El difunto Matias Pascal – Capitulo 14 – Las proezas de Max

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El difunto Matias Pascal - Capitulo 14

El difunto Matias Pascal
Capitulo 14
Las proezas de Max

¿Aprensión? No. Ni por asomo. Lo que yo sentía era una viva curiosidad y hasta cierto temor de que Papiano hubiese de quedar muy malparado en aquella sesión; aunque parecía lógico que esa perspectiva me agradase, no era así. Porque ¿quién no experimenta tristeza y sonrojo al asistir a una comedia mal representada por cómicos de la legua?

“Una de dos – pensaba- : o él es muy habilidoso, o su terquedad en no separarse de las faldas de Adriana no le deja ver claro a lo que se expone, dejándonos a Bernáldez y Pepita, a Adriana y a mí, chasqueados, y, por lo tanto, en situación de descubrir su trampa sin experimentar, en cambio, el menor gusto. La que lo notará más pronto será Adriana, que es la que está a su lado; y diz que ya tiene sospechas de sus fullerías, y anda escamada. No pudiendo estar a mi lado, quizá ya esté preguntándose a sí misma por qué razón asiste a esta farsa, que no sólo le resultaba desaborido, sino hasta indigna y sacrílega. Y lo mismo, sin duda, se preguntarán también Bernáldez y Pepita. ¿Cómo no lo advierte Papiano, ya que ha visto que le falló el tiro de sentarme a mi lado a la señorita de Pantogada? ¿Tanta confianza tiene en su habilidad? Pues vamos a verlo.»

En tanto me hacía estas reflexiones, no me acordaba lo más mínimo de la pianista. Y de repente, rompió ésta a hablar, como si estuviera medio dormida.

– ¡La cadena! – dijo- . ¡Hay que variar la cadena!

– ¿Está aquí ya Max? – preguntó ansiosamente el bueno de don Anselmo.

La respuesta de la pianista hízose esperar un largo rato.

– Sí – dijo por último, como a duras penas- ; pero somos demasiados esta noche…

– ¡Eso sí es verdad! – saltó Papiano- . Pero yo creo que así es mejor.

– ¡Silencio! – ordenó Paleari – . Oigamos lo que dice Max.

– La cadena – continuó la pianista-  no le parece bien equilibrada. Aquí, a este lado – y me levantó a mí la mano- , hay dos señoras juntas. Convendría que don Anselmo cambiase de sitio con la señorita de Pantogada.

– ¡Ahora mismo! – exclamó el señor Paleari, levantándose- . Ande usted, Pepita, siéntese aquí.

Pepita no rechistó lo más mínimo, y obedeció al viejo. Estaba al lado del pintor.

– Además – añadió la pianista- , doña Cándida…

Papiano interrumpióla:

– Debe cambiar de sitio con Adriana, ¿verdad?

Ya se me había ocurrido a mí. ¡Pues admirable!

Yo le apreté a Adriana la mano con fuerza, hasta lastimársela, no bien se hubo sentado junto a mí. Al mismo tiempo, la pianista me apretaba a mí la otra mano, como preguntándome: «¿Está usted contento?» «¡Claro que sí! ¡Contentísimo!”, respondíle yo con otro apretón, que significaba también: «¡SYMBOL 181 \f “MS Linedraw” _hora ya pueden ustedes hacer lo que gusten!”

– ¡Silencio! – ordenó otra vez don Anselmo.

¿Quién había hablado? ¿Quién había de hablar? La mesa. ¡Cuatro golpes! ¡Apagad las luces!

Yo, por mí, juro que no sentí los tales golpes.

Sólo que, no bien apagado el farolillo, sucedió una cosa que dio al traste, de golpe y porrazo, con todas mis suposiciones. La pianista lanzó un agudo alarido, que nos hizo saltar de los asientos. – ¡Luz! ¡Luz!

¿Qué había ocurrido?

Pues que la pobre pianista había recibido en la boca un puñetazo formidable; tanto, que le chorreaban sangre las encías.

