In Italiano – Così è (se vi pare)
In English – Right you are! (If you think so)
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
Así es (si así te parece)
Acto Tercero
La misma decoración del segundo acto.
Escena Primera
Laudisi, el Criado, el Comisario Centuri.
Laudisi, tumbado en una poltrona, leyendo. Rumor de muchas voces en el salón. El Criado, en la puerta del fondo, hace entrar al Comisario Centuri.
Criado: Pase aquí, haga el favor, señor Comisario. Voy a avisar al señor Consejero.
Laudisi: (Volviéndose) ¡Oh! El señor Comisario.
(Se levanta rápido y llama al Criado, que iba a salir) ¡Chst! Espera.
(A Centuri) ¿Hay noticias?
Centuri: (Alto, tieso, severo, de unos cuarenta años) Sí, algunas.
Laudisi: ¡Ah, bueno! (Al Criado) No avises a mi cuñado. Yo lo llamaré desde aquí.
(Señala el salón. El Criado se inclina y se va) Usted ha hecho el milagro. Salva usted a una ciudad. ¿Oye usted? ¿Oye cómo gritan? Bueno. ¿Y son noticias seguras?
Centuri: Procedentes de alguien que, finalmente, hemos podido localizar…
Laudisi: ¿Alguien del pueblo del señor Ponza? ¿Algún paisano suyo que esté bien enterado?
Centuri: Sí, señor. Nos ha facilitado algunos datos. No muchos; pero fidedignos.
Laudisi: Muy bien, muy bien. ¿Por ejemplo…?
Centuri: Aquí tengo, precisamente, el comunicado que he recibido.
Saca del bolsillo interior de la americana un sobre amarillo, abierto, con un pliego dentro, que entrega a Laudisi.
Laudisi: A ver, a ver.
(Saca el pliego del sobre y se pone a leerlo en voz baja, intercalando, de vez en cuando, en diversos tonos, un «¡Ah!» o un «¡Eh!»; primero de compasión; luego, de duda; luego, casi de conmiseración; y, por fin, de gran desilusión) ¡Oh! Total, nada. Nos quedamos igual que estábamos, señor Comisario.
Centuri: Pues eso es cuanto he podido averiguar.
Laudisi: Pero con eso no salimos de dudas.
(Lo mira; luego, con resolución) Señor Comisario, ¿quiere usted hacer una buena obra? ¿Pero buena de verdad? ¿Hacer a la población un gran servicio que Dios le premiará?
Centuri: (Mirándolo, perplejo) ¿Qué servicio? No veo…
Laudisi: Ya está. Siéntese usted allí. (Por el escritorio) Rompa usted ese medio pliego de informaciones, que no dice nada, y aquí, en la otra mitad, escriba usted una información concreta y segura.
Centuri: (Estupefacto) ¿Yo? ¡Cómo! ¿Qué información?
Laudisi: Una cualquiera. La que más le guste a usted, y a nombre de estos dos convecinos del señor Ponza que han podido ser localizados. Es por el bien de todos. Para devolverle el sosiego a toda la ciudad. Quieren una verdad, no importa cuál, con tal de que sea rotunda y categórica… y que sea usted el que la diga.
Centuri: (Enérgico, casi ofendido) Pero ¿cómo la voy a decir si no la sé? ¿O quiere usted que haga una afirmación falsa? Me maravilla que se atreva usted a hacerme una proposición semejante. Y digo «me maravilla…» por no decir otra cosa. Bueno.
Hágame el favor de anunciarme al señor Consejero.
Laudisi: (Derrotado) Será usted servido, señor Comisario.
Se dirige al salón.
Al abrir la puerta, se oye más intensamente el griterío de la gente que hay allí. Pero, apenas Laudisi traspone el dintel, se produce un repentino silencio.
Laudisi: (Dentro) Señores: es el Comisario Centuri. Trae noticias seguras, de fuente fidedigna.
Aplausos y vivas acogen la noticia.
Centuri se turba, porque sabe que las informaciones que trae no bastarán para satisfacer al público que espera.
Escena II
Dichos, Agazzi, Sirelli, Laudisi, Amalia, DINI, Señora Sirelli, Señora Cini, Señora Nenni y muchas otras señoras y caballeros.
Entran todos precipitados, con Agazzi a la cabeza, enardecidos, entusiasmados, aplaudiendo y gritando: «¡Bravo, bravo, Centuri!»
Agazzi: (Tendiéndole ambas manos) ¡Caro Centuri! ¡Ya decía yo! No podía ser menos que usted lo averiguara.
Todos: ¡Bravo, bravo! A ver, a ver, las pruebas, pronto. ¿Cuál es el loco? ¿Cuál es?
Centuri: (Atónito, en un apuro) Pero escuchen… Yo… Señor Consejero…
Agazzi: Señores… ¡Hagan el favor…! Un poco de silencio.
Centuri: He buscado cuanto he podido; pero si el señor Laudisi les ha dicho que…
Agazzi: …¡que usted traía noticias definitivas!
Sirelli: Datos concretos.
