Así es (si así te parece) – Personajes, Acto I

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In Italiano – Così è (se vi pare)
In English – Right you are! (If you think so)

Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

Así es (si así te parece) - Acto I
Romolo Valli, Così è (se vi pare), 1974. Fotogramma RAI.

Personajes

Lamberto Laudisi
La señora Frola
Su yerno, Ponza
La señora de Ponza<
El Consejero Agazzi
Su esposa, Amalia (hermana de Lamberto Laudisi)
Su hija, Dina
El señor Sirelli
La señora Sirelli
El Prefecto
El Comisario Centuri
La señora Cini
La señora Nenni
Un Criado de Agazzi
Varios señores y señoras

En una pequeña ciudad italiana. En nuestros días.

Así es (si así te parece)
Acto Primero

Salón en casa del Consejero Agazzi. Salida común, al fondo. Puertas a derecha y a izquierda.

Escena Primera
La señora Amalia, Dina y Laudisi.
Lamberto Laudisi se pasea, nervioso. Tiene unos cuarenta años, es esbelto, de natural elegancia. Lleva una chaqueta morada con solapas y cordones negros.

Laudisi: ¡Ah! ¡Conque ha recurrido al Prefecto!

Amalia: (Frisa en los cuarenta y cinco; cabellera gris. En su manera se ve que está orgullosa del cargo de su marido. Se le nota, además, que, si ella pudiera, lo sustituiría en ocasiones y haría las cosas de otra manera) Lamberto, no olvides que se trata de un subordinado suyo.

Laudisi: Subalterno en la oficina de la Prefectura, pero no en su domicilio.

Dina: (Diecinueve años. Tiene aspecto de comprenderlo todo mejor que su mamá y también mejor que su papá, pero atenuado este aire por su gracia juvenil) Pero nos ha traído a su suegra a vivir aquí al lado, en el mismo piso.

Laudisi: Está en su perfecto derecho. Había una habitacioncita desalquilada y él la alquiló para su suegra. ¿O es que una suegra tiene obligación de venir a obsequiar en su casa (irónico, prolonga la frase) a la mujer y a la hija de un superior de su yerno?

Amalia: ¿Quién habla de obligación? Hemos ido nosotras, Dina y yo, las primeras a visitarla, y no nos ha recibido.

Laudisi: ¿Y qué ha ido a pedirle tu marido al Prefecto? ¿Que obligue a esa señora a ser cortés?

Amalia: No. Pero sí a reparar una desatención. Porque no se deja plantadas a dos señoras, allí, como dos postes, delante de la puerta.

Laudisi: Tonterías. Entonces, las personas, ¿no tienen derecho a estarse tranquilamente en su casa?

Amalia: Bueno, prescindes de que nosotras quisimos ser corteses las primeras, porque ella es forastera.

Dina: Bueno, tío, no te enfades. Seamos sinceras. Admitamos que hemos sido corteses… por curiosidad. Pero, aun así, ¿no te parece natural?

Laudisi: Claro que me parece natural. Porque no tenéis otra cosa que hacer.

Dina: ¡Qué va! Mira, tiíto. Supón que tú estás ahí, sin preocuparte de lo que hagan los demás a tu alrededor. Bien. Llego yo, y aquí mismo, sobre esta mesita que tienes delante, te coloco, como la cosa más natural del mundo… ¡qué sé yo! unos zapatos de la cocinera, por ejemplo.

Laudisi: ¡Cómo! ¿Unos zapatos de la cocinera?

Dina: (Súbitamente) ¿Ves? Te sorprende. Te parece una extravagancia y me pides explicaciones.

Laudisi: Tienes ingenio, querida. Pero estás hablando con tu tío, ¿sabes? Si tú vienes a colocar encima de esta mesa unos zapatos de la cocinera, y lo haces adrede para picar mi curiosidad, nadie me reprocharía el que yo te preguntara: «¿Por qué pones ahí los zapatos de la cocinera?» Pero ahora tendrías que demostrarme que si ese señor Ponza (ese villano, ese golfo, como lo llama tu padre) ha venido a alojar a su suegra aquí al lado, lo ha hecho adrede para picar vuestra curiosidad.

Dina: Bueno. Admitamos que no lo haya hecho adrede. Pero no me negarás que ese señor hace una vida tan rara, que forzosamente tiene que picar la curiosidad de todo el mundo. Figúrate que alquiló una vivienda en el último piso de ese caserón tétrico de las afueras de la ciudad, entre los huertos. ¿Lo has visto? Digo, si lo has visto por dentro.

Laudisi: ¿Acaso has ido a verlo tú?

Dina: Sí, tiíto. Fuimos mamá y yo. Y no creas que sólo hemos ido nosotras. Todas han ido a verlo. Hay un patio enorme, sombrío, como un pozo, con una barandilla de hierro en la galería del último piso, de donde penden varias cuerdas con cestas atadas al extremo.

Laudisi: Bueno, y eso ¿qué tiene de particular?

Dina: (Sorprendida e indignada) ¡Allí arriba ha metido a su mujer!

Amalia: Y, en cambio, a la suegra la ha traído junto a nosotros.

Laudisi: En un pisito muy mono, a la suegra, en pleno centro.

Amalia: ¡Gracias! Y la obliga a vivir separada de su hija.

Laudisi: ¿Quién os ha dicho eso? ¿Y si es ella que quiere vivir separada para tener más libertad?

Dina: No, no, tío. Se sabe muy bien que es él.

Amalia: Dispensa. Se comprende que una hija, al casarse, deje la casa de su madre para ir a vivir con su marido. Incluso que se vaya a otra ciudad. Pero que una madre que no puede vivir lejos de su hija, la siga, y en la ciudad donde las dos son forasteras, se vea obligada a vivir separada… ¡Vamos! Admitirás que esto no se comprende fácilmente.

Laudisi: ¡Qué fantasía! Con lo fácil que sería suponer que, sea por culpa de él o sea por culpa de ella, o por culpa de los dos, o por culpa de ninguno, por incompatibilidad de caracteres…

Dina: (Interrumpiéndole, asombrada) ¡Cómo, tío! ¿Entre madre e hija?

Laudisi: ¿Por qué entre madre e hija?

Amalia: Pues porque entre ellos dos, no. Están siempre juntos, él y ella.

Dina: La suegra y el yerno. Eso es lo que tiene asombrado a todo el mundo.

Amalia: Todas las tardes viene él a hacerle compañía a la suegra.

Dina: Y durante el día también viene una o dos veces.