Pepita y doña Cándida levantáronse, despavoridas. También se levantó Papiano, volviendo a encender el farolillo. De pronto, Adriana retiró su mano de la mía. El señor Bernáldez sostenía en alto una cerilla encendida, y sonreía, entre asombrado e incrédulo, mientras el señor Paleari, en el colmo de la desolación, exclamaba:

– ¡Un puñetazo! Pero, ¿cómo se explica esto?

La misma pregunta hacíame yo, desconcertado. ¿Un puñetazo? Luego aquel cambio de sitios no estaba convenido de antemano entre ellos. ¿Un puñetazo? Luego la pianista habíase rebelado contra la voluntad de Papiano. ¿Qué iba a pasar ahora?

Pues pasaba que la pianista, dándole un empellón a la silla y llevándose un pañuelo a la boca, decía que para ella se habían acabado las sesiones de espiritismo. Y Pepita Pantogada ponía el grito en el cielo, diciendo:

– Gracie, segnori! Gracie! Aquí se dano cachetes!

– ¡Quiá! ¡No lo crea usted! – exclamó don Anselmo- . Señoras y señores: este es un caso nuevo, sumamente extraño. Hay que pedir explicaciones.

– ¿A Max? – pregunté yo.

– ¡Claro que sí! ¡Silvia, mujer! ¿No habrá usted interpretado mal sus indicaciones al disponer la cadena?

– ¡Es probable! ¡Es probable! – saltó Bernáldez, echándose a reír.

– Y usted, señor Meis, ¿qué piensa de esto? – preguntóme el señor Paleari, al cual no le hacía feliz el pintor.

– Pues yo pienso lo mismo que usted – respondíle.

Pero la pianista negó con la cabeza.

– Pero, entonces, ¿cómo se explica lo ocurrido? – siguió diciendo el pobre de don Anselmo- . ¿Max, iracundo? ¿Cuándo se le vio así? ¿Qué dices tú, Terencio?

Terencio, recatado en la penumbra, no decía nada; lo único que hizo fue encogerse de hombros.

– Bueno – díjele yo entonces a la pianista- . ¿Quiere usted, Silvia, que le demos gusto a don Anselmo? Pidámosle una explicación a Max; que, si después de eso, vuelve a las andadas, poniendo de manifiesto que es un espíritu poco… espiritual, con mandarlo a paseo, asunto concluido. ¿No le parece a usted, Papiano?

– ¡Admirable! – respondió aquél- . Voto por que se le pidan explicaciones a Max.

– Pues yo voto por todo lo contrario – protestó la pianista, encarándose con él.

– ¿Y a mí que me cuenta usted? – exclamó Papiano- . Si es partidaria de que le espantemos…

– Sí, será lo mejor – aventuró, tímidamente, Adriana.

Pero al punto, don Anselmo salió diciendo:

– ¡Miren a la muy miedosa! ¡Todo eso son puerilidades, caramba! Y usted dispense, Silvia, que también va con usted lo que digo. Usted conoce de sobra a ese espíritu, que le es familiar, y sabe que ésta es la primera vez que… ¡Vamos! Que sería una lástima espantarle; porque, después de todo – y aun reconociendo que el incidente no ha podido ser más desagradable- , esta noche prometían los fenómenos manifestarse con una energía insólita.

– ¡Con demasiada energía, don Anselmo! – exclamó Bernáldez, prorrumpiendo en una carcajada y contagiando de su hilaridad a la reunión. – A mí, la verdad, no me haría mucha gracia que me dieran un puñetazo en este ojo, como lo tengo.

– ¡Ni a mí tampoco! – añadió Pepita.

– ¡Siéntense todos! – ordenó entonces Papiano resueltamente- . Sigamos el consejo del señor Meis. Pidámosle una explicación a Max. Y si los fenómenos vuelven a manifestarse con demasiada energía, pues lo dejamos, y en paz. ¡Siéntense!

Y apagó, de un soplo, el farolillo.

