Sin comprenderlo) ¿Cómo?

Paolino: (Gritando) ¡Pero el café no se hace solo! ¡Se necesita el ama de llaves para hacer el café! ¡Animal! ¿Por qué crees que un obrero es más rico que un profesor? Porque un obrero, si quiere, puede hacérselo todo él mismo, mientras que un profesor, no; un profesor necesita un ama de llaves.

Rosaria: (Interviniendo, meliflua y persuasiva) Que lo sirva, lo cuide y haga cuanto sea necesario para su comodidad…

Paolino: (Comprendiendo la hiel de aquella miel, para cortar por lo sano) ¡Dejémoslo correr! ¡Dejémoslo correr!

Rosaria: (Resentida y en tono de reprobación) Para que fuera de casa no le vean desaliñado.

Paolino: ¡Mil gracias! (A Totó) ¿La oyes? Entonces, ¿yo tengo que llorar las consecuencias de la suerte de ser profesor y tú las consecuencias de la suerte de ser farmacéutico, no? ¡Vete al diablo! Está bien, Rosaria; por hoy, dale el café; pero a partir de mañana… ¡nunca más!

Totó: Perdona, pero me has llamado incluso animal…

Paolino: ¡Ah, ya! Está bien. Déselo también mañana. ¡Pero vete! ¿Querrías que te abrumase a insultos para obtener tú una taza de café por cada uno de ellos?

Totó: No, no, me voy… Gracias, Paolino.

Sale con Rosaria por la puerta de la izquierda.

ESCENA III
Paolino, después Giglio y Belli. 

Paolino: ¡Dios mío qué gente! ¡Dios mío, qué gente! ¿Cómo puede ser? ¿Todo el mundo es así?

Giglio: (Desde dentro) ¿Con permiso, señor profesor?

Paolino: Ah, aquí está ya la primera clase. ¡Adelante!

Entran con los libros bajo el brazo y una bufanda al cuello (una roja, la otra azul), Giglio y Belli. Tienen ambos un aspecto bestial que consuela: Giglio, de macho cabrío negro, y Belli, de mona con gafas.

Giglio: Buenos días, señor profesor.

Belli: Buenos días, señor profesor.

Paolino: Buenos días, señores. Siéntense. (Les indica el escritorio)

Giglio: (Sentándose) Gracias, señor profesor.

Belli: (Sentándose) Gracias, señor profesor.

Paolino: (Sentándose también y haciéndoles sendas inclinaciones, primero a uno y luego a otro) No hay de qué, querido Giglio. No hay de qué, querido Belli.

(Les mira y suelta un bufido de exasperación) ¡Oh…! (Se coje la cabeza entre las manos) ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Creo verdaderamente que dentro de poco no me será posible vivir entre los hombres!

Giglio: ¿Por qué, señor profesor?

Belli: ¿Lo dice por nosotros, señor profesor?

Paolino: (Volviendo a mirarlos con ira contenida) ¿Pero, cuántos años tienen ustedes?

Giglio: Dieciocho, señor profesor.

Belli: Diecisiete, señor profesor.

Paolino: (Moviendo la cabeza al contemplar su aspecto bestial) ¡Y ya son hombres los dos! Díganme: ¿cómo se dice «comediante» en griego?

Giglio: ¿En griego?

Paolino: ¡No, en árabe! ¡No lo sabe! (A Belli) ¿Y usted?

Belli: ¿Comediante? No lo recuerdo.

Paolino: ¡Ah, no lo recuerda! Quiere decir que antes lo sabía, ¿verdad? ¿Y ahora no lo recuerda?

Belli: No, señor. No lo he sabido nunca.

Paolino: ¡Ah, así se dice! (Silabeando con claridad) ¡No-lo-sé! ¡Pues se lo enseñaré yo! Comediante, en griego, se dice upocrités… ¿Y por qué upocrités?

(A Belli) Usted… ¿qué hacen los comediantes?

Belli: Pues… hacen comedia, supongo.

Paolino: ¿Supone, eh? ¿Pero no está seguro? ¿Y porque hacen comedia se llaman hipócritas? ¿Le parece justo llamar hipócrita a una persona porque hace comedia por profesión? ¿A quién llama usted así, a quién da este nombre que los griegos daban a los comediantes?

Giglio: (Como si de repente se hiciese la luz en su espíritu) ¡Ah! A uno que finge, señor profesor.

Paolino: ¡Exacto! A uno que finge, como un comediante, por ejemplo, que finge un papel, de rey, digamos, cuando no es sino un pobre andrajoso; u otro papel cualquiera. ¿Qué mal hay en ello? ¡Ninguno! ¡El deber! ¡La profesión! ¿Cuándo está mal, en cambio? Cuando no se es hipócrita por deber, por profesión, sino por gusto, por perversidad, por engaño, por costumbre… o incluso por educación… ¡Sí!, porque ser educado quiere decir ser, por dentro, negro como el cuervo, por fuera, blanco como una paloma; en el cuerpo, hiel; en los labios, miel. Y ser educado es también entrar aquí y decir: «¡Buenos días, señor profesor!» en lugar de «¡Vaya usted al diablo, señor profesor!»

Giglio: (Pegando un brinco) ¡Perdone…! ¿Qué dice usted?

Belli: (ídem) ¿Tendríamos que decirle: «Vaya usted al diablo»?

Paolino: ¡Lo preferiría, se lo aseguro! ¡Lo preferiría! ¡Ya que no puede ser así, por lo menos, no digan nada, Dios Santo!

Giglio: ¡Ya! Y entonces diría usted: ¡Qué mal educados!

Paolino: ¡Justísimo! Porque la educación quiere que se deseen los buenos días a uno a quien con gusto se mandaría al diablo; y ser bien educado quiere decir precisamente ser comediante. Quod erat demonstrandum. ¡Basta! Toca Historia, hoy, ¿verdad?

Belli: (Resentido) Pero, señor profesor, perdone que…

Paolino: ¡Basta, he dicho! La digresión queda cerrada. Esta educación, hijos míos, esta educación está acabando con mi estómago. ¡Se acabó, se acabó la digresión! Empecemos con la Historia. Usted, Giglio. (Se oye llamar a la puerta) ¿Quién es? ¡Adelante!

ESCENA IV
Dichos y Rosaria.

Rosaria: (Entrando y llamando al señor Paolino con un gesto cómico de la mano) ¡Venga un momento, señor profesor!

Paolino: ¿Qué quiere? Estoy dando la clase y ya sabe que cuando estoy en clase…

Rosaria: ¡Lo sé, bendito sea Dios! ¡Lo sé! Y si a pesar de ello he entrado es porque tengo que decirle algo que apremia.

Paolino: (A sus discípulos) Tengan paciencia un momento.

(Acercándose a Rosaria) ¿Algo que apremia, dice?

Rosaria: Ha venido una señora con un niño… dice… dice que usted la conoce muy bien.

