En El hombre de la flor en la boca – diálogo en un solo acto inspirado en el relato Con la muerte encima (La morte addosso) y escrito en 1923 – se enfrentan dialécticamente muerte y vida encarnadas por un hombre enfermo de cáncer y un viajero que se encuentran casualmente en una estación de tren.
In Italiano – L’uomo dal fiore in bocca
En El hombre de la flor en la boca – diálogo en un solo acto inspirado en el relato Con la muerte encima (La morte addosso) y escrito en 1923 – se enfrentan dialécticamente muerte y vida encarnadas por un hombre enfermo de cáncer y un viajero que se encuentran casualmente en una estación de tren. Pero, como a menudo ocurre en las obras del autor siciliano, el contraste entre vida y muerte se borra poco a poco confundiendo al espectador: la vida toma tintes de muerte y viceversa. Tras esta paradoja se esconde el drama del individuo y su incapacidad de adaptarse a la realidad.
En palabras del escritor Alberto Moravia,
“Pirandello, descartadas las convenciones sociales y morales, todo el decoro y el trasfondo que constituían la importancia del hombre del siglo XIX, se dio cuenta de que el hombre se revelaba como tal solamente en el drama, no cuando estaban en juego sus ideas o su posición social, sino la raíz misma de su ser, su más celoso e íntimo sentido de integridad”.
Personajes
El hombre de la flor en la boca
El parroquiano pacifico
Traducción de Idelfonso Grande, Miguel Bosch Barret para Plaza & Janés
Nota.
Hacia el final, cuando se indique, asomará dos veces la cabeza, desde la esquina, una sombra de mujer vestida de negro, con un viejo sombrero de plumas lloronas.
Se ven al fondo los árboles de una avenida. Lámparas eléctricas se divisan entre las hojas. A los lados, las últimas casas de una calle que empalma con la avenida. A la izquierda, un mísero café nocturno con veladores en la acera. Delante de la casa de la derecha, una bombilla encendida. En el ángulo de la última casa de la izquierda, que hace esquina con la avenida una farola también encendida. Es un poco después de medianoche. A intervalos, se oirá lejano el sonido tintineante de una mandolina.
Al levantarse el telón, El hombre del flor en la boca, sentado a uno de los veladores, observa largo rato en silencio al Parroquiano pacifico, que, en el velador de al lado, está chupando con la paja un jarabe de menta.
El hombre de la flor en la boca: iAh! Estaba por decirlo; usted es un hombre pacífico… ¿Ha perdido usted el tren?
El parroquiano pacifico: Por un minuto, ¿sabe? Llego a la estación y me lo veo escapar delante.
Hombre: Podía usted haber corrido detrás.
Parroquiano: Claro. Es para reírse. Ya lo sé. Si no hubiera sido por el engorro de tantos paquetes, paquetitos y envoltorios… ¡Más cargado que un asno! Pero las mujeres… Empiezan a darle encargos y no acaban nunca. Créame usted: al apearme del coche, tardé tres minutos en colgarme de los dedos los lacitos de todos aquellos paquetes. Dos para cada dedo.
Hombre: ¡Debió de ser bonito! ¿Sabe lo que hubiera hecho yo? Dejármelos en el coche.
Parroquiano: ¡Ya, ya! ¿Y mi mujer? ¿Y mis hijas? ¿Y todas sus amigas?
Hombre: ¡Habrían puesto el grito en el cielo! Y yo me hubiera divertido la mar.
Parroquiano: ¡Usted no sabe lo que son las mujeres cuando están de veraneo!
Hombre: ¡Claro que lo sé! ¡Precisamente porque lo sé! (Pausa) Todas dicen que no van a necesitar nada.
Parroquiano: ¿Sólo eso? Son capaces de decir que van para hacer ahorros. Pero luego, apenas llegan al pueblecito de los alrededores, cuanto más feo, más sucio y más pobre sea, más prisa se dan a embellecerlo poniéndose sus más vistosos adornos. ¡Ah, las mujeres, caballero! Pero, después de todo, esa es su profesión… «¿Por qué no haces una escapadita a ciudad, querido? Es que yo necesitaría esto… o lo otro… Y, ya que vas, si no te molesta – vale un mundo ese «si no te molesta… » – Y ya, de paso, nada te cuesta…» – «Pero, hija mía, ¿cómo quieres que en tres horas haga todos esos encargos?» – «iVamos, calla! Cogiendo un coche…» Y lo peor es que, como vine sólo para tres horas, no me traje la llave de casa.
