In Italiano – Come prima, meglio di prima
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
Como antes, mejor que antes
Acto Segundo
Sala en la villa del doctor Silvio Gelli, cerca de uno de los pueblecillos que rodean el lago de Como. La sala es vasta, clara, bañada en el azul que tiene a su alrededor y que se funde con el verde. Mobiliario de tintas tenues, muy señorial, pero no nuevo, a fin de que Fulvia Gelli pueda reconocerlo como el mismo que trece años antes dejó en otra casa. En el fondo hay un mirador, desde el cual se baja al jardín. Dos puertas laterales a la derecha. La puerta de entrada, a la izquierda.
Han transcurrido desde el primer acto casi cuatro meses. Estamos en agosto.
Están en escena, al levantarse el telón, Fulvia, Betta, el ama de llaves, y el Viajante de comercio.
Fulvia luce todavía su cabello color de fuego, pero lo lleva recogido en un modesto peinado. No tiene ya la oscura palidez del primer acto; parece tranquilizada. La anciana ama de llaves Betta, tiene un ligero aire señorial; está con las otras dos personas cerca de una mesita y examina con sus impertinentes varios retales de telas blancas y de colores, (rosa, azul, lila) y unos encajes que el Viajante de comercio ha sacado de una gran caja de hule con correa de cuero, puesta sobre una silla al lado de la mesita.
Viajante: Si la señora quisiera tomarse la molestia…
Fulvia: ¡No, no! No será ninguna molestia…
Viajante: Comprendo… perdón… para una madre… Pero será un poco largo, me permito hacérselo observar, preparar toda una canastilla de recién nacido.
Fulvia: ¡Oh, me servirá incluso para pasar el tiempo!
Viajante: Comprendo. Lo decía, porque tenemos tantas en la tienda ya preparadas y muy bonitas, una maravilla, ¿sabe usted?, haciendo juego… a punto… delicadísimas…
Fulvia: (A Betta, que examina un retal) ¿Qué le parece ésta?
Betta: ¡Ah, floja, floja…!
Viajante: ¡Es piel de ángel! Superfina. Se hacen de este tejido, ahora. O bien de nansouk.
Betta: (Haciendo un juego de palabras) Quizás sea nansú, pero es flojilla.
Viajante: (Ofendido) No, perdone, he dicho que ésta era piel de ángel.
Betta: Piel de ángel… pero floja.
Viajante: ¡Oh, no, eso no! Es suave, mórbida… ¡Caramba! Para las carnes tiernecitas de un recién nacido… ¡Pero es muy resistente! Se lo garantizo.
Fulvia: Lo será, lo será… Pero no es, de todos modos, lo que yo buscaba. Había en otros tiempos una tela suave, mórbida… ¡pero mucho más sólida!
Viajante: La señora se refiere sin duda al cambril…
Betta: ¡Ah, las antiguas muselinas…!
Fulvia: ¡No, no, cambril, no!
Viajante: ¿Batista de hilo? ¿Batista de algodón?
Fulvia: No sé. Quiero enseñársela… Hágame el favor, Betta, suba al primer piso. Livia conserva todavía en aquel viejo arcón…, ¿sabe cuál?
Betta: Lo sé.
Fulvia: Algunas piezas de su canastilla. Las he visto.
Betta: Voy. (Sale)
Fulvia: ¡No, espere! No le diga nada. Ruéguele que baje un momento.
Betta: Sí, señora. (Sale por la segunda puerta de la derecha)
Fulvia: ¡Verá, verá qué suavidad y qué solidez!
Viajante: Sí, pero una vez lavado, este nansouk, ¿sabe como se espesa? Y como suavidad crea que no hay nada que pueda compararse a esta piel de ángel.
Fulvia: De todos modos, quedamos de acuerdo para estas batistas de color, ¿verdad? Si hubiese un lila un poco más pálido…
Viajante: Sí, señora, lo tenemos en la tienda. Pero éste me parece que queda muy bien…
Fulvia: En cuanto a las valenciennes, no, francamente, no. No queda bien.
Viajante: ¡Ay… ya lo sé! Y es para llorar, crea. Las condiciones actuales del mercado…
Entra Livia por la segunda puerta a la derecha. Tiene un poco más de dieciséis años. Seria, rígida, se turba un poco cada vez que tiene que mirar cara a cara. Va vestida insólitamente de luto riguroso. Al principio Fulvia no se da cuenta de que ha entrado.
Livia: ¿Me has mandado llamar?
Fulvia: (Dando apenas la vuelta) ¡Ah, sí, Livia, ven! (Viéndola vestida de negro, sin moverse) ¡Oh! ¿Por qué vas así…?
Livia baja los ojos y no responde.
Fulvia: (Recordando, súbitamente) ¡Ah, ya… sí, sí… perdóname!
(Cambiando de idea, consecuente) Entonces nada, nada…
Livia: (Fría) ¿Qué querías?
Fulvia: No, nada. ¿Vas en seguida a la iglesia?
Livia: Dentro de poco. El párroco ha dicho que antes de las once no podía.
Fulvia: erminaréis tarde, entonces. Tres misas…
Livia: Yo quería dos.
Fulvia: (Rápida, en tono de reproche, pero suavemente; como herida) No, Livia. Esto es querer contrariar a papá. No digo que a mí también.
Livia: (Como antes) Yo quería que fuesen dos, precisamente para no contrariarte. (Dirá esto como si, bajo la apariencia de una benévola atención, no estuviese contenida una injuria para ella)
Fulvia: (Con amargura) ¿Qué quieres que me contraríe sino esto: que tú puedas pensarlo? Han sido tres misas cada año, serán tres misas éste también. ¿Papá irá contigo?
Livia: No sé si quiere venir.
Fulvia: Irá, irá, yo le diré que vaya. (Con intención) Estaba escogiendo las telas de la canastilla.
Livia: (Rígida, como si la cosa no tuviese nada que ver con ella) ¡Ah…!
Fulvia: (A quien no puede pasar inadvertida su actitud) Ve, ve, no necesitaba para nada tu ayuda.
(Y viendo que Livia se va sin contestar, salta irritada, cambiando de improviso de tono y de humor:) Quisiera que me dejases, al menos por un momento, la llave de aquel arcón donde está guardado lo que queda de tu canastilla.
Livia: Está bien. Te la mandaré.
Sale por la segunda puerta de la derecha.
Fulvia: (Al Viajante, que durante este tiempo habrá recogido y metido dentro de la caja todos los retales y encajes) Perdone…
Viajante: ¡Por favor, señora!
Fulvia: Para terminar, quedemos así: tomo el nansouk.
Viajante: ¡Ah, muy bien! Crea que ha elegido lo mejor, señora.
Fulvia: La cantidad que le he dicho.
Viajante: Muy bien. He tomado ya nota. Se lo mandaré hoy mismo. Mis respetos, señora…
Fulvia: Hasta la vista…
El Viajante, llevando la caja, sale por la puerta de salida; al mismo tiempo entra Betta por la segunda puerta de la derecha.
Fulvia: (Rápida, al verla, en tono irónico) Así, pues, ¿también usted hace decir una misa en sufragio de aquella alma bendita?
Betta: (Como vieja zorra) Perdone, señora. Es costumbre, ya. Cada año en este día… Perdóneme.
Fulvia: (Desdeñosa, severa) ¿Qué he de perdonarle?
Betta: Es que… quizás podría no haberse dicho nada a la señora…
Fulvia: ¿Entonces cree usted que hay algo malo en ello?
Betta: No, señora. Se hace por la pobre hijita…
Fulvia: ¿Ah, por ella? ¿Entonces no lo hace por usted ni por la dueña muerta?
Betta: Por mí también, sí, señora, y por la pobre señora muerta. Es costumbre, le digo.
Fulvia: ¿Cada año desde que murió?
Betta: Cada año, sí, señora. Una la hija, otra yo, otra el doctor.
Fulvia: ¿También Livia, desde entonces?
Betta: ¡Oh! ¡Ella, la primera!