Paolino: ¿La madre de algún discípulo?

Rosaria: (Suspicaz) No sé… quizás sí… Pero viene agitadísima…

Paolino: ¿Agitadísima?

Rosaria: Sí, señor. Y al preguntar por usted se ha vuelto blanca, colorada… de mil colores.

Paolino: Pero ¿quién es? ¿Qué nombre…? Le he dicho mil veces que pregunte el nombre a los que vengan a preguntar por mí.

Rosaria: Y lo he hecho. Me lo ha dicho. Se llama… espere… la señora Pe…

Paolino: (Pegando un brinco, aterrado, con vivísima agitación) ¿Perella? ¿La señora Perella, eh? ¡Dios mío! ¿Qué habrá ocurrido…? Espere… Espere… ¡Dígale que espere un momento!

Rosaria: ¡Ah! Entonces, ¿la conoce?

Paolino: (Frunciendo el ceño) ¡No me moleste! Dígale que espere un momento.

Rosaria: Está bien, está bien… (Sale)

Paolino: (Tratando de dominar su agitación y volviendo hacia el escritorio) Muchachos, no… no perdamos el tiempo. Mirad, en lugar de la Historia y de la Geografía, me haréis hoy también una pequeña versión…

Giglio y Belli: (Protestando) ¡Pero, señor profesor, perdone…!

Paolino: Del italiano al latín.

Giglio y Belli: ¡No, señor profesor, por caridad!

Paolino: ¡Sí! Hacedme una que sea fácil.

Giglio: Ya hicimos una ayer.

Belli: ¡Siempre latín! ¡Siempre latín!

Paolino: Es vuestro punto débil.

Giglio: ¡Pero no podemos más!

Paolino: (Severo) ¡Basta ya!

Belli: No tenemos siquiera diccionarios.

Paolino: Os los daré yo. (Los coge apresuradamente de la estantería) ¡Aquí los tenéis! ¡Vuestros!

Giglio: Pero, profesor…

Paolino: ¡Basta ya, he dicho!

(Coge un libro de encima de la mesa y empieza a hojearlo) Traduciréis… traduciréis…

(Buscando, se distrae y empieza a hablar para sí) ¿Aquí…? ¿Y cuándo…? ¿Qué?

(Se da cuenta de que los dos discípulos se han inclinado sobre el libro que tiene abierto en la mano, como si buscasen las palabras que él pronuncia, y reacciona) ¿Qué buscáis?

Giglio: Pues… la traducción.

Belli: Lo que usted leía…

Paolino: ¡No leía nada, cuernos! Traduciréis… aquí… este pasaje… este tan corto… ¡Ah!, me haréis el favor…

(Va a abrir la puerta del cuartito del fondo y les llama con un gesto de la mano) Aquí, venid aquí, me haréis el favor de meteros en esta habitacioncilla… ¡Tened paciencia!

Belli: (Horrorizado) ¿Ahí?

Giglio: (ídem) ¡Pero, señor profesor, si no se ve!

Paolino: Tened paciencia un momento. Vamos…

(Los empuja dentro) Sobre todo, que traduzca cada cual por su cuenta. ¡Al trabajo! ¡Al trabajo! No perdamos tiempo.

(Vuelve a cerrar la puerta y corre a invitar a la Señora Perella a entrar) Entre, señora, entre…

ESCENA V
El señor Paolino, la Señora Perella y Nonó. Después, detrás de la puerta del fondo, Giglio y Belli. 

Por la puerta de la izquierda entran la Señora Perella y Nonó.

La Señora Perella será la virtud, la modestia, el pudor en persona; lo que desgraciadamente no impide que esté encinta de dos meses, aunque aún no se note, del señor Paolino, profesor particular de Nonó. Viene a confirmar al amante la duda convertida en certeza. El pudor y la presencia de Nonó le impiden confirmarlo abiertamente, pero lo da a entender con los ojos e incluso… sin querer, abriendo de cuando en cuando la boca, con ciertos vagos conatos de náuseas, que, en su excitación, le acuden. Cuando esto sucede, se lleva el pañuelo a la boca y vierte en él, a escondidas, con la misma compunción con que vertería unas lágrimas, una abundante y sintomática saliva. La Señora Perella está muy compungida, porque, ciertamente, por sus múltiples virtudes y su ejemplar pudor no merecería aquella jugarreta de la suerte. Mantiene cons-tantemente los ojos bajos; no los levanta como no sea para expresar al señor Paolino, a escondidas de Nonó, su congoja y su martirio. Viste, como es natural, de manera ridícula y desgarbada, porque la moda tiene por su naturaleza el oficio de hacer desgarbada a la virtud, y la Señora Perella se ve obligada a vestir según la moda, y Dios sabe cuánto sufre. Habla con voz plañidera, casi lejana, como si en realidad no hablase ella sino el titiritero invisible que la hace moverse, e imitar torpemente una voz de mujer melancólica. Sin embargo, de vez en cuando, herida en lo más vivo, se olvida de la actitud que le corresponde y tiene arranques de voz y de tono naturalísimos. Nonó tiene un bonito aspecto de gatito simpático; lleva una magnífica corbata roja, de lazo, y un cuello redondo almidonado. No estaría mal que llevase con convicción un bastoncillo de esos para muchachos, con empuñadura en forma de cabeza de perro. Ríe con frecuencia, y, con mayor frecuencia aún, sorbe con la nariz para ahorrarse el pañuelo, que le da bonito aspecto y que asoma por el bolsillo de la chaqueta, muy doblado e intacto.

Paolino: (Rápidamente, cambiando una mirada de inteligencia con la Señora Perella, y palideciendo; ella con los ojos le hace seña de tener cuidado ante la presencia de Nonó) ¿SÍ? ¡Ah, Dios mío…!

(Se vuelve hacia Nonó, en respuesta a la seña de la señora) Querido Nonó…

Nonó: Buenos días…

Paolino: Buenos días. ¡Bien, Nonó! ¡Siéntese, señora!

(En voz baja, ofreciéndote la silla) ¿No hay duda? ¿Es ya cierto?

(A una nueva y más apremiante seña de los ojos de la señora se vuelve de nuevo hacia Nonó) ¿Y has venido a ver a tu profesor, Nonó, guapo?

Nonó: (Antes de hablar hace un signo negativo con el dedo, gesto que le es habitual) Hemos ido a Santa Lucía, al puerto.

Paolino: ¿Ah, sí? ¿A ver las barquitas?

Nonó: (Como antes) A preguntar a qué hora llega papá en el «Segesta».

(Después, con una sonrisa estúpida, dice a Paolino, mirando y señalando a su madre, que, apenas sentada, abre la boca como un pez:) Ya está mamá abriendo otra vez la boca

Paolino: (Volviéndose con sobresalto) ¿Eh? ¿Cómo? ¿La boca?

(Aterrado a la vista de la boca abierta de la señora) ¡Dios mío…! ¿Qué pasa? ¿Qué es esto?

