1918 – Cada cual en su papel – Comedia en tres actos

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El arte de la autora de crear una situación de equilibrios singulares  y luego demolerlo haciéndolo escombros que caen sobre todos los personajes; el “verbalismo filosófico” del que Gramsci acusó a Pirandello en esta comedia  aparece como intentos vanos y trágicos de incrustar y contrastar los sentimientos que finalmente desbordan y clavan a cada personaje en su propia infelicidad.

In Italiano – Il giuoco delle parti

Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

Cada cual en su papel
Romolo Valli, Rossella Falk, Carlo Giuffrè, Il giuoco delle parti, 1964

Personajes
León Gala
Silia, su mujer
Guido Venanzi
El doctor Spiga
Filippo, llamado Sòcrates, criado de León Gala
Barelli
El marquesito Miglioriti
Primer señor borracho
Segundo señor borracho
Tercer señor borracho
Clara, doncella de Silia
Señor y señores de los pisos de encima y de debajo

En una ciudad cualquiera. En nuestros días.

Cada cual en su papel
Acto Primero

Salón de casa de Silia Gala, caprichosamente arreglado. En el fondo, gran puerta holandesa, con vidrios rojos encuadrados en madera blanca, que se abre en dos hojas correderas, y se oculta a ambos lados de la pared. Abierta, deja ver el comedor. La puerta está en la pared de la izquierda, que tiene también una ventana. En la pared de la derecha, hay una chimenea, y sobre su repisa, un reloj de bronce. Junto a la chimenea, otra puerta.

Al levantarse el telón, la vidriera del fondo está abierta. Guido Venanzi, de «smoking», está en el comedor, de pie, junto a la mesa, sobre la cual se ve una licorera de plata con varias botellas en la fila de anillos. Silia, con un leve vestido de mañana, descotado, está en el salón, casi acurrucada en una butaca, absorta.

Guido: (Ofreciendo desde el comedor) ¿«Chartreuse»?

(Espera la respuesta. Y como Silia no contesta:) ¿Anís?

(Como antes) ¿Coñac?

(Como antes) Bueno, lo que yo elija, ¿no?

(Sirve una copa de anís y viene a ofrecérselo a Silia) Aquí tienes.

Silia: (Lo hace esperar sin cambiar de actitud; luego, moviéndose fastidiada de verlo allí a su lado con la copa en la mano) ¡Uff!

Guido: (Rápido, ante aquel bufido, bebiéndose de un trago la copa e inclinándose después) ¡Y perdona la molestia! No tenía maldita la gana de beber.

(Va a dejar la copa en su sitio. Se sienta. Se vuelve a mirar a Silia, que ha vuelto a su primitiva actitud, y dice:) ¡Si al menos pudiera saber qué te pasa…!

Silia: Si tú, en este momento, me crees aquí…

Guido: ¡Ah! ¿No estás aquí? ¿Estás fuera?

Silia: (Desvariando) ¡Sí, estoy fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

Guido: (En voz baja, después de una pausa, como hablando consigo mismo) Entonces, resulta que yo estoy solo aquí. Muy bien. Podría, como un ladrón, aprovechar la ocasión y llevarme todo lo que encontrara.

(Se levanta, finge buscar a su alrededor, se acerca a ella como si no la viera; luego, deteniéndose y fingiendo asombro) ¡Cómo! ¡Pero si te has dejado olvidado el cuerpo en esta butaca! ¡Ah, pues ahora mismo me lo cojo!

(Intenta abrazarla)

Silia: (Levantándose de un salto y rechazándolo) ¡Basta! ¡Te he dicho que no, no, no!

Guido: ¡Qué lastima! ¡Has vuelto a casa! Tiene razón tu marido cuando dice que nuestro exterior está dentro de nosotros.

Silia: Es la cuarta o quinta vez que me hablas de él esta noche. Te lo hago notar.

Guido: Me parece que es el único medio de poder hablar contigo.

Silia: No, amigo mío: de hacerte más insoportable.

Guido: Gracias.

Silia: (Después de una larga pausa, con un suspiro, como si hablara lejos de si misma) ¡Lo veía tan bien!

Guido: ¿El qué?

Silia: Quizá lo haya leído… Pero tan exacto… todo… Con aquella sonrisa para nada…

Guido: ¿Quién?

Silia: Mientras hacía…, no sé…, no le veía las manos… Pero es un oficio que hacen allí las mujeres, mientras los hombres están pescando. Junto a Islandia, sí…, ciertas islitas.

Guido: ¿Estabas soñando con… Islandia?

Silia: ¡Me voy así…, así…!

(Mueve los dedos, para significar, por el aire, con la fantasía) ¡Tiene que acabar! ¡Tiene que acabar!

(Casi agresiva) ¿No comprendes que esto no puede durar?

Guido: ¿Lo dices por mí?

Silia: ¡Lo digo por mí!

Guido: Ya, pero… por ti, ¿quiere decir por mí?

Silia: (Con fastidio) ¡Ah, Dios mío! Tú no ves más lejos de tus narices. Tu persona. ¡Cuando te empeñas en una cosa…! Todo lo circunscribes a ti mismo. Apuesto que, para ti la geografía sigue siendo todavía el libro en que la estudiabas de pequeño.

Guido: (Asombrado) ¿La geografía?

Silia: ¡Nombres para aprenderlos de memoria, sí, la lección que te ponía el profesor!

Guido: ¡Ah, ya! ¡Qué suplicio!

Silia: Pero los ríos, las montañas, los pueblos, las islas, los continentes, existen de verdad, ¿sabes?

Guido: Gracias, gracias.

Silia: ¡Mientras nosotros estamos aquí, en esta habitación, existen, y se vive en ellos!

Guido: (Como si de repente se hiciera la luz) ¡Ah, quizá lo que tú quisieras sería… viajar!

Silia: ¡Eso es! yo…, tú…, viajar… Quiero decir, para que tú salieras un poco de ti mismo…, huyendo… ¡Tanta vida distinta de esta que yo ya no puedo soportar, aquí! ¡Me asfixio!

Guido: ¿Pero qué vida desearías tú, y perdona?

Silia: ¡No lo sé! ¡Una cualquiera…, menos ésta! ¡Dios mío, un hálito siquiera…, al menos un soplo de esperanza que me abriera un pequeño respiradero para el futuro! ¡Te juro que me quedaría aquí quieta, sólo para respirar el refrigerio de esa esperanza, sin correr a asomarme a la ventana a ver qué hay allí para mí!

