In Italiano – Enrico IV
In English – Henry IV
Introducción
Personajes, Acto Primero
Acto Segundo
Acto Tercero
Enrique IV
Acto Tercero
La sala del trono, a oscuras, de suerte que apenas se percibe la pared del fondo. Las telas de los dos retratos han sido quitadas, y en sus sitios, dentro de los marcos que han quedado circundando el interior del hueco de los nichos, se han apostado, en las mismas actitudes de esos retratos, Frida, vestida de marquesa de Toscana, como apareció en el segundo acto, y Carlos Di Nolli, en traje de Enrique IV.
Al levantarse el telón, la escena queda vacía unos instantes. Se abre la puerta de la izquierda y entra Enrique IV, sosteniendo la lámpara por su aro, y vuelto al interior para hablar con los cuatro servidores que se suponen en la sala contigua, con Juan, como quedaron al finalizar el acto segundo.
Enrique IV: No, quedaos, quedaos. Yo me arreglaré solo. Buenas noches.
Cierra la puerta y avanza, tristísimo y cansado, para atravesar la sala en dirección a la segunda puerta de la derecha, que da a sus aposentos.
Frida (apenas ve que él ha traspuesto la línea del trono, bisbisea desde el nicho, como desfalleciendo del miedo): Enrique…
Enrique IV deteniéndose al oír la voz, como si hubiese sido herido a traición, por un navajazo en la espalda. Vuelve el rostro aterrado hacia la pared del fondo, y por un instintivo impulso de defensa, levanta los brazos.
Enrique IV: ¿Quién me llama?
(No es una pregunta, es una exclamación que zigzaguea en un escalofrío de terror, y no espera respuesta de esa oscuridad y de ese silencio terribles de la sala, que de pronto, para él, se han colmado de la sospecha de estar verdaderamente loco.)
Frida (ante ese acto de terror, y no menos aterrorizada por lo que se prestó a hacer, repite un poco más fuerte): Enrique… Pero asoma un poco la cabeza desde su nicho hacia el otro, esforzándose por desempeñar correctamente el papel que se le ha asignado.
Enrique IV prorrumpe en un alarido y deja caer la lámpara de sus manos, se aprieta la cabeza con ellas, e intenta huir).
Frida (salta del nicho sobre el zócalo, y grita como enloquecida): ¡Enrique!… ¡Enrique!… Tengo miedo… Tengo miedo…
Y mientras Di Nolli salta a su vez al zócalo y de allí al suelo, para socorrer a Frida que continúa gritando convulsivamente, casi desvaneciéndose ya, por la puerta de la izquierda irrumpen todos: el Doctor, Matilde, también vestida de marquesa de Toscana, Tito Belcredi, Landolfo, Arialdo, Ordulfo, Bertoldo, Juan. Uno de los servidores da en seguida luz a la sala.
Es una, luz extraña, de lámparas ocultas en el cielo raso, de modo que sólo resulta viva en lo alto.
Los otros, sin preocuparse de Enrique IV, que se queda mirando idiotizado esa irrupción inesperada, después del primer momento de terror, que aún lo estremece, acuden presurosos a socorrer y confortar a Frida, que tiembla todavía, y gime, y se desvanece entre los brazos de su prometido. Hablan todos confusamente.
Di Nolli: ¡No, no, Frida!… Estoy aquí… Estoy contigo…
Doctor (acudiendo con los otros): ¡Basta! ¡Basta! No hay nada más que hacer…
Matilde: ¡Se ha curado, Frida, se ha curado!
Di Nolli (con asombro): ¿Curado?
Belcredi: ¡Tranquilízate, era sólo una broma!
Frida (aterrorizada): ¡No! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
Matilde: Pero ¿de qué? ¿No ves que era una broma?… ¡Míralo!… Si no era verdad…
Di Nolli: ¿Que no era de veras? ¿Qué decís? ¿Está sano?
Doctor: Por lo que parece… Aunque yo creo que…
Belcredi: Pero sí. Acaban de decirlo ellos. (Indica a los cuatro servidores):
Matilde: ¡Y desde hace ya mucho tiempo! ¡Lo ha confesado a sus servidores!
Di Nolli (ahora más indignado que asombrado): ¡Cómo es posible, si hasta hace poco…
Belcredi: ¡Pues claro!… Fingía para reír a espaldas tuyas, y a las nuestras, que de buena fe…
Di Nolli: ¿Pero es posible?… ¿Que se haya reído también de su hermana, hasta el día de su muerte?