Hombre: ¡Esa es buena! ¿Y por eso…?
Parroquiano: Dejé aquella montaña de paquetes en la consigna de la estación; me fui a cenar a una fonda, y luego, para quitarme el mal humor, al teatro. Se asaba uno de calor. A la salida, me digo: «¿Qué hago?: es la una; a las cuatro cojo el primer tren. No vale la pena acostarse.» Y me vine aquí. Este café no cierra, ¿verdad?
Hombre: No cierra, no, señor. (Pausa) ¿Así que dejó usted todos aquellos paquetes en la estación?
Parroquiano: ¿No estarán seguros allí? Estaban todos bien atados…
Hombre: No, no. No lo digo por eso.
(Pausa)
Ya me imagino que estarán bien atados: con ese arte especial que ponen los jóvenes dependientes para envolver la mercancía vendida…
(Pausa)
¡Qué manos! Un buen pliego, grande, de papel doblado, liso… que da gusto verlo; tan fino, que dan ganas de poner en él la cara para sentir su caricia… Lo extienden sobre el mostrador; luego, con garbo y desenvoltura, colocan encima, en medio, la tela, bien dobladita. Levantan primero, con el dorso de la mano, un borde; luego, encima, doblan el otro, y hacen todavía otra pequeña doblez, con gracia; una doblez más, por amor al arte; luego doblan a los lados, en forma de triángulo, y vuelven para abajo las dos puntas; alargan la mano a la cajita del bramante; de un tirón, desenrollan el trozo necesario, para atar el paquete; y lo atan tan de prisa, que ni siquiera ha tenido uno tiempo de admirar aquella habilidad, cuando le presentan el paquetito con la lazada dispuesta para colgarla de un dedo.
Parroquiano: Se ve que ha prestado usted mucha atención a los jóvenes dependientes.
Hombre: ¿Yo? Caballero: me he pasado jornadas enteras observándolos. Soy capaz de estarme una hora mirando una tienda a través del escaparate. Allí se me vida todo. Me parece ser… quisiera realmente ser aquella tela de seda… aquel bordado, aquella cinta roja azul celeste que los jóvenes de la mercería han medido con el metro, y luego… ¿ha visto cómo hacen?: la recogen formando un ocho alrededor del pulgar y el meñique de la mano izquierda, antes de envolverla.
(Pausa)
Miro al cliente o a la cliente que salen de la tienda con el paquete colgado de un dedo, o en la mano, bajo el brazo… Los sigo con la mirada hasta que se pierden de vista… imaginándome… ¡ah! ¡cuántas cosas imagino! No puede usted hacerse una idea.
(Pausa.)
(Luego, taciturno, como hablando consigo mismo): Pero me sirve. Me sirve esto.
Parroquiano: ¿Le sirve? ¿El qué… ? Y perdone…
Hombre: Agarrarme así, con la imaginación… A la vida. Como una enredadera a los barrotes de una reja.
(Pausa)
¡Ah! No dar un momento de reposo a la imaginación: adherirse… adherirse con ella a la vida de los demás… pero no de la gente que conozco. No, no. ¡A esa no podría! Siento un fastidio, ¡si usted supiera! Verdadera náusea. ¡A la vida de los extraños, en torno a los cuales mi imaginación puede trabajar libremente; pero no a capricho, sino más bien teniendo en cuenta las menores apariencias descubiertas; en éste o en aquél! ¡Y si supiera usted cómo trabajo, y hasta dónde consigo penetrar! Veo la casa de éste o del otro; vivo en ella; me siento allí como en la mía, hasta percibir… ese aliento particular que tiene cada casa: la de usted, la mía. Pero en la nuestra… nosotros ya no lo notamos, porque es el mismo aliento de nuestra vida. ¿Me explico? ¡Ah! Veo que usted dice que sí…
Parroquiano: Sí, porque… Digo que debe ser un gran placer el que usted siente imaginando tantas cosas…
Hombre (Con fastidio, después de haber pensado un poco): ¿Placer? ¿Yo?