Yo busqué, a tientas en la sombra, la mano de Adriana, que temblaba, aterida. A lo primero, respetando su temor, no me atreví a estrechársela; pero luego, poco a poco, se la fui apretando, como para infundirle calor, y, con él, la confianza en la feliz prosecución de la velada. No cabía, en efecto, duda alguna de que Papiano, arrepentido acaso de su violento proceder, había cambiado de, modo de pensar. Sea de ello lo que fuere, por el momento había derecho a esperar una tregua, después de la cual Max nos tomara a Adriana y a mí por el blanco de sus iras. “¡Bueno! – díjeme para mis adentros- . En cuanto la broma me resulte pesada, con ponerle remate, ¡asunto concluido! ¡No estoy dispuesto a tolerar que nadie haga sufrir a Adriana!”

A todo esto, el señor Paleari estaba ya hablando con Max, exactamente igual que lo hubiera hecho con una persona de carne y hueso que se hubiera hallado presente:

– ¿Estás aquí?

Dos golpecitos en la mesa: ¡allí estaba!

– ¿Y cómo se explica, Max – continuaba el señor Paleari, en tono de cariñoso reproche- , que tú, que eres tan bueno y amable, hayas tratado tan malamente a la señorita Silvia? ¿Quieres decirnos por qué ha sido eso?

Aquella vez la mesita tambaleóse un poco, sonando luego en su centro tres golpes secos y rotundos. Tres golpes; luego quería decir que no; que no quería dar explicaciones.

– ¡No insistamos! – exclamó el señor Paleari – . Estás todavía un poco sobreexcitado, ¿eh? Lo siento, porque te conozco…, te conozco… ¿No querrías decirnos, por lo menos, si te agrada la forma en que ahora tenemos hecha la cadena?

No había acabado Paleari de formular esa pregunta, cuando yo sentí que me hurgaban por dos veces en la frente, como con la yema de los dedos.

– ¡Sí! – exclamé de pronto, denunciando el fenómeno; y apretéle la mano a Adriana.

Debo confesar, sin embargo, que aquel inopinado tocamiento prodújome una extraña impresión. Estaba seguro de que si hubiera levantado la mano me hubiera encontrado con la de Papiano; pero, a pesar de todo… La delicada ligereza del tacto, así como lo certero del mismo, resultaban, de todas formas, prodigiosos. Además, repito que no me lo esperaba. Pero, a todo esto, ¿por qué Papiano me había elegido a mí para expresar por mi conducto su satisfacción? ¿Sería que había querido tranquilizarme con aquella señal, o que, por el contrario, tenía ésta un sentido de reto, como diciéndome: Ahora verás si estoy satisfecho?

– ¡Bravo, Max! – exclamó el bueno de don Anselmo.

Y yo pensé para mis adentros: «Ya verá el bravo la tunda que le voy a dar.»

– ¡Bueno! Pues ahora, si no te desplace – siguió diciendo el dueño de la casa- , ¿querrías darnos una prueba de que no estás enojado con nosotros?

Cinco golpes en la mesa indicaron: – ¡Hablad!

– ¿Qué quieren decir esos golpes? – preguntó doña Cándida, asustada.

– ¡Pues que hay que hablar! – explicó Papiano con la mayor frescura.

Y Pepita:

– ¿Con quién?

– ¡Pues con quien usted quiera, señorita! Con su vecino, por ejemplo.

– ¿Fuerte?

– Sí – dijo don Anselmo- . Esto quiere decir, señor Meis, que Max va a prepararnos mientras tanto alguna manifestación brillante. Quizá una luz…. ¿quién sabe? ¡Hablemos, hablemos! …

¿Pero qué decir? Yo ya hacía rato que estaba al habla con la mano de Adriana, y no se me ocurría, ¡ay de mí!, nada más. Traíame con aquella manecita un largo monólogo, intenso, enérgico y, al mismo tiempo, acariciante, que ella escuchaba toda trémula y rendida; habíala obligado ya a abandonarme sus dedos y entrelazarlos con los míos. Ardiente embriaguez había hecho presa en mí, que gozaba lo indecible con el espasmo que le costaba el esfuerzo que hacía para contener su caprichosa fuga, y expresarse, en vez de eso, con el lenguaje de una suave ternura, según cumplíale al candor de aquella alma tímida y delicada.