Laudisi: ¿Acaso sospecháis que se hagan la corte suegra y yerno?

Dina: ¡Oh, no! Eso ¡quién va a pensarlo! Una pobre viejecita…

Amalia: Pero él nunca le trae a la hija. Jamás trae a su mujer para que vea a la madre.

Laudisi: ¡Bah! Tal vez esté enferma, la pobre, y no pueda salir de casa.

Dina: ¡Qué va! La viejecita tiene que ir…

Amalia: ..para verla de lejos. Se sabe de muy buena tinta que a esa pobre madre le está prohibido subir a casa de su hija.

Dina: Solamente puede hablar con ella desde el patio.

Amalia: ¡Desde el patio! ¡Fíjate!

Dina: Con la hija, que se asoma a la galería y parece que habla desde las nubes. Esta pobrecita entra en el patio, tira de la cuerda de la cesta, suena la campanilla de allá arriba, la hija se asoma, y ella le habla desde allí, desde aquel pozo, retorciendo el cuello así, figúrate. Y ni siquiera puede verla, con el reflejo de la luz que viene de arriba.

Llaman a la puerta y se presenta un Criado.

Criado: Con su permiso…

Amalia: ¿Quién es?

Criado: Los señores de Sirelli y otra señora.

Amalia: Que pasen.

El Criado saluda con una inclinación y sale.

Escena II
Dichos, el matrimonio Sirelli y la señora Cini. 

Amalia: (A la señora Sirelli) ¡Amiga mía!

Señora Sirelli: (Regordeta, fresca, todavía joven, de una elegancia provinciana. Es muy curiosa. Habla a su marido con acritud) Me he permitido traer a mi buena amiga, la señora Cini, que tenía tantos deseos de conocer a usted.

Amalia: Encantada, señora. Siéntense. (Presentando) Mi hija Dina, mi hermano Lamberto Laudisi.

Sirelli: (Calvo, cuarenta años, gordo, orondo, con pretensiones de elegancia. Sus impecables zapatos chirrían al andar. Saludando) Señora. Señorita.

Estrecha la mano a Laudisi.

Señora Sirelli: ¡Ah, señora mía! Venimos aquí como se va a la fuente. Somos dos pobres sedientos de noticias.

Amalia: Y ¿de qué noticias, amiga mía?

Señora Sirelli: ¿Cuáles van a ser? De ese recién llegado. El nuevo Secretario de la Prefectura. No se habla de otra cosa en toda la ciudad.

Señora Cini: (Vieja pueblerina llena de ambiciosa malicia disimulada con aires de ingenuidad) Tenemos todas una curiosidad… Estamos intrigadísimas.

Amalia: Pues nosotras no sabemos más que ustedes, créame.

Sirelli: (A su mujer, como quien ha triunfado) ¿Qué te dije? Saben lo que yo, o menos que yo.

(A los otros) La verdadera razón por la cual esa pobre madre no puede ir a ver a su hija, por ejemplo, ¿la saben ustedes?

Amalia: De eso estábamos hablando con mi hermano.

Laudisi: Creo que están ustedes un poco locos.

Dina: (Rápida, para que no hagan caso a su tío) Porque el yerno se lo prohíbe, según dicen.

Señora Cini: (Con voz de lamento) Pero eso no es una razón.

Señora Sirelli: (Casi al mismo tiempo) Eso no es una razón. Tiene que haber algo más.

Sirelli: (Agitando una mano, para acaparar la atención) Noticia de última hora.

(Casi deletreando) La tiene encerrada bajo llave.

Amalia: ¿A la suegra?

Sirelli: No, señora, a la mujer.

Señora Sirelli: ¡La mujer! ¡La mujer!

Señora Cini: (Como antes) ¡Bajo llave!

Dina: ¿Comprendes, tío? Y tú querías disculparlo…

Sirelli: (Estupefacto) ¡Cómo! ¿Tú querías disculpar a ese monstruo?

Laudisi: Yo no quiero disculparlo, en absoluto. Pero digo que esa curiosidad de ustedes (y que me perdonen las señoras) es insoportable. Y, además, completamente inútil.

Sirelli: ¿Inútil?

Laudisi: Inútil, inútil, señoras mías.

Señora Cini: ¿Que quiera una enterarse…?

Laudisi: ¿De qué? Y dispense. ¿Qué podemos nosotros saber de los demás? Quiénes son…, cómo son, lo que hacen, por qué lo hacen…

Señora Sirelli: Pues indagando, informándose.

Laudisi: Pues, si hay alguien que esté enterado de todo, ese alguien tiene que ser usted, señora, con un marido como el suyo, que no pierde ripio de cuanto ocurre.

Sirelli: (Interrumpiéndole) Dispensa, pero…

Señora Sirelli: No, querido; escucha, escucha. Está diciendo la verdad.

(A Amalia) La verdad, señora mía; con mi marido, que pretende saberlo todo, no hay modo de que yo me entere nunca de nada.

Sirelli: ¿Qué les parece a ustedes? No cree jamás lo que yo le digo. Basta que yo diga una cosa para sostener ella que no puede ser así, que tiene que ser lo contrario.

Señora Sirelli: Menos, menos. Cuando me cuentas alguna cosa que…

Laudisi: (Ríe) Permítame, señora. Yo contestaré a su marido. ¿Cómo quieres, amigo mío, que tu mujer se contente con lo que tú le cuentes, si tú, naturalmente, le cuentas las cosas como tú las ves?

Señora Sirelli: Como no pueden ser, en absoluto.

Laudisi: ¡Ah, no, señora! Permítame que le diga que en eso no tiene usted razón. Para su marido, las cosas son como él se las cuenta.

Sirelli: Como son. Como son en realidad.

Señora Sirelli: Ni muchísimo menos. Si te equivocas siempre.

Sirelli: La que se equivoca eres tú, no yo.

Laudisi: No, señores míos. No se equivoca ninguno de los dos. Si me lo permiten, se lo demostraré prácticamente.

(Se levanta y va al medio del salón) Véanme ustedes aquí, los dos. Me ven, ¿verdad?

Sirelli: Juro que sí.

Laudisi: Calma, calma. No lo digas tan pronto, amigo mío. Ven acá, ven acá.

Sirelli: (Lo mira sonriendo, perplejo, un poco desconcertado, temiendo una broma) ¿Para qué?

Señora Sirelli: (Irritada) Ve allá.

Laudisi: (A Sirelli que se le ha acercado vacilando) ¿Me ves? Mírame mejor. Tócame.

Señora Sirelli: (Como antes) Tócalo.