Fulvia: ¡Ah! esto no, ¿ve usted? ¡No saca bien la cuenta, querida Betta! Livia tenía que ser muy pequeña y no podía pensar en hacer decir misas. A menos que fuese usted quien pensó por ella… o su padre…
Betta: (Algo turbada) Claro… es verdad. Debió ser su padre…
Fulvia: (Riendo) ¿Cómo fue, cómo fue este asunto? ¡Usted debe recordarlo, porque ha estado siempre aquí…! ¿Verdad que murió en sus brazos, la señora?
Silvio Gelli, que ha estado en la habitación contigua hablando con Livia, entra en aquel momento por la primera puerta de la derecha, oye las últimas palabras de Fulvia y, rápidamente, consternado, temiendo que esté a punto de revelar el secreto, la llama.
Silvio: ¡Fulvia! (Pero en el acto queda turbado, traicionado por el primer impulso, que ha hecho venir a sus labios el nombre verdadero)
Fulvia: (Dando rápidamente la vuelta, remedando, con alegría maligna) ¿A quién llamas? ¿A Fulvia? ¡Oh, bendito sea Dios! Comprendo que hoy es el aniversario; pero que tengas que pensar en ello hasta el punto de llamarme con «su» nombre…
Silvio: Perdóname… tienes razón…
Fulvia: ¡De nada, querido! Es natural. Los nombres que vienen después, se olvidan… Me llaman Flora, ¿sabe usted, Betta? Es un nombre feo de verdad, de perra. Él me ha llamado siempre Francesca, mi segundo nombre. (A su marido) Tienes que recordarlo, querido… (Le mira, lo ve consternado, suspenso) ¿Qué le pasa? He tratado de remediar, con buena gracia, me parece, tu indiscreción.
Silvio: (Un poco irritado, dándole a comprender que su irritación no es por esto) Bien, está bien… Pero…
Fulvia: (Comprendiendo) Nada, hablábamos de las tres misas de hoy…
(A Betta) ¿No le ha dado nada Livia para mí?
Silvio: (Rápido) Precisamente venía por esto.
Fulvia: (Turbándose, excitándose) ¿No me quiere dar la llave del arcón?
Silvio: (A Betta) Váyase, Betta, váyase. Creo que Livia la necesita.
Fulvia: Quizás está llorando porque se la he pedido.
Silvio: (A Betta, que no se decide a marcharse) ¡Váyase, le digo!
Betta sale por la segunda derecha.
Fulvia: (Lanzándose al ataque, con desdén) ¡Esto, no! ¿Me oyes?
Silvio: ¡Déjame decir!
Fulvia: Al ver que sufría he hecho transportar yo misma a su habitación, los antiguos muebles de nuestro dormitorio y le he entregado las llaves.
Silvio: Sí. Es verdad.
Fulvia: (Prosiguiendo con ardor cada vez más apasionado) ¡Y, si supieras, necesitaba tanto, tanto, verme rodeada de aquellos muebles!
Silvio: Pero tienes que pensar…
Fulvia: (Rápida, con voz fuerte) ¡Pienso en todo! Pero esto no, Dios mío… La hice yo, con mis propias manos, aquella canastilla, antes de que naciese…
Silvio: ¡Sí, sí!
Fulvia: ¿Recuerdas que no querías? ¡Me arrancabas la ropita de las manos! Volverla a encontrar junto con mis vestidos de entonces fue para mí… ¡Ah, Dios mío, no sé cómo decirlo…! Hundí allí mi rostro; respiré mi pureza de entonces; la sentí viva en mí, aquí, en la garganta, como un sabor extraño… Lloré y me lavé con aquello toda el alma… (Recalcando las palabras) Bien; se lo he dado; me lo he arrancado yo misma de mí…
Silvio: Pero comprende…
Fulvia: (Pronta, como antes) ¡Comprendo! ¡Comprendo! Pero estaba aquí el viajante, quería mostrarle la tela de aquellas camisitas. ¿Qué hay de mal en ello? ¿No me estaba permitido?
Silvio: ¡No se trata de eso!
Fulvia: ¿De qué entonces? ¿Porque las ha llevado ella no quiere que las haga iguales, ahora, para esta otra?
(Turbada, amenazadora) ¡Fíjate en lo que te digo! Como esposa… está bien… ahora represento aquí a otra… que piense de mí lo que quiera. Pero como madre, no, ¿sabes? ¡Como madre debe respetarme!
Silvio: ¡Ya te respeta…!
Fulvia: ¡No digo madre suya, digo madre de la que vendrá! ¡Ten en cuenta lo que te digo! La defiendo porque no tengo aquí otra cosa que me haga sentirme todavía viva.
Silvio: No te excites así, por favor…
Fulvia: No me excito, no. ¡Hay que ver lo que has sabido hacer para matarme…!
(Pausa. Después, despacio, moviendo la cabeza:) ¡Fijar incluso el día de mi muerte…!
Silvio: ¡Oh, no…! Me lo preguntó, un día…
Fulvia: Y tú, en seguida, fijaste la fecha… Y celebráis desde entonces tres misas… Di la verdad; debes haber sido también tú quien ordenaste a aquella vieja marmota…
Silvio: ¡Y dale! ¡Te lo he dicho! A fuerza de repetirlo… acaso para conquistarse una mayor benevolencia por parte de Livia… es fácil que aquella imbécil lo crea también, al final…
Fulvia: ¿Haberme tenido muerta en sus brazos?
(Se echa a reír) ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Hasta el punto de hacerme celebrar, ella también, una misa en sufragio de mi alma…!
Silvio: Esto de las misas fue idea de Livia. Me lo pidió una vez; no creí poder negárselo.
Fulvia: ¡Pero si la has acompañado siempre a la iglesia!
Silvio: Para complacerla.
Fulvia: ¡Irás hoy también!
Silvio: No voy.
Fulvia: ¡Quiero que vayas!
Silvio: ¡No voy! ¡No voy!
Fulvia: No me prives de este espectáculo que, por lo menos, vamos… es de risa. Un espectáculo póstumo… ¡en obsequio mío!
(Destacando) Le he dicho ya a Livia que irás.
Silvio: Y yo acabo de decirle que no voy.
Fulvia: ¿Lo haces exprofeso, entonces?
Silvio: ¿El qué?
Fulvia: ¿Para hacerme odiar más?
Silvio: Debe comprender ella misma, y en realidad lo comprende, que ahora es una consideración…
Fulvia: (Rápida, echándose a reír alegremente) ¿Qué debes tenerme? ¡Ja, ja, ja!
Silvio: Te sienta bien, reír…
Fulvia: ¡Sí, querido! ¡Es mejor que me lo tome a risa!
(Sigue riendo) Porque tú mismo te sientes ridículo, vestido de negro, compungido, yendo a misa por mí, que estoy viva… aquí…
(Se ríe de nuevo) y que te he puesto cuernos…
Silvio: No lo he hecho por mí…
Fulvia: (Recalcando, con voz cambiada) Perdona, ¿me debes ahora consideración?
Silvio: ¿Ahora? ¿Por qué?
Fulvia: Porque todo se vuelve contra mí.
Silvio: (Fuerte, con convicción) ¡Yo siempre he creído respetarte, aquí!
Fulvia: (Rápida) ¿A mí? ¡No, querido! ¿Y tu impostura?
Silvio: (Grave y serio) Te ruego que creas en mi sinceridad…
Fulvia: ¡Creo en ella, oh, sí, creo en ella! ¡Y lo que es horrible en ti es esto, precisamente; la sinceridad de tu impostura; esta… ¡vamos, vamos, no me hagas hablar!
Silvio: ¡Sí, di, habla!
Fulvia: (Recalcando, con otro tono de voz) ¿Quieres hacerme de veras algún bien?
Silvio: (Sorprendido por lo que le parece una imprevista digresión) ¿Cómo? ¡Claro que sí!
Fulvia: (Fríamente) ¡No tengas entonces la menor consideración hacia mí!
Silvio: ¿Qué dices?