Guido: ¡Como en una cárcel!

Silia: ¡Pero si estoy en una cárcel!

Guido: ¿Y quién te obliga a seguir encerrada?

Silia: Tú…, todo el mundo…, yo misma…, este mi cuerpo, cuando olvido que es de mujer, y no, señor, no debo olvidarlo nunca, por el modo que tienen todos de mirarme…, cómo estoy hecha… Se me olvida…, ¿quién se acuerda de eso…? Pero miro…, y de pronto, ciertos ojos… ¡Dios mío, tantas veces me echo a reír…! Pero luego, digo para mí: verdaderamente, soy una mujer, soy una mujer…

Guido: ¡Y me parece que no tienes motivo para lamentarlo!

Silia: Ya, porque… gusto. (Pausa; luego:) Pero falta saber qué placer encuentro yo en ser mujer, cuando no quisiera.

Guido: (Lento, destacando la frase) Como esta noche.

Silia: El placer de ser mujer no lo he experimentado nunca.

Guido: ¿Ni siquiera para hacer sufrir a un hombre?

Silia: ¡Ah, para eso, quizá sí, muchas veces!

Guido: (Como antes) Como esta noche.

Pausa.

Silia: (Que ha quedado un poco absorta, con angustia exasperada) ¡Pero la propia vida…, aquella que ninguno confía, ni siquiera a sí mismo!

Guido: ¿Cómo dices?

Silia: ¿No te ha ocurrido nunca descubrir de pronto en un espejo, mientras estás viviendo sin pensar, que tu propia imagen te parece la de un extraño, que de repente te turba, te desconcierta, te descompone, y te hace…, ¡qué sé yo!, subirte un mechón de pelo que te había resbalado por la frente?

Guido: ¿Y con eso…?

Silia: Ese maldito espejo que son los ojos de los demás, y los nuestros, cuando no sirven para mirar a los demás, sino para vernos, y ver cómo nos conviene vivir…, cómo debemos vivir… ¡No puedo más!

Pausa.

Guido: (Acercándose) ¿Quieres que te diga sinceramente por qué desvarías así?

Silia: (Rápida, concisa) Porque tú estás delante.

Guido: (Molesto) ¡Ah, gracias! Entonces, ¿me voy?

Silia: (Rápida) Es lo mejor que podrías hacer.

Guido: (Dolido) Pero ¿por qué, Silia?

Silia: Porque no quiero que…

Guido: (Interrumpiendo) No, digo…, ¿por qué me tratas así?

Silia: ¡No te trato mal! Quiero que no se te vea aquí demasiado a menudo. Eso es todo.

Guido: ¡Pero, qué demasiado a menudo! ¡Si no vengo casi nunca! Perdona, pero debe hacer una semana que estuve aquí la última vez. Se ve que a ti el tiempo se te hace muy corto.

Silia: ¿Corto? ¡Eterno!

Guido: Y luego dices que yo, en tu vida, no significo nada.

Silia: (Aburrida) ¡Oh, Guido, por Dios…!

Guido: Te he esperado todos los días. No he vuelto a verte…

Silia: ¿Pero qué quieres ver? ¿No ves cómo soy?

Guido: Porque tú misma no sabes lo que quieres…, y, sin saber cuál, invocas una esperanza que te abra un respiradero para el futuro.

Silia: Ya. Porque, según tú, debería ir hacia el futuro con un hilo entre los dedos, a tomar las medidas: hasta aquí, puedo quererlo; hasta aquí, no: como para los muebles, cuando se va a instalar una casa nueva.

Guido: Si te divierte creerme un pedante…

Silia: ¡Claro que sí, amigo mío! Me parece un bostezo todo lo que dices.

Guido: Gracias.

Silia: Quisieras hacerme comprender que he tenido todo lo que podía desear, y que ahora desvarío así – lo has dicho tú – porque quisiera lo imposible, ¿no es verdad? No es sensato. ¡Ya lo sé! ¿Pero qué le vamos a hacer? ¡Quiero lo imposible!

Guido: ¿Por ejemplo…?

Silia: Por ejemplo… ¿Pero qué he tenido yo, sabrías, tú decírmelo, qué he tenido yo que pudiera satisfacerme?

Guido: Pero si yo no digo ni siquiera satisfacerte, si no te satisface…

Silia: ¿Pues qué dices entonces?

Guido: Depende de lo ambicioso que se sea. Hay gente que se conforma con un tanto así (hace un gesto con los dedos) y hay quien lo tiene todo y no está satisfecho.

Silia: ¿Lo tengo yo todo?

Guido: No…, quiero decir…

Silia: ¡Explícate!

Guido: Eres tú la que tiene que explicar qué más desearías tener.

Silia: (Como si hablara él) Rica…, independiente…, libre…

(De repente, como inflamándose) ¿Pero todavía no has comprendido que esa ha sido su venganza?

Guido: ¡Porque tú quieres! Porque no sabes aprovecharte de la libertad que él te ha dado…

Silia: …Para que me deje amar por ti, o por otro…, para que me esté aquí, o en otra parte, libre…, completamente libre…

(Como antes) ¡Pero si ya no soy yo!

Guido: ¿Cómo que no eres tú?

Silia: ¡Yo, libre de disponer de mí, como si no existiera nadie!

Guido: ¿Y quién existe?

Silia: ¡Él! ¡A él, que me ha dado esta libertad, como quien no da nada, lo veo siempre irse a vivir por su cuenta, y después de haberme demostrado durante tres años que no existe esa famosa libertad, porque, haga lo que haga, seré siempre esclava…, hasta de ese sillón, el suyo, míralo! ¡Lo tengo delante como algo que quiere ser su sillón, y no una cosa mía, hecha para que yo me siente!

Guido: ¡Pero eso es una idea fija, perdona!

Silia: ¡Ese hombre es mi pesadilla!

Guido: ¡Si no lo ves nunca!

Silia: ¡Pero existe! ¡Existe! ¡Y de la pesadilla no me libraré mientras sepa que él existe! ¡Ay, Dios mío, si se muriera!

Guido: Dime, ¿no sigue viniendo todas las noches, para una media horita solamente?

Silia: ¡Ya ni siquiera viene! ¡A pesar de que habíamos pactado que él debería venir, venir a verme todas las noches, y estar aquí media hora! ¡Media hora!

Guido: Y en efecto, viene. No sube. Te pregunta por medio de la doncella si hay alguna novedad.