Laudisi: (A Sirelli, que ha alzado la mano para apenas tocarle en el hombro) Eso es. ¡Bravo! Tú estás seguro de que me has tocado como me estás viendo, ¿verdad?

Sirelli: Te diré.

Laudisi: No puedo dudar de ti. Palabra. Vuelve a tu sitio.

Señora Sirelli: (A su marido, que sigue como atontado delante de Laudisi) No te quedes ahí parado como un espantapájaros. Siéntate ahora mismo.

Laudisi: (A la señora Sirelli, después que Sirelli, asombrado, ha vuelto a su sitio) Ahora, haga el favor de venir usted, señora.

(Rectificando) ¡Oh! Dispense. Iré yo. (Va hacia ella y pone una rodilla en tierra) Usted está viéndome, ¿no es así? Levante la mano y tóqueme.

(La Señora Sirelli le coloca una mano sobre el hombro y él se inclina para besársela) ¡Oh! ¡Qué mano tan bella!

Sirelli: ¡Eh, eh!

Laudisi: No le haga caso. ¿Está usted segura de que me toca como de que me ve? No puedo dudar de usted. Pero, por favor, no diga usted a su marido, ni a mi hermana, ni a mi sobrina, ni a la señora…

Señora Cini: …Cini.

Laudisi: …Cini, cómo me ve; porque los cuatro le dirán que usted se equivoca, cuando no es así. Porque yo soy realmente como usted me ve, lo cual no impide, señora mía, que yo sea también, realmente, como me ven su marido de usted, mi hermana, mi sobrina y la señora…

Señora Cini: …Cini.

Laudisi: …Cini. Los cuales tampoco se equivocan, en absoluto.

Señora Sirelli: ¿De modo que usted no es el mismo para unos que para otros?

Laudisi: Claro que no, señora. ¿Acaso usted es la misma para todo el mundo?

Señora Sirelli: (Con precipitación) Naturalmente. Yo no cambio nunca. Se lo aseguro.

Laudisi: Tampoco yo cambio… para mí. Y digo que todos ustedes se engañan, si no me ven como me veo yo. Pero eso no quiere decir que no sean todo ilusiones que yo me hago… o que usted se hace.

Sirelli: Bueno. Pero, ¿qué significa todo este galimatías?

Laudisi: ¿No le ves el significado? ¡Esta es buena! Os veo tan interesados por saber quiénes son los demás, como si los demás, por sí mismos, fueran así o asá.

Señora Sirelli: Pero entonces, según usted, ¿nunca se puede saber la verdad?

Señora Cini: Si no vamos a poder creer siquiera lo que vemos y palpamos…

Laudisi: Sí, señora. Crea usted todo lo que quiera. Pero respete lo que ven y tocan los demás, aunque sea lo contrario de lo que usted ve y toca.

Señora Sirelli: ¡Qué hombre éste! ¡Yo no vuelvo a hablar con él! ¡No quiero terminar en un manicomio!

Laudisi: Nada, nada. Por mí, no se preocupen. Sigan ustedes hablando de la señora Frola y del señor Ponza, su yerno. Yo no les interrumpiré.

Amalia: ¡Gracias a Dios! Y lo mejor que podías hacer, querido Lamberto, era irte a dar un paseo por ahí…

Dina: Eso, eso, tiíto. ¿Cómo no vas a pasear un poco? Con el buen tiempo que hace.

Laudisi: No. ¿Por qué? Me divierte mucho oíros hablar. Estaré muy formalito. Palabra. A lo sumo, de vez en cuando, me reiré un poquitín para mis adentros. Y, si se me escapa alguna carcajada, tendréis benevolencia.

Señora Sirelli: Y nosotras que habíamos venido para enterarnos… Pero (a Amalia) su marido, ¿no era jefe de ese señor Ponza?

Amalia: Sí. Pero una cosa es la oficina y otra cosa es la vida particular.

Señora Sirelli: Ya. Comprendo. Pero ustedes, ¿no han intentado siquiera ver a la suegra, teniéndola al lado?

Dina: ¡Que si lo hemos intentado! Por dos veces, señora.

Señora Cini: (Dando un salto, intrigadísima) ¡Ah! ¿Pero ustedes han podido hablar con ella?

Amalia: No se ha dignado recibirnos, señora mía.

Sirelli, Señora Sirelli y Señora Cini: ¡Oh, oh! ¡Habráse visto!

Dina: Esta mañana mismo…

Amalia: La primera vez estuvimos más de un cuarto de hora delante de la puerta. No vino nadie a abrir, y no pudimos siquiera entregar nuestra tarjeta de visita. Hoy volvimos a intentarlo…

Dina: (Con gesto de espanto) Y vino a abrirnos él.

Señora Sirelli: Con esa cara que tiene. Tiene cara de mala persona. Ha asustado a toda la ciudad con esa cara. Y luego, siempre vestido de luto. La suegra, también, ¿verdad? ¿Y la hija?

Sirelli: (Con fastidio) Pero si a la hija no ha podido verla nadie todavía. Te lo he dicho cincuenta veces. Vestida de negro también ella… Son de un pueblo de Marsica.

Amalia: Sí. Que ha sido completamente destruido, según parece.

Sirelli: Sí. Por el último terremoto. No quedó piedra sobre piedra.

Dina: Dicen que han perdido a todos los parientes.

Señora Cini: (Con ansia de noticias) Bueno, conque salió él a abrir la puerta…

Amalia: Cuando lo vimos delante de nosotras, del susto no nos salía la voz del cuerpo para decirle que íbamos a visitar a su suegra. Ni palabra, ¿sabes? No dijo ni muchas gracias.

Dina: No, eso no. Hizo una inclinación.

Amalia: Apenas, así, con la cabeza.

Dina: Con los ojos, puedes decir. Con esos ojos de vampiro más que de persona.

Señora Cini: (Como antes) ¿Y luego? ¿Que dijo luego?

Dina: Todo azorado…

Amalia: …Todo hecho un lío, dijo que su suegra se encontraba un poco indispuesta, que nos agradecía la atención. Y se quedó allí, en el dintel de la puerta, esperando a que nos marcháramos.

Dina: ¡Qué desprecio!

Sirelli: Modales de aldeano. ¡Ah! Seguro que es él el culpable. A lo mejor tiene también a la suegra encerrada con llave.

Señora Sirelli: Se necesita descaro. Tener esa descortesía ante una señora que es, además, la esposa de uno de sus jefes.