Enrique IV que se ha quedado agazapado, espiando ora al uno, ora al otro, bajo la acusación y el escarnio por lo que todos creen befa cruel, ahora revelada, y ha demostrado, en el relampaguear de sus ojos, producto del tumulto de su alma, que medita una venganza, imprecisa aún por obra del despecho que siente. En tal punto resurge ya con la clara idea de asumir como verdadera la ficción que le habían preparado, y le grita al sobrino.
Enrique IV: ¡Continúa…, di…, continúa!
Di Nolli (aturdido por los gritos): Continuar, ¿qué?
Enrique IV: No habrá muerto “tu” hermana solamente.
Di Nolli: ¿Mi hermana? Me refiero a la tuya, a la que obligaste hasta el último momento a presentarse aquí como tu madre, Inés.
Enrique IV: ¿Y no era “tu” madre?
Di Nolli: ¡Mi madre, mi madre, sí, justamente!
Enrique IV: Pero tu madre, se me ha muerto a mí, “viejo y distante”. Tú acabas de bajar de allí (señala el nicho) nuevecito. ¿Y qué sabes tú si yo no la he llorado largamente, largamente, en secreto, aun así vestido?
Matilde (consternada, mirando a los otros): Pero ¿qué dice?
Doctor (impresionadísimo, observándolo): Despacio, despacio, por favor.
Enrique IV: ¿Qué digo? ¡Estoy preguntando a todos si no era Inés la madre de Enrique IV! (Se dirige a Frida, como si fuese verdaderamente la marquesa de Toscana): ¡Vos, marquesa, deberíais saberlo, me parece!
Frida (aterrorizada aún, abrazándose más a Di Nolli): ¡No, yo no, yo no!
Doctor: Despacio, señores, despacio; el delirio reaparece.
Belcredi: No, doctor, no es el delirio. ¡Es que vuelve a fingir, a hacer la comedia!
Enrique IV (rápido): ¿Yo? Vosotros habéis vaciado esos dos nichos. Él está ahora ante mí como Enrique IV.
Belcredi: ¡Oh, terminemos ya con esta burla!
Enrique IV: ¿Quién ha dicho que es burla?
Doctor (fuerte, a Belcredi): ¡Por el amor de Dios, no lo azuce usted!
Belcredi (sin prestarle atención, más fuerte): ¡Me lo han dicho ellos! (Señala a los cuatro servidores): ¡Ellos! ¡Ellos!
Enrique IV (mirándolos): ¿Vosotros? ¿Habéis dicho que era burla?
Landolfo (tímido, embarazado): No…, en verdad dijimos que os habíais curado.
Belcredi: ¡Basta ya! ¡Terminemos!
(A Matilde): ¿No le parece que resulta de una puerilidad intolerable el verlos a él (señala a Di Nolli), y a usted, marquesa, vestidos así?
Matilde: ¡Cállese usted! ¿Quién piensa ya en los trajes, cuando él está en verdad curado?
Enrique IV: ¡Curado, si! ¡Estoy curado! (A Belcredi): ¡Ah, pero no para que todo esto acabe tan pronto como tú crees!
(Se encara con él): ¿No sabes que desde hace veinte años nadie ha osado presentarse ante mí como tú y ese señor? (señala al doctor.)
Belcredi: Sí… ¡Cómo no había de saberlo!… Yo mismo vine esta mañana vestido de…
Enrique IV: De monje…
Belcredi: Y tú me tomaste por Pedro Damiani… No he reído creyendo que…
Enrique IV: ¡Que estaba loco! ¿Y no te provoca risa verla a ella así, ahora que estoy curado?… Sin embargo, podrías pensar que, a mis ojos, su aspecto ahora… (Se interrumpe por un impulso de desdén): ¡Ah! (Y súbitamente se vuelve hacia el doctor): ¿Es usted un médico?
Doctor: Yo, si…
Enrique IV: ¿Y la vistió usted de marquesa de Toscana a ella también? ¿Sabe, doctor, que corrió usted el riesgo de hacer que la noche retornara a mi cerebro? ¡Bendito sea Dios! Hacer que los retratos hablen, que se salgan vivos de sus marcos…
Contempla a Frida y a Di Nolli, después mira a la marquesa, y finalmente se mira el traje que tiene puesto): ¡Oh, es una combinación magnífica! Dos parejas… ¡Magnífico, doctor, magnífico!… Para un loco…
(Señalando apenas a Belcredi): A él, esto le parecerá ahora una mascarada fuera del tiempo, ¿no es así?