(Corre hacia ella que, levantándose, con el pañuelo en la boca, se dirige hacia el fondo de la escena, cerca de la puerta del cuchitril)

Señora Perella: (Apoyándose, desfallecida, en una de las estanterías, siempre con el pañuelo en la boca, haciendo signos desesperados a Paolino de no acercarse y no olvidarse, por el amor de Dios, de la presencia de Nonó) ¡Por caridad…! ¡Por caridad…!

Nonó: (Plácido y sonriente, a Paolino, que se vuelve hacia él, aturdido) Hace tres días que abre la boca así.

Paolino: ¡Ah, pero no es nada!, ¿sabes, querido Nonó? ¡Nada! Mamá… mamá… bosteza, ¿comprendes? Eso es… bosteza.

Nonó: (Haciendo primero el gesto habitual con el dedo y después señalando con el mismo dedo el estómago) Eso le viene de aquí.

Paolino: (Con un grito) ¡No! Hijo mío bendito… ¿qué dices?

Nonó: Sí, sí, es debilidad de estómago. Lo ha dicho ella.

Paolino: (Respirando) ¡Ah… ya… sí! ¡Sí, eso es, debilidad de estómago! Un poco de debilidad de estómago. Sólo es eso, Totó.

Señora Perella: (Gimiendo, en el fondo de la escena) ¡Oh, por caridad!

Nonó: Y ahora escupe en el pañuelo. ¡Mira!

Señora Perella: ¡Por caridad!

Paolino: Pero, Nonó, vamos a ver… ¿Te has vuelto loco? ¿Crees que pueden decirse estas cosas?

Nonó: ¿Por qué no?

Señora Perella: (Gimiendo, casi sin fuerzas para hablar) Las dice… las dice incluso delante del servicio…

Nonó: ¿Y qué mal hay en eso?

Paolino: ¡Mal, ninguno! Pero, ¿te parece de buena educación decir eso a una persona de servicio?

Señora Perella: (Como antes) ¡Y a su padre! ¡Se lo va a decir a su padre en cuando lo vea llegar!

(A Paolino, con terror, en voz baja:) ¡Llega hoy! ¡Llega hoy!

Paolino: (Palideciendo) ¿Hoy?

Nonó: (Alegre, palmoteando) ¡Hoy, sí!

(Corre súbitamente hacia su madre, con petulancia) Mamá, ¿me mandarás con el marinero a bordo?

Paolino: ¡Apártate, Nonó!

Nonó: (Para tranquilizarle) No es nada. Ahora le pasa.

(A su madre:) ¿Me mandarás a bordo, mamá? ¡Sí, sí! ¡Me gusta tanto cuando papá desde el puente dirige la maniobra de fondear y echar anclas, con la gorra de capitán y el impermeable de hule! ¿Me dejarás ir allí, mamá?

Señora Perella: Sí, hijo… Sí…

(A Paolino, indicando a Nonó) Me está matando…

Paolino: ¡Eh, Nonó, voy queriéndote cada vez menos! ¿No ves que mamá sufre?

Nonó: Me hace reír tanto cuando abre la boca así… (la imita) como un pez…

Paolino: ¡Vaya! ¡Mamá sufre y tú te ríes! ¿Y se lo dirás también a papá, que mamá abre la boca como un pez, para que se ría también, verdad?

(Se acerca a la mesa y coge un grueso libro ilustrado) Mira, hoy quería regalarte esto…

Nonó: «La vida de los insectos»… ¡Oh, qué bonito! ¡Sí! ¡Sí! ¡Dámelo!

Paolino: No, querido, eres malo y no te lo doy ya.

En aquel momento se oye llamar fuerte a la puerta del cuartito y al mismo tiempo se oyen las voces de Giglio y Belli.

Giglio y Belli: ¡Señor profesor! ¡Señor profesor!

Señora Perella: (Que sigue cerca de la puerta, sobresaltándose y corriendo hacia delante, aterrada) ¡Oh, Dios mío! ¿Quién es?

Paolino: ¡Son aquellos dos animales! Nada, señora, dos discípulos…, no tema.

Nonó: ¡Qué divertido! ¿Estaban escondidos allí?

Paolino: (Acercándose a la puerta, entreabriéndola ligeramente y metiendo la cabeza) ¿Qué diablos queréis?

Nonó: (Acercándose curioso para mirar por entre las piernas de Paolino) ¿Los tienes castigados allí?

Señora Perella: (Llamándole) ¡Nonó, ven aquí!

La voz de Giglio: ¡Una luz! ¡Una vela, por lo menos, señor profesor! ¡No se ve nada!

La voz de Belli: ¡No conseguimos descifrar las letras del diccionario!

Paolino: Está bien. ¡Silencio! Os traeré una vela.

Cierra la puerta.

Nonó: ¿Y por qué los has escondido aquí dentro?

Paolino: No los he escondido. Están haciendo una versión.

Nonó: (Asustado) ¿A oscuras?

Paolino: No. ¿No ves que voy a llevarles una luz?

Se dispone a hacerlo así.

Nonó: Yo, entretanto, miraré el libro.

Paolino: ¡Ah, no, ya no te lo doy! ¡No te lo doy!

Sale por la puerta y, al poco rato, vuelve a entrar con una vela encendida en la mano.

Entretanto, Giglio y Belli, primero uno y después otro, han asomado la cabeza por la puerta para mirar, con una sonrisa maliciosa, a la Señora Perella, que se asusta; luego miran a Nonó, sacándole la lengua.

Nonó: (A Paolino, que vuelve a entrar) Han sacado la cabeza, ¿sabes?

Señora Perella: (Temblando) ¡Me han visto! ¡Me han visto!

Nonó: Primero uno y después otro. Y me han hecho así… (Saca la lengua)

Paolino: He olvidado cerrar con llave. Paciencia, señora.

(Se acerca a la puerta del fondo, la entreabre cautelosamente y pasa la vela por la rendija) ¡Aquí está la vela! ¡Ocupaos de la traducción!

(Vuelve a cerrar con llave. Después, acercándose a Nonó) ASÍ es que querías este libro…

Nonó: Sí. ¿Lo has comprado para mí?

Paolino: Sí. Y te lo doy, pero a condición de que prometas…

Nonó: ¡Sí! ¡Sí! (Mira a su madre, que vuelve a abrir la boca) ¡Oh, mira! ¡Es inútil! Yo no lo diré, pero ella vuelve a hacerlo.

Paolino: ¡Dios mío! ¡Esto es horrible…! ¡Horrible!

(Volviéndose a Nonó) Tú, de todos modos, no vuelvas a decirlo. ¡Me lo has prometido! Si no lo cumples…, ¡adiós, libro! Ven, siéntate aquí…

(Le hace sentar en una silla, de espaldas a su madre, y le coloca otra delante, con el libro) Así…, ¡y entretente mirándolo!