Amalia: ¡Ah! Pero mi marido esta vez se ha indignado. Lo ha tomado como una grave falta de consideración y ha ido a ver al Prefecto para que lo obligue a reparar la ofensa.

Dina: ¡Oh! Precisamente, aquí está papá.

Escena III
Dichos y Agazzi.

Agazzi: (Cincuenta años, pelirrojo, aturrullado, con barba, gafas de oro; autoritario y altivo) ¡Oh querido Sirelli!

(Besa la mano a la señora Sirelli) Señora.

Amalia: (Presentando) Mi marido. La señora Cini.

Agazzi: Encantado.

(Le estrecha la mano, inclinándose. Luego, volviéndose casi con solemnidad a su mujer y a su hija) Os advierto que, dentro de un instante, estará aquí la señora Frola.

Señora Sirelli: (Palmoteando) ¡Ah! ¿De veras? ¿Vendrá?

Agazzi: Naturalmente. ¿Cree usted que yo iba a tolerar una vejación semejante a mi familia, a mi esposa?

Sirelli: ¡Claro! Eso estábamos diciendo.

Señora Sirelli: Y no hubiera estado de más aprovechar la ocasión para…

Agazzi: …¿para hacer notar al Prefecto todo lo que se dice en la ciudad acerca de ese caballero? No lo duden ustedes. Lo he hecho.

Sirelli: ¡Muy bien, muy bien!

Señora Cini: Es algo inexplicable. Verdaderamente inconcebible.

Amalia: Lo que se dice un salvaje. ¿Pero no sabes que las tiene encerradas bajo llave a las dos?

Dina: No, mamá; de la suegra todavía no se sabe.

Señora Sirelli: Pero a la mujer, sí. Es cierto.

Sirelli: ¿Y el Prefecto?

Agazzi: Sí. Ha quedado muy… muy impresionado.

Sirelli: ¡Ah! Menos mal.

Agazzi: Ya había llegado algo a sus oídos, y ve ahora la ocasión de aclarar este misterio, de llegar a saber la verdad.

Laudisi: (Ríe a carcajadas) ¡Ja, ja, ja, ja!

Amalia: No faltaba más que tu risa.

Agazzi: Y ¿de qué se ríe?

Señora Sirelli: Porque dice que no es posible descubrir la verdad.

Escena IV
Dichos, el Criado; luego, la Señora Frola. 

Criado: (Desde la puerta) Con perdón de los señores. La señora Frola.

Sirelli: ¡Oh! Ya está aquí.

Agazzi: Ahora veremos si es posible, querido Lamberto.

Señora Sirelli: ¡Ay, qué bien! ¡Cuánto me alegro!

Amalia: (Levantándose) ¿Decimos que pase?

Agazzi: No, espera. Siéntate. Espera que entre. Sentados. Hay que estar sentados.

(Al Criado) Hágala pasar.

Vase el Criado.

Poco después, entra la Señora Frola y todos se levantan. Es una viejecita encantadora, modesta, afabilísima, con una gran tristeza en los ojos, atenuada por la constante sonrisa dulce de sus labios. Amalia se levanta y le tiende la mano.

Amalia: Tenga la bondad, señora.

(Hace las presentaciones teniéndola de la mano) La señora Sirelli, mi buena amiga. La señora Cini. Mi esposo. El señor Sirelli. Mi hija Dina. Mi hermano Lamberto Laudisi. Siéntese, señora.

Señora Frola: Ando delicada y le ruego me dispense por no haber cumplido antes con este deber. Usted, señora, ha sido tan amable que me ha honrado con su visita, cuando me tocaba a mí venir primero.

Amalia: Entre vecinas, señora, no importa quién sea la primera en visitar. Tanto más que usted, estando aquí, sola, forastera, tal vez podía necesitar…

Señora Frola: ¡Oh, muchas gracias, señora! Es usted demasiado buena.

Señora Sirelli: ¿La señora está sola en la ciudad?

Señora Frola: No. Tengo una hija casada, que también ha venido hace poco.

Sirelli: El yerno de esta señora es el Secretario de la Prefectura. El señor Ponza, ¿verdad?

Señora Frola: Exactamente. Espero que el señor Consejero me dispensará. Y también a mi yerno.

Agazzi: A fuer de sincero, he de decirle que, en efecto, me pareció bastante mal que…

Señora Frola: (Interrumpiéndolo) …tiene usted razón. ¡Tiene usted razón! Pero debe usted perdonarlo. Hemos quedado tan abatidos después de nuestra desgracia…

Amalia: ¡Ah!, ya. Tuvieron ustedes aquella catástrofe.

Señora Sirelli: ¿Perdieron ustedes algún pariente?

Señora Frola: ¡Oh! Todos perecieron. Todos, señora. De nuestro pueblecito apenas si queda otra cosa que un montón de ruinas abandonadas.

Sirelli: Ya. Se supo aquí.

Señora Frola: Yo no tenía más que una hermana con una hija también, pero soltera. Para mi pobre yerno, la desgracia fue bastante más grave: la madre, dos hermanos, una hermana… Y luego, cuñados, cuñadas, dos sobrinos…

Sirelli: Una hecatombe.

Señora Frola: Y son desgracias para toda la vida. Queda una como aturdida.

Amalia: Verdaderamente.

Señora Sirelli: De la noche a la mañana. Hay para volverse loco.

Señora Frola: No piensa una en nada, y se falta sin intención, señor Consejero.

Agazzi: Basta, señora, se lo ruego.

Amalia: Precisamente en consideración a esa desgracia, fuimos mi hija y yo las primeras en visitarlas.

Señora Sirelli: (Lloriqueando) Ya. Sabiendo que la señora estaba tan sola. Aunque usted me perdonará, señora, si es que es indiscreta la pregunta; pero, ¿cómo es que teniendo aquí a su hija… después de una desgracia tan tremenda…?

(Tímida, después de haber hilado tan bien) Vamos… Me parece a mí que… eso debería crear a los supervivientes… la necesidad de estar todos juntos, y…

Señora Frola: (Ayudándola a salir del apuro) …Y es extraño que esté yo tan sola, ¿verdad?

Sirelli: Eso es. Parece extraño, francamente.

Señora Frola: (Con dolor) Lo comprendo.

(Como buscando una salida) Pero… ¿Sabe usted…? Son apariencias que… Cuando un hijo o una hija se casan, hay que dejarlos solos, que hagan su vida. Ahí tiene usted.

Laudisi: Muy bien. Es muy justo. Precisamente la relación con una hija es distinta cuando esa hija está casada.