(Se vuelve para mirarlo): Ya puedo quitarme este disfraz para irme contigo, ¿no te parece?
Belcredi: ¡Conmigo! ¡Con nosotros!
Enrique IV: ¿Adónde? ¿Al Círculo? ¿De frac y corbata blanca? ¿O a casa de la marquesa, los dos juntos, tú y yo?
Belcredi: ¡Adonde quieras! ¿Querrías, acaso, permanecer aún aquí,para perpetuar, solo, lo que fue una desdichada broma en un día de carnaval? Es increíble, te lo aseguro, que hayas querido continuarla, después de haberte liberado de la desgracia que te había ocurrido.
Enrique IV: Desde luego… Pero ya ves. Es que al caerme del caballo y golpearme la cabeza, estuve loco de veras, no sé por cuánto tiempo…
Doctor: ¡Ah!… Eso… ¿Y duró mucho tiempo?
Enrique IV (rapidísimo, al doctor): Si, doctor, mucho, cerca de doce años.
(Y en seguida, volviendo a hablar con Belcredi): ¡Y el no ver ya nada más de todo aquello que sucedió después de aquel día de carnaval! El cambio de las cosas, su evolución…, los amigos…, cómo me traicionaron; el sitio que otros tomaron, no lo sé, pero lo supongo, en el corazón de la mujer que amaba; los que habían muerto; los que habían desaparecido…, todo esto, ¿comprendes?, no fue para mí una burla, como a ti te parece.
Belcredi: No, no, perdona…, yo no digo eso. Me refiero a lo que pasó después.
Enrique IV: ¡Ah, sí!… ¿Después?… Un día…
(Se detiene y se vuelve al doctor): ¡Caso interesantísimo, doctor! ¡Estúdieme, estúdieme usted bien!
(Hablando se estremece íntegramente): No podría decir cómo, un día, el mal que estaba aquí (se toca la frente), desapareció. Reabrí los ojos, poco a poco, y no supe al principio si era sueno o vigilia… Finalmente advertí que estaba despierto… Toqué una cosa y la otra… ¡Había vuelto a ver el aramente!… ¡Ah!… Como él dice (señala a Belcredi), ¡despojémonos de este traje de enmascarado, de este íncubo! ¡Que se abran las ventanas y se respire la vida! ¡Vamos, vamos, corramos afuera!
(Conteniendo de pronto su arrebato): Pero ¿adónde? ¿A hacer qué? ¿Para que todos, a escondidas, me señalen con el dedo como a Enrique IV, pero ya no así… sino del brazo contigo, entre los queridas amigos de la vida?
Belcredi: ¡Pero no! ¿Cómo se te ocurre? ¿Por qué habría de ser así?
Matilde: ¿Quién se atrevería?… ¡Ni pensarlo siquiera! ¡Sí ha sido una desgracia!
Enrique IV: ¡Pero si ya todos me tildaban de loco antes!
(A Belcredi): Y tú lo sabes, tú que, más que ninguno, te ensañabas contra los que intentaban defenderme.
Belcredi: ¡Oh, vaya…, era en broma!
Enrique IV: Mírame los cabellos. Aquí…
Le muestra sus cabellos en la nuca.
Belcredi: ¡Oh, también yo los tengo grises!
Enrique IV: Sí, pero con esta diferencia: que a mí se me pusieron grises. acá, haciendo de Enrique IV, ¿entiendes?
Y sin que yo lo haya advertido siquiera. Me di cuenta en un solo día, de repente, al reabrir los ojos, y fue espantoso, porque comprendí en seguida que no solamente mis cabellos, sino todo mi ser debía haberse puesto gris, que todo se había derrumbado, que todo había sucumbido, y que con un hambre de lobo llegaría a un banquete ya terminado.
Belcredi: Sí…, pero los demás…
Enrique IV (rápido): Lo sé, no podían detenerse a esperar que yo sanara, ni siquiera aquellos que, detrás de mí, punzaron, hasta hacerlo sangrar, a mi caballo enjaezado…
Di Nolli (impresionado): ¿Cómo? ¿Cómo?
Enrique IV: ¡Sí, a traición, para que se encabritara y me volteara!…
Matilde (rápida, con horror): ¡Pero esto lo se ahora! ¡No me había enterado antes!