(Se acerca a la Señora Perella, que sigue luchando con el pañuelo en la boca) ¡Es horrible!, ¡horrible…! ¡Y de una evidencia que habla a gritos!

Señora Perella: (Gimiendo) ¡Estoy perdida…! ¡Perdida…!, no hay remedio para mí… Sólo la muerte…

Paolino: ¡No…! ¿Qué estás diciendo?

Señora Perella: Sí…, sí…

Paolino: Si te desanimas así, va a ser peor.

Señora Perella: Pero comprenderás que si me pasa esto delante de él…

Paolino: ¡Pues haz porque no te pase!

Señora Perella: (Con un arranque de voz natural) ¡Como si dependiese de mí…! Eso viene como viene (Volviendo a hablar como antes) Y el mismo síntoma, el mismo, de cuando esperaba a Nonó.

Paolino: ¿También entonces te pasaba? ¿Y él lo sabe?

Señora Perella: Lo sabe. Y se reía, cuando me lo veía hacer, como ahora se ríe Nonó.

Paolino: ¡Dios mío! Entonces, ¿se dará cuenta?

Señora Perella: ¡Estoy perdida…! ¡Perdida del todo!

Paolino: Pero, por Dios, ¿no puedes hacer un esfuerzo para no hacerlo?

Señora Perella: (Con voz natural) Me viene de aquí, de improviso… Es una especie de contracción.

Nonó: (Acudiendo con el libro en la mano) ¡Oh, mira, mamá, qué bonito! ¡Una araña que teje la tela!

Paolino: (Con un estallido de ira, que contiene, para dar paso a un cómico y exageradísimo tono afectuoso:) Sí, sí, déjanos en este momento, queridito, Nonó guapo… La arañita que teje la tela… Mírala tú solo… Hay aquí tantos otros animalitos, ¿sabes…?, míralos, míralos; después los mirará también mamá, con calma y tranquilidad…, ¿eh? Arañitas, hormiguitas, mariposas…

(Vuelve a hacerle sentar como antes) ¡Aquí, aquí…, quietecito!

Se oye llamar de nuevo a la puerta del fondo y, al mismo tiempo, la voz de Belli grita.

La voz de Belli: ¡Profesor! ¡Profesor!

Paolino: ¡Palabra de honor que lo mato!

(Corriendo hacia la puerta y abriéndola como antes) ¿Otra vez? ¿Qué sucede ahora? ¿Es que no podéis callaros un cuarto de hora y hacer una versión fácil hasta para un chiquillo de segundo curso?

Belli: (Asomando la cabeza por la puerta) No sólo, sino también, señor profesor.

Paolino: ¿Qué es esto de sino también?

Belli: Aquí lo dice así. (Le muestra el libro) No sólo, sino también. Forma adversativa, ¿verdad?

Paolino: ¿Adversativa? ¿Cómo adversativa, burro? ¿No ves que expresa una coordinación?

Giglio: (Avanzando) ¡Eso, eso, sí, señor! Yo se lo he dicho, señor profesor. Aumentativo de intensidad y de valor…

Paolino: ¡Pero si lo sabe hasta este chiquillo! (Indica a Nonó) «No sólo, sino también», tú, Nonó. ¿Cómo se traduce? No sólo…

Nonó: (Rápido, poniéndose en pie, atento) Non solum!

Paolino: ¡Muy bien! ¿O bien?

Nonó: O bien… Non tantum!

Paolino: ¡Muy bien! ¿O bien?

Giglio: Non modo, señor profesor, non modo, o tantúmmodo…

Paolino: (Empujándole de nuevo hacia el cuchitril) ¡Pero si lo sabéis! ¡Idos al diablo los dos! (Vuelve a cerrar la puerta)

Señora Perella: ¡Dios mío, qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

Paolino: ¿Por qué? ¡No temas nada! Tú figuras aquí la madre de un discípulo… He interrogado a Nonó exprofeso. Más bien… La que me preocupa más que estos dos, es esta maldita Rosaria…

Señora Perella: ¡Como me ha mirado! ¡Cómo me ha mirado!

Paolino: Has hecho mal en venir. Hubiera ido yo antes de la noche.

Señora Perella: ¡Pero el «Segesta» llega a las cinco! Y antes de que llegue tenía que prevenirte de que no cabe ya ninguna duda. ¿Lo ves? No hay duda ya… ¿Qué voy a hacer?

Paolino: ¿Sabes cuándo vuelve a marcharse?

Señora Perella: Mañana mismo.

Paolino: ¿Mañana?

Señora Perella: Sí, hacia Oriente. Y estará fuera dos meses, por lo menos.

Paolino: Entonces, ¿pasará aquí sólo esta noche?

Señora Perella: Sí, pero hará como todas las otras veces, puedes estar seguro.

Paolino: ¡No, por Dios, no!

Señora Perella: ¿Cómo que no? ¡Lo sabes de sobras!

Paolino: ¡No debe hacer eso!

Señora Perella: Pero ¿no sabes cómo es? ¡Estoy perdida, Paolino! ¡Perdida!

Se oye llamar a la puerta de la izquierda.

Paolino: ¿Quién es?

ESCENA VI
Dichos y Rosaria.

Rosaria: (Abriendo la puerta) Si me lo permite, cogeré la llave dejada por el señor Totó para su hermano el doctor. La he olvidado allí, sobre la mesita.

Va a cogerla.

Paolino: (A quien acaba de ocurrírsele una idea) ¿El doctor? ¡Espere! ¿Está allí el doctor?

Rosaria: Quiere la llave.

Paolino: (Cogiéndole la llave de la mano) Démela a mí. Dígale que espere un momento porque tengo que hablar con él.

Rosaria: Se cae de sueño, comprenda… Ha velado toda la noche.

Paolino: ¡Le he ordenado que le diga que espere un momento!

Rosaria: Bien…, será obedecido…

Sale.

Señora Perella: (Asustada) ¡Dios mío! ¿Qué quieres hacer? ¿Qué quieres hacer con el doctor, Paolino?

Paolino: No lo sé. Hablaré con él. Le pediré consejo, ayuda…

Señora Perella: ¿Qué ayuda? ¿Para mí?

Paolino: Sí, déjame hacer, déjame intentar…

Señora Perella: ¡No, no, Paolino! ¿Qué quieres decirle? ¡Por caridad!

Paolino: ¡Pero tengo que ayudarte…!

Señora Perella: ¡Me comprometes!

Paolino: ¿Quieres morir?

Señora Perella: ¡Ah, antes, morir! ¡Y no esta vergüenza!

Paolino: ¿Estás loca? ¡Estoy yo aquí! ¡Déjame hacer!

Señora Perella: ¿Qué quieres hacer?