Señora Sirelli: Pero no hasta el punto (y perdone, Laudisi) de que la hija, al casarse, prescinda por completo de la madre.

Laudisi: ¿Quién ha hablado de prescindir? Ahora se trata, si no me equivoco, de una madre que comprende que la hija no puede ni debe seguir ligada a ella, como de soltera, teniendo ahora su propia vida.

Señora Frola: (Agradecida) Eso es, señor. Gracias. Eso es lo que yo quería decir.

Señora Cini: Pero su hija vendrá, me figuro…, vendrá a menudo a hacerle compañía.

Señora Frola: (En un apuro) Sí, claro… Nos vemos.

Sirelli: (Rápido) No sale nunca de casa, su hija. Por lo menos, nadie la ha visto nunca.

Señora Cini: Tendrá que cuidar a los niños.

Señora Frola: (Rápida) No. Todavía no tiene niños. Y tal vez, en adelante, tampoco los tenga ya. Siempre tiene que hacer en casa, claro. Pero no es por eso.

(Sonríe amargamente, buscando salida) Nosotras… ¿Sabe…?, nosotras, las mujeres, en los pueblos pequeños, estamos acostumbradas a estar siempre en casa.

Agazzi: Pero saldrán, para ir a ver a la mamá, cuando están separadas…

Amalia: Pero esta señora… Irá ella a ver a su hija…

Señora Frola: (Rápida) ¡Claro! ¿Cómo no? Una o dos veces al día.

Sirelli: ¿Y sube usted una o dos veces al día todas aquellas escaleras, hasta el último piso de aquel caserón?

Señora Frola: (Pálida, intenta tomar a broma el suplicio de este interrogatorio) ¡Oh, no! No subo, verdaderamente. Tiene razón, caballero. Sería demasiado para mí. No subo. Mi hija se asoma al patio y nos vemos…, hablamos…

Señora Sirelli: ¿Solamente así? ¡Oh! ¿No la ve usted nunca de cerca?

Dina: (Rodeando el cuello de su madre con el brazo) Yo, que soy hija, no consentiría nunca que mi madre subiera noventa y tantos escalones.

Pero no podría resignarme a verla y hablarle de lejos, sin poder abrazarla, sin tenerla a mi lado.

Señora Frola: (Nerviosa, azorada) Tiene razón; Pero tengo que decirles… No quisiera que ustedes pensaran de mi hija lo que no es verdad: que me tenga poco afecto, poca consideración… Ni tampoco de mí, que soy su mamá. ¡Cien escalones no podrían ser obstáculo para una madre, por muy vieja y cansada que estuviera, si al llegar arriba le esperase el premio de poder tener a su hija junto al corazón!

Señora Sirelli: (Triunfante) ¡Claro! Ya decíamos nosotros que tenía que haber alguna razón.

Amalia: (Con intención) ¿Lo ves, Lamberto? ¿Lo ves? Hay una razón.

Sirelli: (Rápido) Su yerno, ¿eh?

Señora Frola: ¡Oh! Por caridad. No piensen mal de él. ¡Es tan buen muchacho! No pueden ustedes imaginarse lo bueno que es, el afecto tierno y delicado que me profesa, lleno de solicitud. Y no digamos del cariño y las consideraciones que tiene para con mi hija. ¡Ah! Crean ustedes que no hubiera podido desear para ella un marido mejor.

Señora Sirelli: Pero… entonces…

Señora Cini: …entonces no será él la causa.

Agazzi: Claro. Por lo menos, no me parece posible que él prohíba a su mujer ir a ver a su madre, ni a la madre subir a casa para estar unos momentos junto a su hija.

Señora Frola: ¡Prohibirlo, no! Yo no he dicho que esté prohibido. Somos mi hija y yo, señor Consejero, las que renunciamos a ello, por consideración a él.

Agazzi: ¡Cómo! Y perdone. No veo por qué podría ofenderse él.

Señora Frola: Ofenderse, no, señor Consejero. Es un sentimiento, señores míos…, tal vez difícil de comprender. Pero… cuando se ha comprendido, no es difícil de compartir, créanme. Aunque nos cueste un gran sacrificio, tanto a mí como a mi hija.

Agazzi: Al menos, reconocerá usted, señora, que es muy extraño todo eso que dice.

Sirelli: En efecto. Y que suscita y legitima la curiosidad.

Agazzi: Incluso hace sospechar…

Señora Frola: ¿De él? No, por caridad, no diga eso. ¡Sospechar! ¿De qué, señor Consejero?

Agazzi: De nada. No se altere. Digo que podría sospecharse.

Señora Frola: No, no. Pero… ¿de qué? Si nosotros estamos en perfecto acuerdo. Estamos contentas, contentísimas, tanto yo como mi hija.

Señora Sirelli: ¿Tal vez son… celos?

Señora Frola: ¿Celos? ¿De una madre? No creo que pueda llamarse así… Aunque realmente no sabría… Es que… él necesita todo el cariño de su esposa para él. Incluso el cariño que la hija tiene a su mamá, que es mucho, no lo duden. Pero él quiere que ese cariño de mi hija me llegue a través de él, por su conducto. Eso es.

Agazzi: ¡Oh! Dispénseme; pero eso me parece una terrible crueldad.

Señora Frola: No, no. Crueldad, no. No diga crueldad, señor Consejero. Es otra cosa, créame. No me expreso bien. Es… naturaleza. Es decir… tal vez… ¡Dios mío! Será una especie de enfermedad, si ustedes quieren. Es como una locura de amor… exclusivo. En el cual la mujer debe vivir sin salir jamás, y sin que nadie pueda entrar…

Dina: ¿Ni siquiera la madre?

Sirelli: Si eso no es egoísmo…

Señora Frola: Tal vez. Pero un egoísmo por el que se da íntegramente a su mujer. En el fondo, el egoísmo sería el mío, si intentara asaltar esa fortaleza, donde está encerrado el amor, sabiendo que mi hija es feliz así, adorada. Eso debe bastarle a una madre, ¿verdad? Por lo demás, yo veo a mi hija y hablo con ella. (Con gracioso gesto confidencial) En la cesta que cuelga de la cuerda, allí, en el patio, hay todos los días un papelito de su puño y letra, con las noticias de la jornada. Eso me basta. Ya estoy acostumbrada. Resignada, si ustedes quieren, pero ya no sufro por eso.

Amalia: Y después de todo, si ustedes están contentas…

Señora Frola: (Levantándose) ¡Oh, sí! Ya se lo he dicho. Porque él es tan bueno… Créanme. No puede ser mejor. Todos tenemos nuestras flaquezas, y tenemos que compadecernos unos a otros.