Fulvia: Digo que me trates como…, como a un perro de la calle que te ha seguido, que se ha pegado a tus talones…
Silvio: ¡Vaya! ¡Bonito sería!
Fulvia: (Como antes, casi como si hablase de otra) ¡Así, así…! No pudiendo alejarle de ti, resignado a la fuerza, has tenido que traértelo a casa. Si Livia pudiese llegar a creer esto, quizás, viéndome tratada así, despreciada, humillada, mientras que yo seguiría siendo humilde, dócil…
Silvio: ¡Pero esto no es posible!
Fulvia: ¡No, ahora, no, gracias, lo sé! ¡Has hecho todo lo contrario de lo que hubiera querido! Hay aquí un olor de santidad que viene de la muerta…
Silvio: (Aludiendo a la hija) No había tenido madre… Que se la imaginase santa, ya que debía engañarla, me pareció lo más piadoso, no solamente por ella, sino por ti.
Fulvia: (Con ímpetu súbitamente reprimido) ¡No digas por mí! ¡No digas por mí! No lo has hecho por mí, perdona. Lo has hecho por ti, para apaciguar en cierto modo los remordimientos de tu conciencia. Y no los has apaciguado. ¡Las conciencias no se apaciguan con imposturas!
Silvio: Te he rogado que no usases más esta palabra.
Fulvia: Perdona. Primero me has hecho morir, después me has santificado. ¡Y te has santificado! ¡Y lo has santificado todo aquí!
(Recalcando y cambiando de voz una vez más) Puedo admitir que mi muerte podría ser, en cierto modo, una mentira «necesaria». ¡Pero Livia era tan pequeña! Había vivido, por lo que podía recordar, siempre sola contigo. Te habrá preguntado… por su madre, ya de mayorcita, ¿verdad? Debiendo fingir, ¿no podías, aunque fuese sin decírselo claro, darle a entender que no habías sido feliz en tu matrimonio?
Silvio: ¡Ya, sí…! Juzgándolo ahora…
Fulvia: Te hubiera querido más; no hubiera echado de menos a nadie.
Silvio: Pero, ¿podía yo imaginar que tuviese que suceder esto? ¡Perdona, es extraño! Hablas como si estuvieses celosa…
Fulvia: ¡Ah, sí, del corazón de mi hija!
Silvio: Pero piensa que, en el fondo, es a ti misma a quien echa de menos.
Fulvia: ¡No es verdad! ¡No es verdad! ¡Lo he palpado! ¡Lo he sentido! ¡Estoy muerta! ¡Verdaderamente muerta! ¡Estoy delante de ella, y soy una muerta! ¡No soy yo, aquella persona viva, es otra; su madre… ha muerto! Quisiera cogerla por los brazos (alude a Livia), sacudirla, mirarla fijamente a los ojos y decirle: «¡No, no! Créeme a mí, querida; ya que ha muerto… Los muertos no pueden hacer daño, y por esto, al cabo de mucho tiempo, sólo se piensan cosas buenas de ellos. ¡Incluso la muerte, querida mía, puede ser una mentira!» (Con expresión casi de locura) ¿Sabes cuántas veces siento esta tentación?
Silvio: ¡Por caridad, Fulvia!
Fulvia: No, no temas; pienso más yo que tú.
(Pausa) ¡Claro! Al verte enteramente dedicado durante tantos años a la veneración de aquella alma santa, tenía que parecerle a la fuerza una traición, así, de improviso, de la noche a la mañana…
(Pausa) Al principio, sí, habrá pensado en ella… a veces…, por ejemplo, una vez al año…
(Recalcando) ¡Pero no es verdad! ¡No es verdad! ¡Se olvida todo! ¡Se adapta uno a todo! Ahora es otra cosa. Ahora sí que vinieron los verdaderos celos, los celos de todo lo que pueda parecer profanación del recuerdo de la muerta.
(Pausa) Esos celos tenían que nacer forzosamente en cuanto entré yo aquí. Primero era ella representándose sólo a sí misma. Apenas entré yo aquí, a ocupar el puesto de la otra a tu lado, ella se ha convertido en la representante de esa otra. ¡Es natural! ¡Esa, la que ocupaba su sitio, ha querido todo lo que le pertenecía: los muebles, todo! He tenido que dárselo yo misma. Me ha parecido justo. La mentira ha acabado haciéndose aquí realidad para todos; es la única, la única realidad en que vive tu hija: digo tuya, ¿lo ves? ¡No la siento…, no la siento realmente mía! ¿Y no te parece una cosa inhumana? ¡Hay que matarla, hay que matar esta mentira, porque yo estoy viva, viva, viva!
Silvio: ¡Por caridad, Fulvia! ¡Has reconocido tú misma la necesidad de callar…, incluso por ti!
Fulvia: ¿Por mí, de veras? Tú quieres callar para no ofender a su madre, ¡he aquí el por qué!
Silvio: ¡Pero si eres tú misma!
Fulvia: ¡No es verdad! Yo para ella soy…, ésta…, y no puedo ser su madre. ¡He llegado incluso a creerlo yo misma! Me parece verdaderamente hija de aquella otra. ¡Es espantoso! ¡Desde el primer momento en que la vi, cuando tuve que reprimir todo impulso de abrazarla, de volverla a hacer mía sobre mi pecho! Las palabras prudentes que me vi obligada a decirle, que ella casi me impuso con su reserva, han seguido siendo… inamovibles…, una verdadera realidad…, una realidad…, incluso para mí. La miro, miro sus hombros, su cuello, su cabeza, su cuerpo entero, y yo misma no creo ya, no siento ya, que los haya hecho yo; aquellos ojos, aquella boca; es como si verdaderamente hubiese habido aquí otra mujer, de la cual ha nacido ella y que yo no conozco. Y lo mejor del caso es que no la conoce ella tampoco. ¡La sombra convertida en realidad! ¡Ha matado en mí, verdaderamente, mi instinto maternal hacia ella! Ahora más que nunca, que lo siento vivo dentro de mí por otra. ¡Vamos, vamos, vamos…! No quiero pensar en ello. Que se quede con su muerta. Y me deje viva en paz… para la que vendrá.
Silvio: ¡No lo digas! Llevas aquí con ella… cuatro meses ya…
Fulvia: Sí, sonriéndole sobre esta parrilla a fuego lento… ¡Dios mío! ¡Basta, te digo! ¡No hablemos más de ello!
(Va a tenderse en un sillón extensible) Discursos que se hacen…, después no se piensa más en lo dicho.
(Pausa tensa) Esta noche me he despertado… Empecé a pensar, con gran calma… Sí, este dolor es real, esta cosa horrible de mi vida existe. Y, no obstante…, se duerme. Y si me despierto, y empiezo a examinar mis manos a la luz de la lamparilla rosa…
(Silvio, tentado, en aquel momento se acerca a ella y la contempla, tendida allí) ¿Qué? ¡Nada…!, las manos…, el lecho…, los muebles nuevos del dormitorio… La vida es siempre la misma; ¡y hay tantas cosas en que puedo pensar, aparte de este dolor mío…!
(Animándose un poco) Hay que convenir en que no es cierto que cuando uno tiene una pena no se piensa en nada más. Se piensa en muchas otras cosas. Yo pensaba esta noche…, ¡adivínalo! ¡Ah, cuánto quisiera estar, cuánto quisiera estar contenta! Y esto es signo, ¿comprendes?, de que no soy una canalla.
Silvio: (Que se ha ido acercando más y sigue contemplándola) Por piedad…, ¿qué dices?
Va a cogerle una mano.
Fulvia: (Retirándola) ¡Ve, ve! Ahora te gusto porque tengo el cabello rojo.
Silvio: No, Fulvia… Desde luego que te sienta bien, pero…
Fulvia: ¿Te excita?
Silvio: ¡Por favor, no digas eso!
Fulvia: (Desdeñosa, al verle cerca de ella, atraído por su gracia ambigua involuntaria) ¡Pero yo no quiero estar contenta por eso!
En aquel momento llega Betta por la puerta de entrada, con gran exaltación.
Betta: (Anunciando) ¡Señor doctor! ¡Señor doctor!