Paolino: ¡No lo sé, te digo! ¡Algo! El doctor es íntimo amigo mío, es como un hermano. Déjame hablar con él. ¡Tú, vete! Iré a tu casa antes de la llegada del «Segesta». Cenaré con vosotros. (Dirigiéndose hacia Nonó, que sigue mirando el libro) Vamos, Nonó, ve con tu mamá y llévate el libro; más tarde iré yo a escribirte aquí (indica el frontispicio del libro) una bonita dedicatoria: «Al querido Nonotto, en premio a sus progresos en latín.» ¿Te gusta?

Nonó: ¡Sí, sí! ¡Es tan bonito…! ¡Y cómo está escrito!

Paolino: Dame un beso.

Señora Perella: Y da las gracias al señor profesor, Nonó.

Nonó: (Con el gesto habitual de su dedo) No hay necesidad…

Señora Perella: ¿Cómo que no hay necesidad?

Nonó: Me lo ha dicho él.

(A Paolino) ¿No es verdad?

Paolino: Es verdad, es la pura verdad. Y ahora, vete, Nonó.

Nonó: ¿Vendrás a cenar con nosotros?

Paolino: Sí, y traeré los pastelitos que te gustan.

Nonó: Adiós… Ven pronto, ¿eh?

Paolino: Hasta pronto, señora…

(En voz baja) ¡Valor! ¡Valor!

Señora Perella: Hasta luego.

Sale de la habitación con Nonó, acompañados ambos por el señor Paolino.

La escena queda vacía un momento.

ESCENA VII
Paolino, el doctor Pulejo, después Giglio y Belli.

Paolino: (Dejando paso al doctor Pulejo) Entra, entra, doctor…

(Le hace entrar y entra a su vez) Y siéntate. (Le indica un sillón)

Pulejo: (Hombre guapo, de unos treinta años, rubio, con lentes) ¿Sentarme? ¡Ah, no, en serio! ¡Tengo que irme a dormir, querido!

Paolino: Y yo te digo que por hoy puedes renunciar a ello.

Pulejo: ¿Eh?

Paolino: Tengo que hablarte de una cosa gravísima.

Pulejo: ¿Y pretendes que no me vaya a dormir? ¡Tú estás loco!

Paolino: ¿Eres médico, sí o no?

Pulejo: ¡Ah! ¿Tienes acaso necesidad de mi profesión?

Paolino: ¡Sí, en seguida!

Pulejo: Pues bien, habla.

Paolino: ¡Sí, claro, habla, habla…! Te digo que se trata de una cosa gravísima, y quieres que te hable así, de pie, mientras me dices que tienes sueño y que quieres irte a dormir…

Pulejo: Pues, sí; tengo sueño; contentarme sólo con decírtelo, es poco. ¡Me parece que tengo derecho a irme a dormir, después de una noche de guardia!

Paolino: Te haré traer un café; dos cafés…

Pulejo: ¡Qué café, ni qué…! Prefiero que me digas lo que has de decirme.

Paolino: ¿Sabes lo que voy a hacer? Me subiré sobre esta estantería; me tiraré al suelo, me romperé una pierna y te obligaré así a estar a mi lado doce horas seguidas.

Pulejo: Perfectamente; me obligarás a curarte la pierna, pero no hablarás.

Paolino: ¡Sí, sí, hablaré!

Pulejo: Hablarás, pero yo no te escucharé, porque tendré que curarte la pierna.

Paolino: Pero no irás a dormir.

Pulejo: ¡Vaya! ¿Y qué ganarás con ello? Yo no podré dormir, tú te romperás la pierna y, en resumidas cuentas, medio día perdido. Si en lugar de esto me dejases descansar un par de horas…

Paolino: ¡No puedo! ¡No puedo! ¡No hay tiempo que perder! Debes ayudarme inmediatamente.

Pulejo: Pero, ¿qué clase de ayuda? ¿De qué se trata, de una vez?

Paolino: ¡De mi vida, Nino! ¡De mi vida, porque, si tú no me ayudas, soy hombre acabado, soy hombre muerto, a punto de enterrar! Y no se trata sólo de mí. Está en juego la vida de cuatro personas…, ¡de cinco, casi! Porque yo, en la situación en que me encuentro, puedo cometer incluso una carnicería.

Pulejo: ¡Nada menos!

Paolino: ¡Sí, sí, te lo juro! ¡Se prepara una carnicería!

Pulejo: Pero, en fin, ¿qué ha ocurrido? ¿De qué se trata?

Paolino: Tienes que buscar un remedio, en seguida, esta misma mañana.

Pulejo: ¿Un remedio? ¿Qué remedio?

Paolino: No lo sé. Déjame que te explique…

Pulejo: Si depende de mí…

Paolino: Sí, un remedio que sólo tú puedes indicarme.

Pulejo: Bien, sepamos de qué se trata. (Se sienta)

Paolino: ¿Me escuchas con atención?

Pulejo: ¡Sí, hombre, sí! ¡Habla, por Dios!

Paolino: Como a un hermano, fíjate bien. Te hablo como a un hermano. O mejor dicho, no. Un médico es como un confesor, ¿no?

Pulejo: Ciertamente. También cuenta para nosotros el secreto profesional.

Paolino: ¡Magnífico! Te hablo, por lo tanto, bajo secreto de confesión. Como a un hermano y como a un sacerdote.

(Se lleva la mano al estómago y, con una mirada de inteligencia, añade solemnemente:) ¿Una tumba, eh?

Pulejo: (Riendo) ¡Una tumba, una tumba, está bien! ¡Adelante!

Paolino: ¡Nino!

(Abre desmesuradamente los ojos, avanza una mano y junta el índice y el pulgar como para pesar las palabras que se dispone a decir) Nino, Perella tiene dos casas.

Pulejo: (Asombrado) ¿Perella? ¿Y quién es Perella?

Paolino: (Indignado) ¡Perella, el capitán! ¿Quién va a ser?

(Después, bajando la voz al recordar que los discípulos están allí:) Perella, de la «Navigazione Generale», capitán de todos los mares, comandante del «Segesta».

Pulejo: Bueno, sí. He comprendido. El capitán Perella. No lo conozco.

Paolino: ¿Ah, no lo conoces? ¡Tanto mejor! Pero da lo mismo.

(Con el mismo aire grave y taciturno, prosigue:) Dos casas. Una aquí y otra en Nápoles.

Pulejo: Es un hombre afortunado. Dos casas. ¿Y que más?

Paolino: (Le mira fijamente; después, dejándose llevar de la rabia que le devora) ¡Ah, te parece poco! ¡Un hombre casado, con un hijo, que aprovecha vilmente su carrera de marino para formar otro hogar en otra ciudad, con otra mujer! ¿Y te parece poco…? ¡Pero si son costumbres turcas!

Pulejo: Muy turcas, ¿quién te dice que no? Pero a ti… ¿qué te importa? ¿Qué tienes tú que ver con eso?

Paolino: ¿Ah, sí? ¿Dices que qué tengo que ver yo?

Pulejo: ¿Es acaso parienta tuya la mujer de Perella?

Se oye llamar de nuevo, con fuerza, en la puerta del fondo.