Laudisi: (Con resolución, previniendo) No muchos, cierto; pero concretos. Facilitados por personas que, al fin, han podido ser localizadas. Del pueblo del señor Ponza. Gente que está bien enterada.
Todos: ¡Ah, por fin! ¡Por fin!
Centuri: (Se cruza de brazos; luego, entrega el pliego a Agazzi) Aquí tiene usted, señor Consejero.
Agazzi: (Abriendo el pliego, mientras todos se precipitan en torno suyo) A ver, a ver.
Centuri: (Acercándose a Laudisi, resentido) Pero usted, señor Laudisi…
Laudisi: (Rápido, fuerte) Deje leer, haga el favor. Deje leer.
Agazzi: Un momento de paciencia, señores. Si no hay silencio, no podré leer.
Se callan todos. En medio del silencio, se oye, clara y firme, la voz de Laudisi.
Laudisi: Yo ya lo he leído.
Todos: (Dejan a Agazzi y se precipitan en torno a Laudisi) ¡Ah!, ¿sí? Bueno, ¿y qué dice?, ¿Qué se sabe?
Laudisi: (Subrayando) Resulta cierto, irrefutable, según el testimonio de un paisano del señor Ponza, ¡que la señora Frola estuvo en una casa de salud.
Todos: (Decepcionados) ¡Ooooh!
Señora Sirelli: ¿La señora Frola?
Dina: Pero… entonces, ¿es ella?
Agazzi: (Que entretanto ha leído el pliego) ¡Qué va a ser ella! Aquí no dice nada de eso. ¡Ni mucho menos!
Todos: (Dejando nuevamente a Laudisi, se precipitan en torno a Agazzi, gritando) ¿Eh? ¡Cómo! ¿Qué dice?, ¿qué dice?
Laudisi: (A Agazzi, fuerte) Pues, sí. Dice textualmente «la señora».
Agazzi: (Más fuerte que Laudisi) ¡No, señor!! Dice… «que le parece», pero no está seguro. Y, además, no sabe a punto si fue la madre o fue la hija.
Todos: (Con satisfacción) ¡Aaaah!
Laudisi: (Testarudo) Pero debió ser la madre. No hay duda.
Sirelli: ¡No, señor! Fue la hija. ¡La hija!
Señora Sirelli: La propia señora Frola lo ha dicho.
Amalia: Eso es. ¡Claro! Cuando la sacaron de casa sin que se enterase el marido…
Dina: …y la llevaron a un sanatorio.
Agazzi: Y, además, este informador, ni siquiera era del mismo pueblo. Dice que era de una aldea vecina; que no recuerda bien, pero que le parece haber oído contar…
Sirelli: ¡Ooooh! ¡Habladurías!
Laudisi: Pero, perdonen ustedes. Si tan seguros están de que tiene razón la señora Frola, ¿para qué andan ustedes averiguando nada más? ¡Acaben ustedes de una vez! El loco es él, y no hay más que hablar.
Sirelli: Ya. Pero eso sería si no existiera el Prefecto, amigo mío; que opina todo lo contrario, y públicamente deposita toda su confianza en su secretario, el señor Ponza.
Centuri: En efecto, señores, es verdad: el señor Prefecto cree lo que dice el señor Ponza. Yo mismo se lo he oído asegurar.
Agazzi: Porque el Prefecto no ha oído todavía hablar a la señora de aquí al lado.
Señora Sirelli: Claro. Como sólo ha oído al yerno…
Sirelli: Y, por otra parte, no es sólo el Prefecto el que cree que la loca es ella. Hay otros muchos que opinan así.
Un Señor: Yo. Yo, por ejemplo, señores. Porque yo he conocido otro caso análogo: el de una madre trastornada por la muerte de su hija, que creía que el yerno la tenía escondida, y tal y cual…
Segundo Señor: No, no. Ese era un yerno que se quedó viudo y no tenía a nadie en casa con él. Pero aquí, el señor Ponza, tiene otra mujer. La cosa varía.
Laudisi: (Con una idea genial) ¡Ah, señores! ¿Han oído ustedes? Por el hilo se saca el ovillo. ¡Facilísimo! ¡El huevo de Colón!
(Dando palmadas en la espalda al segundo Señor) ¡Bravo, bravo, caballero! ¿Han oído ustedes?
Todos: (Perplejos, sin comprender) Pero… ¿el qué?, ¿el qué?
Segundo Señor: (Atónito) Pero… ¿Qué he dicho yo? ¡No sé…!
Laudisi: ¡Cómo! ¿Que qué ha dicho? Si ha resuelto el problema. Un poco de paciencia, señores.
(A Agazzi) ¿No tiene que venir aquí el Prefecto?
Agazzi: Sí, lo esperamos. Pero… ¿por qué? Explícate.
Laudisi: Es inútil que venga aquí para hablar la señora Frola. Porque, si ahora cree lo que dice el yerno, en cuanto hable con la suegra se armará un lío y ya no sabrá a qué atenerse. No, no
El Prefecto tiene que venir a otra cosa. A una cosa que sólo él puede hacer.