Enrique IV: Eso también habrá sido una broma.
Matilde: ¿Quién fue? ¿Quién se hallaba detrás de nosotros dos?
Enrique IV: Ya no importa saberlo. Fueron todos los que continuaron después en el banquete, y que ya sólo hubiesen dejado para mí, marquesa, sus sobras de magra o blanda piedad, o alguna espina de remordimiento en el plato sucio… ¡Les doy las gracias!
(Volviéndose bruscamente al doctor): Y entonces, doctor, mire usted si el caso no es verdaderamente nuevo en los anales de la locura, preferí seguir loco, al hallar aquí todo dispuesto para este deleite de nuevo género: vivir mi locura, vivirla con la más lúcida conciencia, y vengarme así de la brutalidad de una piedra que me habla magullado la cabeza. Esta soledad, tan escuálida y vacía, tal como se me presentó reabriendo los ojos, debía revestirla en seguida, y mejor, con todos los colores y los esplendores de aquel lejano día de carnaval, cuando usted (mira a Matilde y le indica a Frida) ¡mírese en ella, marquesa!… ¡cuando usted triunfaba!…, y obligar a todos aquellos que se presentaban ante mí, a continuar, así porque sí, por el derrotero de mis pasos, siguiendo aquella antigua y famosa mascarada que había sido, para ustedes y no para mi, la burla de un día. Hacer que se convirtiera para siempre, ya no en una burla, sino en una realidad, la realidad de una verdadera locura. Que todos estuviésemos enmascarados aquí, para siempre…, y que estuviese la sala del trono, y estos cuatro consejeros secretos y, por supuesto, traidores.
(Se vuelve de pronto hacia ellos): Quisiera saber qué habéis ganado revelando que estoy curado. Sí lo estoy, no tendré ya necesidad de vosotros y seréis despedidos. Confiar en alguien, eso sí es realmente cosa de locos. ¡Ah, pero yo los acuso ahora, a mi vez! ¿No lo sabéis? ¿No habéis visto que ellos creyeron que la burla continuaría conmigo, a espaldas vuestras?
Estalla en una carcajada que, salvo Matilde, imitan todos aunque desconcertados.
Belcredi (a Di Nolli): ¿Oyes?… ¡No hubiese estado mal!…
Di Nolli (a los cuatro jóvenes): Conque vosotros… ¿eh?…
Enrique IV: Es menester perdonarlos. Esto (amarra su propio traje), esto que es para mí la caricatura evidente y voluntaria de aquella otra mascarada continua, de cada minuto, en la cual somos involuntariamente payasos (indica a Belcredi) cuando, sin saberlo, nos disfrazamos de lo que creemos ser… Ese disfraz, – perdonadles-, no logran verlo aún como parte de sus mismas personas.
(Volviéndose nuevamente a Belcredi): ¿Sabes? Uno se acostumbra fácilmente, y se pasea más fácilmente aún, como si nada fuera, encarnando a un personaje trágico (lo hace), en una sala como ésta. ¡Mire usted, doctor!… Recuerdo a un cura, por cierto que era irlandés y apuesto, que dormía al sol, un día de noviembre, con un brazo apoyado en el respaldar de un banco, en una plaza pública, anegado en la dorada delicia de aquella tibieza que a él debía parecerle casi estival. Podemos estar seguros de que en aquel momento no tenla conciencia de que era cura, ni del lugar en que se encontraba. Soñaba. Y quién sabe qué soñaba. Pasó un bribonzuelo que había arrancado una flor con todo su tallo, y al pasar le hizo cosquillas con ella, aquí, en el cuello. Le vi abrir los ojos sonrientes, y dibujársele en todo su rostro la risa bienaventurada de su sueño; lo había olvidado todo, pero puedo asegurar que en seguida recobró su compostura, y se puso rígido dentro de su hábito sacerdotal, y volvió a sus ojos la misma seriedad que ya habéis visto vosotros en los míos. Porque los curas irlandeses defienden la seriedad de su fe católica con tanto celo como yo defiendo los sagrados derechos de la monarquía hereditaria. Estoy curado, señores, porque sé perfectamente fingirme loco, aquí, y lo hago tranquilo. Penoso es para vosotros, que vivís vuestra locura con tanta agitación, sin conocerla y sin verla.
Belcredi: ¡Mira qué curioso! ¡Ahora hemos llegado a la conclusión de que los locos somos nosotros!