Silia: No, señor. Debe subir, debe subir. Y debe permanecer aquí media hora, todas las noches, como hemos pactado.

Guido: Dispensa…, si, como dices…

Silia: ¿Qué digo? ¿Te parece otra contradicción?

Guido: ¡Has dicho que es una pesadilla para ti!

Silia: ¡Pero he dicho que es una pesadilla para mí que él exista, que viva! No es su cuerpo… Al contrario, verlo casi es mejor. Y precisamente porque él lo sabe, ya no se deja ver el pelo. Se me presenta…, y está ahí sentado…, como otro cualquiera…, ni más feo ni más guapo que otro cualquiera; le veo los ojos como los tiene…, que no me han gustado nunca – ¡Dios mío!, odiosos…, penetrantes como dos agujas, y al mismo tiempo inexpresivos—, oigo el sonido de su voz que me crispa los nervios…, y puedo también saborear el fastidio que le he ocasionado, de haber subido para nada.

Guido: No creo.

Silia: ¿El qué no crees?

Guido: Que sea capaz de sentir fastidio.

Silia: ¡Ah!, ¿y me lo dices? ¡Pues eso es! Yo me estoy horas y horas aplastada por la idea de que un hombre como ese pueda existir, casi fuera de la vida y como una pesadilla en la vida de los demás. ¡Lo mira todo desde arriba, él, vestido de cocinero, de cocinero, señor mío! Mira y lo comprende todo, punto por punto, cada movimiento, cada gesto, haciendo prever con su mirada el acto que va una a realizar, de manera que una, sabiéndolo, ya no tiene ganas de hacerlo. ¡Me ha paralizado ese hombre! ¡Ya no tengo más que un pensamiento que me obsesiona a todas horas: cómo liberar de él, no a mí, a todo el mundo!

Guido: ¡No me digas!

Silia: ¡Te lo juro!

Se oye llamar en la puerta del fondo.

Clara: (Presentándose en la puerta) Señora…

Silia: ¿Qué ocurre?

Clara: El señor ha llamado desde el patio.

Silia: ¡Ah, ahí está!

Clara: (Continuando) Desea saber si hay alguna

Silia: Sí. ¡Dile que suba! ¡Dile que suba!

Clara: En seguida, señora.

Sale. 

Guido: Pero, perdona, ¿por qué precisamente esta noche, que estoy yo aquí?

Silia: ¡Precisamente por eso!

Guido: ¡No!

Silia: ¡Sí! ¡En castigo, por haber venido! Y te lo dejo aquí… Yo me retiro…

Sale por la derecha. 

Guido: (Corriendo a detenerla) No…, por favor… ¿Estás loca…? Pero ¿qué va a decir?

Silia: ¿Qué quieres que diga?

Guido: No… Escucha… Es muy tarde…

Silia: ¡Mejor!

Guido: ¡No, Silia, por Dios! ¡Tú quieres provocarlo…! ¡Es una locura!

Silia: (Liberándose) ¡No quiero verlo!

Guido: ¡Ni yo tampoco, perdona!

Silia: Lo recibirás tú.

Guido: ¡Ah, no, gracias! ¡A mí tampoco me encontrará!, ¿sabes?

Silia sale por derecha, y, al mismo tiempo, Guido huye al comedor y cierra la vidriera. 

León Gala: (Desde dentro, por la puerta de la izquierda) ¿Se puede?

(Abre la puerta y asoma la cabeza) ¿Se pue…?

(Viendo que no hay nadie) ¡Ah!

(Mira a todas partes) Bien, Bien…

De repente, desaparece la sorpresa de su rostro; saca el reloj del bolsillo, lo mira, se dirige hacia la tabla de la chimenea, abre el cristal de la esfera del reloj de bronce y regula las agujas hasta que el reloj dé dos campanadas. Vuelve a guardar su reloj de bolsillo y va a sentarse tranquilamente, impasible, en espera de que pase la media hora del pacto.

Después de una breve pausa, llega del comedor un bisbiseo a través de la vidriera.

Es Silia, que está obligando a Guido a entrar en el salón. León no se vuelve siquiera a mirar. Poco después, se abre una hoja de la puerta de cristales y entra Guido.

Guido: ¡Hola, León…! Estaba aquí, a beber una copa de «chartreuse»…

León: ¿A las diez y media?

Guido: Sí…, en efecto… Ya estaba a punto de marcharme…

León: No lo digo por eso. ¿Qué clase de «chartreuse»: verde o amarillo?

Guido: Pues…, no recuerdo…, verde, me parece…

León: Hacia las dos soñarás que estás aplastando con los dientes un lagarto.

Guido: (Con gesto de repugnancia) No…, ¡Oh…!, ¿qué dices?

León: Segurísimo. Es el efecto del licor bebido a cierta hora después de la cena. (Pausa) ¿Y Silia?

Guido: (En un apuro) Pues…, estaba ahí, conmigo.

León: ¿Y dónde está ahora?

Guido: No sé… Me… me ha hecho venir aquí, al oírte entrar a ti. Quizá venga ahora.

León: ¿Hay alguna novedad?

Guido: No…, que yo sepa…

León: Entonces, ¿por qué me ha hecho subir?

Guido: Yo estaba despidiéndome, cuando entró la doncella a anunciar que tú…, no sé, habías llamado desde el patio.

León: Como todas las noches.

Guido: Ya, pero…, parece que ella quería que subieras…

León: ¿Lo ha dicho?

Guido: Sí, lo ha dicho.

León: ¿Furiosa?

Guido: Un poco, sí, porque…, creo que…, no sé, debe de ser una de las condiciones de vuestro pacto, cuando de una manera elegantísima…

León: ¡Deja en paz la elegancia!

Guido: Quiero decir: sin escándalo…

León: ¿Escándalo? ¿Y por qué…?

Guido: Sin procedimientos legales…

León: ¡Inútiles!

Guido: Sin pleitos, en fin, os separasteis.

León: ¿Y qué pleito querías que hubiera conmigo? Siempre le he dado la razón a todo el mundo.

Guido: Ya. En efecto, esa es una envidiable prerrogativa tuya. Pero es posible… perdona que te lo diga, que exageres un poco…

León: ¿Crees que exagero?

Guido: Sí, porque, ¿ves?, muchas veces, tú.

Lo mira y se queda cortado.

León: ¿Yo?

Guido: Tú desconciertas.

León: ¡Ay, qué bueno! ¿Yo desconcierto? ¿A quién desconcierto?