Todos: ¿A qué? ¿A qué?
Laudisi: (Radiante) Pero ¡cómo! ¿No han oído ustedes lo que ha dicho este señor? El señor Ponza; tiene a «otra» con él en su casa: su mujer.
Sirelli: ¡Ah, ya! Hacer hablar a la mujer.
Dina: Pero si está encerrada como en una cárcel, la pobre.
Sirelli: Es preciso que el Prefecto se imponga y la haga hablar.
Amalia: ¡Claro! Es la única que puede decirnos la verdad.
Señora Sirelli: Bueno. Ella le dará la razón a su marido.
Laudisi: Ya. Pero eso sería si tuviera que declarar delante de él.
Sirelli: Debería hablar a solas con el Prefecto.
Agazzi: Justo. Y el Prefecto, con su autoridad, obligarla a declarar exactamente lo que ocurre. Claro. ¿No le parece, Centuri?
Centuri: Sin duda alguna. Lo que es, si el Prefecto quisiera…
Agazzi: Es la única solución, verdaderamente. Pero será preciso prevenirlo y evitarle la molestia de venir ahora aquí. Vaya, vaya usted, señor Centuri.
Centuri: Sí, señor. En seguida, señor Consejero. Señoras, señores. (Se inclina y vase)
Señora Sirelli: (Batiendo las manos) ¡Claro! Eso es. ¡Bravo, Laudisi!
Dina: ¡Bravo, bravo, tiíto! ¡Qué buena idea!
Todos: Sí, ¡bravo, bravo! Es la única, la única.
Agazzi: Pero ¿cómo no se nos había ocurrido antes?
Sirelli: Apostaría a que nadie la ha visto jamás, Como si no existiera esa pobre infeliz.
Laudisi: (Saboreando una nueva idea) Pero.. Ustedes perdonen: ¿están ustedes seguros de que la mujer existe?
Amalia: ¡Cómo, Lamberto! ¡Dios mío!
Sirelli: (Fingiendo reír) ¿Quieres poner también en duda su existencia?
Laudisi: Vayamos con calma. Vosotros mismos decís que nadie la ha visto jamás.
Dina: ¡Oh, no! La señora Frola la ve y le habla todos los días.
Señora Sirelli: Y también lo asegura él, el yerno.
Laudisi: Pero… Reflexionad. Es lógico que en ese caserón no haya más que un fantasma.
Todos: ¿Un fantasma?
Agazzi: Bueno, acaba ya de una vez.
Laudisi: Deja que me explique. Digo: el fantasma de una segunda mujer, si tiene razón la señora Frola; o el fantasma de la hija, si es el señor Ponza el que dice la verdad. Pero falta saber, señores míos, si ese fantasma de la una o de la otra, es, en realidad, una persona. Y, aun llegando a esa conclusión, me parece que todavía queda la cosa en el aire.
Amalia: Bueno, mira: tú lo que quieres es volvernos locos a todos.
Señora Nenni: ¡Ay! Yo tengo un susto que no puedo más.
Señora Cini: Y yo, lo mismo. No sé qué interés tendrá usted en asustarnos.
Todos: ¡Bah! ¡Bah! Si lo dice en broma.
Sirelli: Es una mujer de carne y hueso. Estén ustedes seguros. Y la haremos hablar. ¡La haremos hablar!
Agazzi: Tú mismo has propuesto que la haga hablar el Prefecto.
Laudisi: Sí, claro. Suponiendo que lo que haya allá arriba sea realmente una mujer. Una cualquiera.
Pero noten ustedes bien, señores, que allá arriba, encerrada con llave, no puede ser una mujer cualquiera. Imposible. Yo, al menos, lo dudo.
Señora Sirelli: En verdad, que quiere volvernos locos.
Laudisi: Ya veremos, ya veremos.
Todos: (Confusamente) Pero ¡si también hay otros que la han visto! Pero ¡si se asoma al patio! Le escribe cartas. Lo hace adrede.
Quiere tomarnos el pelo.
Escena III
Dichos, Centuri.
Centuri: (Acalorado. Entre todos) ¡El señor Prefecto! ¡El señor Prefecto!
Agazzi: ¡Cómo! ¿Aquí? ¿Y usted, qué ha hecho, entonces…?
Centuri: Lo vi, precisamente, en el camino. Venía hacia aquí con el señor Ponza.
Sirelli: ¡Ah, con él!
Agazzi: ¡Oh! Si viene con el señor Ponza, no vendrán aquí, sino al lado, a casa de la suegra. Centuri, haga el favor: espérelo a la puerta y ruéguele que entre aquí antes un momento, como me prometió.
Centuri: Voy en seguida. (Vase rápido por el fondo)
Agazzi: Señores: ruego a todos que se retiren un instante ahí, al salón.
Señora Sirelli: Pero dígaselo bien. Ella, ella: la mujer. Es la única…
Amalia: (A la puerta del salón) Pasen, pasen, tengan la bondad.
Agazzi: Tú quédate, Sirelli. Y tú, Lamberto.