Pero en tanto nuestras manos sostenían este palique tan íntimo, hube de notar algo así como si estuviesen arañando en el travesaño de la silla, entre las dos patas de atrás, de lo que recibí cierto sobresalto. Papiano no podía alcanzar hasta allí con el pie; y puesto caso que pudiera, hubiéraselo impedido el travesaño de las patas delanteras. ¿Sería que se habría levantado de la mesa y venido a colocarse detrás de mi silla? Pero, en ese caso, doña Cándida no hubiera dejado de notario, a menos de estar lela. Antes de comunicarles a los demás el fenómeno, hubiera querido explicármelo en alguna forma; pero luego pensé que, habiendo conseguido ya lo que yo anhelaba, estaba ahora casi en la Obligación de secundar la trampa, sin meterme en más averiguaciones, a fin de no irritar todavía más a Papiano. Y declaré en voz alta lo que estaba sintiendo.

– ¿Es de verdad? – exclamó Papiano, desde su sitio, con un asombro que me pareció sincero. La pianista mostró también maravillarse.

Yo sentí que se me ponían de punta los pelos de la frente. ¿De modo que aquello iba de veras?

– ¿Ha sentido usted como si arañasen? – preguntó ansiosamente don Anselmo- . ¿Cómo hacían? ¿Cómo hacían?

– Pues así – confirmé yo casi enfadado- . ¡Y todavía sigue! Parece exactamente como si por aquí detrás anduviese un perrillo…

Una ruidosa carcajada acogió aquella explicación mía.

– ¡Hombre! ¡Entonces será Minerva! ¡Minerva es! – gritó Pepita Pantogada.

– ¿Y quién es Minerva? – pregunté yo, mortificado.

– ¡Pues mi perritas – exclamó la joven, sin dejar de reír- . La viechia mia, segnore, che se grata assi soto tute le sedie! Con permisso! Con permisso!

Bernáldez encendió otra cerilla, y Pepita se levantó, cogiendo a la perrilla, que se llamaba Minerva, y acomodándosela en la falda.

– ¡Ahora me explico – dijo, contrariado, don Anselmo- , ahora me explico el enojo de Max! ¡Hemos procedido con muy poca seriedad esta noche!

Por parte del señor Paleari , quizá la hubiese; pero por la nuestra, si he de ser franco, no hubo tampoco mucha seriedad en las noches sucesivas, tocante al espiritismo, se entiende.

¿Quién podía ya llevar la cuenta de las picoezas que Max hacía en la oscuridad? La mesita crujía, movíase, hablaba con golpes rotundos o leves; oíanse más golpes también en los tableros de las sillas y hasta en los muebles de la habitación, amén de roces, arañazos y demás rumores; extrañas luces fosfóricas, semejantes a fuegos fatuos, encendíanse y brillaban un instante en la sombra, dando volteretas; y hasta la sábana, iluminábase y se hinchaba como la vela de un barco; y una mesita de ésas para poner el tabaco dio no sé cuantos paseos por la habitación, llegando una vez incluso a montársele encima a la mesa en torno a la cual estábamos sentados; y la guitarra, cual si le hubiesen salido alas, saltó del testero de la pared donde estaba colgada y se nos vino encima… Pero a mí parecióme que como más gallardamente demostraba Max sus eminentes facultades musicales era con el collar de cascabeles de marras, que en determinado momento resultó tenerlo ceñido al cuello la pianista; lo que hubo de parecerle al bueno de don Anselmo una broma cariñosa e ingeniosísima de Max, bien que a la solterona no le hiciese ni pizca de gracia.