Guido: Desconciertas, porque… eso de actuar siempre como quieran los demás…, lo que digan los demás… Apuesto a que si tu mujer te hubiera dicho: «¡Vamos al juzgado!»

León: Yo le habría contestado: «¡Vamos al juzgado!»

Guido: Tu mujer te dijo: «¡Vamos a separarnos!»

León: Y yo le respondí: «¡Vamos a separarnos!»

Guido: ¿Ves? Si tu mujer te hubiera gritado entonces: «¡Pero así no podemos litigar!»

León: Yo le habría contestado: «¡Pues, entonces, querida, no litigaremos!»

Guido: ¿Y no comprendes que, todo eso, a la fuerza tiene que desconcertar? ¡Porque, hacer como si tú no existieras…, comprenderás, por mucho que uno haga, luego, se llega a un punto, se… se queda uno como sujeto…, atado…, porque… porque es inútil: tú existes!

León: Ya. (Pausa) Existo.

(Pausa. Con otro tono) ¿No debería existir?

Guido: ¡No, por Dios, no digo eso!

León: ¡Claro que sí, querido! ¡No debería existir! Pero te aseguro que hago todos los esfuerzos imaginables por existir lo menos posible, y no sólo para los demás, sino también para mí mismo. ¡La culpa es del destino, amigo mío! Nací. Y cuando un hecho ha ocurrido, queda ahí, como una cárcel para uno. Yo existo. No debería tener en cuenta a los demás, por lo menos en algo de lo que no puedo prescindir: de existir. Me casé con ella; o, para ser más exacto, me dejé casar con ella. ¡Eso también es un hecho: cárcel! ¿Qué le vamos a hacer? Casi inmediatamente después, ella se puso a dar bufidos, a desvariar, a contorsionarse rabiosamente para evadirse…, y yo…, te aseguro, Guido, que he sufrido mucho por eso… Luego, encontramos esta solución. Se lo dejé aquí todo, llevándome solamente mis libros y mis cacharros de cocina – cosas, como sabes, para mí inseparables – . Pero comprendo que es inútil: nominalmente, queda la parte que me adjudicó un hecho ya indestructible: soy el marido. “Quizá debería tenerse esto un poco en cuenta. ¡Pero…, ya sabes cómo son los ciegos, amigo mío!

Guido: ¿Los ciegos?

León: Nunca están junto a las cosas. Dile a un ciego que esté buscando algo: «Lo tienes ahí, al lado.» ¡Y él se vuelve inmediatamente del lado contrario! ¡Pues eso le pasa a esa bendita mujer! ¡Nunca está al lado; siempre en contra!

(Pausa. Mira hacia la vidriera; luego:) Parece que no quiere venir…

(Saca el reloj de bolsillo; ve que todavía no ha pasado la media hora. Vuelve a guardarlo) ¿Sabes si tenía intención de decirme algo?

Guido: No…, nada, me parece…

León: Entonces, es por el placer de…

(Completa la frase con un gesto que significa: «Tú y yo.»)

Guido: (No comprendiendo) ¿Cómo dices?

León: Sí, el placer de tenernos a nosotros dos aquí, frente a frente…

Guido: A lo mejor se supone que yo…

León: …¿que te has ido ya?

(Hace indicación de que «no» con el dedo) Entraría.

Guido: (Haciendo ademán de marcharse) ¡Ah, entonces…!

León: (Rápido, deteniéndolo) No, por favor. Voy a marcharme yo dentro de un momento. Si sabes que no tenía nada que decirme…

(Pausa. Levantándose:) ¡Ay, amigo mío, qué triste es haber comprendido el juego!

Guido: ¿Qué juego?

León: ¡Pues… también éste! ¡Todo el juego! El de la vida…

Guido: ¿Tú lo has comprendido?

León: Hace tiempo. Y también el remedio para salvarse.

Guido: ¿Por qué no me lo enseñas?

León: ¡Ay, amigo mío! No es un remedio para ti. Para salvarse, es preciso saber defenderse. Pero hay una defensa…, llamémosla desesperada, que tú probablemente ni siquiera eres capaz de entender.

Guido: ¿Cómo, desesperada? ¿Encarnizada?

León: No, no, desesperada, amigo mío, en el sentido de una auténtica desesperación; pero sin una sombra de amargura, sin embargo.

Guido: ¿Y entonces qué defensa es esa, y perdona?

León: La más firme, la más inmóvil, precisamente porque ya ni la más mínima esperanza te induce a doblegarte ante los demás, ni ante ti mismo.

Guido: No lo entiendo. ¿Y la llamas defensa? ¿Defensa de qué, si tiene que ser así?

León: (Lo mira un momento, severo y hosco; luego, dominándose y casi reabsorbiéndose en una impenetrable serenidad) De nada, en ti, si en ti consigues, como he conseguido yo, no tener ya nada. ¿Qué quieres defender? ¡Defenderte, he dicho! ¡De los demás, y, sobre todo, de ti mismo; del mal que la vida hace a todo el mundo, inevitablemente; lo que yo me he hecho por ella (indica de nuevo la vidriera, detrás de la cual supone que está Silia escondida) durante tantos años!, lo que estoy haciéndole a ella, aún así, manteniéndome tan aislado; lo que tú me haces a mí…

Guido: ¿Yo?

León: ¡Claro que sí, inevitablemente!

(Escudriñándolo en los ojos) ¿Crees que no me haces ningún daño?

Guido: (Palideciendo) Que yo sepa…

León: (Para que se franquee) ¡Ah, incluso sin saberlo, amigo mío! Tú comes carne, a la mesa. ¿Quién te la da? Un pollo, o una ternera. Ni se te ocurre pararte a pensarlo. Todos nos hacemos daño recíprocamente; y luego, cada uno a sí mismo… ¡Por fuerza! Es la vida. Es preciso vaciarse de vida.

Guido: ¡Magnífico! ¿Y qué te queda entonces?

León: Contentarse, no viviendo para uno mismo, sino con ver vivir a los demás, e incluso a nosotros mismos, desde fuera, en el mínimo de vida que nos es inevitable.

Guido: ¡Ah, demasiado poco, dispensa!

León: Sí, pero nos compensa un goce maravilloso; precisamente el juego del intelecto que nos aclara todo lo turbio de los sentimientos, que nos fija en una línea plácida y precisa todo lo que se nos mueve dentro tumultuosamente. Pero comprenderás que seria muy peligroso el goce de ese lúcido vacío que nos hacemos dentro, porque, entre otras cosas, correríamos el riesgo de elevarnos a la deriva, como un globo, por encima de las nubes, si no conseguimos poner dentro, con arte y perfecta medida, el lastre necesario.