(Todos los demás pasan al salón. A Laudisi) Pero déjame hablar a mí, haz el favor.
Laudisi: Sí, hombre; como gustes. Y, si quieres, me voy yo también.
Agazzi: No, no; quédate. Es mejor que estés aquí. ¡Ah! Ya viene.
Escena IV
Dichos, el Prefecto y Centuri.
El Prefecto: (Sesenta años, alto, grueso, aspecto bonachón) ¡Caro Agazzi! ¡Hola, Sirelli! ¿Usted aquí? Caro Laudisi. (Da la mano a todos)
Agazzi: (Invitándole a tomar asiento) Perdona que te haya hecho pasar aquí primero…
El Prefecto: Tenía intención de hacerlo, como te prometí. Hubiera venido después.
Agazzi: (A Centuri, que se ha quedado detrás, a respetuosa distancia) Acérquese, Centuri. ¡No faltaría más! Siéntese aquí.
El Prefecto: ¿Qué hay, Sirelli? Ya sé que no duerme usted, intrigado por todo eso que hablan de nuestro nuevo secretario.
Sirelli: Ni más ni menos que los demás. Está todo el mundo intrigadísimo.
Agazzi: Es cierto. Intrigadísimo.
El Prefecto: Pues yo no acabo de ver por qué.
Agazzi: Porque no has presenciado algunas escenas, como las hemos presenciado nosotros, que tenemos a la suegra viviendo aquí, al lado.
Sirelli: ¡Ah, señor Prefecto! Usted no la ha oído hablar todavía, a esa pobre señora.
El Prefecto: Ahora mismo voy a ir a su casa. (A Agazzi) Te había prometido oírla aquí, en la tuya. Pero el propio señor Ponza ha ido a suplicarme, a implorar, que fuera a casa de su suegra, a convencerme, a ver con mis propios ojos, para que hiciera cesar todas esas habladurías. Accedí gustoso, porque creo que en esa visita obtendré la prueba de cuanto él afirma.
Agazzi: ¿Hablando con ella…? Porque delante de su yerno…
Sirelli: (Rápido) …dirá lo que él le haga decir, señor Prefecto. Y eso demuestra que no es ella la loca.
Agazzi: Ya hemos hecho nosotros esa prueba, ayer, aquí mismo.
El Prefecto: Claro. Porque precisamente él le hace creer que está loco. Ya me lo ha advertido él mismo. Y tiene que hacerlo, para engañar así a esa pobre desgraciada. Es un martirio, créanme ustedes, un verdadero martirio para ese pobre hombre.
Sirelli: Eso… si no es ella la que le mantiene a él la ilusión de que su hija murió, para que no tenga miedo de que se la lleven otra vez. Y en ese caso, señor Prefecto, el martirio sería para la pobre señora; no para él.
Agazzi: Esa es la duda, que te ha entrado a ti…
Sirelli: …como a los demás…
El Prefecto: ¡La duda! No. Me parece que vosotros no tenéis la menor sombra de duda. Como os confieso que tampoco dudo yo… de lo contrario que vosotros. ¿Y usted, Laudisi?
Laudisi: Dispénseme, señor Prefecto. Yo no puedo hablar. Le he prometido a mi cuñado no abrir el pico.
Agazzi: (Disparado) ¡Hombre, no! Si te preguntan, contesta. Le había dicho que no hablara, ¿sabes por qué? Porque ya lleva dos días divirtiéndose en enredar la madeja.
Laudisi: No lo crea usted, señor Prefecto. Al contrario. He hecho todo lo posible por ayudarles a desenredarla.
Sirelli: ¡Ya! ¿Sabe usted cómo? Sosteniendo que no es posible descubrir la verdad. Y ahora, haciendo surgir la duda de que en casa del señor Ponza no haya una mujer, sino un fantasma.
El Prefecto: (Divertido) ¡Cómo, cómo! Eso es muy bueno.
Agazzi: ¡Oh! Haz el favor. Compréndelo. Sería una tontería hacerle caso.
Laudisi: Y, sin embargo, señor Prefecto, fue mía la idea de invitarle a usted a venir.
El Prefecto: Tal vez porque opina usted, como yo, que debo oír hablar a esa señora…
Laudisi: ¡Ni mucho menos, señor Prefecto! Hace usted muy bien en creer lo que dice el señor Ponza.
El Prefecto: ¡Ah, muy bien! Entonces, ¿usted también cree al señor Ponza…?
Laudisi: (Rápido) ¡No! Y quisiera que todos creyeran a la señora Frola y acabaran de una vez…
Agazzi: ¿Tú lo entiendes? ¿Te parece eso un razonamiento?
El Prefecto: Perdona. (A Laudisi) Entonces, según usted, ¿también puede creerse lo que dice la señora Frola?
Laudisi: ¿Y por qué no? Naturalmente. Todo cuanto afirma. Lo mismo que cuanto dice su yerno.
El Prefecto: Pero en ese caso…
Sirelli: ¡Si cada uno de ellos dice precisamente todo lo contrario que el otro!