Parroquiano: Claro… Me figuro…
Hombre: Dígame: ¿ha estado alguna vez en la consulta de algún buen médico?
Parroquiano: No. ¿Por qué? ¡Gozo de perfecta salud!
Hombre: ¡No se alarme! Se lo pregunto, por saber si ha visto usted alguna vez en casa de esos médicos famosos, la sala donde los clientes esperan su turno para ser examinados.
Parroquiano: ¡Ah, sí! Una vez tuve que acompañar a una hija mía que padecía de los nervios.
Hombre: Bien. No quiero enterarme. Digo, aquellas salas…
(Pausa)
¿Se ha fijado en ellas? Divanes oscuros, anticuados… Aquellas sillas con tela acolchada, que a veces no hacen juego… aquellos silloncitos… Es mercancía comprada de ocasión, de segunda mano puesta allí para los clientes; no pertenecen a la casa. El señor doctor tiene para él, para las amigas de su mujer, un salón muy diferente: rico, hermoso. ¡Quién sabe cómo gritaría cualquier silla, cualquier butaquilla de aquel salón, si la trajeran a la sala de espera de clientes, donde bastan esos otros muebles… decentes, sobrios! Me gustaría saber si usted, cuando fue con su hija, observó atentamente los sillones y sillas donde estuvieron sentados, esperando.
Parroquiano: Pues… yo… la verdad, no…
Hombre: Claro. Porque no estaba enfermo.
(Pausa)
Pero, muchas veces, ni siquiera los enfermos se fijan, preocupados como están con su enfermedad.
(Pausa)
Y sin embargo… ¡cuántas veces están allí algunos mirándose el dedo que hace signos sin sentido sobre el brazo lustroso del sillón en donde están sentados! Están pensando y no ven.
(Pausa)
Pero, al atravesar la sala, cuando se sale de la consulta, ¡qué efecto hace volver a ver la silla, en la cual estuvimos sentados poco antes, en espera de la sentencia sobre nuestra enfermedad, que todavía desconocíamos! ¡Encontrarla ocupada por otro cliente, que también está enfermo y no sabe de qué; o allí, vacía, impasible, esperando a que otro cliente venga a ocuparla…!
(Pausa)
Pero ¿qué decíamos? ¡Ah, ya! El placer de la imaginación… ¡Quién sabe por qué me habré acordado de pronto de una de esas sillas de la sala de casa del médico, donde los enfermos esperan la hora de la consulta!
Parroquiano: Ya… Verdaderamente…
Hombre: ¿No ve usted la relación? Ni yo tampoco.
(Pausa) Pero es que ciertas asociaciones de imágenes lejanas entre sí, son tan particulares en cada uno de nosotros, y determinadas por razones y experiencias tan singulares… que no podríamos entendernos unos a otros, si, al hablar, no las suprimiéramos. Nada más ilógico, a veces, que esa analogía.
(Pausa)
Pero, mire usted: la relación, quizá pueda ser ésta: Sienten placer aquellas sillas, imaginándose quién será el cliente que viene a sentarse en ellas, en espera de consulta, qué enfermedad llevará dentro, adónde irá, qué hará después de la consulta? Ningún placer. Pues eso me pasa a mí: ¡ninguno! Las sillas están allí sólo para servir de asiento a tantos clientes como lleguen. Pues algo así es mi ocupación. Tan pronto me ocupo de una cosa como de otra. En este momento me ocupo de usted, y, créame, no experimento ningún placer por el tren que ha perdido, por la familia que le espera donde veranea, por todo el fastidio que puedo suponer en usted.
Parroquiano: ¡Y tanto! ¿Sabe?
Hombre: Dé usted gracias a Dios, si sólo es fastidio.
(Pausa)
Hay cosas peores, caballero.
(Pausa)
Yo le digo que necesito agarrarme con la imaginación a la vida de los demás; pero así, sin placer, sin interesarme siquiera… Más bien… para sentir un fastidio para juzgarla tonta y vana, la vida, de manera que a ninguno pueda importarle acabar.