Las voces de Giglio y Belli: ¡Profesor! ¡Profesor!

Paolino: (Estallando) ¡Otra vez! ¡Yo hoy cometo una atrocidad, te lo juro!

(Sin levantarse, grita, hacia la puerta del fondo) ¿Qué otra cosa ocurre?

La voz de Belli: Hemos terminado, profesor.

La voz de Giglio: ¡Abra! ¡Aquí nos ahogamos! ¡Abra!

Paolino: ¡Qué abrir ni qué cuernos! ¡Corregid y estaos quietos! La hora no ha terminado.

(Al doctor Pulejo) ¿Dices que no debe importarme porque no es parienta mía? ¿Y si lo fuese?

Pulejo: ¡Ah, en ese caso…! Si es parienta tuya…

Paolino: ¡No, pero es una pobre mujer, que sufre las penas del infierno! Una mujer honrada, ¿comprendes? Traicionada de una manera infame, ¿comprendes?, por su marido. ¿Hay acaso necesidad de ser pariente para indignarse, rebelarse o intervenir?

Pulejo: Sí, sí…, pero no veo qué puedo hacer yo…

Paolino: ¡Si no me dejas acabar…! Me gusta, por otra parte, esta impasibilidad tuya, mientras yo estoy en ascuas… ¿No ves, acaso, que estoy en ascuas? ¿Me permites? (Le coge una mano y se la estrecha hasta hacerle gritar)

Pulejo: (Retirando la mano) ¡Me haces daño! ¿Estás loco?

Paolino: Es para hacerte sentir algo cuando se habla de los demás. Tú, a los demás, los miras desde lejos, no te interesan. ¿Qué son para ti? ¡Nada! ¡Imaginas que pasan por delante de ti, y se acabó! Dentro, dentro de uno hay que sentirlo; compenetrarse; sentir… eso, eso…, así… (indica la mano que el doctor se frota aún), comprender sus sufrimientos, hacerlos nuestros…

Pulejo: ¡Muchas gracias, querido! Me bastan los míos. Que cada cual se arregle con los suyos. Pero…, ¿sabes que eres muy divertido?

Se ríe, mirándolo.

Paolino: ¡Ah, sí, claro, divertidísimo! ¡Divertidísimo…! ¡Si lo sé! Mostrar abiertamente las pasiones, aunque sean las más tristes, las más angustiosas, tiene la facultad, lo sé, de provocar la risa de todo el mundo. ¡Claro! Nunca habéis experimentado una pasión, acostumbrados como estáis a disfrazarlas (porque estáis todos forrados de mentiras), y no os impresionan ya en un pobre hombre como yo, que tiene la desgracia de no saberlas esconder y dominar. ¡Escúchame! ¡Escúchame, por Dios! ¡Escúchame con toda tu alma! ¡Estoy sufriendo!

Pulejo: Pero ¿por qué sufres? ¡Aquí estoy! ¡Aquí me tienes! ¡Si no me dices por qué sufres…! ¡Me hablabas de la señora Perella…!

Paolino: ¡De ella, sí, precisamente de ella!

Pulejo: ¿Sufres por la señora Perella?

Paolino: Sí. ¡Nino mío! ¡Porque tú no sabes! ¡No sabes! Déjame que te diga. Aquel querido capitán Perella, aquel queridísimo capitán Perella, no se contenta…, ¿comprendes…?, no se contenta con traicionar a su mujer, con tener otra casa, en Nápoles, como te decía, con otra mujer. ¡No se contenta con eso, no! ¡Tiene tres o cuatro hijos de ella y uno aquí, de su mujer! ¡Y no quiere tener más!

Pulejo: ¡Pero… cinco… me parecen ya bastantes!

Paolino: ¿Ah, piensas así? ¡De su mujer tiene uno, uno sólo! Los de allá no son legítimos; y si tiene alguno más de aquella mujer puede abandonarlo, puede meterlo en un hospicio, ¿comprendes? En cambio, aquí, con la mujer, no. De un hijo legítimo no puede deshacerse así como así, ¿no es eso?

Pulejo: Naturalmente..

Paolino: Y, entonces, el muy granuja, ¿sabes qué combinaciones hace? ¡Oh, hace tres años que dura esta historia! Los días que pasa aquí, busca el más ligero pretexto para pelearse con su mujer, y por la noche se encierra a dormir solo. Le cierra la puerta en las narices, ¿comprendes?, y corre el pestillo. Al día siguiente se va, y si te he visto no me acuerdo. Tres años…, tres años hace que dura esto…

Pulejo: (Compasivo, pero sin conseguir ocultar una sonrisa) ¡Pobre señora… la puerta en las narices…!

Paolino: ¡En las narices…! ¡Y con el pestillo corrido…!, y al día siguiente… (Hace un gesto con la mano indicando que se larga)

Pulejo: ¡Pobre señora! ¡Hay que ver!

Paolino: Sí, sí, pero…, ¿no sabes decirme nada más?

Pulejo: ¿Qué quieres que te diga? Sigo sin comprender qué puedo hacer yo en todo esto. Lo siento… Me duele… pero…

Paolino: ¿Y nada más? Si fuese tu hermana, si Perella fuese tu cuñado y supieses que trata a su mujer así…

Pulejo: ¡Por Dios! ¡Lo agarraría por el cogote, y…!

Paolino: ¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Lo agarrarías por el cogote!

Pulejo: ¡Pues claro! ¡Con confianza de hermano!

Paolino: ¿Y si esta pobre señora no tiene hermanos…, si no tiene a nadie…, a nadie, digo, que pueda legítimamente agarrar por el cogote al capitán Perella y hacerle comprender sus deberes de marido, hay que dejar perecer a esta mujer sin aportarle ayuda? ¿Te parece justo? ¿Te parece honesto?

Pulejo: Ya… ¿pero, tú…?

Paolino: ¿Yo… qué?

Pulejo: Perdona, pero ante todo, ¿cómo te has enterado de todo esto?

Paolino: ¿Que cómo me he enterado? Pues… porque desde hace un año doy lecciones de latín al muchacho, al hijo de Perella, que tiene once años.

Pulejo: (Comprendiendo) Ya… ¿Era aquella señora que ha salido de aquí hace poco con un chiquillo?

Paolino: (Rápidamente, casi saltándole encima) ¡Una tumba!, ¿eh…? Secreto profesional…

Pulejo: ¡Sí, diablo! No lo dudes…

Paolino: ¡Por favor! ¡Es la virtud en persona! Y no puedes saber, Nino querido, no puedes saber cuánta piedad me ha inspirado, por todas las lágrimas que ha vertido, aquella pobre señora. ¡Y qué bondad! ¡Qué nobleza de sentimientos! ¡Qué pureza! Y además, es bonita. ¿La has visto?