Agazzi: (Irritado, con resolución) En resumidas cuentas: yo no quiero inclinarme a dar crédito al uno ni a la otra. Lo mismo puede tener razón ella que él. Pero hay que salir de dudas, y no hay más que un solo medio.
Sirelli: (Por Laudisi) Que nos ha indicado hace un momento…
El Prefecto: ¿Ah, sí? ¿Y cuál es ese medio? Vamos a ver.
Agazzi: A falta de otra prueba, no nos queda más que este camino: que tú, con tu autoridad, obtengas la confesión de la mujer.
El Prefecto: ¿De la señora de Ponza?
Sirelli: Pero sin la presencia del marido, se entiende.
Agazzi: Para que ella pueda hablar libremente.
Sirelli: Si es la hija de la señora Frola, como nosotros nos inclinamos a creer…
Agazzi: …o si es la segunda mujer del señor Ponza, que se presta a representar el papel de hija, como él nos quiere hacer creer…
El Prefecto: …y como yo creo, sin más averiguaciones. Pues, muy bien. Me parece acertada esa solución. Y crean ustedes que ese pobre hombre no desea otra cosa que convencer a todos de que tiene razón. Conmigo ha estado tan sumiso… Y se alegrará. ¡Qué duda cabe! Y ustedes quedarán tranquilos de una vez, amigos míos. Centuri, hágame el favor. (Centuri se pone en pie) Vaya usted un momento aquí, al lado, y dígale de mi parte al señor Ponza que tenga la bondad de venir un momento.
Centuri: En seguida, señor Prefecto.
Se inclina y sale por el fondo.
Agazzi: ¡Ah, si consintiese!
El Prefecto: Claro que consentirá. Ya verás. Y habremos liquidado la cuestión antes de un cuarto de hora. Aquí, aquí mismo, en vuestra presencia.
Agazzi: ¡Cómo! ¿Aquí, en mi casa?
Sirelli: ¿Cree usted que querrá traer aquí a la mujer?
El Prefecto: Dejen eso de mi cuenta. Aquí mismo; porque, de otro modo, podrían ustedes pensar muy bien que yo…
Agazzi: ¡Oh! No digas eso. ¿Cómo vamos a pensar…?
Sirelli: ¡Eso nunca!
El Prefecto: Pero así quedo yo más tranquilo. Sabiéndome convencido de que la razón está de parte de él…, podrían ustedes poner en duda mi imparcialidad… Tratándose de un funcionario… ¡No, no! Quiero que ustedes lo oigan y lo vean con sus propios ojos.
(A Agazzi) ¿Y tu esposa?
Agazzi: Ahí está, con otras señoras y señores…
El Prefecto: Veo que habéis establecido aquí un verdadero cuartel general.
Escena V
Dichos, Centuri y el señor Ponza.
Centuri: ¿Da su permiso? El señor Ponza.
El Prefecto: Gracias, Centuri. (Ponza aparece por el fondo) Pase usted, pase usted, Ponza. (Inclinación de Ponza)
Agazzi: Siéntese, haga el favor. (Nueva inclinación de Ponza, que se sienta)
El Prefecto: ¿Conoce usted a estos señores? Sirelli…
Agazzi: Sí. Los he presentado. Mi cuñado Laudisi. (Inclinación de Ponza)
El Prefecto: He mandado llamarle, amigo Ponza, para decirle que aquí, con mis amigos…
(Se interrumpe al notar en Ponza una gran turbación y agitación) ¿Tenía usted algo que decirme…?
Ponza: Sí, señor Prefecto. Que deseo solicitar hoy mismo mi traslado.
El Prefecto: Pero ¿por qué?, y dispense. Hace un momento me hablaba usted tan encantado…
Ponza: Pero he sido atraído aquí, señor Prefecto, para ser objeto de una vejación inaudita.
El Prefecto: ¡Vamos! No hay que exagerar.
Agazzi: ¿Vejaciones? ¿Se refiere usted a mí?
Ponza: A todos. Y por eso me voy de esta ciudad. Me voy, señor Prefecto, porque no puedo soportar esta inquisición tenaz sobre mi vida privada; esta inquisición feroz, que acabará comprometiendo, haciendo fracasar, irreparablemente, una obra de caridad que me cuesta tantas amarguras y tantos sacrificios. Yo venero más que a una madre a esa pobre anciana, y me he visto obligado aquí, ayer, a atacarla con la violencia más cruel. Desde entonces, la encuentro en tal estado de abatimiento y agitación…
Agazzi: (Interrumpiéndole, tranquilo) Es extraño; porque, con nosotros, la señora Frola ha hablado siempre con la misma tranquilidad. Esa agitación de que habla, la habíamos notado precisamente en usted, incluso en este momento.
Ponza: Porque ustedes no tienen la menor idea del daño que me hacen.
El Prefecto: Vamos, vamos, amigo Ponza, cálmese. ¿Qué es eso? Estoy aquí yo. Usted sabe la confianza que he depositado en usted, y el sentimiento con que he escuchado sus confidencias. ¿No es así?