Guido: ¡Ah, ya! ¿Comiendo bien?

León: Para restablecer el equilibrio; para poder mantenerse siempre de pie, como esos juguetes que, los pongas como los pongas, recuperan su posición, por el contrapeso de plomo. No somos otra cosa, créeme. Pero es preciso saber hacerse ese vacío y ese lleno: si no, se queda uno en el suelo, en la más ridícula actitud. En resumen, amigo mío, la salvación está en encontrar un gozne, el gozne de un concepto para sujetarse a él.

Guido: ¡Ah, no, no! ¡Gracias, gracias! ¡Eso no es para mí! ¡Seguro que no es para mí! ¡Ni es nada fácil!

León: Ya. Porque esos goznes no se encuentran en los comercios: tienes que fabricártelos tú, y no uno solo, sino ¡tantos!, uno para cada caso, y bien sólido, para que el caso, que te ocurre muchas veces de improviso y violentamente, no te lo rompa.

Guido: ¡Ah, pero lo que es cuando te ocurren ciertos casos, amigo mío…!

León: ¡Para eso precisamente está la cocina, amigo mío! ¡Que el caso te encuentre de cocinero, es una gran cosa! Por lo demás, nunca es el caso en sí… quiero decir que no tienes por qué preocuparte del caso, verdaderamente. ¿Qué quiere decir el caso? Los demás, o las exigencias de la naturaleza.

Guido: ¡Precisamente, que pueden ser terribles!

León: Más o menos, según quién te las haga sufrir. ¡Y por eso te decía! ¡Debes guardarte de ti mismo, del sentimiento que este caso suscita de pronto en ti, y con el que te asalta! Debes atraparlo inmediatamente, extraerle el concepto, y entonces puedes hasta jugar con él. Mira, es como si de repente te cayera encima, sin caber de dónde, un huevo fresco…

Guido: ¿Un huevo fresco?

León: Un huevo fresco.

Guido: ¿Y si en lugar de un huevo fresco es una pelota de plomo?

León: Entonces te vacía ella a ti, y no hay más que hablar.

Guido: Dispensa; pero, ¿por qué un huevo fresco?

León: Para darte una nueva imagen de los casos y de los conceptos. Si no estás preparado para atraparlo, te caerá encima, o lo dejarás caer. De todos modos, se te romperá delante o detrás. Si te pilla preparado, lo coges, lo vacías y te lo bebes. ¿Qué te queda en la mano?

Guido: La cáscara vacía.

León: ¡Y eso es el concepto! ¡Lo ensartas en el gozne, y te diviertes en hacerlo girar, o, suavemente, lo haces saltar de una mano a otra como una pelotita de celuloide: para aquí, para allí, para aquí… y luego… ¡paf!, lo aplastas entre las manos, y lo tiras.

En este momento, en el comedor, estalla una gran carcajada de Silia. 

Silia: (Detrás de la hoja de la puerta del comedor, todavía cerrada) ¡Pero yo no soy un cascarón vacío en tus manos!

León: (Rápido, volviéndose a la vidriera) ¡Ah, no! ¡Tú ya no me caes encima, querida, para que yo te coja, te vacíe y te beba!

Apenas ha dicho esto, cuando Silia, sin dejarse ver, le cierra en las narices la otra hoja de la vidriera.

León sigue allí un momento, moviendo la cabeza. Luego, vuelve hacia Guido:)

León: Ahí tienes mi gran desventaja, amigo mío. Era para mí una gran escuela de experiencia. (Aludiendo a Silia) Llena de infelicidad, porque está llena de vida. Y no de una sola: ¡de tantas! Pero de ninguna que consiga encontrar gozne. No hay salvación, ni para ella, ni con ella.

Guido, absorto, sin darse cuenta de lo que hace, afirma con la cabeza él también, tristemente. 

León: ¿Apruebas?

Guido: (Volviendo en sí) ¡Ah…! Sí… , porque… ¡porque es precisamente así!

León: Y probablemente tú no sabes toda la riqueza que hay en ella… ciertas cosas que tiene, que no parecerían suyas, no porque no lo sean, sino porque uno no repara en ellas, porque la vemos siempre y solamente como creemos que es. ¿Te parece imposible, por ejemplo, que ella pueda canturrear alguna mañana… así… distraída…? ¡Pues canturrea!, ¿sabes? La oía yo, algunas mañanas, desde otra habitación. Con una vocecita muy linda, vibrante, casi de niña. ¡Era otra! Pero no creas que digo «otra» por decirlo. ¡Era verdaderamente otra! Y ella no lo sabe. Una niña que vive un momento y canta, cuando ella está ausente de sí misma. Y si vieras cómo se queda algunas veces… así… con cierta luz de vivacidad lejana en los ojos, mientras con dos dedos que no lo saben, se arregla un ricito en la nuca… ¿Puedes decirme quién es, cuando está así? Es otra, que no puede vivir, porque se ignora a sí misma, porque nadie le ha dicho jamás: «Te quiero así; debes ser así…» Existe el riesgo de que ella te pregunte: «¿Cómo?» Tú le respondes: «¡Como eras hace un momento!» Y ella vuelve a preguntarte: «¿Cómo era?» «Estabas cantando…» «¿Estaba cantando?» «Sí…, y te arreglabas un ricito sobre la nuca… así…» ¡No lo sabe; te dice que no es verdad! ¡No se reconoce en la imagen que tú le presentas de ella misma, tal como tú la has visto un momento antes, si es que la has visto! ¡Porque tú la ves siempre como es para ti, y basta! ¡Qué pena, amigo mío! ¡He ahí una deliciosa posibilidad de existir, que ella podría tener, y no la tiene!

Pausa larga.

Y en la tristeza del silencio, el reloj de bronce de la tabla de la chimenea da las once. 

León: (Recobrándose) ¡Ah, las once! ¡Salúdala de mi parte!

Se dirige rápido hacia la puerta de la izquierda.

Silia: (De repente, apareciendo en la vidriera) No… espera… espera un mom…

León: ¡Ah, no, por favor: ha pasado la hora!

Silia: ¡Quería darte esto!

Le pone en la mano, riéndose, un cascarón de huevo. 

León: ¡Ah! ¡Pero no me lo he bebido yo! Espera… verás…

(Se acerca a Guido y se lo da) ¡Se lo daremos a éste!