Pulejo: No, llevaba un velo…

Paolino: ¡Es bonita, te digo! Si fuese fea, lo comprendería. Pero es bonita y todavía joven. ¡Y verse tratada así, traicionada, despreciada, arrojada a un rincón, como un harapo inútil…! ¡Me gustaría saber quién hubiera sabido resistir, quién no se hubiera rebelado! ¿Quién puede condenarla?

(Acercándose las manos a la cara) ¿Te atreverías tú a condenarla?

Pulejo: ¡No, no…!

Paolino: ¡Me gustaría verlo, que la condenases!

Pulejo: ¡No, hombre! Si es verdad que el marido la trata así…

Paolino: ¡La ha tratado como te digo! ¡Espero que no pondrás en duda mi palabra!

Pulejo: ¡En modo alguno!

Paolino: Entonces, amigo mío, tiéndeme en seguida una mano para salvarla, porque esta mujer se encuentra como suspendida sobre el borde de un precipicio. ¡Ayúdame, ayúdame, antes de que se precipite al fondo! ¡Hay que salvarla!

Pulejo: Ya…, pero, ¿cómo?

Paolino: ¿Cómo? ¿Y no comprendes cuál puede ser para ella el precipicio, abandonada desde hace tres años por el marido? Se encuentra…, se encuentra…

Pulejo: (Le mira, resistiéndose a comprenderle) ¿Está…?

Paolino: (Vacilando, pero de modo que no queden dudas sobre el asunto) Sí…, en una situación terrible…, en una situación desesperada…

Pulejo: (Irguiéndose y mirándole ahora severamente y con frialdad) ¡Ah, no, no, querido! ¡Yo no hago esta clase de cosas! ¡No quiero habérmelas con el Código Penal!, ¿comprendes?

Paolino: (Estallando, lleno de estupor y desdén) ¡Pedazo de imbécil! ¿Qué imaginas ahora? ¿Qué supones que quiero de ti?

Pulejo: ¿Cómo que qué me imagino? Soy médico, y si me dices que se encuentra…

Paolino: ¡Pedazo de burro! ¿Por quién me has tomado? ¡Si es una mujer honrada! ¡Te digo que es la virtud hecha mujer!

Pulejo: Bien, bien, dejémoslo…

Paolino: ¡No, nada de dejarlo! ¡Es tal como te digo!

Pulejo: Será así. Pero, perdona…, ¿no me pides…?

Paolino: (Acosándole) ¿Qué es lo que te pido? ¿Crees que te pido que cometas un delito? ¿Una inmoralidad de este género, en honor de ella y mío? ¿Me crees un granuja capaz de esto? ¿Crees que te pido tu ayuda para…? ¡Oh, me da asco, horror, sólo pensar en ello!

Pulejo: (Perdiendo del todo la paciencia) Pero, ¡cuerno!, ¿me dirás por fin lo que quieres de mí? ¡No te com-pren-do!

Paolino: (Impertérrito) ¡Quiero lo que es justo! ¡Lo que es honesto y moral!

Pulejo: ¿Qué?

Paolino: (Gritando) ¡Quiero que Perella sea un buen marido…! ¡Que no cierre la puerta en las narices de su mujer las noches que pasa aquí! ¡Esto es lo que quiero!

Pulejo: (Rompe a reír, con risa interminable) Y esto ¿he de conseguirlo yo? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿Y qué pre… pretendes? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿Pretendes que obligue al asno a beber a la fuerza? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Paolino: (Mirándole cara a cara, mientras el doctor continúa riendo) ¿De qué te ríes, de qué te ríes, animalote? ¿Hay una tragedia a la vista y te ríes? ¿Una mujer amenazada en su honor, en su vida, y te ríes? ¡Y te hablo sólo de ella, no te hablo de mí!

(Resuelto, cogiendo al doctor por los brazos) Perella, embarcado desde hace tres meses, llega esta tarde. Pasará aquí sólo una noche. Esta noche. Partirá de nuevo maña en dirección a Oriente y estará de viaje por lo menos dos meses. ¿Has comprendido ahora? Hay que aprovechar absolutamente esta noche que hoy pasa aquí, o todo está perdido.

Pulejo: (Conteniendo a duras penas la risa) Está bien, está bien, pero yo…

Paolino: ¡No te rías, no te rías, o te hago pedazos!

Pulejo: No me río, no.

Paolino: O ríete, si quieres, de mi desesperación, pero ayúdame, por caridad. Tú debes conocer algún medio…, eres médico…, conocerás sin duda algún medio…

Pulejo: ¿Algún medio de impedir que el capitán encuentre un pretexto para pelearse con su mujer?

Paolino: Precisamente…

Pulejo: En nombre de la moral, ¿verdad?

Paolino: ¡Sí! ¡Para salvarnos a aquella pobre mártir y a mí! ¿Sigues bromeando?

Pulejo: No. Me intereso por vuestros problemas…, ¿ves? Pero si este capitán… Perdona…, ¿cuántos años tiene?

Paolino: No lo sé. Unos cuarenta.

Pulejo: ¿Está fuerte?

Paolino: Es un animal.

Pulejo: ¿Has dicho que regresa de un viaje de tres meses?

Paolino: Pues…, sí. Pero ha hecho escala en Nápoles, ¿comprendes?

Pulejo: ¡Ah! Allí donde tiene la otra casa, ¿eh?

Paolino: Precisamente. ¡Es un bellaco! Lo hace siempre así.

Pulejo: ¿Hace escala primero en Nápoles?

Paolino: ¡En Nápoles…!

Pulejo: Entonces, ¿es absolutamente necesario que esta noche… se acuerde de que tiene otra casa aquí?

Paolino: Eso es… Que se acuerde de que tiene una esposa…

Pulejo: …que le está esperando…

Paolino: (Notando un dejo de ironía en el tono del doctor, e irritándose por ello) ¡Oye, oye! ¿Quieres, por casualidad, que nos peleemos?

Pulejo: ¡No, no, Dios me guarde de ello! La culpa es de ese hombre. Pero, oye…, hay…, ¿hay quizá alguna cosa…? ¿Sí, alguna cosa…?

Paolino: ¡No, nada absolutamente! No hay más que su culpa… y las consecuencias de la misma.

Pulejo: Sí, ya…, una consecuencia que acaso hubieras podido…

Paolino: (Rápido, interrumpiéndole) ¿Y quién lo ha querido? ¡No yo, ni ella! Esto es positivo. Así es que ¿a quién se le puede imputar? ¿A la intención, verdad? No al hecho. Si no has tenido intención… Claro que queda el hecho. Pero, a pesar de ello, no es más que una desgracia. Mira: es como si tú tuvieses una tierra y la dejaras abandonada. Hay un árbol en esta tierra y no lo cuidas. ¡Como si no fuese de nadie! Bien. Pasa uno. Coge el fruto de aquel árbol, se lo come, tira el hueso. Lo tira…, sí, por el solo hecho de que ha cogido aquel fruto abandonado. Bien. Un buen día, de aquel hueso que ha tirado nace otro arbolito. ¿Lo ha querido el que comió el fruto? ¡No! Ni lo ha querido la tierra que recibió el hueso en su seno. Y llegamos al final: el árbol que nace, ¿a quién pertenece? ¡A ti, a ti, que eres el propietario de la tierra!