Ponza: Le ruego me perdone, señor Prefecto. Usted, sí. Y le estoy agradecido.
El Prefecto: Pues bien. Escúcheme con serenidad. Creo sinceramente que usted venera como a una madre a su pobre suegra. Pero no olvide usted que la curiosidad de estos amigos míos está inspirada solamente por interés hacia la señora Frola, a la que quieren bien.
Ponza: ¡Pero la matan, señor Prefecto! La matan. Y ya lo he hecho notar más de una vez.
El Prefecto: Un poco de paciencia. Ya verá cómo todo se arregla, en cuanto quede aclarado el asunto. Y puede ser ahora mismo. Es muy sencillo. En su mano tiene usted el medio más rápido y más fácil de hacer salir de dudas a estos señores. No a mí, que no he dudado nunca.
Ponza: ¡Pero si no quieren creerme!
Agazzi: Eso no es cierto. Cuando usted vino aquí, después de la primera visita de su suegra, a decirnos que estaba loca, a todos nos sorprendió la noticia, ¡pero la creímos! (Al Prefecto) Pero… inmediatamente después…, ¿comprendes…?, volvió la señora…
El Prefecto: Ya. Ya lo sé. Me lo has dicho. (A Ponza) …a exponer las razones que usted mismo intenta mantener vivas en ella. Tiene usted que hacerse cargo. Es natural que surja una angustiosa duda en el ánimo de los que han oído hablar a la señora después de oírle a usted. En vista de lo que ella afirma, no tienen la seguridad de que sea cierto lo que usted dice, amigo Ponza. Está claro. Usted y su suegra no coinciden en sus afirmaciones. Usted está seguro de que dice la verdad, como lo estoy yo, ¿no es eso? Pues, entonces, ¿qué inconveniente puede usted tener en que esa verdad sea repetida aquí por la única persona que puede hacerlo?
Ponza: ¿Y quién es esa persona?
El Prefecto: ¿Quién va a ser? Su esposa de usted.
Ponza: ¿Mi mujer?
(Enérgico, con desdén) ¡Ah, no! ¡Nunca, señor Prefecto!
El Prefecto: ¿Se puede saber por qué?
Ponza: ¡Traer a mi mujer aquí, para darles esa satisfacción a los que me ofenden dudando de mi palabra! ¡Jamás! ¡Para complacer a…!
El Prefecto: …al Prefecto, y perdone. Soy yo quien se lo ruego.
Ponza: Pero… ¡señor Prefecto…! ¡No! ¡Mi mujer, no! Dejemos en paz a mi mujer. Pueden creerme a mí.
El Prefecto: ¡Oh, no! Mire usted: ahora empieza a parecerme a mí también que hace usted todo lo posible para que no le crean.
Agazzi: Tanto más, que ha intentado por todos los medios impedir que su suegra viniera aquí y hablara. Y para ello no tuvo inconveniente en hacer una doble descortesía a mi esposa y a mi hija.
Ponza: (Desesperado) Pero ¿qué quieren ustedes de mí, por el amor de Dios? ¿No tengo bastante con esa desgraciada de mi suegra? ¡Quieren que venga también mi mujer! Señor Prefecto, no puedo tolerar esta violencia. Mi mujer no sale de casa. Y no la llevaré a ponerse a los pies de nadie. Me basta con que me crea usted. Por otra parte, ahora mismo voy a escribir la instancia pidiendo mi traslado.
Se levanta.
El Prefecto: (Dando un puñetazo en el escritorio) ¡Espere usted! Ante todo, no le consiento, señor Ponza, que hable usted en ese tono a un superior, que, además, ha tenido con usted toda clase de atenciones y deferencias.
(Pausa. Más suave) En segundo lugar, le repito que también a mí me da qué pensar esa obstinación en no querer aceptar darnos esa prueba, que le he pedido yo, y nadie más, por su propio interés. Tanto yo como mi colega podemos, dignamente, recibir a una señora… O, si ella lo prefiere, ir a su casa…
Ponza: Así es que… me obliga usted: es una orden.
El Prefecto: Le repito que se lo he pedido, por su bien. Aunque también podría ordenárselo.
Ponza: Bien. Bien. Siendo así…, traeré a mi mujer…, con tal de acabar de una vez… Pero… ¿quién me garantiza que mi pobre suegra no la verá? ¡No puede verla de cerca!
El Prefecto: ¡Ah, ya! Que vive aquí al lado.
Agazzi: Podríamos ir nosotros a casa de la señora.
Ponza: No, si eso es lo mismo. Lo importante es evitar que se encuentren las dos; evitar nuevas sorpresas que podrían acarrear horribles consecuencias.
Agazzi: ¡Oh! Por nosotros… No pase usted cuidado.
El Prefecto: O, si usted lo prefiere, puede llevar a su mujer a Prefectura.
Ponza: No, no. Aquí mismo. Inmediatamente. La traeré y vigilaré personalmente la puerta de mi suegra. ¡Ahora mismo! Con tal de acabar de una vez…
Sale furioso por el fondo.