(Saluda a Amalia) Señora.

(Lo mismo a las señoras Sirelli y Cinci; luego a Dina. Volviéndose a Agazzi:) Me habrá dispensado…

Agazzi: No diga eso, señora. Muy agradecidos por su visita.

Señora Frola: (Saluda con la cabeza a Sirelli y a Laudisi. A Amalia:) No, por favor, no se moleste, señora.

Amalia: ¡No faltaría más! Es mi deber, señora.

La Señora Frola sale acompañada de Amalia, que vuelve a poco.

Sirelli: ¡Qué! ¿Satisfechos con la explicación?

Agazzi: Pero, ¿qué explicación? En todo ello debe haber Dios sabe qué misterio.

Señora Sirelli: Y ¡quién sabe cuánto sufrirá ese pobre corazón de madre!

Dina: Y la hija también, la pobre.

(Pausa)

Señora Cini: (Desde el ángulo de la pieza, donde se ha arrinconado para ocultar su llanto, en una explosión) Le temblaba la voz. La ahogaba el llanto.

Amalia: Sí. Cuando dijo que subiría más de cien escalones para apretar a la hija contra su corazón.

Laudisi: Yo lo que le he notado es un deseo… más todavía, verdadero interés por librar al yerno de toda sospecha.

Señora Sirelli: ¡Y cómo! Si a todo le encontraba justificación.

Sirelli: ¡Justificación! ¿Puede justificarse la violencia, la barbarie?

Escena V
Dichos, el Criado; luego, Ponza

Criado: (Desde la puerta) Señor Consejero: aquí está el señor Ponza. Pregunta si el señor puede recibirle.

Señora Sirelli: ¡Oh! ¡Es él, es él!

Sorpresa general y movimiento de invencible curiosidad, casi de susto.

Agazzi: ¿Si puedo recibirlo?

Criado: Eso ha dicho, señor.

Señora Sirelli: Por favor, recíbalo aquí, Consejero. Casi le tengo miedo. Pero tengo tanta curiosidad por ver de cerca a ese monstruo…

Amalia: ¿Qué querrá?

Agazzi: Lo sabremos ahora mismo. Siéntense todos. (Al Criado) Que pase.

El Criado se inclina y desaparece. Poco después, entra el señor Ponza: bajo, grueso, moreno, aspecto casi terrible, de luto, pelo negro y espeso, frente baja, gran bigote negro. Aprieta continuamente los puños y habla de modo forzado, hasta con violencia a duras penas contenida. De vez en cuando se limpia el sudor con un pañuelo a listas negras. Al hablar, su mirada será dura, fija, tétrica.

Agazzi: Pase, pase usted, señor Ponza.

(Presentándolo) El nuevo Secretario señor Ponza. Mi esposa, la señora de Sirelli, la señora Cini, mi hija, el señor Sirelli y Laudisi, mi cuñado. Siéntese.

Ponza: Gracias. Sólo un momento y no les molestaré más.

Agazzi: ¿Desea usted hablarme a solas?

Ponza: No. Puedo hablar también delante de todos. Además, se trata de una explicación que me creo en el deber de dar.

Agazzi: ¿Se refiere usted a la visita de su señora suegra? Ya no es necesaria la explicación, porque…

Ponza: No es por eso, señor Consejero. Tengo también que hacer constar que la señora Frola, mi suegra, habría sido la primera en venir, sin duda alguna, antes de que la señora y la señorita hubieran tenido la bondad de honrarla con su visita… si yo no hubiera hecho todo lo humanamente posible por impedírselo; ya que no puedo permitir que ella haga visitas, ni que las reciba.

Agazzi: (Con orgullo resentido) ¿Se puede saber por qué? Y perdone.

Ponza: (Cada vez mas alterado, a pesar de sus esfuerzos por contenerse) Mi suegra les habrá hablado a ustedes de su hija.

Les habrá dicho que le prohibo verla, subir a mi casa…

Amalia: ¡Oh, no! La señora ha hablado de usted con toda consideración, llena de bondad.

Dina: No ha dicho nada malo de usted. Al contrario.

Agazzi: Y que ella se abstiene de subir a casa de su hija, en atención a un sentimiento de usted, que… nosotros, francamente, le dijimos no podíamos comprender.

Señora Sirelli: Incluso, si tuviéramos que dar nuestra opinión…

Agazzi: Sí, señor; que nos ha parecido una crueldad. Una verdadera crueldad.

Ponza: Precisamente he venido para poner eso en claro, señor Consejero. La situación de esa mujer es muy digna de lástima; pero no menos terrible es la mía, así cómo la circunstancia que me obliga a disculparme, a dar a ustedes cuenta y razón de una desventura que solamente… solamente una violencia como ésta podía obligarme a descubrir.

(Calla un momento, mira a todos; luego, lentamente, subrayando) La señora Frola… está loca.

Todos: (Con sobresalto) ¿Loca?

Ponza: Desde hace cuatro años.

Señora Sirelli: (Con un grito) ¡Cómo! Pero si no lo parece, en absoluto.

Agazzi: (Asombrado) ¡Cómo! Loca.

Ponza: No lo parece, pero está loca. Y su locura consiste precisamente en la monomanía de creer que yo no quiero dejarle ver a su hija. (En un arranque de feroz emoción) ¿Qué hija, Dios mío? Si su hija murió hace cuatro años.

Todos: (Sorprendidos) ¿Muerta…? ¡Oh! ¡Cómo! ¿Muerta?

Ponza: Hace cuatro años. Esa fue la causa de la demencia.

Sirelli: Pero, entonces… ¿la que vive con usted?

Ponza: Es mi segunda esposa. Me casé con ella hace dos años.

Amalia: ¡Y la señora cree que ésta es otra vez su hija! Como si lo viera.

Ponza: Y eso la ha salvado… en cierto modo. Me vio pasar por la calle con mi esposa actual, desde una ventana del manicomio donde estaba recluida. Creyó ver en ella a su hija, viva, y se puso a temblar, a reír. Salió de repente de la trágica desesperación en que se hallaba sumida, que se transformó al momento en esta otra locura, de radiante felicidad al principio; luego, poco a poco, tranquila; pero angustiada, así, con una resignación a la que ella sola se ha entregado. Pero todavía contenta, como habrán podido ustedes ver. Se obstina en creer que no es verdad que su hija haya muerto, sino que yo quiero tenerla sólo para mí, sin dejársela ver a ella. Y eso es todo. Por lo demás, oyéndola hablar, nadie sospecha su locura.