Guido lo coge automáticamente y se queda atontado con el cascarón de huevo en la mano, mientras León, riendo a carcajadas, se marcha. 

Silia: ¡Daría mi vida porque alguien lo matara!

Guido: ¡Caramba! ¡Se lo voy a tirar a la cabeza!
Corre hacia la ventana de la izquierda.

Silia: (Riendo) ¡Tráelo, tráelo… sí! ¡Yo se lo tiro… yo se lo tiro!

Guido: (Dándole el cascarón, o, más bien, dejándoselo quitar) Pero ¿sabrás tirarlo?

Silia: ¡Sí…, dámelo, dámelo!

(Va a la ventana, se asoma, y está atenta y preparada para tirar el cascarón) En cuanto traspase el umbral…

Guido: (Detrás de ella) Atenta… atenta…

Silia: (Suelta el cascarón; y, de repente, retirándose y dando un grito) ¡Aaay, Dios mío!

Guido: ¿Qué has hecho?

Silia: ¡Dios mío!

Guido: ¿Le has dado a otro?

Silia: Sí… pero es que… lo desvió el aire…

Guido: ¡Claro! ¡Estaba vacío…! ¡Había que saberlo tirar!

Silia: ¡Y ahora suben!

Guido: ¿Quién?

Silia: Era un grupo de cuatro señores… Estaban cerca de la puerta… Y según salía él, fueron a entrar ellos… Quizá sean inquilinos…

Guido: Bueno, después de todo…

Aprovechando el susto de ella, la abraza. 

Silia: Me parece que fue a caer encima de uno de ellos…

Guido: ¿Pero qué daño puede haberle hecho? ¡Un cascarón vacío…! ¡Olvida el incidente!

(Recordando lo que ha dicho León, pero apasionadamente, sin caricatura) ¡Ah, Silia! ¡Me pareces una niña…!

Silia: (Asombrada) ¿Qué dices?

Guido: Sí, sí…, y así te quiero yo… Debes ser así…

Silia: (Estallando de risa) ¡Lo que decía él!

Guido: (Sin turbarse, con pasión, cada vez con mayor deseo) Sí, pero…, es verdad…, es verdad…, ¿no ves que en ti hay una chiquilla loca?

Silia: (Levantando las manos hacia la cara de él, como para arañarlo) ¡Una tigresa!

Guido: (Sin dejarla) Para él, sí… Pero para mí, que te quiero así… como a una niña…

Silia: (Casi riendo) ¡Pues, entonces, mátalo tú!

Guido: ¡Vamos! ¿Qué estás diciendo?

Silia: Si soy una niña, puedo tener ese capricho.

Guido: (Prestándose a la broma) ¿Porque es un ogro para ti?

Silia: Sí. ¡Me da tanto miedo! ¿Me lo matas? ¿Me lo matas?

Guido: (Como antes) Sí, sí, te lo mato. Pero tú, ahora…

Silia: (Rechazando) No, no, Guido, por favor…

Guido: (Ebrio) ¿Pero no sientes cómo te siento? ¡Basta que me acerque a ti!

Silia: (Como antes, pero lánguidamente) Te digo que no…

Guido: (Como antes, llevándola hacia la puerta de la derecha) Sí… sí… ¡Vamos, Silia…! ¡Ahora no puedo dejarte!

Silia: No, no…, por caridad… ¡suéltame!

Guido: ¿Cómo voy a soltarte? No… No puedo ya…

Silia: Sabes que aquí no quiero… Está la mujer..,

(Se oye llamar a la puerta de la izquierda) ¡Mira! ¿Ves?

Guido: (Empujándola hacia la puerta de la derecha) ¡Ven, ven, no le digas que pase! Yo te espero ahí…

(Sale rápido por la derecha) ¡Pronto!, ¿eh?

Desaparece cerrando la puerta.

Silia va hacia la puerta de la izquierda.

De pronto se oye allí la voz de Clara. 

Clara: (Gritando) ¡Cuidado con las manos! ¡Váyanse! ¡No está aquí!

Se abre la puerta, empujada desde dentro, y entran ruidosamente el Marquesito Miglioriti, borracho, y otros tres, todos de etiqueta, con Clara, que sigue esforzándose por impedirles el paso.

Miglioriti: (Hablando como los borrachos) ¡Quítate de ahí, estúpida! ¿Cómo que no está aquí? ¡Mírala!

Primer señor borracho: ¡Pepita de mi vida!

Segundo señor borracho: ¡Viva España!

Tercer señor borracho: ¡Vaya casa, señores! C’est charmant!

Silia: Pero, ¿cómo? ¿Quiénes son? ¿Cómo han entrado?

Clara: ¡Por la fuerza! ¡Están borrachos!

Miglioriti: ¡Qué, por la fuerza!

Primer señor borracho: ¡Qué, borrachos!

Miglioriti: ¡Me ha llamado ella! ¡Me ha tirado un cascarón de huevo desde la ventana!

Segundo señor borracho: ¡Somos cuatro caballeros!

Tercer señor borracho: (Señalando al comedor, hacia el que se dirige) ¡Pero si aquí hay bebidas para los clientes! ¡Ah! C’est tout à fait délicieux!

Silia: ¡Dios mío! ¿Pero qué quieren?

Clara: ¡Están ustedes en casa de una señora decente!

Miglioriti: ¡Pero si no lo dudamos, Pepita de mi vida!

Silia: ¿Pepita?

Clara: Sí, señora. Esa de la casa de al lado… ¡Ya se lo he dicho a ellos!

Silia: (Estalla de risa) ¡Ja, ja, ja, ja!

(Luego, con una luz siniestra en los ojos, como si se le hubiera ocurrido una idea diabólica) ¡Claro que sí, señores: soy Pepita, sí!

Segundo señor borracho: ¡Viva España!

Silia: Sí, sí, siéntense, siéntense… O si prefieren tomar una copita ahí…

Miglioriti: No… yo… la verdad…

Se le echa casi encima para abrazarla. 

Silia: (Deteniéndolo) ¿Qué?

Miglioriti: ¡Quisiera beberte a ti primero!

Silia: Calma, calma… un momentito…

Segundo señor borracho: (Como antes) ¡Y yo también, Pepita!

Silia: (Defendiéndose) ¿También usted? ¡Sí, bueno… ya habrá tiempo!

Segundo señor borracho: Queremos una noche completamente española.