Escena VI
Dichos, menos Ponza.
El Prefecto: Confieso que no esperaba esa oposición por parte de él.
Agazzi: Y veréis cómo va a preparar a su mujer. Ya sabrá ella el papel.
El Prefecto: Ah, lo que es por eso, puedes estar tranquilo: le haré yo el interrogatorio.
Sirelli: Pero esa agitación continua…
El Prefecto: Es la primera vez que lo he visto así. La primera vez. Debe haberlo enfurecido la idea de ver mezclada a su mujer…
Sirelli: De sacarla del encierro.
El Prefecto: Ah, eso de que la deje encerrada… no demuestra precisamente que esté loco.
Sirelli: Cómo se ve, señor Prefecto, que no ha oído usted hablar a la pobre viejecita.
Agazzi: ¡Ah, claro! Dice que la tiene así, por miedo a la suegra.
El Prefecto: Puede tratarse simplemente de un hombre celoso, y…
Sirelli: ¿Hasta el punto de no tenerle siquiera una criada? Sepa usted, señor Prefecto, que la obliga a hacer los trabajos más duros de la casa.
Agazzi: ¡Y es él el que sale a la compra todas las mañanas!
Centuri: Sí, señor; lo he visto yo. Le lleva la cesta un muchacho hasta la puerta de casa.
El Prefecto: Pero, hombre, si él mismo me lo ha contado, deplorándolo.
Laudisi: ¡Vaya servicio de información!
El Prefecto: Lo hace por economía: tiene que tener dos casas abiertas…
Sirelli: No, si no lo decimos por eso. ¿Cree usted, señor Prefecto, que una segunda mujer iba a someterse de ese modo…
Agazzi: …a los servicios más bajos de la casa…
Sirelli: …por una señora que fue suegra de su marido, y para ella, al fin y al cabo, una extraña…?
Agazzi: Vaya, vaya, ¿no te parece demasiado?
El Prefecto: Demasiado, sí…
Laudisi: (Interrumpiendo) …para una segunda mujer cualquiera.
El Prefecto: (Rápido) Admitámoslo, sí. Pero, aun así, puede explicarse: si no por la caridad, por los celos. Y de que es celoso, esté loco o cuerdo, creo que no se puede dudar siquiera.
Rumor de voces confusas en el salón.
Agazzi: ¡Eh! ¿Qué ocurre?
Escena VII
Dichos y Amalia.
Amalia: (Viene del salón, fuera de sus casillas. Anunciando:) ¡La señora Frola! ¡La señora Frola está aquí!
Agazzi: Pero, ¡cómo! ¿Quién la ha llamado?
Amalia: Nadie. Ha venido ella sola.
El Prefecto: No, por favor. ¡Ahora, no! Hágala marcharse en seguida, señora.
Agazzi: ¡Pero inmediatamente! ¡No la dejes entrar! Hay que impedírselo a toda costa. Si la encuentra aquí, el señor Ponza creerá que le hemos puesto una trampa.
Escena VIII
Dichos, la señora Frola y todos los otros del salón.
La Señora Frola viene temblorosa, llorando, suplicante, con el pañuelo en la mano, en medio de las risas de los demás, que están muy agitados.
Señora Frola: ¡Oh, señores, por caridad! ¡Por piedad! Dígaselo a todos, señor Consejero.
Agazzi: (Aguadísimo) Le digo a usted, señora, que se retire; que se vaya inmediatamente. Usted ahora no puede estar aquí.
Señora Frola: (Azorada) ¿Por qué? ¿Por qué?
(A Amalia) Ayúdeme usted, mi buena señora…
Amalia: Pero… mire…, mire… Está ahí el señor Prefecto…
Señora Frola: ¡Oh usted, señor Prefecto…! ¡Por piedad! Deseaba ir a verle a usted…
El Prefecto: No, no. Cálmese, señora. En este momento no puedo atenderla. Tiene usted que marcharse. ¡Tiene usted que marcharse ahora mismo!
Señora Frola: Si, sí, me iré. Me iré hoy mismo. Partiré, señor Prefecto. Partiré para siempre.
Agazzi: Oh, no, señora. Es sólo un momento. Debe usted ir a su casa. Tenga la bondad, señora. Luego hablará usted con el señor Prefecto.
Señora Frola: Pero… ¿por qué? ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre…?
Agazzi: (Perdiendo la paciencia) Dentro de un instante vendrá aquí su yerno. ¿Comprende usted ahora?
Señora Frola: ¡Ah, sí! Entonces…, sí…, sí…; me retiro… Me voy en seguida. Solamente quería decirles… ¡Por piedad! Acabemos ya. Ustedes creen hacerme un bien, y… ¡me hacen tanto daño! ¡Me veré obligada a marcharme de la ciudad, si ustedes continúan así; a marcharme hoy mismo, para que lo dejen a él en paz! Pero ¿qué quieren ahora? ¿Qué quieren ahora de él? ¿Por qué tiene que venir aquí…? ¡Oh, señor Prefecto…!