Saltaba a la vista que había entrado en escena, a favor de la oscuridad, Escipión, el hermanito de Papiano, con instrucciones particularísimas. Era el muchacho epiléptico, pero no tan idiota como su hermano Terencio y él mismo querían hacernos creer. Acostumbrado ya a la oscuridad, debía de tener la virtud de ver en ella. Y en verdad que no podría decir hasta qué punto era el chico diestro en aquellas trampas, convenidas de antemano con su hermanito y la pianista; para nosotros, es decir, para mí y para Adriana, y para Pepita y Bernáldez, todo cuanto hiciere estaba bien hecho, por mal que le saliera; a quienes tenía que contentar era a don Anselmo y a doña Cándida, y a fe que lo lograba a maravilla el indino. Cierto que ni el uno ni la otra eran muy exigentes. El señor Paleari no cabía en el pellejo de puro alborozado; en ciertos momentos parecía un chiquillo en un teatro de fantoches, y algunas de sus pueriles exclamaciones hacíanme sufrir, no sólo por la vergüenza que me daba ver a un hombre, que no era ciertamente un memo, portarse como tal, hasta un grado inverosímil, sino también porque Adriana dábame a entender que sentía remordimientos de gozar así, a costa de la seriedad de su padre y aprovechándose de su ridícula bonachonería.

Esto era lo único que, de cuando en cuando, nos aguaba la fiesta. Sin embargo, conociendo, como conocía yo, a Papiano, ya hubiera debido figurarme que cuando se resignaba a dejar que Adriana se sentase a mi lado, y, contrariamente a mis temores, no nos molestaba valiéndose del espíritu de Max, sino que, al revés, como que nos favorecía y amparaba, era que había echado a rodar la imaginación por otro lado para prepararnos alguna otra trastada. Pero era tal la alegría que me procuraba aquella libertad sin trabas, en la sombra, que ni siquiera se me ocurrió esa sospecha.

– ¡No! – gritó de pronto una vez la señorita de Pantogada.

Y a renglón seguido don Anselmo:

– Diga usted, señorita, ¿qué ha sido eso? ¿Qué ha sentido usted?

También Bernáldez instóla para que lo dijese con mucha porfía; hasta que Pepita declaró por fin:

– Aqui, su un lado, una careccia

– ¿Con la mano? – preguntó don Anselmo- . Muy suave, ¿verdad? Fría, furtiva y delicada… ¡No! Es que Max, cuando quiere, sabe ser galante con las damas… Vamos a ver, Max: ¿podrías repetir la caricia que le has hecho a esta señorita?

– ¿Qué quiere decir? – preguntó don Anselmo.

– ¡Aquí está! ¡Aquí está! – exclamó de pronto Pepita, riéndose.

– Rifa, rifa, meacareccia.

– ¿Y un beso, Max? – propuso entonces don Anselmo.

– ¡No! – tornó a chillar Pepita.

Pero, a pesar de ello, asestáronle un sonoro beso en un carrillo.

Casi involuntariamente llevéme yo a los labios la mano de Adriana; luego, no contento todavía, inclinéme en busca de su boca, y de esa suerte fue como cambiamos ella y yo nuestro primer beso, largo y mudo.

¿Qué pasó después?

Largo rato hubo de transcurrir antes que yo, transtornado por la confusión y la vergüenza, pudiera recobrar la serenidad en aquel impensado desorden. ¿Se habrían percatado de aquel beso nuestro? Oyéronse gritos. Brillaron una, dos cerillas; y después una vela, la del farolillo color de rosa. ¡Pusiéronse todos en pie! ¿Por qué, por qué, Dios santo? Un gran golpetazo, un porrazo formidable, cual descargado por el puño de un gigante invisible, sonó encima de la mesa, así como estábamos, en plena luz. Pusímonos todos muy pálidos, especialmente Papiano y la pianista.

– ¡Escipión! ¡Escipión! – gritó Terencio.

El epiléptico había rodado por tierra, donde jadeaba afanoso.

– ¡Siéntense todos! – gritó el señor Paleari – . ¿Es que ha caído en trance! ¡Miren, miren cómo se mueve y se levanta la mesa! … ¡La levitación! ¡Bravo, Max! ¡Viva!