Silvio: (Levantándose, molesto de haber sido sorprendido en un momento de intimidad) ¿Qué hay?
Betta: ¡La tía Ernestina! ¡Ha llegado la tía Ernestina!
Silvio: (Rápido, consternadísimo) ¡Cómo!
Fulvia: (Con alegre asombro) ¡Cómo! ¿Tía Ernestina? Pero ¿vive todavía?
Silvio: (Para llamarla a la ficción de segunda esposa) ¡Francesca!
(Volviéndose rápidamente hacia Betta y dirigiéndose con ella hacia la puerta) ¿Dónde está? ¿Cómo ha llegado?
Fulvia: (Para sí misma, mientras su marido se va con Betta) ¡ES verdad! ¡No la conozco…!
Betta: (Respondiendo a Silvio) En coche. Está pagando al cochero…
Silvio: ¡Vaya en seguida! No la haga entrar aquí. Llévela a la habitación de Livia.
Betta: Voy, sí, señor. ¡Ah, qué contenta estará la señorita!
Sale de la habitación.
Silvio: ¡Hoy no nos faltaba más que ella!
Fulvia: Pero, oye…, ¿cómo la mandas con Livia? ¡Es mi tía, y lo sabe todo!
Silvio: Todo, sí; pero sabe también cómo debe comportarse con Livia.
Fulvia: ¡Ah…! ¿también ella?
Silvio: Sabes muy bien cómo es…
Fulvia: ¡Me lo imagino! Indignada, ofendida en su pudor… para sacarte más dinero…, muerta, sepultada…
Silvio: Pero ¿qué hacemos ahora? ¡Si te ve, se traicionará! ¡Hay que despedirla rápidamente…! Me la había quitado de encima y sólo falta que caiga otra vez por aquí.
Se oyen dentro las voces de Betta y de Tía Ernestina. Poco después ésta se precipitará en escena, yendo hacia Silvio con los brazos abiertos, en actitud trágica. Es una viejecita flaca, amargada más por los antiguos desengaños que por la miseria, tonta como una gallina y siempre medio aturdida, como si fuese sorda. Pero no lo es. Y ese embobamiento puede incluso ser fingido. Lleva el cabello teñido de un horrible rubio manteca. Se presenta vestida de luto riguroso.
Betta: (Desde dentro) ¡No, no, perdone; por aquí, no! ¡Por aquí no!
Tía Ernestina: (Desde dentro) ¡Déjeme! (Entra, seguida por Betta) ¿Ha muerto? ¿Conque ha muerto de veras mi pobre sobrina?
Silvio: (Furioso, temiendo que Livia la oiga desde arriba) ¡Cállese, por favor! ¡Le prohibo que hable!
(A Betta) Vaya, vaya usted arriba, e impida por lo menos a Livia que baje.
Betta sale apresuradamente por la segunda puerta de la derecha.
Tía Ernestina: Tiene que haber muerto a la fuerza, puesto que has podido volver a casarte. Te escribí, pero no me has contestado…
Silvio: (Con rabia, para hacerla callar, indicándole a Fulvia) ¡Allí está! ¡Pero cállese!
Tía Ernestina: (Verdaderamente aturdida, dándose cuenta de la presencia de Fulvia, pero no reconociéndola y creyéndola la segunda mujer de Silvio) ¡Oh, perdone…!, no la había visto, señora. Soy la tía de su primera mujer…
Por la segunda puerta de la derecha sale de improviso Livia, con los brazos abiertos, corriendo hacia Tía Ernestina.
Livia: ¡Tía! ¡Tía! ¡Tía!
Tía Ernestina: ¡Livia!
Livia: (Se abrazan estrechamente durante largo rato) ¡Tiíta mía!
Tía Ernestina: (Llorando) ¡Mi huerfanita! ¡Pobre huerfanita mía!
Silvio: (Furioso, tratando de arrancarla al abrazo) ¡Vamos, basta! ¡No me hagáis estas escenas!
Tía Ernestina: ¡Sí, sí, tienes razón…! Por consideración a…
Silvio: ¡Por consideración a nada! Pero quiero que recuerde que su sobrina murió hace trece años…
Recalcará estas palabras para dar a entender que delante de Livia es necesario que le ayude a mantener la antigua ficción.
Tía Ernestina: (Sin comprender nada) ¡Ah, ya…!, sí… Pero para mí, ahora…
Silvio: (Rápido, tratando de remediar la situación) Para usted, el dolor será como si fuese reciente, pero recuerde, no obstante, que tanto para Livia como para usted, la desgracia no data de ayer, ni de hace cuatro meses.
Tía Ernestina: (Como antes, siempre sin reconocer a Fulvia) ¡Ah, ya, sí…! Hace más de cuatro meses… Perdone, señora…
Livia: (Cruel, fría, provocativa, suponiendo que su padre ha mostrado aquella dureza por consideración a su segunda esposa) ¡Ven, vamos! ¡Vente conmigo, tía Ernestina!
Tía Ernestina: (Rápida) ¡Sí, sí, hija mía…, huerfanita mía…, sí, sí… También tú vas vestida de negro… (Y las dos, abrazadas, salen por la segunda puerta de la derecha)
Fulvia: (Que se ha quedado helada) No me ha reconocido…
Silvio: Es culpa mía, es culpa mía. Me escribió, es verdad, pidiéndome…
Fulvia: Pero… ¿has visto? No me ha reconocido.
Silvio: Debe creerlo… que…
Fulvia: ¿Que he muerto realmente?
Silvio: ¡Si me supone casado por segunda vez…! Hubiese debido responderle, avisarle lo que ocurre, explicarle… Pero no podía imaginar que volviese, después de que la eché de mala manera, hace tantos años, por lo mucho que me fastidiaba…
Fulvia: Ha vuelto por ella (alude a Livia), segura de encontrar una aliada que la proteja contra ti y contra mí.
Silvio: ¡Ah, no, pues se engaña!
Fulvia: ¿Estás seguro de que no le ha escrito ella?
Silvio: ¡Oh, no! ¿No has visto que ha llegado de improviso?
Fulvia: (Casi para sí) Tía Ernestina… Me ha mirado… No me ha reconocido…
Silvio: (Haciendo acción de salir por la segunda puerta de la derecha) ¡Se marchará ahora mismo por donde ha venido!
Fulvia: (Llamándole) ¡No! ¿Qué haces?
Silvio: ¡La voy a mandar a paseo!
Fulvia: (Aludiendo a Livia) ¿Pero no has visto cómo se ha plantado ante nosotros, desafiante, creyendo que la tratabas mal por causa mía?
Silvio: ¡Pues se lo diré yo, que no la quiero aquí! ¡Yo! ¡Yo!
Fulvia: Seguirá creyendo que es por causa mía. ¿No ves que, a la fuerza, todo lo que sale mal se me atribuye a mí?
Silvio: Pues, entonces, ¿qué quieres que haga?
Fulvia: ¡Cómo la ha estrechado entre sus brazos! «¡Tía! ¡Tiíta mía!» Y aquella estúpida… «¡Huerfanita mía!» Si no fuese como para llorar…
Silvio: En una palabra, yo no puedo estar tranquilo sabiéndola aquí. ¡Es necesario que se marche inmediatamente!
Fulvia: Hazme un favor; acompaña a Livia a la iglesia y mándamela aquí. Me daré a conocer.
Silvio: ¿Y la inducirás a marcharse en seguida?
Fulvia: Ya veremos…
Silvio: ¡No, no, no la quiero por mi casa! ¡Debe marcharse!
Fulvia: ¿Y si pudiese ayudarnos?
Silvio: ¿Qué quieres que ayude?
Sale por la segunda puerta de la derecha.
Fulvia: (Sola, tras una pausa, absorta) Tía Ernestina… La creía muerta…
Entra Betta, llevando con fatiga dos pesadas maletas de Tía Ernestina, una a cada lado, en contrapeso.
Betta: Pesan, pesan…
Fulvia: ¿Son de la tía… (corrigiéndose rápida), de la señorita Galiffi?