El Prefecto: Nada, señora. Tranquilícese. Váyase tranquila. Váyase, por favor.
Amalia: Váyase, señora. Sea usted buena.
Señora Frola: ¡Ah, señora! Me privarán ustedes del único bien, del único consuelo que me quedaba de poder verla, al menos, aunque fuera de lejos. ¡Pobre hija mía! (Llora)
El Prefecto: Pero ¿quién habla de eso? Usted no tiene por qué marcharse de la ciudad. Sólo le rogamos que se retire ahora un momento. Tranquilícese.
Señora Frola: ¡Pero si yo estoy preocupada por él! ¡Por él, señor Prefecto! He venido a suplicarle por él, no por mí.
El Prefecto: Bueno, basta. También por él puede usted estar tranquila. Se lo aseguro yo. Ya verá como ahora se arregla todo.
Señora Frola: ¿Y de qué manera? Todos están en contra suya.
El Prefecto: No, señora. No es verdad. Estoy yo aquí, que lo defiendo. No se preocupe.
Señora Frola: ¡Oh, gracias! ¿Es que usted ha comprendido…?
El Prefecto: Sí, sí, señora. He comprendido.
Señora Frola: Se lo he repetido tantas veces a estos señores… Es una desgracia, ya superada… Pero es preciso evitar que vuelva…
El Prefecto: Está bien, señora. ¡Ya le he dicho que he comprendido!
Señora Frola: Los dos estamos tan contentos viviendo así… ¡Y mi hija también lo está! Conque… figúrese. Figúrese usted… Porque si no, no me queda más remedio que irme… y no volver a verla…, ni siquiera de lejos… ¡Déjenlo ya, por caridad!
Todos se ríen y se hacen señas. Algunos miran hacia la puerta del fondo y se oye alguna voz reprimida.
Voces: ¡Ya están ahí! ¡Ya están ahí!
Señora Frola: (Nota el sobresalto y la confusión de los demás. Temblorosa, perpleja, gime:) ¿Qué es? ¿Qué ocurre?
Escena IX
Dichos, la Señora Ponza; luego, Ponza.
Todos se separan a ambos lados para dejar paso a la Señora Ponza, que se adelanta, rígida. Viste de luto, cubierta con un espeso velo negro, impenetrable.
Señora Frola: (En un grito de frenética alegría) ¡Ah…! Lina… Lina… Lina..
Se precipita a abrazar a la señora enlutada con el ardor de una madre que hace años no ha podido abrazar a su hija adorada.
Al mismo tiempo, se oyen los gritos del señor Ponza, que, inmediatamente después, entra precipitado.
Ponza: (Dentro) ¡Julia…! ¡Julia…! ¡Julia!
(Al oír los gritos, la Señora Ponza se queda rígida entre los brazos de la Señora Frola, que la ciñen. Ponza, al ver a su mujer y a su suegra abrazadas, exclama furioso:) ¡Ah! ¡Me lo había figurado! Han abusado canallescamente de mi buena fe.
Señora Ponza: (Volviendo su velado rostro hacia Ponza, casi con austera solemnidad) No teman. No tengan miedo. Márchense.
Señora Frola: (Temblorosa, humilde, haciéndose eco de su yerno) Sí, vámonos, querido… Vámonos.
Y los dos, abrazados, consolándose mutuamente, sollozando ambos, se retiran murmurándose palabras de afecto.
Silencio.
Después de haberlos seguido con la mirada hasta que desaparecieron, todos se vuelven ahora, asustados y conmovidos, a la señora enlutada.
Señora Ponza: (Después de haberles mirado a través de su velo, con grave solemnidad) Y después de esto… ¿Qué otra cosa desean de mí los señores? Se trata de una desventura que debe permanecer oculta; porque sólo así puede ser eficaz el remedio que la piedad le ha prestado.
El Prefecto: (Conmovido) Nosotros deseamos respetar esa piedad, señora. Pero quisiéramos que usted nos dijera…
Señora Ponza: (Lentamente, subrayando) …la verdad. ¿No es eso? Pues… óiganla ustedes: yo soy… sí…, la hija de la señora Frola…
Todos: (Con un suspiro de alivio) ¡Ah!
Señora Ponza: …y la segunda mujer del señor Ponza.
Todos: (Asombrados) ¿Eh? ¡Cómo!
Señora Ponza: Sí. Para ellos, soy eso. Para mí… no soy ninguna de las dos.
El Prefecto: ¡Ah, no! Para usted, señora… Tiene que ser la una o la otra.
Señora Ponza: No, señores. Para mí, soy… solamente… la que los demás crean que soy.
Los mira a través del velo, y se retira por el fondo.
Silencio.
Laudisi: Señores: he aquí cómo habla la verdad.
(Los mira a todos, irónico) ¿Qué? ¿Han quedado ustedes satisfechos? (Ríe a carcajadas)
Telón
1917 – Así es (si así te parece)
Parábola en tres actos
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
In Italiano – Così è (se vi pare)
In English – Right you are! (If you think so)
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