Primer señor borracho: Yo, por mi parte, no tengo intención, pero…

Silia: Calma, calma… Eso es…, primero… aquí, seriecitos…, siéntense…

(Los empuja, haciendo sitio, los acompaña hasta las sillas😉 Así… ¡muy bien…! así…

(Corre hacia Clara y le dice en voz baja:) ¡Llama a alguien, en seguida, a los de arriba, a los de abajo…!

Clara asiente y sale corriendo.

Silia: Con su permiso, un momento…

Se acerca a la puerta por donde salió Guido y la cierra con llave. 

Miglioriti: (Intentando levantarse) ¡Ah…, si tienes un señor ahí, por nosotros…!

Segundo señor borracho: Sí, sí… nosotros esperaremos…

Primer señor borracho: Yo no tengo intención, pero…

Silia: Quietos… quietos ahí, sentaditos… Los señores no están borrachos, ¿verdad?

Los tres Señores borrachos: ¡No, no! ¡Claro que no! ¿Nosotros? ¡No!

Silia: ¿Y no sospechan ustedes lo más mínimo que se encuentran en casa de una señora decente?

Tercer señor borracho: (Avanzando, tambaleándose, desde el comedor, con una copa en la mano) Oh, oui… mais… n’exagéres pas, mon petit chou! Nous voudrions nous amuser un peu… Voilà tout!

Silia: ¡Pero yo no recibo más que a buenos amigos! ¡Si los señores desean ser buenos amigos…!

Segundo señor borracho: ¿Y cómo no?

Primer señor borracho: ¡Amiguísimos!

Silia: Entonces, tengan ustedes la bondad de presentarse, siquiera.

Segundo señor borracho: ¡Yo me llamo Cocó!

Silia: No, no…, así, no…

Segundo señor borracho: ¡Te lo juro: me llamo Cocó!

Primer señor borracho: ¡Y yo Memé!

Silia: ¡No, no! ¡Deben darme ustedes su tarjeta de visita!

Segundo señor borracho: ¡Ah, no, no, no…! ¡Gracias, preciosa!

Primer señor borracho: Yo no tengo… He perdido la cartera…

(A Miglioriti:) Dale tú una, haz el favor…

Silia: (A Miglioriti) Eso, sí: por lo menos, usted, que es el mejor de todos.

Miglioriti: (Sacando la cartera) Por mí no hay inconveniente…

Segundo señor borracho: Se la da usted por todos nosotros… Voilà.

Miglioriti: ¡Aquí la tienes, Pepita!

Silia: ¡Ah…, muchas gracias…! ¡Muy bien…! ¿Usted es el marqués de Miglioriti?

Primer señor borracho: ¡Marquesita!

Silia: (Al segundo borracho) ¿Usted, Memé?

Segundo señor borracho: No, Cocó… Memé es éste. (Indica al primer señor borracho)

Silia: ¡Ah, bien…! Cocó, Memé…, ¿y usted? (Al Tercer borracho)

Tercer señor borracho: (Con estúpido aire de pillo) Moi…, moi…, je ne sais pas, mon petit chou!

Silia: No importa. Con uno me basta.

Segundo señor borracho: ¡Pero queremos todos! ¡Queremos todos…!

Tercer señor borracho: …¡una noche española!

Primer señor borracho: Yo no tengo intención…, pero quisiera verte bailar, Pepita… Con las castañuelas, ¿eh?

Segundo señor borracho: Sí; primero, el baile, y luego…

Miglioriti: ¡Pero no vestida así!

Tercer señor borracho: ¡Qué, vestida, señores! ¡Nada de vestida!

Segundo señor borracho: (Levantándose y acosando a Silia) ¡Eso…! ¡SÍ…! Desnuda… Sí…, desnuda, desnuda…

Los otros: (Como antes, agrupándose como si quisieran desnudarla) ¡Desnuda! ¡Desnuda! ¡Muy bien! ¡Sí, desnuda!

Silia: (Defendiéndose, liberándose) ¡Pero aquí, no, dispensen! ¡Desnuda, sí…; pero no aquí!

Tercer señor borracho: ¿Pues dónde?

Silia: ¡Si acaso, en la plaza, señores!

Miglioriti: (Tragándose el anzuelo) ¿En la plaza?

Segundo señor borracho: (Como antes) ¿Cómo, en la plaza?

Primer señor borracho: (Como antes) ¿Desnuda en la plaza?

Silia: ¡Claro que sí! Hay luna… No pasa nadie… Sólo está allí la estatua del rey a caballo… ¡Eso es! Entre ustedes cuatro, vestidos de frac…

En este momento llegan con Clara tres señores y dos señoras de los pisos vecinos, gritando confusamente. 

Inquilinos: ¡Cómo! – Pero ¿qué pasa? – ¿Quiénes son? – ¿Una agresión?

Clara: ¡Ahí los tienen! ¡Ahí los tienen!

Silia: (Cambiando de repente de tono y de actitud) ¡Agredida! ¡Agredida en mi casa, señores! ¡Han forzado la puerta, se me han lanzado encima, me han asaltado, como ven ustedes, señores, y me han hecho toda clase de injurias, bellacamente!

Segundo inquilino: (Intentando echarlos) ¡Fuera, fuera de aquí!

Primer inquilino: ¡Lejos de aquí!

Primer señor borracho: ¡Cálmese! ¡Cálmese!

Segundo inquilino: ¡Fuera! ¡Fuera!

Primera inquilina: ¡Qué sinvergüenza!

Miglioriti: ¡Pero si aquí hay entrada libre!

Segundo señor borracho: ¡Aquí se entra y se paga!

Segunda inquilina: ¡Poca vergüenza!

Primera inquilina: ¡Fuera de aquí, borrachos!

Tercer señor borracho: ¡Después de todo no hay motivo para armar tanto alboroto!

Miglioriti: ¡Nuestra amiga Pepita…!

Segundo inquilino: ¡Pero qué Pepita!

Primera inquilina: ¡Qué Pepita! ¡Es la señora de Gala!

Tercer inquilino: ¿Lo oyen ustedes? ¡La señora de Gala!

Primer inquilino: ¡Claro!

Primera inquilina: ¡Qué poca vergüenza!

Segundo señor borracho: Bien, bien… Ustedes perdonen la equivocación.

Inquilinos: ¡Fuera! ¡Fuera!

Primer señor borracho: Doucement, doucement, s’il vous plaît!

Miglioriti: ¡La culpa es de éste, que se puso a cantar Carmen!

Tercer señor borracho: ¡Queríamos honrar a España!

