In Italiano – Il fu Mattia Pascal
In English – The late Mattia Pascal
El difunto Matias Pascal
Capitulo 19
Advertencia sobre los escrúpulos de la fantasía
El señor Alberto Heintz, de Buffalo, Estados Unidos, dividido entre el amor de su mujer y el de una señorita de veinte años, resuelve convocar a ambas a una reunión con vistas a tomar una decisión conjunta.
Las dos mujeres y el señor Heintz acuden puntualmente al lugar de la cita, y, tras prolongada discusión, llegan a un acuerdo.
Los tres van a poner fin a sus vidas.
La señora Heintz vuelve a su casa, se pega un pistoletazo y muere. Por tanto, el señor Heintz y su amorosa señorita veinteañero, en vista de que con la muerte de la señora Heintz todo obstáculo a su unión queda suprimido, convienen en que no existe ya razón alguna para buscar la muerte y deciden seguir viviendo y contraer matrimonio. Pero la autoridad judicial piensa de otro modo y procede a su detención.
Un prosaico desenlace.
(Ver periódicos de Nueva York del 25 de enero de 1921, edición de la mañana.)
Supongamos que a un pobre autor de comedias se le ocurre la desgraciada idea de llevar a escena semejante argumento.
A buen seguro que su fantasía sentirá escrúpulos, sobre todo a la hora de paliar con remedios «heroicos» la falta de sentido del suicidio de la señora Heintz, tratando de prestarle de algún modo verosimilitud.
Pero podemos estar igualmente seguros de que, pese a todos los remedios heroicos elaborados por el comediógrafo, noventa y nueve críticos teatrales de cada cien reputarán absurdo ese suicidio e inverosímil la comedia.
Y es que la vida, que muestra con desfachatez todos los absurdos, pequeños y grandes, de que felizmente está llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de esa estúpida verosimilitud que el arte se cree obligada a respetar.
Los absurdos de la vida no necesitan parecer verosímiles porque son verdaderos; al revés que los del arte, que para parecer verdaderos, necesitan ser verosímiles. Con lo que, siendo verosímiles, dejan de ser absurdos.
Un acontecimiento de la vida puede ser absurdo; una obra de arte, si es tal, no.
De lo que se deduce que es una idiotez tachar de absurda e inverosímil, en nombre de la vida, una obra de arte.
En nombre del arte, sí; en nombre de la vida, no.
En la historia natural existe un reino que, por abarcar a todos los animales, es objeto de estudio de la zoología.
Entre los muchos animales que pueblan este reino se cuenta el hombre.
Y el zoólogo, claro está, puede hablar del hombre y decir, por ejemplo, que no es un cuadrúpedo sino un bípedo, y que no tiene cola, como el mono, o como el burro, o el pavo real.
. El hombre de que habla el zoólogo no puede jamás tener la desgracia de perder, digamos, una pierna y ponérsela de palo; o de – Perder un ojo y ponerse uno de cristal. El hombre del zoólogo tiene siempre dos piernas, ninguna de ellas de palo; siempre dos ojos, y ninguno de ellos de cristal.
Y contradecir al zoólogo es inútil. Porque el zoólogo, si le presentamos un individuo con una pierna de palo o un ojo de cristal, nos contesta que no lo conoce, porque dicho individuo no es el hombre, sino un hombre.
Pero es igualmente cierto que nosotros, a nuestra vez, podemos replicar al zoólogo diciéndole que el hombre que él conoce no existe, y que en cambio existen los hombres, ninguno de los cuales es idéntico a su vecino y que pueden incluso tener, por desgracia, una pierna de palo o un ojo de cristal.
Dicho esto, se pregunta si quieren ser considerados como zoólogos o como críticos literarios todos esos señores que, a la hora de juzgar una novela, un cuento o una comedia, rechazan tal o cual personaje tal o cual representación de hechos o de sentimientos en nombre, no ya del arte, lo cual sería justo, sino de una humanidad que parecen conocer a la perfección, como si realmente pudiese existir en abstracto, esto es, fuera de esa infinita variedad de hombres capaces de cometer todos los absurdos que antes decíamos y que no necesitan parecer verosímiles, porque son verdaderos.
Pero, por la experiencia que por mi parte he tenido ocasión de hacer de semejante crítica, lo bonito es que mientras que el zoólogo reconoce que el hombre se distingue de los demás animales, entre otras cosas, por el hecho de que el hombre razona y los animales no, los señores críticos presentan precisamente el razonamiento (es decir, lo que es más propio del hombre) no ya como un exceso (como podría esperarse) sino, por el contrario, como un defecto de humanidad en muchos de sus no alegres personajes.
Al parecer, para ellos humanidad es algo que atañe más bien al sentimiento que a la razón.
Pero, aun en el caso de querer hablar tan en abstracto como dichos críticos lo hacen, ¿no es acaso cierto que el, hombre no razona nunca (o «desrazona», que para el caso viene a ser lo mismo) tan apasionadamente como lo hace cuando sufre, y precisamente porque quiere conocer la raíz de su sufrimiento, y a los causantes del mismo, y si es justo o no que se lo hayan producido; mientras que cuando disfruta toma el disfrute como viene y no se anda con razonamientos, como si la felicidad fuera un derecho?
Es propio de los animales el sufrir sin razonar. Los que sufren y razonan (precisamente porque sufren) no son humanos para esos señores críticos, pues, al parecer, el que sufre no debe pasar de ser animal, y sólo siendo animal es para ellos humano.