Amalia: En absoluto.

Señora Sirelli: Claro que no. Y dice que vive así tan a gusto.

Ponza: Lo dice a todo el mundo. A mí me tiene verdadero afecto y gratitud, porque yo procuro secundarla en todo cuanto puedo, aun a costa de grandes sacrificios. Tengo que sostener dos casas. Obligo a mi mujer, que afortunadamente se presta a ello por compasión, a mantenerle esa ilusión…; que es su hija. Se asoma a la ventana, le habla, le escribe. Pero la caridad, señora, es un deber… hasta cierto límite. No puedo obligar a mi mujer a convivir con ella. Y, mientras tanto, la pobre, vive como en una cárcel, encerrada siempre con llave, por miedo a que la loca se le meta en casa. Es una loca pacífica, de acuerdo. Pero comprendan ustedes que mi mujer tenga miedo, si la otra viene a acariciarla.

Amalia: (Con horror y piedad) ¡Oh…! Claro. ¡Pobre mujer! Me lo imagino.

Señora Sirelli: (A su marido y a la Señora Cini) ¡Ah! ¿Han oído? Es ella la que quiere estar encerrada con llave.

Ponza: (Para terminar) Señor Consejero, comprenderá usted que yo no podía consentir la visita, si no era forzoso.

Agazzi: Lo comprendo perfectamente. Ahora, sí. Y me lo explico todo.

Ponza: El que tiene una desgracia así, debe permanecer apartado. Obligado a hacer venir aquí a mi suegra, era mi deber hacer ante ustedes esta declaración. Por respeto al cargo que ocupo. Porque no se crea en la ciudad tal enormidad: que por celos, o por lo que sea, impido a una pobre madre ver a su hija.

(Se levanta) Señor Consejero.

(Se inclina luego ante Laudisi y Sirelli) Señores.

Sale por el fondo.

Amalia: (Aturdida) ¡Oh! Conque está loca.

Señora Sirelli: ¡Pobre mujer! Loca.

Dina: ¡Claro! Así se comprende. Se cree que es hija suya.

(Oculta la cara con las manos) ¡Qué horror!

Señora Cini: ¡Quién iba a suponer…!

Agazzi: Sin embargo… No había más que oírla hablar…

Laudisi: ¿Tú te habías dado cuenta?

Agazzi: No, pero… Si ella misma no sabía qué decir.

Señora Sirelli: Eso creo yo. ¡Pobrecilla! No razona.

Sirelli: Pero es extraño, estando loca… Cierto que no razonaba. Pero aquella manera de explicar por qué el yerno no quería dejarle ver a su hija… y disculparlo, y adaptarse a las razones que ella misma había inventado.

Agazzi: Pues eso es, precisamente, lo que demuestra que está loca. Eso de buscar disculpa para su yerno, sin poder encontrar ninguna admisible.

Amalia: Y se contradecía ella sola.

Agazzi: (A Sirelli) ¿Y crees que, si no estuviera loca, iba a aceptar esas condiciones de no ver a su hija más que desde una ventana, con el pretexto que aduce de ese amor morboso del marido que quiere que nadie vea a su mujer?

Sirelli: ¡Claro! ¿Y de loca lo acepta? Muy extraño es eso. ¡Muy extraño!

(A Laudisi) ¿Qué dices tú a eso?

Laudisi: ¿Yo? Nada.

Escena VI

Dichos, el Criado; luego, la Señora Frola 

Criado: (Desde la puerta, tímido) Con permiso de los señores. Aquí está otra vez la señora Frola.

Amalia: (Asustada) ¡Dios mío! A ver si ahora no vamos a poder quitárnosla de encima.

Señora Sirelli: Sabiendo que está loca…

Señora Cini: Sabe Dios lo que vendrá a contar ahora. Como le den ustedes conversación…

Sirelli: Me gustaría saber lo que dice. No estoy ni pizca convencido de que esté loca.

Dina: Claro, mamá. No hay por qué tener miedo. Es tan pacífica…

Agazzi: Sí. Habrá que recibirla. Vamos a ver lo que quiere. Luego, ya veremos. Pero siéntense todos. Es mejor estar sentados.

(Al Criado) Dígale que pase, (Vase el Criado)

Amalia: Ayúdenme, por favor. Yo ya no sé ni qué decir.

Entra la Señora Frola. Amalia se levanta y le sale al encuentro, muerta de miedo. Los demás la miran asustados.

Señora Frola: ¿Dan ustedes permiso?

Amalia: Pase, pase usted, señora. Son mis amigos, que están aquí todavía, como usted ve…

Señora Frola: (Con triste afabilidad, sonriendo) …y que me miran… lo mismo que usted, señora, como a una pobre loca, ¿verdad?

Amalia: No, señora. ¿Qué dice usted?

Señora Frola: (Con profundo dolor) ¡Ah, señora! Preferible la descortesía de dejar a ustedes delante de la puerta, como hice la primera vez. Nunca pude suponer que ustedes insistirían y me obligarían a hacer esta visita, cuyas consecuencias conocía yo de antemano.

Amalia: Créame, señora, que estamos todos encantados de verla a usted.

Sirelli: La señora está apenada… No sabemos por qué. Díganoslo.

Señora Frola: ¿No ha salido de aquí mi yerno hace un instante?

Agazzi: ¡Ah, sí…! Ha venido… ha venido, señora, para hablarme de… de asuntos profesionales… Sí, eso es.

Señora Frola: (Herida, consternada) ¡Ah! Dice usted eso para tranquilizarme. Una mentira piadosa.

Agazzi: No, no, señora. Esté usted segura de que le he dicho la verdad.

Señora Frola: (Como antes) ¿Estaba tranquilo, al menos? ¿Ha hablado tranquilo?

Agazzi: Claro que sí. Muy tranquilo. ¿Verdad? (Todos asienten)

Señora Frola: ¡Dios mío! Ustedes creen tranquilizarme y, en cambio, yo quisiera tranquilizarles a ustedes con respecto a él.

Señora Sirelli: Pero… ¿de qué, señora? Si él… Ya le hemos dicho…

Agazzi: …ha estado hablando conmigo de asuntos profesionales.