Betta: Y ha traído también un baúl.
Fulvia: ¡Ah! ¿Entonces ha venido para quedarse?
Betta: Si hay que juzgar por el equipaje que trae… Las llevo arriba, al cuarto de forasteros, ¿verdad?
Fulvia: Sí, sí…, por ahora.
Betta sale con las maletas por la segunda puerta de la derecha. Poco después, entra la Tía Ernestina por esta puerta, turbada y titubeando como un pollo viejo escapado del gallinero.
Tía Ernestina: ¿Se puede?
Fulvia: (Yendo a cerrar la puerta por la cual ha entrado, decidida a divertirse un poco antes de revelar el secreto) ¡Venga, venga! ¡Siéntese! ¿Livia se ha marchado ya? Debe haber salido con retraso…
Tía Ernestina: (Recelosa) Sí, ha ido con su padre…
Fulvia: ¡Siéntese! ¡Siéntese!
Tía Ernestina: Gracias…, a la iglesia.
Fulvia: ¿Qué dice usted?
Tía Ernestina: Digo que ha ido a la iglesia, con su padre.
Fulvia: Sí, para las misas. Quizá usted hubiera deseado ir también…, porque ya debe saber que hoy…
(despacio, marcando, con una mirada significativa), para la hija…, es el aniversario.
Tía Ernestina: ¡Ah! ¿Lo sabe usted, entonces?
Fulvia: ¿Cómo quiere que no lo sepa?
Tía Ernestina: ¡Yo no sé nada, en cambio! Debe haber muerto hace poco, mi pobre sobrina, ¿verdad?
Fulvia: (La mira, esforzándose en disimular el estupor que la hiela; después dice:) En realidad, no… No hace muy poco…
Tía Ernestina: Hace cerca de seis años que salí de aquí. Era la única parienta. Se me podía avisar… Pero, ¿cómo ha muerto? ¿Cómo ha muerto? ¿Usted lo sabe?
Fulvia: (Meneando la cabeza, dice:) Sí, lo sé.
Tía Ernestina: ¿Ha muerto… mal?
Fulvia: ¡Sí, mal! (Pausa. Después:) La han matado.
Tía Ernestina: (Pegando un salto) ¿La han matado? ¡Cómo! ¿Quién la ha matado?
Fulvia: ¡Calle, por piedad! (Con aire misterioso) No se ha sabido nada.
Tía Ernestina: ¡Matado…! ¿Pero, cómo? ¿Dónde? Ni los periódicos dijeron nada…
Fulvia: Hay ciertos delitos de los que los periódicos no hablan…, ¿comprende?
(Despacio, mirándola de nuevo con aire misterioso, como para tranquilizarla, en confianza) Esté tranquila…
Tía Ernestina: (Como atontada) ¿Yo?
(Después, más desorientada que nunca) ¿Y usted cómo lo ha sabido? ¿Por su marido?
Fulvia: (Hace signo afirmativo, frunciendo el ceño; después, en voz baja, en tono de confidencia) Me lo ha confiado todo.
Tía Ernestina: (Pasmada) ¿Él? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué le ha confiado?
Fulvia: (Como antes) ¡No tema! ¡No tema! Yo sé callar… (Y le pone como para jurarlo, una mano sobre las suyas)
Tía Ernestina: (Como antes) Le juro que no sé nada, señora… ¡Dios mío! ¿Pero qué tiene que ver él? ¡Yo era la tía de ella, fíjese bien!
Fulvia: ¿Qué tía? ¡Por favor! ¡No siga representando esta comedia conmigo! ¡Si le digo que lo sé todo…!
Tía Ernestina: ¿Comedia? ¿Yo? ¿Qué comedia?
Fulvia: ¡Pero si usted fue cómplice!
Tía Ernestina: ¿Cómplice? ¿Yo?
Fulvia: ¡Usted! ¡Usted!
Tía Ernestina: ¿Qué dice? ¿Cómplice de qué?
Fulvia: ¿Cómo, de qué? ¡De la muerte!
Tía Ernestina: ¿Yo?
Fulvia: (No pudiendo ya más al ver el asombrado terror de la vieja, se echa a reír como una loca) ¡Ja, ja, ja, ja!
(Y acercándose a ella súbitamente, apartándose el cabello de las sienes y de la frente y cogiéndose la cara como para ponérsela a la tía ante los ojos) ¿Hablas en serio, tía Ernestina? ¡Mírame bien! ¿No me reconoces?
Tía Ernestina: (Como aturdida, retrocediendo) ¿Qué? ¿Qué…?
Fulvia: ¡Soy yo! ¿No me reconoces, de verdad?
Tía Ernestina: ¡Fulvia!
Fulvia: ¡Calla! Ahora me llamo Francesca.
Tía Ernestina: ¿Pero, cómo…?
Fulvia: ¡Oh, cómo…! ¡Ya te he dicho cómo!
Tía Ernestina: ¡Ah, Dios mío! ¡Yo me vuelvo loca! ¿Tú…? ¿Tú aquí de nuevo?
Fulvia: (Negando enérgicamente con el dedo) Francesca, Francesca…
Tía Ernestina: ¡Cómo…! ¡Fulvia!
Fulvia: (Recalcando sílaba por sílaba) Francesca…
Tía Ernestina: ¡Yo me vuelvo loca!
Fulvia: (Rápidamente, abrazándola) ¡No, pobre tía Ernestina, no! Pero es la pura verdad, ¿sabes? Y tú eres cómplice… Me lo ha dicho él.
Tía Ernestina: No…, no… Te juro que yo…
Fulvia: Perdona… ¿Por quién ha ido Livia a rezar a la iglesia?
Tía Ernestina: (Empezando a desorientarse de nuevo) Ya…, yo…
Fulvia —¿Lo ves? Tú misma te has vestido de negro… ¿Quieres mayor complicidad todavía?
Tía Ernestina: Es porque he creído…
Fulvia: ¡Y es así! ¡Heme aquí: la señora Francesca Gelli…!
Tía Ernestina: Déjame que te vea… Sabes que ya casi no veo…
Fulvia: Efectos de la tintura, tía.
(Señalando el cabello teñido de la vieja) Es nocivo, nocivo para la vista… ¡Mírame! También yo, ¿ves?
(Muestra los suyos) Puede una incluso quedarse ciega. Me lo han dicho.
Tía Ernestina: ¡No, no, es la edad! Precisamente por este cabello no te he reconocido…
Fulvia: Perdona…, ¿y la voz?
Tía Ernestina: Al cabo de trece años, ¿cómo quieres que…? Y me he vuelto también un poco sorda. Además, ¡estaba tan segura de que…! Que no sea nunca, hija mía… Pero, dime, dime, ¿qué ha ocurrido? Os habéis reconciliado, ¿eh? Y habréis tenido que hacer esta ficción por vuestra hija…
Fulvia: Sí, por lo menos creía yo que…
Tía Ernestina: ¡Ah…! ¿se ha sabido? Pero Livia, no; Livia cree que…
Fulvia: ¡Lo creen todos…!
Tía Ernestina: ¿Y entonces?
Fulvia: ¡El mal está en que he acabado creyéndolo yo también… como Betta!
Tía Ernestina: ¿Qué? ¡Oh, por Dios, no volvamos a empezar!
Fulvia: No, no. Me he acostumbrado ya. Debes creerlo tú también, tía, pero creerlo como… ¿cómo te diré? ¡Como puedes creer en ti misma!
Tía Ernestina: ¿Lo dices por Livia, por la gente?
Fulvia: ¡No, no, lo digo por ti! ¡Por ti misma! ¡Como tía suya!
Tía Ernestina: ¿De Livia?
Fulvia: ¡No! ¡De la que fue tu sobrina!
(Con ironía) ¡Bonita sobrina, puedes vanagloriarte de ella!
(Pausa) Lo hiciste por dinero, pero te aseguro que hubieras podido, con toda sinceridad, sentirte avergonzada de tener tal sobrina.
Tía Ernestina: (Aturdida) ¿Cómo?