Pero hace poco he dado con un crítico a quien estoy muy agradecido.
A propósito de mi inhumana y parece que incurable «cerebralidad» y de la absurda inverosimilitud de mis argumentos y personajes, se ha dirigido a los otros críticos preguntándoles que de dónde sacaban el criterio para juzgar como lo hacían el mundo de mi arte.
«¿Tal vez de la que solemos llamar vida corriente?», preguntaba. «¿Pero acaso es ésta otra cosa que un sistema de referencias que nosotros seleccionamos de entre el caos de los eventos de cada día y que arbitrariamente calificamos de corriente?» Y concluía que «no se puede juzgar al mundo de un artista más que aplicando criterios procedentes de ese mismo mundo».
Debo añadir, para acreditar a este crítico ante los otros, que a pesar de ello – o mejor dicho, precisamente por ello- , también él acaba juzgando desfavorablemente mi obra, pues, considera que no sé dar un valor y un sentido universalmente humanos a mis argumentos y personajes, dejando así perplejos a quienes van a juzgar sobre ellos, pues, no saben si mi intención es o no la de limitar- me a reproducir determinados acontecimientos curiosos o situaciones psicológicas muy concretas.
¿Pero y si el valor y el sentido universalmente humanos de algunos de mis argumentos y personajes, en el contraste – como él dice- entre realidad e ilusión, entre rostro individual e imagen social de él, consistiese ante todo en el sentido y en el valor a conceder a ese primer contraste, que, por una burla constante de la vida, se nos muestra siempre como inconsistente en cuanto que (y necesariamente, por desgracia) toda realidad de hoy está destinada a mostrársenos mañana como ilusión, pero ilusión necesaria? ¿Y si fuera de ella, desafortunadamente, no existiese para nosotros ninguna otra realidad? ¿Y si consistiese justamente en esto, en que un hombre o una mujer, puestos por los otros o por sí mismos en una situación penosa, socialmente anormal y absurda por completo, la arrastran, la soportan y la representan ante los demás en tanto no la ven ya por ceguera, ya por una increíble buena fe? ¿Y por qué en cuanto la ven tan claramente como si se les hubiera puesto un espejo ante los ojos, dejan de soportarla, les produce horror y la rechazan o, si no pueden rechazarla, se sienten morir? ¿Y si consistiese justamente en esto, en que una situación socialmente anormal se acepta, aun vista a través de un espejo (situado esta vez ante nuestros ojos por obra de nuestra propia ilusión), y entonces se la representa, soportando el martirio que ella entraña, hasta tanto la representación no rebase el marco de la máscara sofocante que nosotros mismos nos hemos colocado o que nos viene impuesta por otros o por una cruel necesidad; es decir, hasta tanto un sentimiento nuestro demasiado vivo, latente bajo esa máscara, no resulte herido tan profundamente que estalle al fin la rebelión y la careta se destroce y se patee?
«Entonces – dice el crítico- un chorro de humanidad envuelve de golpe a los personajes: las marionetas, súbitamente, se tornan criaturas de carne v hueso v de sus labios brotan palabras que incendian el alma y destrozan el corazón».
¡Y cómo no! Han destapado sus desnudos rostros individuales, deshaciéndose de la máscara que les hacía ser marionetas de sí mismos o manejadas por otros; de esa máscara que antes les hacía aparecer como personajes duros, leñosos, angulosos, sin matices ni delicadeza, que, sin saber cómo, se viesen arrojados (como todo aquello que se combina y edifica no libremente sino por necesidad) a una situación anormal, inverosímil, paradójica; de tal naturaleza, en suma, que al cabo no han podido ya soportarla más y le han puesto fin.
El caos, cuando lo hay, es, pues, voluntario; el maquinismo, cuando existe, es, pues, deliberado. Pero no soy yo quien lo impone, sino el relato mismo, los personajes mismos. Y enseguida salta a la vista: en realidad, a menudo ha sido compuesto a propósito y colocado al alcance de los ojos al tiempo que se construía y combinaba. Es la máscara para una representación; el juego de las partes; lo que desearíamos o deberíamos ser; lo que parece a los demás que somos, mientras que lo somos no lo sabemos, hasta cierto punto, ni nosotros mismos; la burda y dudosa metáfora de nuestro ser; la imagen, a menudo complejísima que nos atribuimos o nos atribuyen: un maquinismo, pues, entero y vero, en el que, repito, cada cual es títere de sí mismo. Y luego, al final, el puntapié que lo echa todo a rodar.
Creo que no puedo sino estar satisfecho de mi fantasía si, con todos sus escrúpulos, ha conseguido mostrar como defectos reales los que sólo ella ha elaborado, defectos de esa imagen ficticia que los propios personajes han construido acerca de sí mismos y de sus vidas o que otros les han atribuido: los defectos, pues, de la mascara hasta tanto no se presente desnuda.
Pero mayor consuelo ha sido el que la vida, o, mejor dicho, la crónica cotidiana, me ha deparado cerca de veinte años después de la primera publicación de Il fu Mattia Pascal, que hoy vuelve a editarse.
Tampoco a dicha obra, cuando salió a la luz, le faltaron, a pesar del consenso casi unánime, quienes la tachasen de inverosímil.
Pues bien: la vida se ha dignado darme la prueba de la verdad de este argumento en una medida realmente extraordinaria, precisando incluso algunos detalles característicos que eran producto espontáneo de mi fantasía.
He aquí lo que apareció en el «Corriere della Sera» de 27 de marzo de 1920.
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