Tercer inquilino: ¡Bueno, basta! ¡A la calle!

Segundo señor borracho: No, antes tenemos que pedir perdón a la señora.

Primer inquilino: ¡Basta, basta ya!

Miglioriti: Sí, señores…, miren, señores…, miren todos… aquí…, de rodillas les pedimos perdón…

Silia: (A Miglioriti que está de rodillas) ¡Ah, no! ¡No es bastante, caballero! ¡Yo tengo su tarjeta, con su nombre! ¡Y usted responderá del ultraje que ha venido a hacerme en mi propia casa con sus compañeros!

Miglioriti: ¡Si le pedimos perdón…!

Silia: ¡No acepto excusas, ni concedo perdón!

Miglioriti: (Levantándose) Está bien…

(Lastimoso) Usted tiene mi tarjeta de visita… Estoy dispuesto a responder…

Silia: ¡Salgan de aquí, ahora mismo! ¡Fuera de mi casa!

Los cuatro borrachos, que, a pesar de su estado, sienten la obligación de saludar, son expulsados por los inquilinos y acompañados a la puerta por Clara. 

Silia: (A los inquilinos) Muchas gracias, señores, y mil perdones por la molestia.

Segundo inquilino: ¡No hable usted de eso, señora!

Primer inquilino: ¡Es un deber, es un deber!

Primera inquilina: ¡Entre vecinos…!

Tercer inquilino: ¡Pero qué desvergonzados!

Primera inquilina: ¡Ni siquiera puede uno estar tranquilo en su casa!

Segunda inquilina: Pero quizá la señora…, en vista de que han pedido perdón…

Silia: ¡Ah, no dispense! ¡Se les ha dicho y repetido que estaban en casa de una señora decente, y, sin embargo…, no saben ustedes qué proposiciones se han atrevido a hacerme!

Primer inquilino: ¡Claro! ¡Tiene usted mucha razón!

Segundo inquilino: ¡Ha hecho usted muy bien! ¡Ha hecho usted muy bien!

Primera y segunda inquilina: ¡Hay que darles una lección! ¡Una lección! ¡Pobre señora!

Silia: Sé el nombre de uno de esos… caballeros; me lo dijo él mismo para demostrarme que, si estaba en casa de una señora decente, él también era un caballero…

Tercer inquilino: ¿Y quién es, quién es?

Silia: Miren. ¡Lean ustedes! ¡El marqués de Miglioriti!

Primera inquilina: ¡Oh! ¡El marqués de Miglioriti!

Segunda inquilina: ¡Un marqués!

Todos: ¡Qué poca vergüenza!

Silia: ¿Han visto ustedes qué afrenta?

Segunda inquilina: ¡Claro, claro, tiene usted razón! ¡Una buena lección!

Primera inquilina: ¡Hay que avergonzarlos!

Tercer inquilino: ¡Y castigarlos!

Primer inquilino: ¡Delante de todo el pueblo!

Segundo inquilino: ¡Pero ahora tranquilícese, señora!

Segunda inquilina: Sí, vaya a descansar…

Primera inquilina: Nosotros nos retiramos…

Todos: Hasta la vista, señora… Buenas noches… Buenas noches… (Salen)

Silia: (Apenas han salido los inquilinos, toda encendida, vibrante, mira la tarjeta de visita de Miglioriti, y dice que sí con la cabeza, queriendo decir que ha alcanzado su objetivo. Mientras tanto, Guido golpea fuerte en la puerta de la derecha) ¡Voy, voy!

Corre a abrir. 

Guido: (Temblando de rabia, de desdén) ¿Por qué has encerrado? ¡Me he comido las manos de rabia!

Silia: ¡Claro…, claro…! Sólo hubiera faltado que salieras tú de mi habitación para defenderme, para comprometerme y… (lo mira con ojos sonrientes, de loca) comprometerlo todo!

(Le muestra la tarjeta de Miglioriti) ¡Mira: lo tengo! ¡Está aquí!

Guido: Ya lo sé. Lo conozco bien… Pero ¿qué quieres hacer ahora?

Silia: ¡Te digo que lo tengo aquí! ¡Para él! (Alude a su marido)

Guido: (Mirándola aterrado) Silia…

(Se le acerca para quitarle la tarjeta)

Silia: (Esquivándolo) ¿Qué? ¡Quiero ver si no sirvo para…, por lo menos, por lo menos, fastidiarlo un poco!

Guido: (Como antes) ¿Pero tú sabes quién es ese señor?

Silia: El marqués Aldo de Miglioriti.

Guido: ¡Por caridad…, por caridad…, quítate esa idea de la cabeza!

Silia: ¡Yo no me quito nada! ¿Me ha dejado aquí al amante que no podía defenderme? ¡Pues que me defienda él!

Guido: ¡No harás eso! ¡Te lo impediré yo a toda costa!

Silia: ¡Tú no me impedirás nada! ¡No puedes impedírmelo…!

Guido: ¡Ya lo verás!

Silia: ¡Mañana lo veremos!

(Fuerte, destacando la frase) Mira, basta ya… Estoy cansada.

Guido: (Tenebroso, amenazador) Me voy.

Silia: (Rápida, imperiosa) ¡No!

(Pausa. Con otra voz) Ven aquí…

Guido: (Sin ceder, acercándose) ¿Qué quieres?

Silia: Qué quiero…, qué quiero… No quiero verte así…

(Pausa. Ríe fuerte ella sola; luego:) ¿Sabes que… he estado un poco dura con esos pobres chicos?

Guido: Claro que sí, y perdona: precisamente quería decírtelo: no tienes razón.

Silia: (De nuevo resuelta, sin admitir discusión sobre ese punto) ¡Ah, no! ¡Eso no!

Guido: ¡Se han equivocado…! ¡Te han pedido perdón!

Silia: ¡Basta, te he dicho, sobre ese punto!

(Pausa) Lo digo por ellos…, en sí, pobrecitos…, tan ridículos…

(Con un suspiro de afligida envidia) ¡Qué caprichos tienen los hombres, por la noche…! La luna… ¡Querían verme bailar!, ¿sabes…?, en la plaza… (pianísimo, casi al oído), desnuda…

Guido: Silia…

Silia: (Reclinando la cabeza hacia atrás, le hace cosquillas con su cabellera en la cara) Quiero ser tu niña alocada.

Telón

1918 – Cada cual en su papel
Comedia en tres actos
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

In Italiano – Il giuoco delle parti

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