Fulvia: ¡Ah, qué horrible vida!
(Recalcando las palabras, al ver la expresión de Tía Ernestina:) ¿Pretenderías acaso defenderla, después de que…?
Tía Ernestina: (Como antes) Pero, perdona… ¿no estás hablando de ti misma?
Fulvia: ¡No, querida tía! Te digo que soy la señora Francesca Gelli, y no puedes saber con cuánta voluptuosidad vierto todas las infamias que conozco sobre las espaldas de aquella sobrina tuya, de aquella por quien, habiéndola en esta casa elevado a la gloria eterna, van ahora a rezar a la iglesia… todos… ¿lo ves?, incluso la sirvienta.
(Con un arranque de júbilo casi frenético) ¡Y yo… soy de nuevo madre…! ¿sabes?
Tía Ernestina: ¿Madre?
Fulvia: ¡Madre! ¡Madre! ¡Como antes! ¡Como aquella de antes a quien ella no conoció! (Alude a su hija) ¡Ah, tía Ernestina… créelo, créelo…! ¡Es un verdadero renacimiento para mí! ¿Comprendes que me sienta madre de nuevo…, como antes…, antes de que ella naciese? ¡Así! ¡Así mismo! y me siento… yo, yo sola… lo que soy ahora… Me siento viva como antes… y me siento santa… yo, sí, por todo el martirio que he sufrido, antes y después… Estos cuatro meses que llevo aquí, con ella… ¡Ah, si supieses! ¡Dios mío, Dios mío…! ¡si supieses…!
Tía Ernestina: Sí, me lo imagino… pero te ha atormentado sin saberlo, la pobre…
Fulvia: Sin saberlo, pero… ¡con qué crueldad! Fría, ¿sabes…? ¡Oh, y mansa! ¡Qué rencor, el suyo!
(De improviso se turba profundamente, se levanta apretándose con fuerza una mano sobre los ojos) ¡Ah, Dios mío, no quiero pensar más en ello!
Tía Ernestina: (Sorprendida de aquel súbito impulso) ¿En qué?
Fulvia: En nada. En una cosa que le he dicho hace poco a su padre. Tengo que quitármela de la cabeza.
(Haciendo un esfuerzo por volver a su estado habitual) Cree que lo he hecho todo, tía… no por hacerme amar… no por mí… sino para que ella… no sé, sintiese… eso es… sintiese que yo… ¡no lo sé decir! Incluso sus desprecios me han parecido dulces algunas veces… me han hecho sonreír interiormente… Pero se ha dado cuenta. ¡Y si la hubieses visto cambiar de cara entonces! ¡Te digo que ha sido un verdadero martirio! He podido soportarlo porque soy nuevamente como era para ella a los dieciocho años, créeme…
(Como si le viniera de pronto una idea:) ¡A propósito! Tendrías que hacerme un favor, tía Ernestina. Puedes estar segura de que ella se prestará.
Tía Ernestina: ¿Un favor? ¿Yo?
Fulvia: Sí. Deberías inducirla, diciéndole que es para hacerme un desaire, a comparecer delante de mí, uno de estos días, vestida con aquel traje de tul con rositas que conserva.
Tía Ernestina: ¡Oh, no! ¡Qué ideas se te ocurren!
Fulvia: ¡Sí, sí, tía! ¡Me gustaría tanto verme en ella, por un momento, como era yo a su edad…!
Tía Ernestina: Pero ¡qué ocurrencia…!
Fulvia: Es verdad que se me parece poco…
Tía Ernestina: ¿Y cómo quieres que lo haga? ¡No lo haría nunca!
Fulvia: ¿Por no profanar aquel vestido delante de mis ojos? Quizás tengas razón.
Tía Ernestina: Además, yo… ¡figúrate! Oye, ¿sabes que me encontraré en un buen aprieto, ahora?
Fulvia: ¡Oh! ¡No te arriesgues a dejar traslucir nada, sobre todo! ¡Silvio está consternado! Me ha recomendado sólo que te vayas en seguida.
Tía Ernestina: ¿Eh…? ¿Cómo? ¿Tan aprisa?
Fulvia: ¡Pobre tía Ernestina, que había venido para vejar y humillar a la intrusa, de acuerdo con la sobrinita…!
Tía Ernestina: ¡Oh, no! ¿Qué dices?
Fulvia: ¿No te ha llamado ella? ¡Di la verdad!
Tía Ernestina: ¡No, te lo juro! Había venido únicamente para saber…
Fulvia: Perdona… ¿y el baúl? (Se ríe)
Tía Ernestina: (Cogida en la trampa) Sí, lo he traído… Pero no podía imaginar…
Fulvia: No importa… no importa. Y por mí, incluso, ahora… Pero tendrías que saber fingir muy bien… sin traicionarte jamás…
Tía Ernestina: ¡Dios mío… será difícil…!
Fulvia: ¡Lo has hecho durante tantos años!
Tía Ernestina: Sí, pero no delante de ti.
Fulvia: Ya. Tú piensas siempre en lo que fue tu sobrina.
Tía Ernestina: ¡Oh, no! ¡Dios me libre!
Fulvia: ¿Por qué?
Tía Ernestina: No he pensado nunca en eso, al hablar con Livia.
Fulvia: Precisamente. Piensa ahora.
Tía Ernestina: (Con horror) ¿Al hablarte a ti? ¡Oh!
Fulvia: No seas tonta. Yo no soy tu sobrina. Pero verás como Livia me trata como a una… Se lo leo en los ojos, sospecha de mí sabe Dios qué horrores…
Tía Ernestina: ¡Oh, no! ¡Es una inocente!
Fulvia: El odio le hace de diablo. Aquello del árbol, ¿sabes?
Tía Ernestina: ¿Qué árbol?
Fulvia: La historia sagrada, tía. El árbol del Bien y del Mal. La serpiente…
Tía Ernestina: (Sin comprender) ¡Ah, ya…! (Después) ¿Y tu marido? ¿Tu marido…?
Fulvia: ¿Qué?
Tía Ernestina: ¿Cómo os lleváis?
Fulvia: (Se turba, la mira, vacila en contestar; después, frunciendo el ceño) Me repugna.
Tía Ernestina: ¿Ya sabes que se ha vuelto…?
Fulvia: ¡Ya lo sé, ya lo sé, lo que se ha vuelto! Pero… ¿comprendes? Me quiere como a aquella otra, todavía… cara a cara, ¿comprendes? Querría que aquella santa, resucitada y debidamente instruida, arrastrase por los suelos toda su virtud… (Hace un gesto ambiguo con las manos)
Tía Ernestina: (Pudibunda, pero con viva curiosidad) No comprendo…
Fulvia: (Con asco) ¡Sí, sí, para después, la mañana siguiente, volver a mostrar esa virtud todavía un poco maltrecha, delante de la hija! Como entonces, ¿comprendes? Pero entonces, por lo menos, no tenía cincuenta años y no hacía el probo por profesión, y yo no comprendía, como comprendo ahora. ¡Perdóname, perdóname, tía Ernestina! ¡No debes comprender siquiera tú!
Tía Ernestina: (Ofendida en su pudor, vuelve, como si no hubiese ocurrido nada, a su primer tema) Verás, tendría que tenerte delante lo menos posible…
Fulvia: ¿Para no traicionarte, quieres decir?
Tía Ernestina: Eso mismo. Pero, escucha, ¿no se podría, poco a poco…?
Fulvia: ¡No! ¡Imposible! ¿No te lo estoy diciendo? ¡Además, estos trece años han transcurrido de veras! Y este odio suyo de ahora… Sería terrible, para ella… ¡Estoy tan convencida de ello que no pienso siquiera ya en ello, y…
(recalcando súbitamente, en voz baja e imperiosa:) ¡Calla!
Entra Betta.
Betta: Señora, es el profesor, el señor Cesarino.
Fulvia: ¡Dios mío! ¡Si Livia no va a dar clase hoy! Había que decírselo sin hacerle venir hasta aquí…
Betta: Ya. Pero la señora ya sabe que vienen también para… (Hace un signo con la mano: que significa: «para comer»)
Fulvia: ¡Ah…! ¿También la señora Barberina?