Y era lo cierto que la mesa, sin que ninguno de nosotros la tocase, se había levantado más de un palmo del suelo, volviendo luego a caer pesadamente.

La pianista, lívida, trémula, aterrorizada, vino a esconder la cara en mi pecho. La señorita de Pantogada y su institutriz escaparon del cuarto, mientras Paleari gritaba en el colmo de la indignación:

– Pero, ¡por los clavos de Cristo, vengan acá! ¡No rompan la cadena, que ahora viene lo bueno! ¡Max! ¡Max!

– Pero ¿qué Max ni qué ocho cuartos? – exclamó Papiano, recobrándose, por fin, del terror que hasta entonces lo tuviera paralizado, y llegándose al hermano para sacudirlo y volverlo en sí.

El recuerdo del beso quedó por el momento sofocado en mí por el estupor de aquella revelación verdaderamente extraña e inexplicable que había presenciado. Si, como sostenía don Anselmo, la fuerza misteriosa que en aquella ocasión había obrado, a la luz y ante mis ojos, procedía de un espíritu invisible, era indudable que el tal espíritu no era el de Max; para convencerse de ello bastaba con mirar a Papiano y la pianista.

Ese Max era invención suya. Pero, entonces, ¿quién era el autor de todo aquello? ¿Quién había descargado sobre la mesa tan formidable puñetazo?

Acudiéronme en confuso tropel a la mente un sin fin de cosas leídas en los libros de Paleari; y con un calofrío de terror pensé en aquel desconocido que pereciera ahogado en el molino de La Cabaña, y que por mi culpa veíase privado del luto de sus deudos y extraños.

– ¿Si habrá sido él? – dije para mis adentros- . ¿Si habrá venido aquí para vengarse, descubriendo toda la tramoya?…

A todo esto, el bueno de don Anselmo, que era el único que no había experimentado maravilla ni susto, no acababa todavía de explicarse cómo un fenómeno tan sencillo y corriente como el de la levitación de la mesita había podido hacernos tanta impresión, después de las demás cosas peregrinas que ya viéramos en sesiones anteriores. El no le daba importancia alguna al hecho de haberse manifestado el fenómeno a – Plena luz. Lo que sí le asombraba, no hallándole ninguna explicación, era que Escipión hubiera aparecido allí, en mi cuarto, cuando él lo daba por dormido en su lecho.

– Lo extraño – nos decía- , porque generalmente este cuitado no se preocupa por nada. Y ahora, según se ve, estas nuestras misteriosas sesiones le han despertado cierta curiosidad; habrá venido a hurtadillas a ver lo que hacíamos…, y de pronto, ¡paf!, el patatús. ¡Porque es innegable, señor Meis, que los extraordinarios fenómenos de la mediumnidad derívense en gran parte de las neurosis epiléptica, cataléptica e histérica! ¡Max coge acá y allá, y hasta a nosotros mismos nos quita buena parte de energía nerviosa, valiéndose de ella para la producción de sus fenómenos! ¡Está comprobado! ¿No se siente usted, señor Meis, efectivamente, como si le hubiesen arrebatado alguna cosa?

– Todavía no, a decir verdad.

Hasta casi el amanecer estúveme dando vueltas en la cama, desvariando con aquel infeliz que yacía en el camposanto de Miragno, enterrado con mi nombre y apellido. ¿Quién sería? ¿De dónde habría venido? ¿Por qué se quitaría la vida? Quizá quería el pobre que su triste fin tuviese resonancia; acaso su acto fuera un desagravio, una expiación…. y yo me había aprovechado de él. Confieso que más de una vez sentí aquella nochecita un terror que me helaba los huesos. No era yo el único que había oído aquel tremendo puñetazo sobre la mesa. ¿Sería él quien lo había descargado? ¿Y no seguiría aún allí, en el silencio, presente e invisible, a mi lado? Aguzaba el oído, por si sentía algún rumorcillo en el aposento. Al cabo me dormí y asaltáronme terribles pesadillas.

Al otro día, lo primero que hice fue abrirle la ventana a la luz.

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