Enrique IV (con un arrebato que se esfuerza por contener): Pero es que si tú, y ella (señala a la marquesa) no estuvieseis locos, ¿habríais podido venir a verme juntos?
Belcredi: Yo, francamente, vine creyendo que el loco eras tú.
Enrique IV (rápido, fuerte, indicando a la marquesa): ¿Y ella?
Belcredi: Ah, ella no sé. Veo que está como encantada por todo lo que tú dices… fascinada por ésta, tu “consciente” locura.
(Se vuelve a ella): Vestida usted como está ahora, supongo que podría también quedarse a vivir aquí, marquesa.
Matilde: ¡Usted es un insolente!
Enrique IV (rápido, aplacándola): No se preocupe, señora. No se preocupe. Él sigue azuzando. Sin embargo, el doctor le advirtió que no azuzara.
(Volviéndose a Belcredi): Pero ¿cómo quieres que me conmueva ya lo que ocurrió entre nosotros, ni la parte, que tomaste en mis desgracias con ella (indica a la marquesa, y luego se vuelve a ella indicándole a Belcredi), o lo que él representa ahora para. usted? ¡Mi vida es ésta! ¡No es la vuestra! La vuestra, en la que habéis envejecido, yo no la he vivido.
(A Matilde): ¿ Esto es lo que quería usted decirme? ¿Quería usted demostrarme esto con el sacrificio de vestirse así por consejo del médico? ¡Oh, magnífica idea, doctor, se lo he dicho ya! “Mostrar lo que éramos entonces, y lo que somos ahora.” Pero yo no soy un loco de los suyos, doctor. Yo sé bien que aquél (indica a Di Nolli) no puede ser yo, porque Enrique IV soy yo, yo, aquí, desde hace veinte años, ¿comprende? ¡Fijo, en esta eternidad de máscara! Esos veinte años los ha vivido ella, los ha gozado ella (indica a la marquesa) para transformarse – allí la veis – modo que yo no pueda reconocerla ya, pues yo la conozco así (señala a Frida y se le acerca), y para mí es ésta siempre. Parecéis niños que se asustan de mí.
(A Frida): Y tú, pequeña, te has asustado verdaderamente por la broma que te indujeron a hacer, sin comprender que para mí no podía ser el juego que ellos creían, sino este prodigio terrible: el sueño que cobra vida en ti, como nunca. Eras allí una imagen; te han hecho persona viva. ¡Eres mía! ¡Eres mía! ¡Mía! ¡Mía por derecho propio!
La ciñe con los brazos, riendo como un loco, mientras todos gritan aterrados.
Pero como corren para desasir a Frida de entre sus brazos, él asume una actitud terrible y grita a sus cuatro servidores. ¡Detenedlos! ¡Detenedlos! ¡Os ordeno que los detengáis!
Los cuatro servidores, en su aturdimiento, como fascinados, tratan automáticamente de contener a Di Nolli, al Doctor, y a Belcredi.
Belcredi (se libra rápidamente y se arroja contra Enrique IV): ¡Déjala! ¡Déjala! ¡Tú no estás loco!
Enrique IV (fulmíneo, extrayendo la espada del flanco de Landolfo, que está junto a él): ¿Que no estoy loco? ¡Mira!
Lo hiere en el vientre, provocando un general alarido de horror.
Acuden todos a socorrer a Belcredi, exclamando tumultuosamente.
Di Nolli: ¿Te ha herido?
Bertoldo: ¡Lo ha herido! ¡Lo ha herido!
Doctor: ¡Ya lo decía yo!
Di Nolli: ¡Frida, ven!
Matilde: ¡Está loco! ¡Está loco!
Di Nolli: ¡Sujetadlo!
Belcredi (mientras lo transportan hacia la salida de la izquierda, con feroz protesta que por encima de sus voces se oye): ¡No está loco!
Salen por la izquierda, gritando, y siguen gritando a dentro, hasta que por encima de sus voces se oye un grito más agudo de Matilde, al que sigue el silencio.
Enrique IV (que ha quedado en escena, entre Landolfo, Arialdo y Ordulfo, con los ojos desorbitados, aterrorizado por la vida que ha cobrado su propia ficción., que repentinamente lo ha empujado, a1 delito): Ahora sí… por fuerza…
(Llama a sus servidores junto a sí, como buscando amparo): Aquí, a mi lado, aquí, juntos… y ahora para siempre.
Telón
1922 – Enrique IV
Tragedia en tres actos
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