(Taciturno, con rabia): Y esto es fácil de demostrar, ¿sabe?, con pruebas y ejemplos continuos, en nosotros mismos, implacablemente. Porque, caballero, el deseo de vivir no sabemos de qué está hecho; pero…, ahí está, ahí está; lo sentimos todos aquí, como una angustia en la garganta; y no se satisface nunca; no puede satisfacer nunca, porque la vida, en el mismo acto en que la vivimos, es siempre tan voraz de sí misma, que no se deja saborear. El sabor está en el pasado que nos queda vivo dentro. El deseo de vivir nos viene de eso: de los recuerdos, que nos tienen atados. Pero, ¿atados a qué?: a esta tontería…, a este disgusto…, a tantas ilusiones estúpidas…, ocupaciones insulsas… Sí, sí. Esto que ahora, aquí, es una tontería; esto que ahora, aquí, es un aburrimiento; y llego hasta a decir: esto que ahora parece una desventura, una verdadera desventura… sí, señor…, a la distancia de cuatro, cinco, diez años, ¡quién sabe qué sabor adquirirá…, qué gusto tendrán las lágrimas de ahora! Y la vida, ¡Dios mío!, al solo pensamiento de perderla…, especialmente cuando se sabe que es cuestión de días…
En este momento por la esquina de la izquierda, asoma la cabeza, para espiar, la mujer vestida de negro.
Hombre: ¡Mire…! ¿Ve usted allí? Allí, en aquella esquina…. ¿ve usted aquella sombra de mujer? ¡Mire! ¡Ya se escondió!
Parroquiano: ¿Cómo? ¿Quién…, quién era?
Hombre: ¿No la ha visto? Se ha escondido.
Parroquiano: ¿Una mujer?
Hombre: Mi mujer, sí.
Parroquiano: ¡Ah! ¿Su señora?
Hombre (Después de una pausa): Me vigila desde lejos. Iría a echarla de allí a patadas; pero sería inútil. Es como uno de esos perros perdidos, obstinados, que, cuanto más patadas se les da, más se nos pegan a los talones.
(Pausa)
Lo que esa mujer está sufriendo por mí…, usted no puede imaginárselo. Ya ni come, ni duerme. Viene siempre detrás de mí, día y noche, así, a distancia. Y…, si al menos se preocupara de cepillarse ese andrajo que lleva en la cabeza, ese vestido… Ya no parece una mujer; parece el trapo de limpiar. Se le han empolvado para siempre los cabellos, aquí, en las sienes; y apenas si tiene treinta y cuatro años.
(Pausa)
Me da una rabia, que no puede usted figurárselo. A veces la cojo por los hombros y le grito en la cara: «¡Estúpida!», zarandeándola. Se aguanta con todo. Se queda allí, mirándome, con unos ojos… Con unos ojos que, se lo juro, me hacen venir a los dedos un deseo salvaje de ahogarla. Nada. Espera a que me aleje para ponerse otra vez a seguirme a distancia.
La mujer se asoma de nuevo.
Hombre: ¡Mire! ¡Otra vez asoma la cabeza en la esquina!
Parroquiano: ¡Pobre señora!
Hombre: ¡Qué pobre señora! Ella querría, ¿comprende?, que yo me estuviera quieto en casa, tranquilo, acurrucado en medio de todos sus amorosos y apasionados cuidados; gozando del orden perfecto que reina en todas las habitaciones, de la lindeza de todos los muebles; de aquel silencio de espejo que había antes en mi casa, medido por el tictac del reloj de péndulo del comedor. ¡Eso querría ella! Ahora, yo le pregunto a usted, para hacerle comprender lo absurdo…, ¡qué digo, absurdo…! la macabra ferocidad de esa pretensión; le pregunto si cree posible que las casas de Avezzano, las casas de Messina, sabiendo que un terremoto iba a destrozarlas dentro de poco, habrían podido estarse allí tranquilamente, a la luz de la luna, ordenadas fila a lo largo de calles y plazas, obedientes al plano regulador de la comisión edilicia municipal. ¡Hasta las casas de piedras y vigas se habrían escapado! ¿Se imagina usted a los ciudadanos de Avezzano, a los de Messina, desnudándose tranquilamente para acostarse, doblando sus ropas, colocando los zapatos a la puerta de la habitación, tapándose bajo las mantas y gozando la suavidad de las sábanas bordadas, sabiendo que dentro de unas horas estarían todos muertos? ¿Le parece posible?