Betta: Sí, señora. Están los dos quitándose el polvo de encima, llenos de sudor.
Fulvia: Hágalos entrar, pobres…
Sale Betta.
Fulvia: (En voz baja, acercándose) ¡Cuidado ahora, tía Ernestina, te lo recomiendo!
Entran el señor Cesarino y la señora Barberina. Dos tipos cómicos; él, delicado, calvo, pero todavía con mucho cabello alrededor de la cabeza y sobre las orejas, cabello blanquísimo y hueco. Está casi morado de haber tomado tanto el sol por el camino, viniendo a pie. Perdido en un anchísimo traje de seda cruda visiblemente cortado y cosido por la abnegada esposa, no solamente ha doblado hacia arriba el bajo de los pantalones sino también las mangas, en las muñecas, varias veces a causa del calor; lleva en la mano un pañuelo empapado de sudor.
La señora Barberina, robusta y bobalicona, siempre inquieta ante la nerviosa vivacidad de su marido, viste un traje claro, de una claridad que chilla sobre la sordidez pesada de su morena y pacífica carnadura; lleva un vistoso sombrerito de paja puesto de través, que es digno de verse)
Señora Barberina: (Desde la puerta) ¿Se puede pasar?
Fulvia: ¡Adelante, adelante, señora Barberina!
Señora Barberina: Mis respetos, señora.
Señor Cesarino: (Inclinándose, haciendo reverencias) Señora, señora.
Fulvia: (Haciendo las presentaciones) Permítanme: el señor Cesarino Rota, maestro de música de Livia, la señora Barberina, su esposa. La señorita Galiffi, tía de Livia… (Inclinaciones por una y otra parte) Siéntense, por favor.
Señor Cesarino: ¡Qué calor, qué calor, señora mía…! ¡Aquí se está deliciosamente! ¡Qué polvo, por el camino!
Señora Barberina: (Observando, con horror, y haciendo observar a su marido que ha entrado con los pantalones y las mangas remangadas) ¡Pero, Cesarino!
Señor Cesarino: (Sin comprender) ¿Qué ocurre?
Señora Barberina: ¡Dios mío! ¿Se entra así en una casa?
Señor Cesarino: (Rápido, reparando su indumentaria, empezando por los pantalones) ¡Ah, ya…! ¡Perdónenme!
(Al desdoblar el primer pliegue del pantalón cae sobre la alfombra un montoncillo de polvo) ¡Oh, mira cuánta tierra!
Señora Barberina: ¡Pero sal de aquí, Dios mío!
Señor Cesarino: (Levantándose rápido y dirigiéndose a la puerta) Sí… eso es… Permítanme, permítanme… (Sale, para regresar poco después)
Señora Barberina: ¡Dispénsele, señora!
Fulvia: ¡No, no, no es nada!
Señora Barberina: Es tan distraído… No pueden imaginárselo.
Fulvia: ¡Claro…! ¡Un artista!
Señora Barberina: Por la carretera, además, hay que ver…
Fulvia: Siento tanto que…
Señor Cesarino: (Entrando de nuevo) Aquí estoy, ya está…
(Volviendo en el acto a arremangarse la chaqueta) ¿Y mi discípula? ¿Y mi discípula?
Fulvia: Esto estaba diciendo, señor Cesarino. Lamento que Livia…
Señor Cesarino: ¿No está bien, acaso?
Fulvia: Sí, sí… Ha ido a la iglesia con su padre…
Señor Cesarino: (Preocupadísimo, por su calidad de organista) ¿Qué es hoy? ¿Qué función hay? ¡Dios santo, Barberina…!
Fulvia: No, no, tranquilícese. Es una función privada. Hoy es… (volviéndose a Tía Ernestina) dígalo usted, señorita, ¿es el duodécimo o el decimotercero?
Tía Ernestina: (Aturdida, cayendo de las nubes) ¿Yo? ¿Qué?
Fulvia: Me refiero al aniversario…
Señor Cesarino: (Recordando de repente) ¡Ah, de la muerte…!
Señora Barberina: (Compungidísima) ¡De su mamá, sí!
Fulvia: (Indicando, también compungida, a la Tía Ernestina) Sobrina precisamente de la señora…
Tía Ernestina: (Vivamente, como para reaccionar de su aturdimiento) Esto es, sí… es hoy el aniversario…
Fulvia: ¿El decimotercero, verdad?
Tía Ernestina: El decimotercero, sí…
Señor Cesarino: ¡Oh, vaya, vaya…!
Señora Barberina: No lo sabíamos. Perdónenos. No hubiéramos venido…
Fulvia: No hemos pensado en avisarles…
Señora Barberina: ¡Cuánto lo siento!
(Haciendo ademán de levantarse) En este caso…
Fulvia: (Rápida) ¡No, no, pueden quedarse!
(A Tía Ernestina) De todos modos, no creo que hoy Livia toque…
Señor Cesarino: ¡Pero, vamos, al cabo de trece años!
Señora Barberina: (Chillando) ¡Cesarino! ¡No te das cuenta de que está aquí…! (Señala con un signo a la Tía Ernestina, que no sabe ya qué cara poner)
Señor Cesarino: ¡Oh, perdón!
Señora Barberina: Viste todavía de negro, ¿no lo ves?
Fulvia: Sí, porque la quería verdaderamente como a una hija.
Señora Barberina: Se ve, se ve… Ha venido a ver a su sobrinita, ¿verdad?
Tía Ernestina: Pues… sí… he venido…
Señor Cesarino: ¿Exprofeso para esta triste circunstancia?
Tía Ernestina: (No sabiendo qué responder) Eso… sí…
Señora Barberina: Entonces será mejor que nosotros…
Fulvia: No, espere. Escuchen: no creo que Livia tenga inconveniente en que nos acompañen a la mesa, como de costumbre, tanto más cuanto que es ella quien hubiera debido pensar en avisarles que no viniesen. Pero, comprendan… está aquí la tía… Diga, diga usted misma, señorita…
Tía Ernestina: (Como antes) ¿Qué? ¿Qué debo decir…?
Fulvia: Nadie mejor que usted está en condiciones de interpretar el estado de ánimo de la muchacha…
Tía Ernestina: (Aturullándose, no sabiendo qué decir) Ya… pues… comprenderás… comprenderás… yo… yo también estoy aquí invitada, y…
Fulvia: ¡Bien! En este caso, yo, por mi cuenta, no permitiré que el profesor y la señora regresen, a mediodía, con este sol…
Señor Cesarino: ¡Ya suena la campana! ¡La campana!
Fulvia: ¿Sí? Entonces de un momento a otro estarán aquí…
Señor Cesarino: Volando… en el auto… ¡qué maravilla! Le aseguro, señora, que si tuviésemos que regresar ahora a pie, con este sol, ¡nos moriríamos…!
Fulvia: (Levantándose) No, no… Vayan, vayan a ponerse cómodos. (Se levantan todos) Pueden ir allá, como de costumbre.
Indica la primera puerta de la derecha.
Señora Barberina: Gracias… Entonces, con permiso, me quitaré el sombrero…
Señor Cesarino: Y yo quisiera, con la venia de la señora… Precisamente hoy tenía que afinar el piano…
Señora Barberina: ¡No, no, Cesarino! ¿No has oído que hoy no se toca?
Señor Cesarino: Afinar no es tocar.
Fulvia: Será mejor que lo haga después; después de la comida.
Señor Cesarino: Bien, bien… Entonces, con su permiso, iremos a refrescarnos un poco.
Señora Barberina: Con permiso…
Se inclina.
Salen marido y mujer por la primera puerta a la derecha.
Tía Ernestina: (Precipitadamente, como loca) ¡Ah, no, no, no! ¡Yo me voy! ¡Yo me voy! ¡No resisto más!
Fulvia: (Sonriendo) ¡Ah… veo también, tía Ernestina, que…!