Señora Frola: Veo cómo me miran ustedes. ¡Qué le vamos a hacer! No es por mí. En el modo que tienen ustedes de mirarme, noto que él ha venido a demostrar… lo que yo no habría revelado nunca, por nada del mundo. Todos ustedes han visto cómo yo, hace unos momentos ante sus preguntas, que, créanme, han sido crueles para mí, no he sabido responder. Y les he dado a ustedes, respecto a nuestro modo de vivir, una explicación, que, lo reconozco, no puede satisfacer a nadie… ¿Quieren ustedes que les diga la verdadera razón…? ¿O les digo, como va diciendo él por ahí, que mi hija murió hace cuatro años, y que yo soy una pobre loca que la creo todavía viva… y que él no me deja verla?

Agazzi: (Atónito ante el profundo tono de sinceridad en que ha hablado la Señora Frola) Pero… ¡Cómo…! ¿Su hija…?

Señora Frola: (Rápida, con ansia) ¿Ve usted cómo era verdad? ¿Por qué quieren ocultármelo? Él les ha dicho…

Sirelli: (Dudando y observándola) Sí… En efecto… Ha dicho…

Señora Frola: Ya lo sé. Y sé también la turbación que le causa verse obligado a decir eso de mí. Es una desgracia, señor Consejero, que, a través de tantos dolores y tanta miseria, ha podido vencerse; pero a costa de vivir así, como vivimos. Comprendo que llame la atención, que la gente se escandalice, sospeche… Pero, por otra parte, él es un funcionario que cumple con sus deberes escrupulosamente, con todo celo. Usted habrá podido observarlo.

Agazzi: No. A decir verdad, aún no he tenido ocasión.

Señora Frola: Por caridad; no juzguen ustedes por las apariencias. Él es bonísimo. Siempre han dicho eso sus jefes. ¿Por qué atormentarlo, entonces, con esas averiguaciones sobre su vida particular, sobre… su desgracia, ya superada, lo repito; pero que, descubierta, podría… perjudicarle en su carrera?

Agazzi: ¡Vamos, señora! No se aflija usted así. Nadie quiere atormentarlo.

Señora Frola: ¡Dios mío! ¿Cómo quieren que no me aflija, viéndolo obligado a dar a todo el mundo una explicación absurda, horrible…? ¿Pero ustedes pueden creer de verdad que mi hija ha muerto, que yo estoy loca y que la que él tiene en casa es su segunda mujer? ¡Pero si para él es una necesidad decir eso, créanme…! Sólo así ha podido serle devuelta la calma, la confianza.

Pero él se da perfecta cuenta de lo disparatado de cuanto dice. Y cuando se le obliga a hablar, se excita, se convulsiona. Lo habrán observado ustedes.

Agazzi: Sí. En efecto. Estaba… un poco excitado.

Señora Sirelli: ¡Cómo! Pero entonces… ¿es él?

Sirelli: Claro que debe ser él. (Triunfante) Señores, ¿qué les había dicho yo?

Agazzi: Pero… ¿Es posible? (Viva agitación en todos)

Señora Frola: (Rápida, juntando las manos) ¡No! ¡Por caridad, señores! ¿Qué creen ustedes? Sólo es ese punto el que no se le puede tocar. ¿Creen ustedes que yo iba a dejar a mi hija sola con él, si estuviera verdaderamente loco? ¡No! Y además, señor Consejero, usted puede comprobarlo en la oficina. Él cumple con sus deberes como el mejor.

Agazzi: Pero es preciso, señora, que explique usted con claridad qué es lo que pasa. ¿Es posible que su yerno haya venido aquí con una historia totalmente inventada?

Señora Frola: Sí, señor. Eso es. Se lo explicaré todo. Pero hay que compadecerlo, señor Consejero.

Agazzi: Pero, vamos a ver: ¿No es cierto que su hija ha muerto?

Señora Frola: (Con horror) ¡Oh, no! ¡Dios me libre!

Agazzi: (Irritadísimo, gritando) Entonces, el loco es él.

Señora Frola: (Suplicando) No…, no… Escuche…

Sirelli: (Triunfante) ¡Claro que sí! Tiene que ser él.

Señora Frola: ¡No! Óiganme, por favor. No está. No está loco. Ustedes lo han visto: es… robusto… violento… Cuando se casó fue presa de una locura de amor. ¡Peligraba la salud de mi hija! Ella era de constitución delicada. Según el consejo de los médicos y de todos los parientes, incluso los de mi yerno, que ya, ¡los pobres!, reposan bajo tierra, era necesario llevarla a un sanatorio y así lo hicimos. Y entonces, él, ya un poco alterado por aquel amor, al no encontrarla en casa… ¡Oh, señores…! Cayó en una desesperación furiosa… Llegó a convencerse de que su mujer había muerto. No escuchaba razones. Se vistió de luto, hizo locuras. No hubo manera de quitarle aquella idea fija. Tanto que, cuando apenas un año después, mi hija, ya repuesta, hermosa como una flor, volvió a casa…, no la reconoció. Dijo que no. Que no era ella. No. No. La miraba, y… que no era ella. ¡Oh, señores! ¡Qué tormento! Se le acercaba. Parecía que ya iba a reconocerla… Pero, no. No. Que no era ella. Y para que la admitiera en casa… con la ayuda de unos amigos, tuvimos que simular unas segundas nupcias.

Señora Sirelli: ¡Ah! Entonces, por eso decía él…

Señora Frola: Sí. Pero no lo cree ni él mismo. Necesitaba decirlo a los demás. No. No puede menos. Para estar seguro… ¿Comprenden…? Porque, de vez en cuando, le entra el miedo de que se lleven otra vez a su mujer.

(En voz baja. Sonríe confidencialmente) Si por eso la tiene encerrada con llave. Toda para él. Pero la quiere, la adora. Estoy segura. Y mi hija vive tan contenta.

(Se levanta) Me voy corriendo, no sea que venga al instante en busca mía, si es que está algo excitado…

(Suspira dulcemente) ¡Paciencia! Aquella pobrecita tiene que hacer el papel de que no es ella, sino otra. Y yo… Yo el de loca, señores. Pero ¡qué vamos a hacer…! Si así conseguimos que él esté tranquilo… No se molesten, por favor, ya sé el camino. Encantada, señores, encantada.

Saludando y haciendo inclinaciones, se va de prisa por el fondo.

Quedan todos de pie, atónitos, mirándose unos a otros.

Silencio.

Laudisi: (Colocándose en medio) ¿Qué miráis cada uno en los ojos de los demás? ¿La verdad? (Ríe a carcajadas)

Telón

1917 – Así es (si así te parece)
Parábola en tres actos
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero

In Italiano – Così è (se vi pare)
In English – Right you are! (If you think so)

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