Parroquiano: Pero…, ¿acaso su señora…?
Hombre: ¡Déjeme hablar! Si la muerte, señor fuera como uno de esos insectos extraños, repugnantes, que a veces descubre uno encima de sí… Va usted por la calle; un transeúnte lo para de improviso, y, con cautela, con los dedos extendidos, le dice: «¿Me permite, caballero? Lleva usted la muerte encima.» Y, con aquellos dos dedos extendidos, la pilla y la arroja… ¡Sería magnífico! Pero la muerte no es como esos insectos repugnantes. ¡Cuántos que están paseándose, tan alegres y confiados, quizá la llevan encima! Nadie la ve; y ellos están tranquilamente haciendo proyectos para mañana o pasado mañana. Ahora, yo …
Se levanta.
¡Mire, caballero!, venga usted aquí …
(Lo hace levantarse y lo lleva junto a la farola encendida): aquí, junto a esta luz…, venga… Voy a enseñarle una cosa… Mire aquí, debajo de mi bigote… ¿Ve usted esta acerola violácea? ¿Sabe cómo se llama esto? ¡Ah! Tiene un nombre dulcísimo…, más dulce que un caramelo: epitelioma, se llama. Pronuncie la palabra, y sentirá su dulzura: epitelioma…; la muerte, ¿comprende?, ha pasado. Me ha puesto esta flor en la boca, y me ha dicho: «Tenla, querido: volveré a pasar dentro de ocho o diez meses.»
(Pausa)
Ahora, dígame usted si con esta flor en la boca, puedo estarme en casa tranquilo y quieto, como quisiera aquella desgraciada.
(Pausa)
Le grito: «¿Ah, sí? ¿Quieres que te dé un beso?» «¡Sí, bésame!» Pero, ¿no sabe usted lo que hizo la semana pasada? Con un alfiler se arañó aquí, en el labio; luego me agarró la cabeza y quería besarme… besarme en la boca…. porque dice que quiere morirse conmigo.
(Pausa)
Está loca.
(Luego, con ira): ¡Yo no me estoy en casa! ¡Quiero estar detrás de los escaparates de las tiendas, yo, para admirar la habilidad de los dependientes! Porque…, usted comprenderá…, si en un momento siento el vacío dentro de mí… Puedo también matar, como el que no hace nada, toda la vida de uno que no conozco… ; sacar el revólver y matar a uno que, como usted, haya tenido la desgracia perder el tren…
(Se ríe) No, no; no tenga miedo caballero: ¡es una broma!
(Pausa)
Me voy.
(Pausa)
Me mataré yo, si acaso…
(Pausa)
Pero…, ¡en esta época hay unos albaricoques tan ricos…! ¿Cómo los come usted? Con toda la boca, ¿verdad? Se abren por la mitad; se oprimen con los dedos…, como labios jugosos…, ¡ah, qué delicia!
(Se ríe. Pausa): Mis respetos a su distinguida esposa y a sus hijas, que están de veraneo.
(Pausa)
Me las imagino vestidas de blanco o de azul celeste, en un hermoso prado, a la sombra…
(Pausa)
Y mañana, al llegar, me hará usted un pequeño favor: me figuro que el pueblo estará cerquita de la estación; al amanecer, puede usted hacer el caminito a pie. La primera mata de hierba que vea usted en el borde… Cuente usted por mí los tallos que tiene. Tantos tallos tenga…. tantos días me quedan de vida.
(Pausa)
Pero elija usted una mata muy espesa, por favor.
(Se ríe; luego): Buenas noches caballero.
Y se va canturreando, con la boca cerrada, el motivo de la «Mandolina lejana», hacia la esquina de la derecha; pero luego se acuerda de que la mujer está allí esperándolo; se vuelve y va hacia la otra esquina, mientras el Parroquiano pacifico, casi desmayado, lo sigue con la mirada.
Telón
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