Tía Ernestina: ¡Nada! ¡No resisto! ¡Ahora mismo me voy!
(En aquel momento se oye la voz de Betta detrás de la puerta)
Voz de Betta: (Que anuncia) ¡Ya están de regreso!
Tía Ernestina: ¡Me voy! ¡Me voy! ¡Voy ahora mismo a prepararme!
Sale furiosa por la segunda puerta de la derecha.
Casi en el mismo momento entra Silvio Gelli por la de entrada.
Silvio: (Con ansia, aludiendo a la salida de Tía Ernestina) ¿Y bien…?
Fulvia: (Mira hacia la puerta de entrada, después pregunta) ¿Y Livia?
Silvio: Ha entrado por allá. Estará arriba ¿Qué has hecho?
Fulvia: Se va. Se va por su propia iniciativa
Silvio: ¿Hoy mismo?
Fulvia: Hoy o mañana, no sé… Ha reconocido ella misma la imposibilidad de seguir aquí.
Silvio: ¡Ah, muy bien! Pero no quisiera que hoy, en la mesa…
Fulvia: Están, afortunadamente, el maestro y su mujer.
Silvio: ¿Están allá? (Indicando la primera puerta de la derecha)
Fulvia: Sí. Ve, date prisa. Dentro de un momento nos sentaremos a la mesa.
Silvio sale por la primera puerta de la derecha. Poco después entra Livia por la segunda y se dirige resueltamente hacia Fulvia, frunciendo el ceño.
Livia: ¿Le has dicho tú a tía Ernestina que se marchase?
Fulvia: (Dolorida al verla ante sí de aquel talante, responde con gran dulzura) No, querida. Yo no…
Livia: ¿Quién hace, pues, que se marche apenas ha llegado?
Fulvia: No lo sé. Nadie, ella misma.
Livia: ¡Ella misma no puede ser!
Fulvia: Y, sin embargo, vuelvo a decirte que ha sido ella…
Livia: ¡Pero si esta mañana, al llegar, me ha dicho que venía a pasar una larga temporada conmigo!
Fulvia: Lo sé también. Me han dicho que había traído incluso un baúl.
Livia: Por lo tanto, ya lo ves…
Fulvia: Te aseguro, Livia, que por mi parte no tenía absolutamente nada contra ella. Le dije incluso a tu padre que me hubiera gustado mucho que se quedase.
Livia: Entonces… ¿se va por él? (Con fiereza, dura, mirándola a los ojos) ¿Por qué?
Fulvia: No es por mí, Livia, créelo… Lo sé, y tú debes también figurártelo.
Livia: ¡Figurármelo…! ¡Bastante claro está, me parece!
Fulvia: No, perdona. Porque podrías recordar que otra vez… sin que estuviese yo aquí, tu padre no la quiso más en casa y la echó de ella.
Me lo ha dicho él mismo… Si es verdad…
Livia: ¡Sí, es verdad…! Pero el caso, ahora, me parece distinto.
Fulvia: (Siempre con dulzura y tristeza) Porque ahora estoy yo aquí, ¿verdad? Y así mismo se lo he dicho a tu padre. Le he hecho observar precisamente esto, que tú me darías las culpas a mí.
Livia: A pesar de todo, sin embargo… por encargo suyo… debes haber sido tú quien la ha despedido.
Fulvia: ¡Yo no la he despedido! ¡Ni yo ni nadie…! ¿Cómo he de decírtelo? Ha decidido marcharse, así, de repente… Debe ser porque… no sé, después de haber hablado conmigo, habrá concebido quizás hacia mí… una adversión, una antipatía… Es mi destino, en esta casa, pese a todo lo que yo haga… Y tú, si pudieses ser un poco justa conmigo, tendrías que reconocerlo. Créeme, he estado con ella amabilísima. Pero me han dicho que ha sido siempre un poco entrometida…
Livia: Yo la quiero…
Fulvia: Me lo imagino. Y cree que la he tratado amablemente precisamente por esto. No sé, incluso nos hemos reído juntas. No sé qué puede haber tomado a mal.
(Tratando de dar un cariz humorístico a la conversación, aludiendo a lo que tiene de cómico la figura de Tía Ernestina) Quizás… ¿sabes por qué habrá sido?
(Se inclina hacia ella sonriendo, para mostrarle la cabeza; levantando una mecha de cabello con una mano, añade:) Este cabello…
Livia: ¿Qué quieres decir?
Fulvia: También ella lleva el pelo teñido, ya lo sabes. Ha mirado el mío con una expresión tan ceñuda… Quizá teme que su tintura desentone demasiado al lado de la mía. Tú no puedes comprender todavía estas debilidades…
Livia: (Dura, con brevedad) ¡Ah, ciertamente! ¡Es mejor que no las comprenda!
Fulvia: (Advirtiendo que su desprecio va dirigido sólo a su cabello teñido y no al de la tía) Y sin embargo… sin embargo, he seguido tiñéndome por ti… ¿sabes?
Livia: (Con asco) ¿Por mí?
Fulvia: Por ti, sí. Y por consejo de tu padre.
Livia: No comprendo.
Fulvia: No comprendes, lo sé. Pero imagina por un momento que yo tenga, debajo de esta tintura, los cabellos del mismo color que los tuyos… ¡exactamente iguales!
Livia: ¿Y qué?
Fulvia: Podrías pensar que has heredado de tu madre el color de tu cabello…
Livia: (Llevándose las manos a la cabeza, como para defender el cabello de su madre, dice, retrocediendo:) ¡Sí, lo sé!
Fulvia: ¿Te lo ha dicho tu padre? Y por esto me aconseja seguir tiñéndome el mío. Y yo lo hago así, a pesar de que no quisiera, te lo juro.
(Con un anhelo angustioso, imprevisto, que la enternece, al recordarse a sí misma joven, como lo es ahora su hija) Te miro estos ricitos tiernos de la nuca… Me vienen deseos de cogerlos con los dedos y alargarlos poco a poco… sin hacerles daño.
Livia tiene un instintivo movimiento de repulsión. Fulvia lo nota, pero casi por compasión hacia sí misma, dice con sonrisa indefinible…
Fulvia: Sientes cosquillas sólo al oírmelo decir…
Livia: (Como antes, con un gesto irreprimible) ¡No!
Fulvia: ¿Sientes asco de mis dedos? Tienes razón.
(Recalcando mucho) También yo pienso que quizás, cuando eras pequeñita, te los acariciaba así tu madre…
Livia oculta el rostro entre sus manos y rompe a llorar. Por la primera puerta de la derecha aparece Silvio que, evidentemente, las estaba observando.
Silvio: Livia, ¿qué ocurre?
Fulvia: (Rápida) ¡Nada! ¡Nada! Llora por la marcha de la tía. Es absolutamente necesario que la hagas quedar.
Silvio: Sí, veremos…
Fulvia: ¡No! ¡Tiene que quedarse! ¡Tiene que quedarse!
Silvio: Está bien, se quedará. Pero Livia sabe muy bien (se acerca a ella para abrazarla) que no merece estas lágrimas…
Livia: (Agarrándose a su padre, en una convulsión de odio y de repulsión) ¡No lloro por esto! ¡No lloro por esto!
Silvio: (Teniendo a Livia abrazada sobre su pecho, mirando a Fulvia severamente) ¿Entonces…?
Fulvia: (Abre desoladamente los brazos, mirando como desde muy lejos) No sé…
Tras breve pausa, entra Betta por la primera puerta de la derecha, y se detiene en el umbral.
Betta: La comida está servida. (Se retira)
Silvio: ¡Vamos, vamos, Livia! Basta ya… Vamos… Hay gente. No está bien que oigan…
Livia: (Serenándose) Sí, sí…
Silvio: Sécate estas lágrimas… (Se aleja, llevando a Livia abrazada; después vuelve la cabeza hacia Fulvia y dice:) Vamos…
Fulvia: (Abriendo nuevamente los brazos y suspirando) Vamos…
Telón
1920 – Como antes, mejor que antes
Comedia en tres actos
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
In Italiano – Come prima, meglio di prima
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