Pulejo: ¿A mí? ¡Ah, no, gracias!

Paolino: (Le ataca súbitamente, furibundo, agarrándole por los brazos y sacudiéndole) ¡Entonces vigila la tierra, por Dios! ¡Vigílala! ¡Impide que pase otro y recoja el fruto abandonado!

Pulejo: ¡Sí, sí, de acuerdo! Pero a mí no me metas, yo no tengo nada que ver. Esto lo hará el capitán.

Paolino: ¡Y debe hacerlo! ¡Debe hacerlo! ¿Dices que lo hará?

Pulejo: ¡Dios mío, procuraremos hacérselo hacer!

Paolino: (Dándole besos, en vehemente efusión de admiración y gratitud) ¡Nino, eres un portento…! Pero, dime, ¿cómo…, cómo lo haremos?

Pulejo: ¿Cómo…? Espera. (Pausa. Medita unos instantes) Dime una cosa: ¿cenará en casa el capitán?

Paolino: En su casa, sí. A eso de las seis. Apenas desembarque. Precisamente, estoy yo invitado a cenar con ellos.

Pulejo: Bien… Entonces…, sí, entonces… ¿tú no piensas ir con las manos vacías, verdad?

Paolino: ¿Por qué? ¡Ah, es cierto, he prometido llevarle unos pasteles al niño!

Pulejo: ¡Magnífico! Oye, vas a ir ahora mismo a comprar estos pasteles.

Paolino: (Sin comprender todavía) ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Y tú?

Pulejo: Los llevas a la farmacia de mi hermano Totó.

Paolino: Pero ¿qué quieres hacer?

Pulejo: Espérame en la farmacia. Dame tiempo, por lo menos, para lavarme la cara. Me has hecho perder el sueño.

Paolino: ¡Ah, no, Nino, no te dejo ir! ¡No te dejo ir si primero no me dices…!

Pulejo: ¿Qué quieres que te diga? Tú vete a comprar los pasteles, y entretanto dame la llave de mi casa.

Paolino: Pero los pasteles son para el muchacho.

Pulejo: Está bien. Pero ofrecerás también a la señora, supongo, y al capitán…

(Le mira intencionadamente) ¿Me explico?

Paolino: ¿Los pasteles?

Pulejo: ¡Sí, eso es! Déjalo en mi mano. Dame ahora la llave.

Paolino: ¡No! ¡No te la doy! Vete a dormir, ahora.

Pulejo: ¡Ya no tengo sueño!

Paolino: Al menos, lávate la cara.

Pulejo: Me tratas como a un chiquillo. ¡Vamos, dame la llave! ¡Dámela!

Paolino: (Dándosela) Aquí la tienes. Confío en ti, ¿me oyes? ¡Confío en ti, Nino, que es cuestión de vida o muerte!

(De nuevo, presa de una duda angustiosa) Pero ¿qué quieres hacer con estos pasteles?

Pulejo: Te digo que los dejes en mis manos.

Paolino: ¿Ah, sí? ¿Puedes…, puedes, con ayuda de la ciencia…?

(Reaccionando, con un arranque de desdén) ¡Ah, Dios mío…, yo…, que tenga yo que recurrir a esto!

Pulejo: ¿Qué te ocurre ahora?

Paolino: ¿Que qué me ocurre? ¿Te parece bien que yo, siendo quien soy, esté ahora metido en este lío para el que te pido ayuda? ¡Yo! ¡Tener yo que pedir ayuda a la ciencia para esto! ¡Y tener que pedírtela a ti, que te sirves de la ciencia para ganarte la vida…, cuando yo la amo, por el contrario, tan desinteresadamente, y la venero a costa de tantos sacrificios…!

Pulejo: ¡Oh, si consideras que esto es profanarla…!

Paolino: ¡No, no! ¡Entiéndeme! ¡Digo solamente: verme obligado a recurrir…!

(Lanza un resoplido) ¡Las vísceras se me retuercen por dentro, créeme! ¡Verse cogido así, sin saber cómo…, por nada…, por un poco de piedad hacia una mujer a quien ves llorar sin que quiera confiarte al principio la causa de sus lágrimas! Y tú la obligas casi a que te lo diga… La consuelas un día tras otro… hasta que te encuentras cogido del todo…, y luego, a causa de la feroz e irónica crueldad de un desvergonzado, sí, señor…, te encuentras en este aprieto, en un aprieto ridículo; si, ¿crees que no me doy cuenta? Tú te ríes…, te has reído de todo esto…

Pulejo: ¡Oh, no! ¡De veras que no!

Paolino: Sí, sí, de veras que sí… Y te he hecho reír…, porque quiero que…

Pulejo: Que el capitán cumpla su deber de marido…

Paolino: ¡Porque no puedo querer otra cosa…, ya me comprendes!

Pulejo: Sí, claro, la moral…

Paolino: ¡Pero no la mía! ¡La vuestra! ¡La que queréis vosotros! Porque yo, en lugar de esto, le mataría…, ¡te juro que le mataría…! Y si este señor capitán no cumple con su obligación… Porque tú sabes muy bien que soy un hombre honrado y que si dependiese de mí me casaría con ella en el acto, para reparar la falta.

Pulejo: ¡Sí, sí! Pero, vamos ya, no discutamos más sobre todo esto…

Paolino: ¡Vámonos, sí, vámonos! Y te juro que le mato si no…

Pulejo: ¡No, hombre, no! Esperemos que no haya necesidad.

Paolino: Dime, ¿bastarán veinte?

Pulejo: ¿Veinte qué?

Paolino: Pasteles.

Pulejo: ¡Oh, incluso son demasiados!

Paolino: Compraré treinta, ¿sabes? Treinta, cuarenta…

Se dispone a salir con Pulejo, cuando estalla un gran barullo en la puerta del fondo; grandes gritos.

Las voces de Giglio y Belli: ¡Señor profesor! ¡Señor profesor! ¡Abra, abra, por amor de Dios! ¿Nos va a dejar aquí?

Paolino: (Al doctor) ¡Ah, sí…! Espera… Los discípulos…, ya no me acordaba de ellos…

Corre a abrir la puerta.

Giglio y Belli: (Salen despeinados y con el rostro congestionando, furiosos, arrojando por el suelo libros y diccionarios y protestando a coro)
…¡Esto es una superchería! ¡Una opresión!
…¡Estamos asfixiados!
…¡No vendremos más!

Paolino: (Corriendo a aplacarlos) ¡Tengan paciencia! ¡Tengan paciencia!

Telón

1919 – El hombre, la bestia y la virtud
Apólogo en tres actos
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

In Italiano – L’uomo, la bestia e la virtù

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